No estoy muy seguro del desarrollo de los hechos en el período en que viví en aquella enorme casa, y debo basarme en gran parte en notas, cartas y diarios que entonces escribí. He debido ordenar todos estos materiales en lo que parece el único orden posible (mi memoria no me ayuda siempre), agrupando, como pertenecientes a un mismo período, todos los documentos escritos en tinta azul, y, como pertenecientes a una época posterior, todos los escritos con tinta roja. Creo que varios de los libros de notas han sido escritos consecutivamente.
El cuaderno que tengo ahora ante mí está forrado en piel y exhibe un león estampado en su cubierta. Contiene una serie numerada de sentencias, escritas en tinta roja, de las que voy a reproducir algunas.
1. Los sueños hacen que me vea como un extraño.
2. No existe un conocimiento de los propios sentimientos interiores como el del mundo exterior.
3. A pesar de los esfuerzos que hago, no puedo escapar del círculo de mi conciencia. Pero puedo aventurarme hacia mayores profundidades. Puedo encontrar un círculo más pequeño dentro del círculo mayor y saltar a éste.
4. Si no puedo estar fuera de mí mismo, estaré dentro. Me miraré fuera a mí mismo como a mi propio paisaje.
9. Si doy una respuesta seria, la pregunta se hace seria.
10. Las únicas respuestas interesantes son las que destruyen la pregunta.
13. Cuando destruyo los sueños, ¿me destruyo a mí mismo?
16. No quiero ser apaciguado. No quiero ser confortado.
18. Oh, ¡los grandes simplificadores!
21. Ahora comprendo el misterio de la voluntad. ¿Qué es el dolor, sino el error de la voluntad?
24. No quiero tener ninguna convicción. Si yo soy (o creo) algo, quiero descubrirlo a través de mis actos; no quiero actuar como lo hago, porque esto está de acuerdo con lo que creo o con lo que soy.
25. Tú no decides nada. Se te decide. Puedes actuar de una forma para provocar desprecio. Puedes deshumanizarte a ti mismo. Pero no puedes decidir estas cosas, pues entonces (a pesar de todos tus esfuerzos por humillarte) no te sentirás tú mismo objeto de desprecio y no serás, como deseas, menos humano.
27. La primera ley de la vida ascética es parecer cómico. ¡Si fuese jorobado!
31. Los sueños que ahora honro, los tuve al principio con indiferencia y desprecio.
32. Sigo sin sentirme a mí mismo, excepto en mis terribles sueños.
33. Los sueños liberarán mi carácter.
35. Hay emociones que aún no han sido nombradas. Las llamaré X, Y, Z.
39. Mi cuerpo me fallaba en los sueños.
42. He puesto algo en el mundo. Más adelante sacaré algo de él: yo mismo.
46. Lo bueno y lo malo se ríen, uno del otro.
47. Podría decirse que carezco de sentido del humor.
50. La vida es un lento movimiento. La vida está cincelada con una punta de clavo, y, en la cabeza del clavo, un mensaje indescifrable.
51. Deja que las luces se apaguen, para que pueda brillar la única luz.
52. Haz que calle el rugido del león, para que pueda oírse el zumbido de la avispa.
55. Hay dos senderos que conducen a dos metas diferentes. Uno va de los hechos al conocimiento. El muy celebrado sendero de la sabiduría. Otro, del conocimiento a los hechos. El popularísimo sendero de la acción… ¿Son éstos todos? ¿No hay un tercero? ¿El del no-conocimiento al no-hechos? ¿Y un cuarto? ¿El del no-hechos al no-conocimiento?
56. Al principio, mis actividades excedían a mi conocimiento. Después, cuando llegué a saber menos, abandoné la acción. Había una vez un hombre que estaba esperando que algo le sucediera; nunca le sucedió. 57. Había una vez un hombre que estaba esperando que nada le ocurriera; finalmente, le sucedió.
Dejad que cuente un sueño que tuve poco después de trasladarme a la casa, que vino a confirmar lo correcto de mi decisión.
Soñé que estaba en una caverna muy poco iluminada. Había un gran montón de carbón en una esquina y un horno en la otra. La mayor parte del suelo estaba ocupada por pilas de diarios y basura, ladrillos sueltos, maletas viejas y dos baúles ostentando antiguas etiquetas de hoteles extranjeros. No me parecía ilógico estar solo en la bodega, pues apenas había sitio para otra persona. Tampoco me preocupaba estar encadenado a una argolla en el centro del suelo.
Más allá del largo de la cadena, al otro lado de la bodega había una escalera que daba a una puerta por cuyas hendiduras se escapaba la luz. Observaba la escalera sin ningún deseo de subirla. La luz no estaba encendida para mí. Como escuchara el distante sonido de cristales que se rompían, me sentí agradecido de estar donde estaba, lejos y a salvo de la violencia que imaginaba arriba.
