Es difícil explicar lo que ocurrió en los meses siguientes. Durante mucho tiempo, no pasó una sola noche sin que se me presentara alguna variación sobre el sueño original. A veces, la mujer se rendía a mi abrazo. A veces, era yo quien tocaba la flauta y golpeaba al bañista. A veces, la mujer me dejaba ir con la condición de que llevara conmigo las cadenas. A veces, yo no bailaba para ella. A veces, la mujer permanecía con el bañista y se abrazaban ante mis ojos culpables. Pero siempre, al final del sueño, yo lloraba; y siempre despertaba con un superficial impulso de júbilo que guiaba mi jornada entera. No hice grandes adelantos en mis meditaciones matinales sobre el sueño. Estas generosas variaciones sobre el guión original llegaron a dificultar mis tareas de interpretación. Ya no sabía si era amo o esclavo en mis sueños. Se me ofrecía más de lo que yo podía entender.
El sueño de mi encarcelamiento en las dos habitaciones limitó mi vida, de modo que cada vez pensaba más y sabía menos. Así, cuando mi padre visitó nuevamente la ciudad, olvidé por unos días ir a verlo. No me quejo de esta obsesión del sueño: afortunada la mente que tiene algo más en que ocuparse que sus propios disgustos. Pero la mente necesita la ocasional recompensa del entendimiento. Estaba exhausto por mis inútiles esfuerzos dirigidos a la comprensión del sueño, y pensaba si sabría cómo actuar una vez que lo hubiera entendido. Finalmente, tomé en serio el consejo de Jean-Jacques y pensé menos en la interpretación del sueño, y más en lo que debería hacer con él. Dado que el sueño me asaltó, sería yo ahora quien lo asaltara. Consideré los ejercicios y prohibiciones ordenados en el sueño. Me compré un traje de baño negro y una flauta que pinté de color cobre. Paseé descalzo por la habitación. Aprendí el tango y el fox-trot. Conquisté la simpatía de varias mujeres renuentes.
El puente que construí entre mi sueño y mis ocupaciones diarias fue mi primer ensayo de una vida interior. No me sorprendió descubrir que las exigencias de una vida interior modifican las actitudes ante el mundo y, particularmente, hacia las otras personas. La pequeña galería de personajes de mi sueño ocuparon un lugar entre mis parientes y amigos. Eran quizás más parecidos a los miembros de mi familia, a los que ya no veía pero cuya imagen conservaba todavía en mi cabeza, que mis amigos de la ciudad. (Porque, ¿no es cierto que los personajes del pasado tienen un status similar al de los personajes de los sueños de cada uno? Su existencia se confirma con sólo remitirnos a nuestra memoria, o consultando un álbum de fotos, repasando viejas cartas. Estas narraciones autobiográficas cumplen la función de un álbum fotográfico o de una colección de cartas: he releído ya lo que llevo escrito y, sólo cuando confirmo por la memoria que he soñado estos sueños, reconozco lo escrito como perteneciente a mi pasado.) Pero hasta la gente que he conocido, adquiere ahora otro aspecto. Se han superpuesto a los personajes de mi sueño, o superpuse el hombre del bañador negro o la mujer del vestido blanco sobre la imagen de los primeros.
Entonces, un fin de semana en casa de Frau Anders, el director, que venía regularmente a visitar a la hija de los Anders, me invitó a pasar quince días con él en la ciudad donde tenía su puesto en la orquesta municipal. Acepté la invitación porque se me ocurrió que un cambio -no había salido de la capital desde hacía meses- podía proporcionarme el estímulo que coronara mis esfuerzos de identificación y hasta disipara el sueño. Después supe que el Maestro había formulado su invitación a requerimiento de Frau Anders. Ella estaba preocupada por mi estado de ánimo reflexivo (que ella creía de carácter melancólico). No había podido ocultar mi ánimo en mis últimas visitas, que se manifestaba por la creciente abstinencia de la lisonja desvergonzada con que, durante todo tiempo, era necesario tratarla.
