CAPITULO I

Je rêve donc je suis


¡Si tan solo pudiera explicarte cuánto he cambiado desde aquellos días! Cambiado y, sin embargo, todavía el mismo. Pero ahora puedo ver mis viejas preocupaciones con mirada serena. En los treinta años que han pasado, la preocupación ha cambiado su forma, se ha invertido, digamos. Cuando empezó, fue creciendo hasta vaciarme. Al principio la ignoraba, más tarde la acepté y busqué consuelo en mis amigos, después me resigné y finalmente aprendí a utilizarla en favor de mi propio beneficio. Ahora, en lugar de estar en mi interior, mi preocupación es una casa en la que vivo; en la que vivo más o menos cómodamente, vagando de habitación en habitación. Algunos inviernos no enciendo la calefacción. Entonces me quedo en una habitación, cálidamente abrigado en mi chaqueta de cuero, sueters, botas y bufanda, y recuerdo aquellos agitados días. Me he convertido en un viejo algo lunático, dedicado a inocentes filantropías. Unos pocos amigos me visitan porque están solos, no porque disfruten realmente de mi compañía. Decididamente, he dejado de ser interesante.

Ya siendo niño, tuve rasgos que me distinguían de mis compañeros de juego. Mi propio origen es poco notable: procedo de una próspera familia que aún reside en una de las grandes ciudades de provincias. Mis padres habían entrado ya en la madurez cuando nací, siendo el menor de sus tres hijos, y mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Mi hermana ya se había casado y vivía fuera. Mi hermano tenía edad suficiente para entrar en el negocio de mi padre; se casó joven (poco después de la muerte de mi madre) y pronto tuvo varios hijos. Hace muchos años que no le veo. De modo que tuve grandes oportunidades para estar solo durante mi infancia, y desarrollé el gusto prematuro por la soledad. En aquella enorme casa de la que mi padre y mi hermano estaban permanentemente ausentes, yo estaba concentrado en mí mismo, y desde muy niño evidencié una seriedad teñida de melancolía que mi juventud no pudo disipar. Pero yo no deseaba ser diferente. Mi paso por la escuela fue normal, jugué con mis compañeros, flirteé con algunas chicas, las obsequié, les hice el amor, escribí alguna historia; en resumen, llené mi vida con actividades normales a mi clase y edad. Porque no fui particularmente tímido ni nunca huraño, pasé entre mis amigos como un joven mediocre pero agradable.

Fue entonces, al completar mis estudios y dejar mi ciudad natal para asistir a la universidad, cuando me sentí por primera vez incapaz de superar la sensación de ser diferente. En todas las cosas el ambiente que nos rodea es de gran importancia. Yo había estado rodeado de mi niñera, mi padre, mis parientes, mis amigos, todos fácilmente satisfechos de sí mismos y de mí, viviendo en un confortable acuerdo entre unos y otros. Yo me nutría con su mundo. Lo único que me resultaba desagradable en ellos era la facilidad y la complacencia con que adoptaban una postura de indignación moral; en todo lo demás, eran para mí ni más ni menos de lo que razonablemente puede esperarse de cualquier persona. Pero cuando me trasladé a la capital advertí enseguida que, no sólo era distinto a los pacíficos provincianos entre los que me crié, sino que era también diferente a los inquietos cosmopolitas entre los que ahora vivía y con quienes esperaba tener más en común. Me encontraba rodeado de hombres y mujeres de mi misma edad, algunos, como yo, de provincias, pero la mayoría de la metrópoli en que estaba situada la universidad. (Omito el nombre de esta ciudad, no para fastidiar al lector -dado que no he prescindido en esta narración de ciertas palabras y nombres de instituciones locales, fáciles de reconocer para cualquier turista, por lo que el lector pronto podrá identificar la ciudad en que viví-, sino para destacar mi convicción acerca de la poca importancia que tiene para mi relato el lugar donde yo residí; no me quejo de mi tierra ni de esta ciudad en particular, que no es peor, quizás hasta mejor que la mayoría de ciudades, un centro de cultura, y residencia de gente muy interesante y amable.) En la universidad se había reunido la juventud ambiciosa de mi país. Todos preparaban sus licenciaturas, unos en medicina, en derecho, en arte, en ciencias, otros en servicios civiles y otros en revoluciones. Yo encontraba mi corazón vacío de ambiciones personales. Si la ambición puede llegar a alimentar, suele hacerlo en provecho de los demás. No entré en este tipo de relación, en parte conspirativa y en parte envidiosa, con mis semejantes. Siempre he gozado siendo yo mismo, y la compañía de los demás es mucho más placentera cuando se diluye entre grandes cantidades del placer que yo encuentro en mí mismo, en mis sueños, en mis fantasías.