Sin embargo, sabía que era posible estar más o menos cómodo, me encontrara donde me encontrara. Intentaba apoyarme en los ladrillos. Aunque con dificultad, disponía de una pequeña superficie donde moverme libremente, y quizá pudiese llegar a construir algo. Reuní todos los ladrillos que estaban a mi alcance, tras tenderme en el suelo para medir mi cuerpo; después dispuse cuidadosamente los ladrillos, uno junto a otro, haciendo una especie de cama suficientemente larga para poder estirarme por completo.
Pero una vez tumbado en mi cama de ladrillos, vi que era menos cómoda que el propio suelo. Desmantelé la cama, dejando solamente una almohada de ladrillo, y me eché a descansar.
Había una pequeña ventana en la bodega, pero cuando la miraba, la luz hería mis ojos. Una cabeza de niña apareció en la ventana, bloqueando la dolorosa luz. Era una hermosa niña de unos cuatro años.
«¡Es un oso!», gritaba, señalándome. Sonreí, pero esto no pareció correcto. Después gruñí amistosamente. Sabía que no era un oso, pero no quería desilusionarla.
Lo siguiente que recuerdo es haber comido un plato de arroz. Comprendí entonces que sí era un oso o alguna otra especie de animal, por mi forma de comer, tomando el arroz con mis garras y echándomelo a la boca. Cuando hube terminado de comer, pensé quién podía haberme traído la comida y por qué no se me había ocurrido detener a quien lo hizo. Estaba solo. Empecé a arrojar los ladrillos contra el suelo y a gritar. «¡Guardián!», exclamé.
El hombre del bañador negro apareció en el hueco de la puerta, sobre la escalera. Sus brazos y piernas musculosos eran más fuertes y atléticos que los míos. Había algo nuevo en su atuendo, sin embargo: un cinturón del que colgaba un pesado manojo de llaves que llegaba a la altura de su muslo. Mientras él descendía la escalera, yo le observaba atentamente. Sin embargo, lo que sucedió sobrepasó mis esperanzas de que se quedara un rato hablando conmigo.
– Desencadénale -dijo el bañista.
Me alegré profundamente ante la posibilidad de abandonar la bodega en compañía del bañista. Me hubiera complacido ir con él a cualquier parte; de alguna manera, comprendí que nos dirigíamos hacia el parque. En los parques, recordé, se recibe consuelo. El parque es un buen lugar para jugar, para enamorarse o para hablar. Cualquiera de estas alternativas me hubiera satisfecho.
Pero olvidé que el parque también es el lugar donde uno observa, donde se es observado con anteojos. En el parque me encontré a mí mismo en un pequeño escenario con un fondo de árboles. El público, sentado ante mí en sillas plegables, estaba formado por niños y niñeras con cochecitos.
El bañista estaba junto a mí en el escenario, actuando como maestro de ceremonias.
– Ahora, él baila -dijo.
¡Yo quería danzar para él! Pero mis piernas, que parecían hechas de madera o de cartón, rehusaban moverse.
El auditorio empezó a impacientarse.
– No hay motivo para que ustedes se vayan -dijo el bañista-. El tiene que bailar.
Para mi alivio, me sorprendí bailando. Pero el motor de mi movimiento no estaba en mí, sino que provenía de unos alambres atados a mis muñecas, a mis tobillos y alrededor de mi cuello. Eran realmente cadenas, familiares e íntimas. No podía entender cómo era posible que fuera una marioneta, cuando momentos antes era un animal. Pero sabía que los muñecos pueden ser tan graciosos como los animales y que los osos bailarines son ridículos. Me parecía mejor ser una marioneta. Movía mis brazos y piernas de una manera rítmica, esperando ganar la aprobación del bañista. -Perfecto -dijo el hombre. Me invadió una profunda sensación de paz y mis gestos fueron deteniéndose lentamente.
– Ahora vamos a ver qué más sabe hacer -dijo el hombre.
Se dirigió a una de las niñas que ocupaban la primera fila, y que mecía una gran muñeca en sus brazos. La niña subió al escenario.
– Oso -dijo el hombre del bañador negro-, golpea a la muñeca y acaricia a la niña.
Por un momento dudé si se dirigía a mí. Repitió la orden. Obedecí inmediatamente. Pero después de hacer exactamente lo que él había mandado, me encontré sosteniendo a la muñeca en mis brazos, mientras la niña yacía desmembrada y sangrienta en el suelo del escenario. Me cubrí la cara con las manos y esperé la cólera del bañista.
– Esto es inocencia -dijo el hombre-. Ya no podrá volver a ser culpado.
– ¿Quién pensaría en culparlo? -preguntó una de las niñeras vestidas de blanco, una impasible mujer de cabellos rubios y rasgos alegres.