Fuimos en tren. Al llegar a su casa, el ama de llaves me mostró mi habitación; después sirvió el té, y el Maestro, tras las más elegantes apologías, se marchó a su ensayo, al que, creo, esperaba que yo le pidiese permiso para asistir.
Pasé la tarde escuchando discos, siguiendo las partituras. A pesar de que no tengo la facilidad que permite seguir con el oído interno la orquestación de las partituras, bastó para entretenerme y no me aburrí.
Me dormí temprano y fui recompensado con un nuevo sueño.
Soñé que estaba en la transitada calle de una ciudad, corriendo hacia una cita. Estaba ansioso por llegar puntualmente, pero no sabía el lugar exacto de mi cita. A pesar de todo, no estaba desanimado: pensé que si continuaba con suficiente energía y muestras de seguridad, reconocería el lugar al que debía dirigirme. Entonces apareció un hombre y, educadamente, lo interrogué acerca de las direcciones.
– Sígame -dijo.
La voz era familiar. Me volví para observar a mi compañero y reconocí al flautista del bañador negro de mi primer sueño. Exasperado, lo golpeé con algo que me pareció su flauta. Gimió hasta caer, rodando escaleras abajo hacia el acceso del metro. Recordé entonces que cojeaba y me arrepentí de mi furor, ya que no podía alegar esta vez que me hubiera amenazado o intentado hacerme algún daño.
Temeroso de que él apareciera blandiendo con odio su flauta y me persiguiera, yo eché a correr. Al principio tuve que esforzarme, pero pronto la carrera se me hizo más fácil. Mi pánico disminuyó, ya que parecía que alguien me estuviera ayudando. Corría sobre un gran disco negro que giraba con mayor velocidad de la que yo podía alcanzar, de modo que iba quedando cada vez más atrás. Sentí cómo mi pelo se endurecía y pesaba sobre mi cráneo. Salté fuera del disco y me encontré otra vez en la calle. Al principio estaba completamente aturdido. Después me fui calmando. Debía hallarme, en aquel momento, en la semi-conciencia del estado de sueño, común a todos los sueños, que inspira una complaciente pasividad ante los hechos. Mientras permanecía en la calle buscando una dirección que había olvidado, me vi a mí mismo muy claramente, distante del hilo conductor del sueño, a salvo en mi destino.
En algún punto del sueño compré cigarrillos. Recuerdo que la marca que pedí era «Cigarrillos Face», y que la propietaria del tabac me dijo que sólo tenía «Cigarrillos Musicales». Le aseguré que también éstos me satisfacen, y pagué con unas cálidas monedas poco corrientes que tenía en mi bolsillo.
Entonces llegué a alguna parte, un gran estudio donde se realizaba una divertida fiesta. El suelo de baldosas rojas estaba lleno de colillas todavía humeantes. Pisé con mucho cuidado por temor a quemarme. Iba descalzo.
La anfitriona era Frau Anders, sentada en un taburete, apoyando sus codos en una mesa de dibujo inclinada. Observaba desde lejos la fiesta, y no parecía preocupada porque algunos de sus invitados estuvieran rompiendo vasos y otros garabateando las paredes con lápices de labios y trozos de carbón. No me vio llegar y evité caer bajo su mirada, porque estaba en deuda con ella y temí que viniera a mi encuentro pidiéndome que le pagase. Alguien propuso un juego, y yo acepté con la idea de que al integrarme a él me mostraría a mí mismo cooperador, de buen carácter, y al mismo tiempo pasaría más fácilmente inadvertido.
Entendí que íbamos a jugar a charadas. Pero todo lo que se nos pidió fue doblarnos por la cintura y tocar el suelo con las manos, «haciendo una U invertida», tal como dijo el que dirigía el juego. Vagos pensamientos indecentes pasaron por mi mente -llevándome a un definido estado de excitación sexual-, pero no podía encontrar motivos para un rubor justificado, ya que a mi alrededor todos los invitados habían asumido ya aquella difícil postura y conversaban alegremente entre sí a través de sus piernas.
