Después de mi regreso de la ciudad de los árabes, sólo pensaba en la mejor manera de usar mi libertad. Ansiaba tener un poderoso deseo, una gran fantasía, que pudieran ser saciados como yo había saciado los de Frau Anders. Quería mudar mi piel. En cierto modo, ya lo había hecho al disponer de mi amante. Pero al hacerlo, hice más por ella que por mí. La venta de Frau Anders fue quizás mi único acto altruista. Y, como sucede con todos los altruismos, sufría ciertos remordimientos. ¿Fue correcta mi acción?, me preguntaba a mí mismo. ¿Estuvo bien resuelto? ¿No respondía a algún motivo secreto, no fue algo interesado?
Pensé en continuar mis viejas diversiones con Jean-Jacques. Nos encontramos, y él preguntó: «¿Qué ha sucedido con nuestra amable anfitriona?» Cometí el error de confiarle mis planes antes de partir, pero estaba decidido a no repetir mi error. Recibió alegremente mi silencio. «Me sorprende, Hippolyte; había previsto que fuera Frau Anders quien regresara y tú quien se quedara.» No respondí a estas provocaciones que intentaban hacerme hablar. «¿No piensas compartir conmigo ninguno de los frutos de tu viaje al sur?», dijo finalmente. Su ironía me afectó y temí por nuestra incipiente intimidad.
Afortunadamente, intervino un nuevo sueño.
Soñé que estaba en una fiesta. La inclinación de la colina en que se celebraba la fiesta hacía que las mesas y las sillas parecieran algo desequilibradas. Recuerdo perfectamente a un viejo marchito, extremadamente pequeño, que se sentaba en una alta silla de niño, que tomaba té en una copa de barro, derramándolo sobre su camisa y gesticulando con su boca sin producir ningún sonido que yo pudiera oír.
Pregunté quién era aquel viejo, y supe que era R., el multimillonario rey del tabaco. Me pregunté cómo se había vuelto tan pequeño.
Después me dijeron que aquel anciano quería verme. Alguien me guió hasta la parte alta de la colina, a través de cercos de piedra, por un camino de grava que conducía a la puerta lateral de la gran casa. Me guiaron a través de los desiertos pasillos del sótano. La única persona que encontramos por el camino, fue un criado, apostado junto a una gran puerta, que interrumpía el largo, ancho pasillo, como el corredor de una clínica. Llevaba una visera verde y estaba sentado junto a una pequeña mesa, con una lámpara y varias revistas que hojeaba. A medida que nos acercamos a él, saltó sobre sus pies y, con una gran inclinación, nos abrió la puerta. La puerta no era pesada ni estaba cerrada.
Me impresionó aquella ostentación y envidié los lujos que la fortuna del viejo podía proporcionar a su familia. Entramos en la habitación del anciano, con todos los complementos de una habitación de enfermo. Me acerqué a los pies de la cama, en actitud respetuosa, pensando en los bienes que podría dejarme a su muerte.
– Mándalo alrededor del mundo -dijo al joven que permanecía de pie junto a mí, el que me condujo a la casa y que, supongo, era su hijo-. Eso le hará bien.
El hijo asintió con la cabeza. Expresé mi gratitud al viejo. Seguí al hijo hacia el jardín, donde me dijo que esperase, y partió. Permanecí solo durante un momento, sin ninguna impaciencia, ya que estaba convencido de que se preocupaban por mí, de encontrarme protegido por algún poder benevolente. Pensé en Frau Anders y en lo que le diría de encontrarla durante mis viajes, cómo iba a explicarle lo bien que aquel anciano me había comprendido.
Un gato gris se me acercó y lo tomé en mis brazos para acariciarlo. Me repelió el fuerte hedor del gato. Lo lancé al suelo pero permaneció a mi lado, de modo que otra vez volví a cogerlo y me lo puse en el bolsillo, pensando encontrarle después un lugar que fuera adecuado.