Comprendí que era la institutriz de la niña muerta. Aunque su aprobación no era tan importante para mí como la del hombre del bañador negro, me preocupé por sus sentimientos. No parecía enfadada en absoluto cuando se levantó para recoger a la niña.
– El debe matar -le dijo el bañista, mientras desaparecía del escenario-, pero no quiere hacer daño.
Asentí. Los niños reían. Su risa invocó en mi mente una última, pequeña duda; deseaba explicar por qué había sido disculpado.
– Es él mismo, pero no el mismo -dije, y es lo último que recuerdo, antes del despertar.
Considero que, en muchos aspectos, éste es el más importante de mis sueños. En algún momento supe que mis sueños tenían vida en sí mismos: no eran simplemente los objetos de mi atención, el diálogo que había abierto entre mí vida consciente y mi vida onírica, sino que entablaban una suerte de diálogo entre ellos mismos. Este sueño era contestación al «sueño de las dos habitaciones», mi primer sueño. En ambos, está presente el bañista y una mujer vestida de blanco; en ambos, se me pide que baile, y estoy encadenado y preso. En el primero, no puedo bailar, mi confinamiento es aburrido, y los dos personajes que aparecen están molestos conmigo; en este sueño, que llamé el «sueño de la marioneta», cuando me piden que baile, por fin soy capaz de hacerlo; mis cadenas, en efecto, me ayudan, pues se han transformado en hilos que mueven graciosamente mi cuerpo, y complazco a los personajes capitales de mi sueño. En el primero, estoy avergonzado. En éste no estoy avergonzado, sino en paz.
Varios incidentes de mi vida fueron también iluminados por este sueño. Pensé en mi juventud, poco después de haber empezado a soñar, concretamente en aquel encuentro, tan lejano ya, con una niña en el parque, después de la última conversación con el Padre Trissotin. Recuerdo cuan lleno de paz me sentí durante aquel breve intercambio de palabras con la niña. Me parecía que toda mi vida convergía en el estado mental representado en este sueño, en el que finalmente me reconciliaría conmigo, tal como soy, el ser de mis sueños. Esa reconciliación es lo que entiendo como libertad.
No crean que veo este sueño, ni los restantes, como algo anormal. Pues, por lo que sé, todo el mundo tiene sueños como éstos. Lo anormal es la relación entre mi vida consciente y la vida de mis sueños. Bajo la presión de mis sueños, he llegado a adoptar un estilo de vida que no puede llamarse más que excéntrico, a pesar de que «excéntrico» significa literalmente «fuera de, o a partir del centro», mientras que mi vida tendía, por el contrario, a acercarse progresivamente al centro, al corazón mismo de mis sueños. ¿Pero no estoy acaso rizando el rizo? No es la distancia del propio centro de uno mismo, los sueños, lo que se desea expresar, al llamar a alguien excéntrico, sino la distancia del centro social, el cálido cuerpo de los hábitos y gustos que son útiles, razonables y comúnmente reforzados. No, yo no rechazaré la calificación de excéntrico.
Sin embargo, hay etiquetas que provocan rechazo. Soy consciente de que cualquier clase de excentricidad puede ser considerada como deformación psicológica, y que una narración sobre alguien con gustos anormales y experiencias internas de este tipo tiende a ser leída como estudio psicológico. En un estudio psicológico, se toman los sueños como evidencias, como elementos que aportarán informaciones sobre las preocupaciones del soñador. Pido al lector que no tome este relato de un modo tan simple, sin, al menos, considerar mi propio ejemplo.
No estoy interesado en mis sueños por lo que puedan facilitarme para llegar a un mejor conocimiento de mí mismo, o por el deseo de conocer mis verdaderos sentimientos. No estoy interesado en mis sueños, en otras palabras, desde el punto de vista psicológico. Estoy interesado en mis sueños en cuanto actos.
Estoy interesado en mis sueños como actos, como modelos de actuación y motivos de acción. Estoy interesado en mis sueños desde el punto de vista de la libertad. Puede parecer extraño que, en estos momentos, al analizar un sueño que me daba una imagen tan clara de mi propia esclavitud, hable de libertad. Soy consciente de las alternativas. Si estuviera inclinado a interpretar mis sueños con el propósito de «entenderme a mí mismo», consideraría mis sueños desde el punto de vista del cautiverio. Observaría entonces cómo mis sueños reflejaban mi esclavitud a mi carácter, sus limitados temas, sus constantes ansiedades.
Pero uno sólo necesita declararse libre, para serlo realmente. Debo considerar mis sueños libres, autónomos, sólo con la intención de estar libre de ellos, por lo menos tan libre como un ser humano tenga derecho a estarlo.
Otro libro de notas describe la rutina de un día cualquiera en mi nueva casa. Recuerden que pasé en ella seis años, y cada día debía ser ocupado con alguna actividad. Inventé una fórmula para despertarme, levantarme de la cama, lavarme, vestirme, comer, leer, hacer ejercicio e irme a dormir, de modo que su carácter de actividades fuera modificado por mi nueva comprensión.