Se escuchaba un concierto en la habitación contigua, e hice algún comentario sobre este hecho a mi vecino de juego, el bailarín negro. Mientras yo estaba hablando, empezó a extenderse y doblarse hasta quedar inclinado sobre el suelo. Cerró sus ojos y suspiró. Otros, junto a mí, hacían lo mismo, inclinándose hacia el suelo, rozándose y superponiendo los cuerpos, todos suspirando; parecían completamente felices, y yo mismo me sentí de pronto tranquilo y feliz. Un sentimiento de gran levedad mantenía mi cuerpo sobre el de los demás.
«Hippolyte puede mantener esta posición largo tiempo», oí decir a Frau Anders. «Hippolyte ha ganado el juego.» Su voz interrumpió la tranquilidad de mi ánimo, y por un momento quedé aturdido. No entendía por qué, en un juego tan apacible, era necesario proclamar un vencedor. Esa me parecía precisamente la gracia del juego, que no hubiese reglas ni victorias. Pero, después de todo, si se trataba de un juego debía haber un final, pensé entonces, y me agradó comprobar que, de alguna manera, me había mantenido a la altura de este misterioso y fascinante juego, que había ganado inadvertidamente y sin esforzarme. Experimenté tal sensación de amor por mis compañeros postrados en el suelo, que no me sentí embarazado por mi victoria y su derrota, y no temí que ellos pensaran que mi triunfo era inmerecido. Sentí con gran claridad que todos ellos deseaban que yo ganase, o por lo menos -ya que sus ojos estaban cerrados y no podían comprobar la exactitud del anuncio de Frau Anders-que deseaban estar donde estaban. Su molesta posición sobre el suelo era tan apta y aceptada por ellos como lo era para mí la posición de mi cuerpo, flotando sobre los suyos.
Naturalmente, con mi actitud había atraído la atención de Frau Anders, a pesar de mis esfuerzos por evitarla. Pero ahora sabía que estaría orgullosa de mí. Y en efecto: pasó un brazo por debajo de mi estómago y me puso en pie, conduciéndome a un diván y allí se sentó sobre mis rodillas.
– Frau Anders -dije, agazapado en el espacio que dejaban sus pesados senos-. Frau Anders, yo te amo.
Ella me abrazó con fuerza.
– Deja que rían cuanto quieran -exclamé, cada vez más entusiasmado-. Yo no soy como los demás, como estos tipos que aceptan tu hospitalidad por la gente importante que pueden conocer en tu casa. Yo no soy ambicioso. No me preocupa tu dinero, porque soy rico. No tocaré a tu hija, porque te tengo a ti. Ven conmigo.
Se aferró a mi cuello con más fuerza.
– Di que me amarás siempre -exigí, y la obligué a mirarme a los ojos-. Dime que harás todo lo que yo quiera.
– Ahora -susurró.
– Pero no delante de todo el mundo -repliqué.
Apenas podía creer que hubiera conquistado con tal rapidez a una mujer tan segura de sí misma, o que ella fuera tan poco consciente de sus deberes de anfitriona.
Ella señaló hacia la mesa de dibujo. Atravesamos la estancia de puntillas. Se recostó, apoyando su espalda sobre la mesa de dibujo. Por un momento quedé paralizado por esta embarazosa situación. «Dibújame», dijo suavemente, acercando mi cabeza a la suya. Entonces me recuperé y le dije que lo que me pedía no podía hacerse allí. Le propuse ir a mi habitación. Sólo tenía que encontrar mis zapatos.