En realidad, creo que faltando todos los motivos corrientes de ambición, que afloraban en mis compañeros -ni siquiera la ambición de desagradar a mi familia, en este tiempo de gran tensión entre generaciones- me probé a mí mismo como un estudiante entusiasta y capaz. Inspirado por la posibilidad de alcanzar alguna erudición, me matriculé en los más variados cursos y seminarios. Pero este afán verdadero por saber, que conducía a las investigaciones que más tarde emprendí, no encontró una satisfacción adecuada en las divisiones y facultades de la universidad. No quiero decir con esto que tenga nada que objetar a la especialización. Por el contrario, la auténtica especialización -la separación neta y precisa de un tema, su correcto análisis y el de sus adyacentes subdivisiones- era lo que yo buscaba y no podía encontrar. Tampoco discutía la pedantería. Lo que sí censuraba era que mis profesores propusieran problemas tan sólo para resolverlos y concluyeran sus exposiciones con exasperante puntualidad. Mi obstinado deseo de aprender es comparable al de un hombre hambriento al que se le dan bocadillos y los come con el papel, no porque sea demasiado impaciente para desenvolverlos, sino simplemente porque nunca ha aprendido a quitarlo o lo ha olvidado. Mi hambre intelectual no me hizo insensible al poco apetitoso plato que ofrecían las salas universitarias de lecturas. Pero durante mucho tiempo fui tan incapaz de pelar aquellos insulsos envoltorios como de comer con mayor moderación.

Estudié así durante tres años. Al fin de este período publiqué mi primer y único artículo filosófico, en que proponía importantes ideas sobre un tema de escasa importancia. El tono polémico de mi artículo provocó algunas discusiones en el mundo literario, y gracias a esto fui admitido en el círculo de un matrimonio de mediana edad, nacidos en el extranjero y nuevos ricos, que reunían gente estimulante en su finca de las afueras. Los fines de semana, los Anders organizaban paseos a caballo a primera hora de la tarde, audiciones de música de cámara al atardecer y largas e interminables cenas. Los invitados habituales, entre los que me incluía, eran un profesor que había escrito varios libros acerca de la teoría de la revolución, un bailarín de ballet negro, un famoso físico, un escritor que fue boxeador profesional, un cura que dirigía una plática semanal en la radio titulada «Confesiones y remedios», y el primer director de la orquesta sinfónica de una ciudad vecina (éste asistía esporádicamente, pero tenía un flirt con la hija menor de la casa). Era Frau Anders, una mujer robusta y sensual que rozaba los cuarenta, quien realmente presidía estas reuniones; la presencia de su marido era irregular y sólo nominal su autoridad; frecuentemente se ausentaba por viajes de negocios. Imaginé que su matrimonio fue más por conveniencia que por sentimientos. Frau Anders insistía en la puntualidad y el respeto, pero era una generosa anfitriona, atenta a la idiosincrasia de sus huéspedes y hábil en hacerlos hablar.