Un grupo de gente se había reunido cerca del lugar donde estaba. Me acerqué a ellos. Todos esperábamos la llegada de un médico que debía hacernos unas preguntas. «Lo hacemos cada domingo por la tarde», me explicó uno de los invitados. El médico bajó por la ladera y nos sentamos sobre la hierba formando un círculo. Nos dio hojas de papel para que las rellenáramos -nombre, número de carnet de identidad, sueldo semanal, profesión- y para firmarlas. Me angustió este requerimiento, porque no llevaba mis papeles encima, no tenía profesión ni salario. Al observar cómo mis compañeros llenaban atentamente sus hojas, comprendí que mi presencia era ilegal. Lamentaba perderme lo que pudiera pasar, pero temía ser detenido o que quizá no quisieran darme el pasaporte. Abandoné el grupo.
Decidí regresar a la casa, y me encaminaba en esta dirección, cuando me encontré con el hijo del millonario. Me pidió que me ajustara la toalla de baño, que comprobé era mi único vestido, y me condujo hasta otro lugar del jardín, donde me dio una pala y me indicó que empezara a cavar. Tomé con energía el instrumento, aunque la toalla que llevaba anudada a mi cintura iba aflojándose. El suelo era duro y mi trabajo, por lo tanto, extenuante. Cuando ya había conseguido hacer un buen hoyo, el agua empezó, tenuemente, a aflorar. Pronto, el hueco se llenó de agua turbia. No había razón para continuar, de modo que suspendí la excavación, y eché el gato adentro.
De algún modo, no obstante, creía conservar conmigo al gato y estar paseándolo por el jardín. Entonces encontré a Jean-Jacques y le di el gato, que rechazó con disgusto.
– ¡Perros! -gritó.
– No te enfades.
– ¿Olvidas que ha llegado la hora de tu operación? -me dijo.
Me asusté, porque recordaba algo acerca de una operación, pero me pareció que era de un sueño anterior.
– Todo es tan pesado -dije para distraerlo de su idea-. Y además -añadí con desgana- yo estoy dormido.
– ¡Huevos de tiburón! -gritó con una risa grosera. No podía entender que yo siguiera provocándolo.
– No hay nada malo -continué- en que me levanté muy temprano.
– Vete a tu viaje y déjame solo -dijo.
Pero en lugar de abandonarme como esperaba, Jean-Jacques se hizo muy, muy grande y me hallé ante un enorme par de pies, y apenas podía ver la cabeza que se erguía muy por encima de mí. Alarmado y perplejo, consideré cómo podía convencerlo de que volviera a su tamaño normal. Arrojé una piedra contra su tobillo. No hubo respuesta. Entonces miré hacia arriba, al gigante, y vi que ya no era Jean-Jacques, sino un perverso extranjero que muy bien podría pisarme, y no me atreví a seguir llamando su atención.
En aquel momento noté que algo no funcionaba bien en mi cuerpo y mirando debajo de la toalla vi con horror que, desde la mitad de mis costillas hasta la altura de la cadera, mi lado izquierdo estaba enteramente abierto y mojado. No podía entender cómo no lo había advertido antes. Esta visión descarnada de mí mismo era revulsiva. Anudé con mayor fuerza la toalla y presioné con ambas manos sobre mi costado, para impedir que mis entrañas salieran de su lugar.
Entonces empecé a andar. Al principio me sentí digno, orgulloso, y decidí no pedir ayuda a nadie.
Anochecía. La gente regresaba deprisa hacia sus casas, atravesando las calles a pie o en bicicleta. Oscurecía. Tenía que encontrar un hospital, porque me sentía muy débil por la pérdida de sangre y casi no podía caminar. También pensé en buscar la mansión de mi anciano protector, donde podía tumbarme en el jardín, ya que no me atrevía a entrar y decirle al enjuto viejo que no había conseguido poner en práctica sus consejos. Allí había un doctor, recuerdo, aunque no estaba muy seguro de que no fuera un cónsul o alguien con pasaporte oficial. De todas formas, buscar la mansión era inútil, me encontraba perdido. No había nadie a quien pedir que me orientara. La noche había llegado y esas calles desconocidas estaban vacías. Oprimí nuevamente mi costado izquierdo, reteniendo mis lágrimas de humillación. Quería recostarme, pero me lo impedía el temor de ensuciar la blanca toalla con el pavimento. El sentimiento de pesadez en mi lado izquierdo iba en aumento. Me desangraba y luchaba por inclinarme sobre mi lado derecho. Fue entonces cuando morí. Por lo menos todo se volvió completamente oscuro.