Nos arrastramos y empezamos a buscarlos entre los cuerpos de los invitados. No los encontramos. Entonces lamenté no haber impuesto ninguna condición a aquel feliz encuentro sexual, que sólo un momento antes había sido tan inminente, y empecé a buscar mis zapatos con menos interés, como si de esta manera pudiera abandonar nuestro encuentro, sin necesidad de rehusarlo. Ahora era Frau Anders quien insistía, arrastrándose por el suelo, para encontrarlos.
– Mira -me dijo-. He encontrado un pelo tuyo.
En su mano derecha sostenía una muestra de mi pelo negro, terso y brillante. Le pedí que no se distrajera con esto.
– Y aquí hay más -dijo elevando la voz, mientras mostraba una hebra mayor aún. De nuevo le pedí que no se preocupara por mi pelo. Además, yo no creía que fuera mío. Me toqué la cabeza. Todo parecía perfectamente normal. Pero cuando me dijo que no podía ser de ningún otro de los invitados, porque nadie tenía un pelo tan negro como el mío, pensé que tal vez ella estaba en lo cierto. Y, cómo insistió en que no quería tener estos residuos en el suelo, tuve que ayudarla. Todavía arrastrándonos por el centro de la habitación, recogimos un pequeño montón de pelo, sin que ella dejara de hacer comentarios sobre su negrura y su cantidad, de tal manera que traslucía un inconfundible tono de disgusto.
– Lo has echado todo a perder -grité, sintiendo que mis mejillas enrojecían de vergüenza.
Decidí no permanecer en aquel lugar ni un minuto más: me puse en pie, corrí hacia la puerta, y desperté.
Cuando desperté de mi sueño la habitación estaba aún a oscuras y el negro cielo que veía a través de mi ventana apenas empezaba a purpurear. Pese a eso me vestí y bajé la escalera hasta el estudio del director de orquesta. Se veía luz por debajo de la puerta. Alentado por las extrañas liberaciones que había vivido en mi sueño, golpeé la puerta sin titubear, y encontré al Maestro delante de su mesa de trabajo.
– Entra, Hippolyte -dijo cordialmente, sacándose las gafas-. No estoy trabajando, sólo escribo una carta, ya que no puedo dormir.
– Tal vez el ensayo lo ha excitado -aventuré educadamente.
Ignoró mi comentario y dijo:
– Hippolyte, ¿me darías tu opinión como amigo y como hombre joven? ¿Crees que una gran diferencia de edad entre dos personas que se aman es importante? Tú sin duda conoces -continuó- mi afecto por Lucrecia Anders y puedes haber adivinado, si eres tan sensible como creo, que es a ella a quien estoy escribiendo.
Supe que tenía el consentimiento del Maestro para guardar un largo silencio antes de darle mi respuesta, y que cualquiera, por inteligente que fuera, expuesta precipitadamente, le hubiera resultado ofensiva. Reflexioné un momento, pensando qué responderle.
– Bien, Maestro, he tenido un sueño -dije finalmente-. Aprendo mucho en mis sueños y en éste vi que la atracción y la repulsión existen entre la juventud y la madurez. Si una persona madura insiste demasiado desvergonzadamente, la joven se siente repelida. La juventud debe galantear, la madurez consentir.
Frunció el ceño.
– Lo interpreto como si me aconsejaras ser menos ardiente. Pero francamente temo reducir mis visitas a la casa de los Anders o escribir con menos frecuencia a mi prudente amada. El único aspecto en el que creo poder vencer a un hombre más joven es en la tenacidad de mi insistencia. La reserva es un gran riesgo para un hombre maduro. Puede ser mal interpretada, ser tomada por debilidad.
– Quizás no cabe la posibilidad de que sea usted mal interpretado -dije, tratando de ayudarle-. ¿Puedo preguntar si usted es el primer amor que ella ha tenido?
– No, por supuesto -dijo-. Nuestra querida anfitriona ha mirado por la educación de Lucrecia mucho antes de que mis intentos fueran permitidos.
– ¿Y cree usted que en el momento presente es el único en disfrutar de sus favores?