Todos los invitados de Frau Anders, hasta el vanidoso y agraciado bailarín, eran hábiles conversadores. Al principio quedé sorprendido e irritado por la fluidez de su conversación, por su disposición a exponer una opinión sobre cualquier tema. Estas charlas alrededor de una mesa suntuosa, me parecían de un rigor intelectual no superior al de las mordaces tertulias de café de mis compañeros de estudio. Me llevó cierto tiempo apreciar las virtudes características del salón. Tener opiniones era sólo una parte; allí lo importante era desplegar la personalidad. Los invitados de Frau Anders eran particularmente hábiles en esto, razón por la que sin duda se habían reunido. Este énfasis en la personalidad, más que en las opiniones, me tranquilizaba. Yo mismo había advertido ya en mí cierta escasez de opiniones. Sabía que entrar en la etapa de la madurez suponía adquirir un conjunto más o menos constante de opiniones, pero esto me resultaba mucho más difícil a mí que, en apariencia, a los demás. No creo que fuera debido a torpeza intelectual ni tampoco, espero, al orgullo. Simplemente, mi sistema se hallaba demasiado atareado recibiendo y descargando lo que yo averiguaba sobre mí mismo. En el círculo de Frau Anders aprendí a no envidiar a los demás porque mi seguridad era menor que la de ellos. Tenía una gran fe (esto me parece ahora un poco ingenuo) en mi buena digestión y en el eventual triunfo de la paciencia. Que existe un orden en este mundo, me parece todavía, a pesar de mi avanzada edad y aislamiento, más allá de toda duda. Y no dudé que dentro de este orden encontraría un lugar como el que tengo.

Dejé de asistir a las clases en la universidad después de haberme introducido en mi nuevo círculo de amistades, para darme, poco después, oficialmente de baja. También dejé de escribir la carta que cada mes enviaba a mi padre. Un día mi padre visitaba la ciudad por negocios, y aprovechó la oportunidad para verme. Supuse que quería regañarme por mi negligencia en mis deberes epistolares, pero no dudé en decirle inmediatamente que había abandonado mis estudios oficiales. Creí preferible enfrentarme a sus reproches en una entrevista que hacérselo saber por una carta, lo que él hubiese considerado una traición. Para mi gran satisfacción, no se molestó. De acuerdo con su punto de vista, mi hermano mayor había satisfecho todas las esperanzas que podía poner en un hijo; por esta razón se mostró dispuesto a mantenerme, fuese cual fuese el camino que yo, independientemente, deseara elegir. Habló con su banquero para aumentar mi paga mensual y nos despedimos cálidamente. Me reafirmó su constante afecto. Me encontraba en la envidiable posición de estar enteramente a mi disposición, libre para proseguir con mis intereses (el tesoro que había acumulado desde mi infancia) y para satisfacer, mejor de lo que lo había hecho en la universidad, mi pasión por la especulación y la investigación.

Continué dedicando muchas horas diarias a una rápida y voraz lectura, aunque temía que mientras leía apenas pensaba. Tardé años en comprender que esto era razón suficiente para abstenerme de leer. Sin embargo dejé de escribir: salvo un guión cinematográfico, mi diario y numerosas cartas, no he escrito nada desde aquel artículo filosófico de mi juventud sobre un tema de poca importancia; es decir, nada hasta que ahora vuelvo, con dificultad, a tomar la pluma. Después de la lectura, mi principal placer era entonces la conversación, y fue conversando, en el círculo de Frau Anders y con algunos ex-compañeros de universidad, como ocupé los primeros, desorientados meses de mi nueva independencia. No hay razón para que hable ahora con detalle de mis otros intereses. Mis necesidades sexuales no eran excesivamente imperiosas, y periódicas excursiones a un barrio de mala reputación de la ciudad sobraban para satisfacerlas. La política no me interesaba más allá de los comentarios en los periódicos. En esto me parezco a muchos de mi generación y de mi clase, pero tenía razones adicionales para ser apolítico. Estoy extremadamente interesado en las revoluciones, pero creo que las verdaderas revoluciones de mi tiempo no han sido los cambios de gobierno o del personal de las instituciones públicas, sino las revoluciones en los sentimientos y en las opiniones, mucho más difíciles de analizar.