«Este sueño es excesivamente pesado», me dije al despertar, haciendo un esfuerzo por reanimarme. Siempre que despierto sumergido en un sueño, trato de recobrar mi lucidez lo antes posible. No era fácil en este caso, ya que este sueño me reveló claramente, demasiado claramente, cuan agobiado estaba y cómo me despreciaba a mí mismo. ¿Quién soy para aspirar a ser libre?, pensé. ¿Cómo me atrevo a disponer de los demás, cuando no puedo disponer siquiera de mí mismo? Sin embargo, estoy libre, salvo en la lánguida cautividad de mis sueños. Maldije mis sueños.
Después de una mañana melancólica, me las ingenié para eliminar la pesadez. Pero sólo a través de la más extrema resignación ante el sueño. Me dije a mí mismo: Si estoy agobiado, que así sea. Y consideré inútil tratar de dar una interpretación más esperanzadora a mi sueño.
Pero alguien a quien expliqué este sueño, el profesor Bulgaraux, un académico cuya especialidad era el estudio de antiguas sectas religiosas, pensó de forma diferente.
– De acuerdo con ciertas ideas teológicas, con las que te familiarizaré más adelante -dijo-, éste puede ser interpretado como un sueño de agua. Cavas un hoyo, se llena de agua y, por fin, no te sientes pesado. Te sientes licuificado.
Era una idea estimulante, pero no quedé convencido.
– ¿Cree que debería viajar, como me aconsejó el viejo millonario?
– Has estado viajando, ¿no es cierto?
Asentí.
– Ahora debes digerir lo que has aprendido y después expelerlo. Hay pecado en tus intestinos.
No respondí, pero consideré tristemente que quizás él estaba en lo cierto.
– Te otorgas a ti mismo una confianza que aún no posees. Estás en lo cierto al escuchar tus sueños y aceptarlos -¿acaso puedes evitarlo?- pero te equivocas al condenar el yo que en ellos se revela. Te lo podría demostrar si me escucharas.
Al principio no comprendí su invitación y me sentí reacio a revelarme otra vez a mí mismo. Es posible que haya cometido un error al referirle mis sueños. Dios sabe cuáles eran sus creencias. Me había dicho que practicaba el encantamiento y trataba de enviar demonios a través de los sueños, todo lo cual repugna a cualquier persona cuerda. Sin embargo, no podía acusarle de charlatán sin haberlo escuchado hasta el final. Respeto un auténtico misterio, mientras deploro los intentos de mistificación. No había logrado saber si el profesor Bulgaraux creía realmente en los temas que le ocupaban.
– Se rumorea -le dije un día, mientras tomábamos unas copas en su biblioteca- que usted no está contento con la vocación académica, pero que en su vida privada comulga con las teorías que estudia.
– Sí, es cierto o, por lo menos, lo es en parte -me dijo-. Yo no creo, desde luego, pero sé que estas creencias tienen aplicación real. Estoy preparado para ponerlas en práctica y enseñar a otros cómo realizarlo.
– ¿A enseñarme a mí? -pregunté.
Me miró detenidamente.
– ¿Dices que tus sueños se refieren a ti más que a ninguna otra persona?
Asentí.
– Déjame leerte el mito teogónico de una secta acerca de la que ahora estoy dando un ciclo de conferencias y realizo un estudio. Se me ocurre que sus doctrinas se adaptan particularmente bien a tu caso.
Tomó varios volúmenes forrados con papel y abrió uno, empezando a leer con voz seca y nasal. Trataré de resumirlo de la mejor manera posible. De acuerdo con esta secta, originalmente había un dios, una divinidad masculina autosuficiente llamada Autógenes. Sin embargo, este dios no estaba completamente solo. Al crearse a sí mismo, debido a un exceso del gesto creador, había dado también existencia a un cierto número de ángeles y poderes. Pero no creó ningún mundo. Su propio ser, el de los ángeles y los poderes que reforzaban su ser, al reconocerlo y aceptarlo, eran suficientes. El se limitaba a ser; no sabía nada de sí mismo. Entonces sucedió que este dios omnipotente llegó a un conocimiento: que él era conocido. Y quiso conocerse a sí mismo; le disgustaba estar limitado a ser. Esto constituyó su caída. Se unió con una de sus sirvientas angélicas, Sofía. El producto de esta unión fue un niño que era a la vez macho y hembra, llamado Dianus.