Nunca he deseado ser un especialista, y no conozco aún el valor de la actividad práctica. Pero hay cosas que es preciso hacer, tres veces al día, en la vida de cada uno; y por medio de la repetición se adquiere inevitablemente una práctica. Lo que yo quería era librarme de los actos que tuvieran algún aspecto práctico, librarme de pensar en ellos como actos ejecutados en y para uno mismo. Así, convertí mis más insignificantes actos diarios en lo que podría llamarse un rito, que yo representaba perfectamente, sin ninguna ilusión de eficacia. Me mantenía muy limpio, aun cuando no hubiera nadie que pudiera olerme. Era puntual, aunque no tenía que acudir a ninguna cita.
Debo señalar que estos ritos, como el resto de mi vida, a excepción de los sueños, eran puramente voluntarios. Otra vez debo advertir al lector que no reduzca mis actos simplemente a compulsiones neuróticas.
¿Cuáles son los rasgos del rito? El primero y más obvio, es la repetición. El segundo, que esta repetición se ejecuta de acuerdo con un guión en que cada detalle se encuentra establecido. De ordinario, la finalidad determina la forma del acto. La forma que adquiera la finalidad que uno persigue, es suficiente. Digamos, por ejemplo, que yo quería transportar un candelabro desde la repisa a la mesa. No tenía importancia cómo transportaba el candelabro, si lo hacía con mi mano derecha o con la izquierda, si caminando o corriendo, y tampoco si otra persona lo hacía en mi lugar. Lo que importaba era que finalmente el objeto se encontrara donde había dispuesto. Yo lo hubiera transportado con énfasis. Además, el lugar de la mesa no debía estar exactamente especificado. Uno u otro sería bueno, siempre y cuando no cayera al suelo.
Pero si este acto se convierte en un ritual, el objetivo es absolutamente preciso. Igualmente precisos son los medios que utilizo para llegar a mi objetivo. Hay sólo un modo correcto de transportar el candelabro a la mesa, sólo un lugar donde puede ser depositado. Las intenciones y deseos de quienes operan carecen de importancia. No deben influir de una manera personal y característica sobre el acto, al realizarlo. Idealmente, nos deberíamos mover como en trance.
Ahora comprendo la más elemental, y a la vez menos inteligible, de todas las características del ritual: la repetición. Pues ¿por qué, si no, cualquier acto debería ser realizado una y otra vez de un modo siempre idéntico, lo que resulta arduo, antinatural y difícil? ¿Por qué algo debe ser repetido? ¿Por qué con una vez no basta?
El sentido común nos indica que la única razón válida para hacer una cosa más de una vez, es que no haya sido consumada en un principio. Es esto, exactamente, lo que sucede en el ritual. Las reglas del ritual prohíben expresamente lo que posibilitaría que un acto se consumara o fuera terminado por completo: la participación del énfasis personal, la desigual distribución de atención, un clímax. El rito, cuya esencia es la repetición, es aquel acto que nunca se hace con propiedad, y que, por consiguiente, debe ser repetido indefinidamente. El rito es la forma de realizar un acto que garantice la necesidad de volverlo a hacer.
Consideremos mis sueños. Consistían en actos que debían ser rehechos constantemente, y de allí su repetición. Por otra parte, la atonalidad emocional del sueño, después de sucesivas repeticiones y variaciones, adquiría esta básica calidad de rito: la agitación externa en oposición al trance interior. La única tarea que me quedaba era ejecutar la orden de mis sueños en mi vida consciente, lo que yo intentaba en aquel período de meditación en la casa de Frau Anders. Quería que mis actos se hiciesen totalmente automáticos, tal como habían sido en «el sueño de la marioneta», pues había adivinado que, una vez conseguido eso, mis sueños se apaciguarían y el hombre del bañador negro sería aplacado.
Pondré un ejemplo de cómo aprendí a comportarme. Fue une hecho real, una situación algo peligrosa para mí: el peligro era más real que la seguridad.
Una noche estaba durmiendo en una de las habitaciones del primer piso, cuando me despertó un sonido de pisadas en el corredor. Me levanté y fui a ver qué ocurría, tomando la precaución de armarme con un hierro de la chimenea. Al llegar al pasillo, vi una figura que se apretaba contra la pared. Pretendí no haberla visto, y volví a mi habitación. Veinte minutos después, al escuchar nuevos ruidos, salí corriendo hacia el hall y grité al intruso. El se volvió para quedar frente a mí. Era un joven enjuto, con cara de granuja y chaqueta de cuero negro.
– Más vale que ande con cuidado -dijo.
– Lo hago -respondí.
– ¡Esto es un robo!
Blandió un revólver, y yo solté el hierro que había tomado.