Palideció y pude observar que mi pregunta le había resultado desagradable.
– No conozco a mis rivales -dijo con aspereza-, Y seguramente éstas son preguntas innecesarias para alguien que frecuenta la casa más que yo. Sin embargo -se recogió en sí mismo-, Frau Anders me dice que tú has estado comportándote de un modo extraño últimamente, que te recluyes en ti mismo y no acudes con la regularidad que solías. ¿Hay alguna mujer joven que ocupe tu tiempo? Quizás no debiera abrumarte con mis problemas de hombre viejo. -Se colocó otra vez sus gafas. Las lentes eran gruesas y hacían que sus ojos parecieran redondos y vacíos-. Tú debes tener tus propios problemas que quizás quieras discutir conmigo -continuó-. De hecho, las pequeñas observaciones que te acabo de hacer -sé que las guardarás en la más estricta confidencia- eran menos una expresión de mis propios pensamientos y problemas que una invitación dirigida -espero no ofenderte-a aumentar tu confianza en mí y promover una atmósfera de mayor intimidad entre nosotros. Pensaba hacerlo mañana, tal vez a la hora del almuerzo, aunque realmente no debo distraerme antes del concierto, por lo que quizás ésta haya sido una ocasión más propicia. Hay algo que te preocupa, Hippolyte. Si pudiera serte útil…
Su delgada, monótona voz se detuvo. Yo había estado mirando el amanecer a través de la ventana que se abría detrás del escritorio del Maestro.
– No, de ningún modo -dije-. No hay nada. Excepto, tal vez, demasiada soledad.
– Pero es tu soledad la que resulta, estoy seguro, de alguna insatisfacción íntima, y no la soledad la que causa tu conducta actual, una conducta que desagrada a todos tus amigos. Permíteme…
– Le aseguro que mi soledad es enteramente voluntaria.
– Te ruego que me disculpes, pero…
– Déjeme decirle, Maestro -exclamé-, que estoy teniendo experiencias de una pureza, también de una intimidad, que no puede ser compartida. Sólo en mí mismo -sólo en él mismo, diría, si se me permitiera la expresión- la puedo gustar.
Trató de consolarme, pero sólo consiguió mostrarse paternal.
– Mi joven amigo, desde que te vi por primera vez en la sala de dibujo de Frau Anders, sentí que tenías las cualidades de un artista. Pero nosotros, los artistas -sonrió ante este generoso obsequio, este nosotros-, debemos evitar la tentación de aislarnos, perder contacto con la…
– Yo no soy artista, querido Maestro. Se equivoca conmigo. -Decidí devolverle las alabanzas-. No tengo ningún mundo interior que aportar a una audiencia pasiva. No deseo contribuir con nada al bagaje de la fantasía pública. Quizás tenga algo que revelar, pero es de una naturaleza tan intensamente privada que dudo que pueda llegar a interesar a nadie. Quizás no revelaré nada, ni siquiera a mí mismo. Pero sé que estoy en la pista de algo. Estoy abriéndome paso a través del túnel de mí mismo, lo cual me aleja constantemente del fundamento del artista, que busca el aplauso. -Ya que no se dio por ofendido con mis últimas palabras, proseguí-: Estoy buscando el silencio, explorando varios estilos de silencio, y deseo ser correspondido con silencio. Podríamos decir -concluí alegremente-, que me estoy desentrañando a mí mismo.
Detesto las llamadas miradas de entendimiento.
– Querido Hippolyte -dijo, sin intentar siquiera comprender lo que yo había dicho-, todos los jóvenes artistas atraviesan un período de…
Me levanté y me dirigí hacia la puerta, con la intención de subir al primer tren que saliera con destino a la capital. Me volví, inexplicablemente irritado en aquel momento; era la excitación del nuevo sueño.
– Maestro -le grité cuando se levantaba para seguirme-, Maestro, ¿le produce placer Lucrecia? ¿Lo hace saltar?