La secta que creía en este mito, floreció hace unos dos mil años. Sus primeros devotos miraban a Dianus como a un usurpador, un pretendiente, un dios demoníaco, cuyo nacimiento significaba la corrupción de la cabeza divina. Pero cuando la secta comenzó a propagarse y a ganar devotos, los nuevos adeptos tendieron a ver en Dianus al dios principal, y a relegar a Autógenes a un papel de garantizador de la divinidad de Dianus. Con el tiempo, la devoción a Dianus aumentó. A él podía rezarse esperando la salvación, mientras que Autógenes permanecía distante e inaccesible. Dianus, al contrario de Autógenes, no era un dios excesivamente lejano. Pero poseía algunos de los rasgos de su padre. La mayor parte del tiempo lo pasaba dormitando en la cima de una montaña. Periódicamente se aventuraba a descender entre los humanos para ser adorado, asaltado y martirizado por ellos. Sólo así podía continuar su sueño divino.
– Por supuesto -observó el profesor Bulgaraux- yo no doy crédito a las artes mágicas que practicaba esta secta. Los miembros de la comunidad autogenista solían estigmatizarse mutuamente en el lóbulo de la oreja derecha. Puedes examinar mi oreja derecha, Hippolyte. Sólo encontrarás un pequeño círculo que tengo desde mi nacimiento.
Al no comprender la aplicación que este mito pudiera tener en mi caso, impugné el valor del mito mismo.
– Estos cuentos son sólo sopa de crédulos, concesiones pintorescas a aquellos que no pueden soportar el golpe de una idea desnuda.
– ¿Tus sueños son únicamente alegorías? -me respondió el profesor Bulgaraux-. ¿Crees que se presentan ante ti como historias porque tú no puedes cargar con el peso de una idea rasa?
– ¡Desde luego que no! Mis sueños no son ni más ni menos que la historia que estos mismos sueños cuentan.
– ¿Te contentarías con contemplar tus sueños como poesía, si poesía se opusiera a verdad?
– No.
– Reflexiona entonces, Hippolyte, y mira si no hay nada más que atractiva poesía en esta mitología oscura.
Acepté intentarlo, y hallé que había tanta verdad (y una verdad bastante similar en su contenido) en el mito autogenista como en mis propios sueños. ¿No discurrían acaso mis sueños acerca del ideal de autosuficiencia y de inevitable caída en el conocimiento? Si yo había empezado a sentirme martirizado por ellos, ¿no era esto ingratitud? Por muy dolorosos que fueran, necesitaba a mis sueños -la metáfora que me permitía la introspección- si quería conseguir la paz alguna vez. Me gustó mucho el fragmento del mito que explicaba que las martirizaciones periódicas del Dianus eran necesarias, no para la salvación de los hombres, sino para la buena salud del dios. Permitía apreciar la creación de un dios, en su forma más digna y candorosa. Del mismo modo, aprendí a ver mis sueños, no como generadores de conocimientos útiles a otros, sino únicamente para mí, para mi exclusiva comodidad y salud. Este era también el acto de interpretación del sueño en su forma más digna y candorosa.
En la tradición autogenista sobre la creación del hombre encontré otra clave para mis sueños, particularmente para el último, que llamé «el sueño de un viejo patrón». Los autogenistas sostienen que la especie humana no fue creada por el remoto dios padre, ni por el somnoliento y agradable Dianus. En cambio, creen que el hombre debe su creación, y debe su obediencia, a Sofía, el órgano femenino que tomó apariencia de serpiente; y como prueba de esto, los maestros señalaban la forma de las vísceras humanas. Nuestra configuración interna de serpiente -es decir, la forma intestinal- es la firma de nuestra sutil generatriz. La idea que sedujo. Nunca hubiera pensado que entre los jugos y los huesos del cuerpo y los apretados órganos en movimiento, hubiera lugar para un símbolo tan extravagante, mucho más imaginativo que la banal identificación del cerebro con el pensamiento o del corazón con el amor. Cuando, en el último sueño, vi que mis entrañas afloraban, ¿no estaba soñando que perdía el signo de mi humanidad? Me estaba advirtiendo acerca del pecado en mis intestinos, como dijo el profesor Bulgaraux.