Le dije que podía llevarse de la casa todo lo que fuera capaz de atravesar con una bala al primer intento, a una distancia de veinte pasos. Me miró, incrédulo, y luego rió secamente.
– No tengo bastantes balas para todo lo que quiero.
Le dije que tenía un revólver que podría utilizar cuando sus balas se acabaran. Le seguí alrededor de la casa mientras iba disparando sobre las sillas de los oficiales, los trofeos del salón, sobre los billetes de a franco que guardaba en un cajón, sobre las bolas doradas de la habitación que dispuse para mejorar las sensaciones, sobre el juego de manicura con estuche de cuero y muchas otras cosas mías que él quería.
Al final lo felicité por su habilidad. Se volvió hacia mí y dijo:
– ¿Y qué, si ahora te quiero a ti? ¿Formas parte de la oferta, maítre joui
Le aseguré que sí.
– Pero sólo podrás venderme si estoy vivo y en buenas condiciones -añadí.
– ¡Jesús! -exclamó-. ¿Qué voy a hacer ahora con toda esta basura?
– El dinero todavía tiene valor, el oro puede ser fundido y los muebles reparados.
Me miró de una forma muy peculiar y entornó sus ojos.
– ¡Cristo! Me parece que estoy soñando. ¿Cómo has conseguido hacerme jugar a este estúpido e imbécil juego? Nadie me creerá cuando cuente lo que me ha ocurrido esta noche.
– No te arrepientas de lo que ya has hecho -dije-. Te has aliviado de una gran carga, del peso de esconderse y acechar en las sombras. Has aprendido algo sobre la violencia desinteresada, y yo, sobre el secreto de la rendición desinteresada.
Meneó la cabeza, rió y me pidió un trago. Nos sentamos y estuvo contándome las tres sentencias que había cumplido ya en la cárcel -tenía sólo veintidós años- y de su novia, y de la profesión de ladrón. Un individuo muy decente, ciertamente; estaba apenado por no haberlo conocido antes. Hacia las siete de la mañana llamó a un amigo suyo, un conductor de camioneta, que se llevó lo que él había elegido.
Recordarán que al principio de este relato formulaba las investigaciones sobre mí mismo como una prueba de certidumbre. Un gran filósofo, el primero en descubrir esto en sus especulaciones, encontró que de lo único que podía estar realmente convencido era de su existencia. Estaba seguro de existir porque pensaba; negarlo era igualmente un acto de pensamiento. Mis averiguaciones me llevaron a la conclusión opuesta. Sólo porque yo existía -en otras palabras, pensaba- apareció ante mí el problema de la certidumbre. Alcanzar certidumbre es comprender que uno no existe.
Con esto, no niego el sentido común. Admito tener un cuerpo, que nací en tal lugar y tal día. Pero los pensamientos nunca son los ciertos, sino sólo los actos, actos limpios de pensamiento.
Mis sueños, llenos de reflexiones e impresiones, eran una parodia del pensamiento, me depuraban del pensamiento y, por consiguiente, de la existencia personal. Más que un obstáculo para mi problema original, que había dispuesto por mí mismo, eran una solución a aquel problema. Así, mis sueños conducían a la solución: las escaleras deben ser apartadas, una vez se ha ganado la altura deseada. La disciplina que me impuse en casa de Prau Anders, era precisamente un intento de alejar los sueños, integrándolos totalmente a mi vida: ahora había que disolver los medios, ya que me habían conducido hasta mi objetivo.
Hay sólo un cabo suelto en mi argumento, una grieta en la armadura que me modelé a través de la unión entre mi vida y mis sueños. Hablo de la certidumbre, aunque me vanaglorie ante ti, lector, de haberla conseguido. Estoy ocultando algo que debería admitir, a pesar de lo molesto e inexplicable que resulta. Mientras hablo de certeza, ¡permanezco incierto de algo importantísimo! Se refiere a Frau Anders o, para hablar con mayor claridad, a la mujer para quien decoré la casa años atrás, a quien instalé en ella durante la guerra y con quien más tarde la compartí.
Si esta mujer no era Frau Anders, una gran parte de mi memoria está equivocada. Pero seguramente, era Frau Anders, a quien yo generosamente había dejado al cuidado de un mercader árabe, muchos años antes. Era ella quien regresó dos años después, mutilada y con un aspecto deplorable, y a quien intenté sin éxito matar. A ella, siempre indestructible, a quien conferí la casa. Era Frau Anders quien me perseguía, quien quería casarse conmigo, quien hizo que me casara y vivió durante un tiempo conmigo y con mi esposa. Era Frau Anders, a quien yo dejé en la casa, bajo los ojos mismos del enemigo. Fue con ella con quien me reuní, después de la muerte de mi querida esposa, una vez la guerra terminó, ella que me proporcionaba una compañía anodina. Era la misma mujer, Frau Anders, a quien dejé en la casa, sin vida, humillada, como un fantasma.
