Con una mano, Kosongo agitó la campanilla de oro y con la otra ordenó a los habitantes de la aldea, que continuaban ocultos tras las chozas y los árboles, que se acercaran. La actitud de los soldados cambió, incluso se inclinaron para ayudar a los extranjeros a levantarse y trajeron unos banquitos de tres patas, que pusieron a su disposición. La población se aproximó cautelosamente.
– ¡Fiesta! ¡Música! ¡Comida! -ordenó Kosongo a través de la Boca Real, indicando al aterrorizado grupo de forasteros que podían tomar asiento en los banquitos.
El rostro cubierto por la cortina de cuentas del rey se volvió hacia Angie. Sintiéndose examinada, ella procuró desaparecer detrás de sus compañeros, pero en realidad su volumen resultaba imposible de disimular.
– Creo que me está mirando. Sus ojos no matan, como dicen, pero siento que me desnudan -le susurró a Kate.
– Tal vez pretende incorporarte a su harén -replicó ésta en broma.
– ¡Ni muerta!
Kate admitió para sus adentros que Angie podía competir en belleza con cualquiera de las esposas de Kosongo; a pesar de que ya no era tan joven. Allí las niñas se casaban en la adolescencia y la pilota podía considerarse una mujer madura en África; pero su figura alta y gorda, sus dientes muy blancos y su piel lustrosa resultaban muy atrayentes. La escritora sacó de su mochila una de sus preciosas botellas de vodka y la puso a los pies del monarca, pero éste no pareció impresionado. Con un gesto despectivo, Kosongo autorizó a sus súbditos a disfrutar del modesto regalo. La botella pasó de mano en mano entre los soldados. Enseguida el rey sacó un cartón de cigarrillos entre los pliegues de su manto y los soldados los repartieron de a uno por cabeza entre los hombres de la aldea. Las mujeres, que no se consideraban de la misma especie que los varones, fueron ignoradas. Tampoco les ofrecieron a los extranjeros, ante la desesperación de Angie, quien empezaba a sufrir los efectos de la falta de nicotina.
Las esposas del rey no recibían más consideración que el resto de la población femenina de Ngoubé. Un viejo severo tenía la tarea de mantenerlas en orden, para lo cual disponía de una delgada caña de bambú, que no vacilaba en usar para golpearles las piernas cuando le daba la gana. Aparentemente no era mal visto maltratar a las reinas en público.
El hermano Fernando se atrevió a preguntar por los misioneros ausentes y la Boca Real respondió que nunca hubo misioneros en Ngoubé. Agregó que no habían ido extranjeros a la aldea por años, excepto un antropólogo que llegó a medir las cabezas de los pigmeos y salió escapando pocos días más tarde, porque no soportó el clima ni los mosquitos.
– Ése debió ser Ludovic Leblanc -suspiró Kate.
Recordó que Leblanc, su archienemigo y socio en la Fundación Diamante, le había dado a leer su ensayo sobre los pigmeos del bosque ecuatorial, publicado en una revista científica. Según Leblanc, los pigmeos eran la sociedad más libre e igualitaria que se conocía. Hombres y mujeres vivían en estrecha camaradería, los esposos cazaban juntos y se repartían por igual el cuidado de los niños. Entre ellos no había jerarquías, los únicos cargos honoríficos eran «jefe», «curandero» y «mejor cazador», pero esas posiciones no traían consigo poder ni privilegios, sólo deberes. No existían diferencias entre hombres y mujeres o entre viejos y jóvenes; los niños no debían obediencia a los padres. La violencia entre miembros del clan era desconocida. Vivían en grupos familiares, nadie poseía más bienes que otro, producían sólo lo indispensable para el consumo del día. No había incentivo para acumular bienes, porque apenas alguien adquiría algo su familia tenía derecho a quitárselo. Todo se compartía. Eran un pueblo ferozmente independiente, que no había sido subyugado ni siquiera por los colonizadores europeos, pero en tiempos recientes muchos de ellos habían sido esclavizados por los bantúes.