Se congestionó, no dando crédito a mi rudeza y permaneció quieto. Salí corriendo a través de la sala y bajé las escaleras de dos en dos, murmurando entre risas:
– ¿Le hace bailar Lucrecia, viejo? ¿Blande usted la batuta? ¿Alguno de sus instrumentos toca para usted solo?
Otra vez en la ciudad, trabajé infatigablemente en mi nuevo proyecto, la seducción de Frau Anders. La fuente de energía contenida en mi nuevo sueño, que despreocupadamente titulé «sueño de la fiesta original», no era ilusoria. Aquel deleite que había comenzado inesperadamente con mi dureza hacia el Maestro, continuó. Me sentí mucho más vivo de lo que me había sentido en muchos meses. Tenía necesidad de mucha energía. Por el momento cortejaba a mi ama con todas las sonrisas y palabras incitantes que podía acopiar. Ella no quería reconocer en esto más que una recuperación de mi melancolía. Tuve que recurrir a las más desvergonzadas y las menos sutiles miradas, para convertir su neutral complicidad en un estado de conciencia sexual acerca de mis intenciones. La adulación había llegado a ser para mi anfitriona una droga administrada en dosis tan grandes, que su sistema resultaba inmune a esfuerzos menores. Para convertir la adulación en seducción no era suficiente sólo dormir con ella. El acto sexual en sí mismo era para ella como el obsequio de un raro objet d'art, o un centro de flores, o una galantería verbal. Solo con dificultad, con la más cruda insistencia, podía ser obligada a entender aquel acto como un gesto diferente de los otros. Había que insistir una y otra vez en que aquello no era para adularla, para obsequiarla. La desesperación de mi campaña fue que ella creía que nada había cambiado entre nosotros.
Reconozco que había algo contradictorio en el desarrollo de nuestras relaciones. Deseaba hacer comprender a Frau Anders que mi amor por ella no era algo que yo le debiera. Nada era más frustrante que el que diera mis sentimientos hacia ella y las sorprendentes e inesperadas directrices de mis sueños por sentados. La única manera de sacudir su exasperante seguridad, era insinuarle que ella no me era absolutamente deseable. Dejé caer algunas observaciones acerca de nuestra diferencia de edad, su tendencia a ganar peso, la estridencia de su risa, su ceguera para apreciar los colores, las imperfecciones de su acento -y nada de esto me resultaba realmente desagradable. No deseaba humillarla. Por eso, todas mis insinuaciones estaban desprovistas de la necesaria convicción. Este era mi dilema. No soy una persona hostil. Pero lamentaba que ella se privara del placer de saberse objeto de un amor diferente y más fuerte del que quería suscitar.
No esperaba recompensas de Frau Anders, sólo seriedad. No era suficiente con que me complaciera en la cama. No cedí ante su fácil conformidad. De modo que en los brazos abiertos y otra vez complacientes de mi anfitriona, hallé una porción de placer, pero no de felicidad, y ella encontró en mí felicidad, pero poco placer.