Decidí dejar de lado mis reservas intelectuales y escuchar con mayor atención lo que el profesor Bulgaraux iba a decirme. Si quería escapar de la insoportable sensación de que mis sueños eran una inútil carga sin sentido, puesta sobre mí por mi malicia conmigo mismo, tendría que ser purgado de cualquier actitud residual de autocondena… No me importaba que ésta fuese otra interpretación «religiosa». El profesor Bulgaraux, a diferencia del buen Padre Trissotin, no me urgía a someter mis sueños a juicio, sino que me animaba a proseguir, como había estado haciendo, a preparar mi vida para el juicio de mis sueños. Si esto era una herejía, que así fuera. Las más perfectas formas de espiritualidad se encuentran a menudo entre los herejes.
Me creía relacionado con todos los movimientos heterodoxos disponibles para el buscador de la verdad en esta ciudad y, como ya he indicado al lector, no soy adicto a los entusiasmos colectivos. Hay demasiadas sectas de pensamiento enfermizo en nuestro siglo, demasiadas revoluciones parciales inspiradas por poco más que la moda de ser revolucionario. Sin embargo, no condeno la herejía como tal, si es suficientemente sincera, y llego a creer que el profesor Bulgaraux está realmente convencido de lo que dice.
Aceptando su invitación, visité varias veces su apartamento durante el mes siguiente, para oírle exponer los puntos de vista de los autogenistas. Tenía en su poder un antiguo código, descubierto en una urna enterrada en un cementerio del Cercano Oriente. Ha pasado muchos años descifrándolo y preparando su publicación; estas conferencias privadas trataban, naturalmente, sobre el contenido del código. Aunque siempre asistían otras personas -algún académico curioso y unas pocas mujeres de edad avanzada con acentos extranjeros, cuyas ocupaciones no pude descubrir-, las reuniones tenían un carácter muy distinto al de las lecciones universitarias, a las que había asistido con ingenuo celo para conseguir erudición.
Muy pocos fueron los que tomaron notas, pero los que escuchaban atentamente las palabras del profesor Bulgaraux sin papel ni lápiz en sus manos, recibieron esporádicos comentarios personales, que demostraban cómo cada una de esas ideas era aplicable a ellos en concreto. Mirando alrededor de la habitación, vi mujeres que me recordaban a Frau Anders. Me sobresaltaba la idea de que Frau Anders pudiera muy bien -si hubiera conocido alguna vez la existencia de aquel grupo- ser una de las discípulas del profesor Bulgaraux. ¿Qué exponía sino la idea de liberarse a través de la contradicción entre la vida convencional y la que desata las más profundas fantasías, exactamente lo que yo había hecho cuando disponía de Frau Anders?
No quiero dar la impresión de que él impulsaba a las mujeres a matar a sus maridos, comer cera de abeja, robar de las alcancías de las iglesias, o beber el semen de sus perritos falderos. Sin embargo, el impulso a la acción que ofrecía no era sutil. En este aspecto, me pareció de una concordancia notable con mis propios instintos.
– La moderación es el signo de un estado espiritual confuso -dijo-. Pero cualquier acto -continuó-, puede llevarse a cabo moderada o inmoderadamente. Hay asesinatos moderados e inmoderados paseos junto al río.