Algunas veces he pensado que las perplejidades que encontraban en mi propia persona eran síntomas de aquella revolución general de los sentimientos -una revolución todavía sin nombre, una dislocación de la conciencia aún sin diagnosticar. Pero esta noción puede ser presuntuosa por mi parte. Con toda certeza, mis dificultades no pasan de ser las mías, ni me molesta reivindicarlas como mías. Afortunadamente, siendo de constitución fuerte y temperamento sereno, no padecía mis inquietudes de un modo pasivo, y he extraído a través de luchas, crisis y años de consecuente meditación un cierto sentido de ello. Sin embargo, deseo prevenir desde ahora al lector de que, si bien me empeño conscientemente en presentar una justa selección de aquellos hechos, no lo hago más que con el ojo y, sobre todo, con el oído del recuerdo. Es más fácil tolerar que cambiar. Pero una vez se ha cambiado, lo que se toleró es difícil de recordar.

– La rareza llega a ser tú mismo -me dijo mi padre aquella plácida tarde de mayo.

Yo era de hecho menos excéntrico entonces que la mayoría de la gente que conocía -en el salón de Frau Anders, en las avenidas, en la universidad- pero no le contradije.

– Déjalo así, padre -le dije.

Una palabra más. Desde mis primeros años de colegial estuve expuesto a los seculares ideales intelectuales de mi país: claridad, rigor, educación de los sentimientos. Me enseñaron que para tratar correctamente una idea es preciso descomponerla en sus más pequeñas partes, y entonces retroceder sobre los propios pasos, procediendo de lo más simple a lo más complejo -sin olvidar comprobar, mediante la enumeración, que no se ha omitido ningún paso-. Aprendí que este razonamiento, en sí mismo, aparte de los problemas particulares a los que puede ser aplicado, tiene una forma propia, un estilo, que debe aprenderse del mismo modo que se aprende a nadar o bailar correctamente.

Si ahora rechazo este estilo de razonamiento, no es porque comparta la desconfianza en la razón, que es el principio intelectual en boga en nuestro siglo. Mis anticuados profesores no estaban equivocados. El método de análisis resuelve todos los problemas. Pero es esto lo que siempre se quiere, ¿resolver un problema? Supongamos que invertimos el método y procedemos de lo más complejo a lo más simple. Es casi seguro que nos quedaremos con menos de lo que teníamos al empezar. Pero, ¿por qué no? En lugar de acumular ideas puede ser mucho mejor ocuparse en disolverlas -no mediante un repentino acto de voluntad, sino despacio y con gran paciencia. Nuestros filósofos nos enseñan que «el todo es la suma de sus partes». Cierto. Pero tal vez cualquier parte es también la suma del todo; tal vez la suma real del todo es la parte más pequeña, sobre la que podemos concentrarnos más de cerca. Asumir que «el todo es la suma de sus partes» es asumir también que las ideas y las cosas son -o puede hacerse que sean- simétricas. He observado que existen al mismo tiempo ideas simétricas y asimétricas. Las ideas que me interesan son asimétricas: uno entra por un lado y sale por otro de forma bastante diferente. Tales ideas son las que despiertan mi apetito.

Pero el apetito por el razonamiento debe regularse, como sabe toda persona sensible, ya que puede ahogarnos la vida. No tenía ambiciones firmes ni hábitos tenaces; tampoco opiniones hechas que hubiese tenido que sacrificar al pensamiento. Mi vida era la mía: no estaba desmembrada en trabajo y ocio, familia y placer, deber y pasión. Al principio, sin embargo, me contuve: manteniéndome libre de complicaciones innecesarias, buscando la compañía de aquellos a quienes entendía y que por consiguiente no podían seducirme, sin atreverme todavía a seguir mis inclinaciones hacia el pensamiento solitario hasta su conclusión.