Parece perfectamente simple y claro. Y sin embargo, tengo otros recuerdos de la casa, en los que me encontraba totalmente solo. ¿Es posible que ella no haya estado nunca en la casa? ¿Cómo podía ser? Mi esposa sabría si ella vivió con nosotros durante la guerra. Pero mi esposa murió. El otro testigo es Jean-Jacques. El me ayudó a introducirla en la vieja casa, pero me avergüenza preguntárselo. Ya casi no lo veo. Me encontraría loco y senil, pensando que mi memoria se debilitaba. Aunque su respuesta fuera afirmativa, el misterio no sólo seguiría sin resolverse, sino que más bien se complicaría, pues tengo otros recuerdos que no concuerdan con el pasado que he referido. Claramente recuerdo haber sido sacado de la casa por una Frau Anders que nunca había vivido en ella.
Lo recuerdo con la misma claridad que las demás cosas que se le oponen. Yo estaba en la habitación destinada al perfeccionamiento de los sentidos, era el sexto año de mi estancia en la casa, cuando la vieja que hacía las veces de ama de llaves, subió para anunciarme un visita. (Estipulé de buena gana que esta quejumbrosa y anciana mujer no podía ser Frau Anders. Quién era, no lo sé.) Mi ama de llaves, quienquiera que fuera, no podía haberme sorprendido más, ni diciéndome que en la alfombra del salón había un león recostado. Me enfadé con la vieja, pues tenía instrucciones de despedir a todas las visitas. Pero cuando vi la maliciosa mirada de sus ojos y supe que la visita no había querido marcharse, decidí ocuparme personalmente del asunto. Bajé a la sala de estar. Sentada en una silla junto a la chimenea vacía, había una mujer alta, en los últimos años de su cincuentena, morena, abrigada con algunas pieles y llevando gafas de sol.
– Madame -dije-. ¿A quién tengo el placer de dirigirme? Le ruego excuse la desnudez de mis habitaciones y que no haya fuego en la chimenea. No estoy acostumbrado a recibir visitas.
– ¿No me reconoces?
Se quitó las gafas de sol y pude ver las ruinas de un rostro bello y vigoroso.
– No, no la reconozco -repliqué, irritado.
– Bien. Yo apenas te conozco, querido, debo confesarlo. Te has vuelto algo encorvado y tienes arrugas, el pelo bastante gris y, no hay que decirlo, eres veinte años más viejo.
– Si soy veinte años más viejo, también lo es usted.
Rió.
– Siempre has sido bastante inteligente, y recuerdo tus modos suaves y enérgicos.
Mi corazón empezó a palpitar con mayor fuerza, y pregunté:
– ¿Es usted algún familiar?
Rió otra vez.
– Sólo un pariente mío se atrevería a hablarme con esta cortante impertinencia y afectación.
– ¿Realmente no sabes quién soy? Mírame más cerca. Soy una anciana, aunque no me siento vieja. Mírame, querido Hippolyte.
Sentí una iluminación y un escalofrío de placer y ansiedad.
– Usted es una persona feliz.
– Evidentemente -dijo-. Mírame.
Mirándola, no podía negar que la conocía.
– Te conozco -dije.
– ¿De veras? ¿Cuándo me viste por última vez?
– Dejé que pasaras delante mío en un portal.
– Oh -exclamó-. ¡No me lo recuerdes! Pensé que nunca te lo perdonaría, pero lo hice, muy rápidamente. ¿Acaso estaría aquí ahora, si no lo hubiese hecho? Vamos, sentémonos, no te dejaré decir una palabra sobre ti, hasta haberte contado todo lo que me ha ocurrido.
Yo no quería sentarme, porque realmente no acababa de creer en ella, pero insistió. Vi que no había perdido su vieja costumbre de ordenar, pero ya no tenía el deseo infantil de complacer. Me ordenó pedir al ama de llaves alguna bebida y, cuando le dije que no tenía nada en la casa, sacó un pequeño botellín de coñac de su bolso. Entonces empezamos una larga conversación, que se prolongó durante toda la mañana y toda la tarde, hasta entrada la noche.
Después de un rato me convencí de que no se trataba de una impostora. ¿De quién podía tratarse, sino de Frau Anders? Y seguí entre risas y asombros sus aventuras. Había estado más de tres años con el mercader -en esto no me había equivocado, no existía ningún hijo-, durante este tiempo él abusó cruelmente de ella. Su ardor se inspiraba en el terror que le provocaba. La había encerrado en una habitación de su casa y la visitaba tres veces por semana, entre la una y las cuatro de la tarde, después de lo cual salía hacia la mezquita. Cuando su temor se aplacó, empezó a cansarse de ella y la vendió a un comerciante de camellos, que la llevó más al sur, adentrándose en el desierto. El comerciante le pegaba regularmente; a consecuencia de una de las palizas, estuvo a punto de perder el ojo izquierdo. Después de un año de lujuria y abuso, el tratante la dejó con un acarreador de agua en un pueblo desierto, y allí Frau Anders permaneció una década, viviendo feliz.