Parece, pues, que la cosmología autogenista y su plan de salvación suponían un completo código de conducta, o para decirlo mejor, de anticonducta. El hombre fue creado por Sofía, la sutil generatriz, a partir de una oscura materia en la que sólo quedaba un destello de la luz original de Autógenes. Pero el hombre, a quien las escrituras autogenistas llaman «hez subyacente de la materia», puede sin embargo a través de varios ritos de purificación, llegar al cielo. El hombre puede volver al seno de Autógenes si deviene «luz», o sea, explicó el profesor Bulgaraux, mirándome atentamente, ausencia de peso y luminosidad. La purificación no se consigue a través de la autonegación, sino mediante una total expresión del ser. Así, los autogenistas sostienen que los hombres no pueden ser salvados hasta que no han realizado todo tipo de experiencias. Un ángel, añaden, vela por ellos en cada una de sus acciones ilegales, y los insta a cometer sus audacias. Sea cual sea la naturaleza de la acción, ellos declararán que la han hecho en nombre del ángel, diciendo: «¡Oh tú, ángel, yo uso tu trabajo! ¡Oh tú, poder, yo llevo a término tu operación!»
– Invocaban este perfecto conocimiento -continuó diciendo el profesor Bulgaraux -ejecutando acciones tales que sus críticos rehusaban citar.
– No hay necesidad de nombrarlas -exclamó una de las mujeres del extasiado círculo.
«O ruborizarse al nombrarlas», añadí para mis adentros.
La concepción autogenista de que el bien y el mal no son más que opiniones humanas, no tenía nada en común con el familiar desencanto moderno hacia la moralidad. Esta concepción era un medio de salvación. Como el resultado de las distinciones morales es que, a través de ellas, ganamos una personalidad, o un peso, el propósito de derribar la ley moral es llegar a la ingravidez, librar a la persona de ser solamente ella misma. Las personalidades individuales deben ser neutralizadas en los ácidos de las transgresiones.
Mirando la ancha cara del profesor Bulgaraux, sus anteojos, su desaliñada barba, su chaleco manchado de huevo, su traje arrugado y abultado, yo no podía determinar si lo que tenía ante mis ojos era un parangón del anonimato o, simplemente, un fracasado entusiasta con toda su pintoresca y particular suciedad. Pero si tenía algo cierto que enseñarme, poco me importaba lo que él mismo fuera.
– ¿Cuál es la personalidad que nos aconseja perder? -le pregunté en la última de las reuniones a que asistí en su apartamento.
Aquella fue la única ocasión en que me atreví a aludir públicamente a su apego, que rebosaba el dominio del académico, por las creencias de los autogenistas, dando por sentado que éstas eran, efectivamente, sus propias creencias.
– Piérdela, y lo entenderás.
– Dígame cómo -le pedí.
– ¿Todavía sueñas?
– Más que nunca.
– La has perdido -exclamó, y cada uno de los oyentes, que no superaban la docena, se levantó de su asiento para felicitarme y estrechar mi mano.
Sí, todavía soñaba. ¡Era tan simple! Cada noche yacía, en el sarcófago del sueño, el hombre del negro bañador de lana, esculpido en piedra sobre la tapa del cofre. Pero, como Dianus, me levantaba impaciente, expectante. A veces parecía que mis sueños fueran un parásito en mi vida, otras, que mi vida fuese un parásito de mis sueños. Quería descubrir el eje de mi preocupación. Quería escapar de esta personalidad que me contenía y me enfrentaba tan penosamente a mis sueños. Llegué a comprender, a través de las instrucciones del profesor Bulgaraux, que el divorcio entre mi vida y mis sueños era un resultado de esta cosa llamada personalidad o carácter que todos, a mi alrededor, parecían cultivar y tomar como fundamento de su propio orgullo. Llegué a la conclusión de que «personalidad» es simplemente el resultado de hallarse fuera de equilibrio. Tenemos «carácter» porque no hemos alcanzado nuestro centro de gravedad. La personalidad es, en el mejor de los casos, una forma de enfrentamiento al problema del desequilibrio. Pero el problema persiste. No nos aceptamos por lo que somos; desechamos nuestra esencia real, y erigimos una personalidad para salvar las distancias.
¿No es teniendo personalidad como definimos nuestros puntos de vulnerabilidad y fuerza? La personalidad es nuestro modo de ser para los otros. Esperamos que los otros acepten nuestra forma de ser, gratifiquen nuestras necesidades, que sean nuestra audiencia y suavicen nuestros horrores.