Kate nunca estaba segura de cuánta verdad contenían los trabajos académicos de Leblanc, pero su intuición le advirtió que, en lo referente a los pigmeos, el pomposo profesor podía estar en lo correcto. Por primera vez, Kate lo echaba de menos. Discutir con Leblanc era la sal de su vida, eso la mantenía combativa; no le convenía pasar mucho tiempo lejos de él, porque se le podía ablandar el carácter. Nada temía tanto la vieja escritora como la idea de convertirse en una abuelita inofensiva.
El hermano Fernando estaba seguro de que la Boca Real mentía respecto a los misioneros perdidos e insistió con sus preguntas, hasta que Angie y Kate le recordaron el protocolo. Era evidente que el tema molestaba al rey. Kosongo parecía una bomba de tiempo lista para explotar y ellos estaban en una posición muy vulnerable.
Para festejar a los visitantes les ofrecieron calabazas con vino de palma, unas hojas con aspecto de espinaca y budín de mandioca; también una cesta con grandes ratas, que habían asado en las hogueras y aliñado con chorros de un aceite anaranjado, obtenido de semillas de palma. Alexander cerró los ojos, pensando con nostalgia en las latas de sardinas que había en su mochila, pero una patada de su abuela lo devolvió a la realidad. No era prudente rechazar la cena del rey.
– ¡Son ratones, Kate! -exclamó, tratando de controlar las náuseas.
– No seas fastidioso. Saben a pollo -replicó ella.
– Eso dijiste de la serpiente del Amazonas y no era cierto -le recordó su nieto.
El vino de palma resultó ser un espantoso brebaje dulce y nauseabundo, que el grupo de amigos probó por cortesía, pero no pudo tragar. Por su parte, los soldados y otros hombres de la aldea lo bebieron a grandes sorbos, hasta que no quedó nadie sobrio. Aflojaron la vigilancia, pero los prisioneros no tenían dónde escapar, estaban rodeados por la jungla, la miasma de los pantanos y el peligro de los animales salvajes. Las ratas asadas y las hojas resultaron bastante más pasables de lo que su aspecto hacía suponer, en cambio el budín de mandioca sabía a pan remojado en agua jabonosa, pero estaban hambrientos y se atragantaron de comida sin hacer remilgos. Nadia se limitó a la amarga espinaca, pero Alexander se sorprendió chupando con mucho agrado los huesitos de una pata de ratón. Su abuela tenía razón: tenía gusto a pollo. Más bien dicho, a pollo ahumado.
De súbito Kosongo volvió a agitar su campana de oro.
– ¡Ahora quiero a mis pigmeos! -gritó la Boca Real a los soldados y añadió para beneficio de los visitantes-: Tengo muchos pigmeos, son mis esclavos. No son humanos, viven en el bosque como los monos.
Llevaron a la plaza varios tambores de diferentes tamaños, algunos tan grandes que debían ser cargados entre dos hombres, otros hechos con pieles estiradas sobre calabazas o con mohosos bidones de gasolina. A una orden de los soldados, el reducido grupo de pigmeos, el mismo que condujo a los extranjeros hasta Ngoubé y que permanecía aparte, fue empujado hacia los instrumentos. Los hombres se colocaron en sus puestos cabizbajos, reticentes, sin atreverse a desobedecer.
– Tienen que tocar música y bailar para que sus antepasados conduzcan un elefante hasta sus redes. Mañana salen de caza y no pueden volver con las manos vacías -explicó Kosongo utilizando a la Boca Real.
Beyé-Dokou dio unos golpes tentativos, como para establecer el tono y entrar en calor, y enseguida se sumaron los demás. La expresión de sus rostros cambió, parecían transfigurados, los ojos brillaban, los cuerpos se movían al compás de sus manos, mientras aumentaba el volumen y se aceleraba el ritmo de los sonidos. Parecían incapaces de resistir la seducción de la música que ellos mismos creaban. Sus voces se elevaron en un canto extraordinario, que ondulaba en el aire como una serpiente y de pronto se detenía para dar paso a un contrapunto. Los tambores adquirieron vida, compitiendo unos con otros, sumándose, palpitando, animando la noche. Alexander calculó que media docena de orquestas de percusión con amplificadores eléctricos no podría igualar aquello. Los pigmeos reproducían en sus burdos instrumentos las voces de la naturaleza; algunas delicadas, como agua entre piedras o salto de gacelas; otras profundas, como pasos de elefantes, truenos o galope de búfalos; otras eran lamentos de amor, gritos de guerra o gemidos de dolor. La música aumentaba en intensidad y rapidez, alcanzando un apogeo, luego disminuía hasta convertirse en un suspiro casi inaudible. Así se repetían los ciclos, nunca iguales, cada uno magnífico, llenos de gracia y emoción, como sólo los mejores músicos de jazz podrían igualar.