En este punto de su historia, la interrumpí.
– ¿Fuiste feliz? ¿De qué forma? ¿Qué ocupó el lugar de los ultrajes, como fuente de placer para ti?
– Hay un límite, Hippolyte -replicó-, hasta para el deseo de ser utilizados por los demás.
En aquel tiempo, debido a la insuficiencia de alimentos, la continua exposición a las tormentas del desierto, la falta de baño, las frecuentes palizas, había empezado a pesarle la edad. Me dijo que sintió haber perdido su atractivo sexual, lo que yo tomé como una forma muy digna de decirme que había perdido algo de su ardor sexual. Ella y el acarreador de agua llegaron, sin embargo, a un entendimiento. El era un hombre amable y educado, preocupado sólo por mejorar su posición en la vida, y Frau Anders estuvo de acuerdo en ayudarlo.
– No puedes imaginar lo emprendedora que me volví, Hippolyte -dijo en aquel momento-. No imaginas cuánto fortifica el carácter tener que ocuparse sólo de los problemas de la supervivencia.
– Lo comprendo -asentí.
– No, tú no lo entiendes, no puedes entenderlo. ¿De qué se preocupa uno en esta ciudad, en cualquier ciudad? ¿De la supervivencia psicológica? Esto no es nada. Yo hablo de supervivencia real. Bajo el acecho de los ladrones, del hambre, de los chacales, del cólera.
– Tú pareces estar muy bien -aventuré.
– Lo estoy, lo estoy -dijo.
Prosiguió con su historia. Fue entonces cuando escribió a su esposo e hija y recibió cierta cantidad de dinero y la renuncia a sus responsabilidades hacia ellos. Con la ayuda del transportista de agua, llevó a cabo un estudio del pueblo donde residía. Era una comunidad de aproximadamente cuatro mil almas, integrada por pastores, comerciantes y ladrones. No había agricultura, pues era zona desértica. Provista de su dinero, ofreció prosperidad material a los lugareños, si la coronaban reina. En principio se mostraron escépticos, explicándole que era opuesto a sus tradiciones ser gobernados por una mujer. Las mujeres están hechas para el placer del hombre. El hombre está hecho para gobernar y hacer la guerra. Mientras esperaba la decisión de los habitantes del pueblo confiriéndole la autoridad, se instaló en una pequeña cabaña, como comadrona e interpretadora de sueños.
– Yo también soy interpretador de sueños -añadí.
Ignoró mi comentario y continuó sin pausa.
– Pues sí. Expliqué al jefe del pueblo que su sueño de siete camellos significaba siete años de sequía. Salvo que él me reconociera. Es gente extraordinariamente crédula y bastante tratable, pese a su aspecto salvaje.
Finalmente, ganó la partida y fue coronada reina con el ceremonial correspondiente. Su cumpleaños fue consagrado en el pueblo fiesta nacional. Un año después, el transportista de agua perdió su situación de consorte, y fue sustituido por una serie de jóvenes morenos, pero él, como el resto de sus ex-amantes, fue recompensado con cargos en la administración del pueblo. Negoció con el gobierno un proyecto de irrigación, que llevó la agricultura al pueblo. La gente prosperó, admirándola como dueña de un poder milagroso. El único precio que ella pedía, a cambio, era reverencia y acatamiento. Basándose en esta obediencia, organizó una comunidad modelo: guarderías diurnas que permitieran a las madres trabajar en el campo, una casa de prostitución, un juzgado, un teatro y un pequeño ejército que ella misma adiestraba. Bajo su dirección, el pueblo sobrevivió a los años de guerra robando en las instalaciones militares.
– Catalina la Grande -murmuré.
– Sí, aprendí a respetar las comodidades occidentales. No hay nada bello en la miseria, ni la suciedad, ni la pobreza. He perdido mis ideales, Hippolyte -dijo- y mis buenas intenciones. La vida es sólo una cuestión de supervivencia. Ya no soy romántica.
– ¿Por qué abandonaste el lugar?
– No se puede ser reina toda la vida. Para conservar la autoridad, se debe abdicar o ser martirizado. Elegí lo primero. Por eso estoy aquí. Decidí pasar el resto de mis días en la capital. He venido directamente a ti.
– ¿Por qué?
– No te asustes, Hippolyte. No voy a raptarte. Los días de mi sexo han pasado, igual que han pasado mis días de administración. Ahora me dedicaré a cultivar mi espíritu. Pero permíteme decirte que estoy acostumbrada a ser obedecida.
– ¿Por quién?
– ¿Cómo, por quién? Por todo el mundo -dijo-. Pero empezaré por ti. Ante todo, quiero esta casa.
– ¿Mi casa?