Pero ¿cómo podemos escapar a la personalidad? Me hubiese gustado ser chino durante un tiempo, para ver si su mítica impasibilidad difiere, ligeramente, en su interior. Pero yo no podía cambiar el color de mi piel o la geografía de mi corazón. Los narcóticos estaban igualmente fuera de lugar. Nunca me han proporcionado, ni siquiera temporalmente, ese sentimiento de imperturbabilidad e ingravidez.
Existe un camino bien conocido para llegar a esta pérdida de la personalidad: el acto sexual. Durante un tiempo frecuenté prostitutas, porque imaginaba que no pretenderían ser personas; por lo menos, su imagen lo prohíbe. En las maniobras carnales de dos personas que no se han conocido ni se conocerán nunca, cierto silencio y ligereza pueden prevalecer. Pero también pueden faltar. El olor de personalidad -una fotografía en la pared, la cicatriz en el vientre de una mujer, un vestido determinado en el armario, una mirada sugestiva en sus ojos- siempre se infiltra. Aprendí a no esperar demasiado de la sexualidad. Sin embargo comprendí por qué la sexualidad, como el crimen, es una fuente inmortal de impersonalidad. Hechos correctamente, estos actos ahogan el sentido del ser. Sucede, creo, porque el fin está previamente establecido: en la sexualidad, el placer; en el crimen, el castigo. Uno se libera precisamente a través de estos actos que tienen un final al que no se puede escapar.
Pero hay algo aún más valioso para este propósito que la sexualidad y el crimen, y lo certifico por las experiencias que relato, de una vida a veces libertina, criminal en algunos aspectos. Y es el sueño. ¿Era posible que mis sueños, a menudo fuente de angustia y pesadez, fueran de hecho el medio transparente a partir del cual yo podría perder mi agobiante personalidad? Había pensado que los sueños eran un cuerpo extraño en mi carne, contra el que me defendí lo mejor que supe. Ahora me inclinaba a verlos como una bendición. Los sueños estaban grabados en mi vida, como un tercer ojo en medio de la frente. Con este ojo podía ver con más claridad que nunca. Jean-Jacques me había prevenido contra mis sueños y mi seriedad. El Padre Trissotin me había urgido a confesarme y desembarazarme de ellos. Frau Anders se había sometido a ellos, pero los entendió sólo como fantasías. Ahora el profesor Bulgaraux me sugería que podía estar orgulloso de tenerlos. Si yo estaba perdiendo algo en los sueños, era algo de cuya pérdida debía alegrarme. Me estaba perdiendo a mí mismo, perdiendo la serpiente que está dentro, como mostraba mi último sueño, «el sueño de un viejo patrón», que acabó tan gráficamente con la pérdida de mis entrañas. Me estaba liberando, aunque fuera para ser exclusivamente un hombre-que-sueña. Sabía que no había comprendido aún la naturaleza de la libertad, pero tenía esperanzas de que mis sueños, con sus dolorosas imágenes de humillación y esclavitud, contribuirían a elucidarlo.
Mucha gente considera los sueños como un cubo de basura diario. Una ocupación indisciplinada, improductiva y asocial. Lo comprendo. Comprendo que la mayoría de la gente considere sus sueños como cosas de poca importancia. Son demasiado leves para ellos, por eso identifican lo serio con lo pesado. Las lágrimas son serias; uno puede recogerlas en una jarra. Pero un sueño, como una sonrisa, es puro aire. Los sueños, como las sonrisas, se esfuman rápidamente.
¿Pero qué importa que el rostro se esfume y la sonrisa permanezca? ¿Qué, si la vida en que los sueños son alimento se descompone y los sueños florecen? Porque en ese caso uno se sentiría realmente libre, completamente liberado de su propia carga. Nada puede compararse con esto. Podemos preguntarnos por qué nos contentamos con una ración diaria insignificante de aquella divina sensación de ausencia y plenitud que nace del comercio de la carne, para borrar el mundo. Podemos decir de la sexualidad: qué gran promesa de libertad supone, qué extraño que no esté marginada por la ley.
Me sorprende que los sueños no estén fuera de la ley. ¡Qué promesas son los sueños! ¡Qué agradables! ¡Qué íntimos! Y no se necesita compañero, no se precisa la colaboración de nadie, macho ni hembra. Los sueños son el onanismo del espíritu.