Durante este período de mi juventud, en los años inmediatamente posteriores a mi alejamiento de la universidad, aproveché la oportunidad para viajar fuera de mi país y observar las maneras de otras gentes y clases sociales. Encontré que esto era más instructivo que el aprendizaje erudito de la universidad y de la biblioteca. Quizás porque nunca me ausenté de mi país por más de unos meses, mis viajes no me desmoralizaron. Observar la variedad de creencias en diferentes países no me llevó a la conclusión de que no existe lo verdadero y lo falso, sino tan sólo falibles opiniones humanas. Sin embargo, muchos hombres están en desacuerdo sobre lo que está prohibido y lo que está permitido, todo el mundo aspira al orden y a la verdad. La verdad necesita de la disciplina de la costumbre para poder actuar. No niego que la costumbre es generalmente estrecha de miras y poco generosa, pero uno no tiene derecho a ser ultrajado cuando, en defensa propia, martiriza a los partidarios de actos extremos. Cualquier disciplina, hasta la de costumbres más mojigatas, es mejor que ninguna.

Mientras estaba ocupado con mis iniciales investigaciones sobre lo que vagamente creía «la certeza», me sentí obligado a reconsiderar todas las opiniones que se me presentaban. Consecuentemente, me sentí desligado de todo. Esta apertura intelectual provocó ciertos problemas, tales como el modo en que conduciría mi vida en adelante; mientras analizaba el contenido no quería perder la forma. Redacté, para el transcurso de este período de investigación, las siguientes máximas provisionales de conducta y actitud:


1.- No satisfacerme con buenas intenciones, mías o ajenas.

2.- No desear para los demás aquello que no se deseen para sí mismos.

3.- No despreciar el consejo de los demás.

4.- No temer la desaprobación, pero observar, en tanto sea aconsejable, las leyes del tacto y la discreción.

5.- No valorar las posesiones ni ser distraído por la ambición.

6.- No hacer propaganda de mí mismo ni exigir nada de los demás.

7.- No desear una larga vida.


Estos principios nunca fueron difíciles de seguir, ya que correspondían a mi propia disposición. Felizmente puedo proclamar haberlos observado todos, incluyendo el último. Aunque he tenido una larga vida, nunca he hecho nada para conseguirlo (debo decir, para dar al lector una correcta perspectiva, que tengo ahora sesenta y un años), y esta vida, debo añadir también, no la explico porque crea que sea ejemplar para nadie. Es solamente para mí; el camino que he seguido y la certidumbre que he hallado no creo que se adecuaran a nadie más que a mí.

La metáfora tradicional para la investigación espiritual es la del viaje. De esta imagen debo desprenderme. No me considero a mí mismo un viajero, he preferido permanecer quieto. Me describiría a mí mismo como un bloque de mármol, aceptable aunque toscamente labrado en su exterior, en cuyo interior alberga no obstante una hermosa estatua. Cuando se labra el mármol, la estatua liberada puede ser muy pequeña. Pero cualquiera que sea su tamaño, es mejor no ponerla en peligro moviendo el bloque de mármol con demasiada frecuencia.

Para el esfuerzo de labrar continuamente el mármol que me contenía, ninguna experiencia, ninguna preocupación era demasiado pequeña. No encontré nada despreciable. Tomemos por ejemplo el grupo de personas recogidas por Frau Anders. Hubiese sido fácil despreciarlas por vanidosas y frívolas. Pero cada una tenía una perspectiva en la vida de algún interés, y algo que enseñarme -los más satisfactorios vínculos para la amistad. A veces deseé que Frau Anders no estuviera sólo preocupada por complacer y ser complacida. Podría haberse constituido en el contrapeso de la búsqueda de sus invitados de sus propias individualidades. Entonces, en lugar de envolver a nuestra anfitriona con atenciones y cumplidos, habríamos podido espiarla. Ella nos hubiera podido pedir que actuásemos y que creásemos en su honor, a lo que todos nos hubiéramos negado. Nos hubiera podido prohibir hacer cosas como escribir novelas o enamorarnos, y gracias a estas prohibiciones habríamos podido desobedecer sus órdenes. Pero los buenos modales me impedían indagar sobre esta mujer más allá de lo que ella era capaz de dar. Era suficiente que la sociedad que encontré en su casa me divirtiera, aun sin despertarme grandes esperanzas.