– He hablado con tu hermano. Está de acuerdo conmigo. No es bueno que estés viviendo en esta casa. ¡Es demasiado grande para ti!
– ¿Y para ti no?
– Ya verás que no. Tengo muchas más cosas que tú para llenarla.
– Pero a mí me gusta vivir aquí. He aprendido a estar solo.
– Bien, pues tendrás que estar solo en otra parte. Y además, tú no estás solo. Tienes a esa vieja odiosa; también ella tendrá que partir.
– Ella no está conmigo. Ella únicamente está aquí… ¿Y qué, si no te doy mi casa?
– Creo que esto te agradará, Jean-Jacques me ha dado una copia de los planos originales que hiciste para decorar y amueblar las habitaciones. Veo que nunca lo has hecho.
Miró alrededor, la modesta y convencional decoración de la sala en que estábamos sentados.
Me sentí obligado a explicarle.
– No tenía intención. Además, la ha ocupado otra gente. Aquí hubo soldados enemigos.
– Bien, todo esto será cambiado. Tú no lo sabes, pero fue para mí para quien dispusiste la casa. Para la última etapa de mi educación.
– Repito -dije enfadado-, ¿qué ocurrirá si no te doy mi casa? Sucede que me gusta vivir aquí. Es mi casa.
– Tendrás que resignarte. Tengo los planos.
Abrió su bolso y sacó los planos para que los viese.
– ¿Me dejarás en la calle?
– No digas tonterías. Te daré tiempo suficiente para que encuentres otro sitio. Por Dios, incluso te ayudaré. Tengo mucho tiempo y muy buena disposición hacia ti, querido Hippolyte.
Con estas palabras, Frau Anders se levantó, me besó levemente en ambas mejillas y se encaminó hacia la puerta, sin dejar que la acompañase. Me quedé en la habitación, como atontado, mirando alrededor, mi castillo. ¿Era posible que pudiese despojarme de todo esto, de mi casa, mi refugio? Pensaba actuar inmediatamente. Iría a ver a mi hermano, quien, como cabeza de familia que era, podía hablar con mayor autoridad que yo. Le explicaría cuan necesaria era la casa para mí, le diría que en ella había empezado a conocerme, y que debería advertir a Frau Anders que no me echara.
Ella había insinuado que yo no tenía suficiente cuidado de la casa. Pensé desesperadamente en pintarla, sin esperar un solo momento más; compraría nuevos muebles; cada noche encendería fuego en la chimenea. Me levanté de la silla en que estaba sentado, acariciando el respaldo con la angustia de la pérdida, y caminé hacia arriba y abajo por el corredor, mientras mi vieja ama de llaves bajaba los últimos peldaños de la escalera. Aparentemente, había estado escuchando.
Frau Anders regresó a la mañana siguiente. Trajo cosas de la tienda, acompañada de un tal Zulú, a quien introdujo como su masajista, y de una joven de piel oscura y cabeza afeitada que presentó como su secretaria particular. A ellos y al carpintero que los acompañaba dio instrucciones para amueblar y reparar la casa. A mí me dio una semana para encontrar un nuevo lugar donde vivir.
Tuvimos otra interesante conversación, y Frau Anders disipó todas mis sospechas de que fuera por razones de venganza que me obligaba a desalojar la casa. De la misma manera que en otro tiempo yo había obrado con ella con cierta libertad, disponiendo para su propio provecho, ahora ella, dijo, haría igual conmigo, para mi propio provecho. Tanto como yo, entonces, estaba en lo cierto, lo estaba ella ahora.
No estaba enteramente convencido de que ella estuviera en lo cierto, pero confié en su sinceridad. Lo único que me contuvo fue que hablara de amor, presentándolo como motivo, amor hacia ella y amor hacia mí.
– He aprendido a amarme a mí misma, Hippolyte -dijo-. Amo mi maquillada, débil y arrugada carne, mis flácidos pechos, mis pies venosos, el olor de mis axilas. Cada vez que me miro al espejo no puedo decirte lo feliz que me siento de que alguien me mire sonriendo, y de que ese alguien sea yo. Quiero abrazar a todo el mundo, hasta a los mendigos y los maestros de escuela. Me quiero tanto a mí misma, que hasta te amo a ti. A ti, extraño hombre quebradizo.
– No vivirás siempre -murmuré, fastidiado.
– Espera -dijo-. ¿Quién puede decirlo? Me siento más joven que nunca. Moriré siendo niña, lo cual no es morir del todo.
Esto no era el amor a sí mismo, como yo lo entendía. No, no comprendía sus motivos, pero sabía que era sincera. Esto me ayudó a resignarme a su intervención en mi vida. Y además: utilizaría la casa mejor que yo. Estaba hecha para ella. Ella siempre había sido una persona más mundana que yo; su retiro estaría, por consiguiente, mucho más poblado que el mío, y necesitaría mayores espacios donde vivir.