Por supuesto que nuestra relación no me alejó de las curiosas cuestiones que me preocupaban. Por el contrario, me proporcionaba nuevos materiales. Mi sentimiento por Frau Anders era una exploración de mí mismo. Nuestro vínculo se desarrolló paralelamente a las sucesivas ediciones y variaciones de mi segundo sueño, «el sueño de la fiesta original». Algunas veces perdía el juego de doblarse sobre sí mismo, otras ni siquiera llegaba a la fiesta, en alguna ocasión me perseguía el hombre del traje de baño, y alguna vez, Frau Anders abandonaba la búsqueda de mis cabellos y se tendía, voluptuosa y adorable, en mis brazos. Con el objeto de esperar el secreto y las insospechadas claves procedentes del sueño, yo había impuesto una rígida disciplina en nuestra unión. Era sólo mediante ciertas reservas que Frau Anders lograba mantener mis sentimientos a su altura. El arte del sentimiento, como el de la representación erótica, consiste en la habilidad para prolongarlo; en mi caso, la duración dependía de mi habilidad en renovar mis fantasías. Para asegurar la intimidad, no dejé que me hiciera favores. Tampoco yo me trasladé a su casa, tal como ella hubiera deseado; siempre hice hincapié en la discreción y traté de mantener una apariencia exterior de gran corrección. El papel de amante de una mujer casada tiene sus reglas, como cualquier otro papel, y yo quería observarlas. La falta de convencionalismos por sí misma no me atrae. Estas diferencias con otra gente, tal como las manifiesto, se abren camino hacia la superficie de la acción desde las profundidades de mi carácter, sin que yo esté particularmente satisfecho con los resultados. La inconvencionalidad de mi anfitriona era, por contraste, enteramente superficial. Las mentiras motivadas por sus frecuentes adulterios habían sido siempre superficiales; nada, excepto la verdad, podía perturbar la vida del salón y su incesante tertulia. Teniendo la fortuna de vivir en un ambiente donde la inconvencionalidad era cultivada y apreciada, parecía natural que ella fuera aparentemente inconvencional. Interiormente, sentía el mayor respeto por las leyes de la sociedad; sólo que raramente las aplicaba a sí misma. No es extraño, entonces, que la consistencia la sorprendiera siempre, nunca la arbitrariedad.
Así, no se sorprendía por el flujo y el reflujo de mi deseo, de acuerdo con los lazos secretos de mis sueños. Tampoco se quejaba cuando durante una semana, o más, estaba ocupado en la ciudad, sin preocuparme por pensar en ella. Estas actividades me mantenían frecuentemente en mi habitación, donde me sentía más libre. Aparte de la lectura y la meditación sobre mis sueños, estas actividades comprendían varios ejercicios que practicaba en beneficio de mi cuerpo, tales como entretenimientos cerebrales, consistentes en resolver jeroglíficos, memorizar los nombres de los doscientos noventa y seis papas y antipapas y escribirme con un matemático boliviano sobre un problema lógico sobre el que estuve trabajando varios años.
La vida onírica, que nunca estaba ausente de mis pensamientos, se mantenía en forma de curiosas variaciones durante mis noches con mi anfitriona, no como un nuevo sueño, sino como un largo entreacto, por así decirlo. Me pareció que la excitación de mis sueños sobrepasaba la que alcanzaba en mis encuentros con Frau Anders. No era ella quien despertaba mis instintos amorosos. Estos instintos nacían en mí y morían en ella. Ella era el recipiente en que yo depositaba la sustancia de mis sueños, pero esto no hacía que perdiera importancia para mí. Para mí ella era única entre las mujeres. Los puzzles y las variaciones de la técnica erótica propuestos por mis sueños se resolvían sobre su cuerpo -sobre el suyo, y no sobre otro-. Interpretaba esto como un buen presagio acerca de nuestras relaciones, las cuales, sin embargo, había decidido que no duraran más de lo debido.
Cuando, por fin, la energía de mis sueños se atenuó y tuve la idea de romper nuestra unión, me encontré a mí mismo con menos energía para ser cruel de la que había previsto. Hasta pensé dejar la ciudad sin decírselo. Afortunadamente, en aquellos días regresó el marido de Frau Anders de uno de sus largos viajes de negocios en el extranjero y -para su sorpresa- le pidió que lo acompañara en el próximo. Ella me pidió que le prohibiese ir. Esta era la primera de sus infidelidades, me dijo, acerca de la que deseaba contar todo a su marido. Pero yo, abogando por el respeto de su reputación y por su comodidad, decliné rescatarla para siempre de sus vínculos conyugales.
De modo que quedé enteramente libre en mi ciudad de adopción, por primera vez en seis meses. Volví a la seducción de Frau Anders en mis sueños, hasta que una noche un nuevo sueño apareció ante mi vista.