Para demostrar mi amistosa conducta como miembro de esta sociedad, expongo la siguiente anécdota: Un día, Frau Anders me preguntó si la falta de preocupaciones económicas en mi vida no abría oportunidades al aburrimiento. Le repliqué, sinceramente, que no. Entonces comprendí que aquella rica y todavía hermosa mujer no me estaba haciendo una pregunta, sino diciéndome algo, exactamente que ella estaba aburrida. Pero yo no acepté su discreta queja. Le expliqué que ella no estaba aburrida; que era, o pretendía ser, infeliz. Este pequeño comentario, levantó instantáneamente su ánimo, y me complació observar, durante mis siguientes visitas a su casa, que se había vuelto bastante alegre. Nunca he comprendido por qué la gente encuentra tan difícil decir la verdad a sus conocidos o amigos. Según mi experiencia, la verdad es siempre apreciada y el temor a ofender es generalmente exagerado. Muchos temen ofender o herir a los demás, no porque sean amables, sino porque no aprecian la verdad.

Quizás sería más fácil para todo el mundo preocuparse por la verdad, si llegara a entender que ésta sólo existe cuando se dice. Me explicaré. La verdad es siempre algo que se dice, no algo conocido previamente. Si no existiera el habla y la escritura, no existiría la verdad acerca de nada. Todo sería sólo lo que es. De este modo, para mí, mi vida y mis preocupaciones no son la verdad. Son, simplemente, mi vida y mis preocupaciones. Pero ahora estoy ocupado en escribir y en osar trasponer mi vida en este relato. Asumo la abrumadora responsabilidad de decir la verdad. La narración que he emprendido me resulta una tarea difícil, no porque me sea difícil decir la verdad sobre mí mismo, en el sentido de una exposición honesta de «lo que sucedió», «tuvo lugar», sino porque se me hace difícil decir la verdad en el sentido más pretencioso, la verdad en el sentido de insistir, provocar, convencer, cambiar a otro.

A veces no puedo impedir que me persigan las ideas que tengo acerca del carácter y las preocupaciones de mis lectores. Espero poder vencer esta debilidad. Es cierto que las lecciones de mi vida son lecciones sólo para mí, adaptables sólo a mí, para ser seguidas sólo por mí. Pero la verdad de mi vida no es para mí. Es para cualquiera que esté fuera de mí. Advierto al lector que, en adelante, trataré de no imaginar quién es esa persona y si él o ella están leyendo lo que escribo. Esto no puedo, ni debo, en realidad, saberlo.

Aun así, decir la verdad es una cosa; escribirla, otra. Cuando hablamos nos dirigimos a alguien. Cuando decimos lo mejor -que es siempre la verdad- todavía es a una persona, con el pensamiento en una persona. Pero si existe alguna posibilidad de escribir algo que sea cierto, sólo es posible porque eliminamos el pensamiento de cualquier otra persona.

Cuando escribimos la verdad, deberíamos dirigirnos a nosotros mismos. Cuando al escribir somos didácticos y moralistas, debemos considerar que sólo nos instruimos y aconsejamos a nosotros mismos, por nuestras propias faltas. El lector es un divertido accidente. Uno debe permitirle su libertad, su libertad para contradecir lo que está escrito, su libertad para ser acosado por las alternativas. Por lo tanto, sería impropio que tratara de convencer al lector de todo lo que este libro contiene. Es suficiente que me imagines ahora, tal como soy, con la compañía de mis recuerdos, en una relativa tranquilidad, sin desear el consuelo de nadie. Basta con que me imagines, encarnado en la imagen de mi juventud, y aceptes que he cambiado y que antes era diferente.

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