A otra señal de Kosongo trajeron a las mujeres, que hasta entonces los extranjeros no habían visto. Las tenían en los corrales de animales que había a la entrada de la aldea. Eran de raza pigmea, todas jóvenes, vestidas sólo con faldas de rafia. Avanzaron arrastrando los pies, con una actitud humillada, mientras los guardias les daban órdenes a gritos y las amenazaban. Al verlas hubo una reacción como de parálisis entre los músicos, los tambores se detuvieron de súbito y por unos instantes sólo su eco vibró en el bosque.
Los guardias levantaron los bastones y las mujeres se encogieron, abrazándose mutuamente para protegerse. De inmediato los instrumentos volvieron a resonar con nuevos bríos. Entonces, ante la mirada impotente de los visitantes, se produjo un diálogo mudo entre ellas y los músicos. Mientras los hombres azotaban los tambores expresando toda la gama de emociones humanas, desde la ira y el dolor hasta el amor y la nostalgia, las mujeres bailaban en círculo, balanceando las faldas de rafia, levantando los brazos, golpeando el suelo con los pies desnudos, contestando con sus movimientos y su canto al llamado angustioso de sus compañeros. El espectáculo era de una intensidad primitiva y dolorosa, insoportable.
Nadia ocultó la cara entre las manos; Alexander la abrazó con firmeza, sujetándola, porque temió que su amiga saltara al centro del patio con intención de poner fin a esa danza degradante. Kate se acercó para advertirles que no hicieran ni un movimiento en falso, porque podía ser fatal. Bastaba ver a Kosongo para comprender sus razones: parecía poseído. Se estremecía al ritmo de los tambores como sacudido por corriente eléctrica, siempre sentado sobre el sillón francés que le servía de trono. Los adornos del manto y el sombrero tintineaban, sus pies marcaban el ritmo de los tambores, sus brazos se agitaban haciendo sonar las pulseras de oro. Varios miembros de su corte y hasta los soldados embriagados se pusieron a danzar también y después lo hicieron los demás habitantes de la aldea. Al poco rato había un pandemonio de gente retorciéndose y brincando.
La demencia colectiva cesó tan súbitamente como había comenzado. Ante una señal que sólo ellos percibieron, los músicos dejaron de golpear los tambores y el patético baile de sus compañeras se detuvo. Las mujeres se agruparon y retrocedieron hacia los corrales. Al callarse los tambores Kosongo se inmovilizó de inmediato y el resto de la población siguió su ejemplo. Sólo el sudor que le corría por los brazos desnudos recordaba su danza en el trono. Entonces los forasteros se fijaron en que lucía en los brazos las mismas cicatrices rituales de los cuatro soldados y que, como ellos, tenía brazaletes de piel de leopardo en los bíceps. Sus cortesanos se apresuraron a acomodarle el pesado manto sobre los hombros y el sombrero, que se le había torcido.
La Boca Real explicó a los forasteros que si no se iban pronto, les tocaría presenciar Ezenji, la danza de los muertos, que se practica en funerales y ejecuciones. Ezenji era también el nombre del gran espíritu. Esta noticia no cayó bien en el grupo, como era de esperar. Antes que alguien se atreviera a pedir detalles, el mismo personaje les comunicó en nombre del rey que serían conducidos a sus «aposentos».
Cuatro hombres levantaron la plataforma donde estaba el sillón real y se llevaron a Kosongo en andas rumbo a su vivienda, seguido por sus mujeres, que cargaban los dos colmillos de elefante y guiaban a sus hijos. Tanto habían bebido los portadores, que el trono se balanceaba peligrosamente.
Kate y sus amigos tomaron sus bultos y siguieron a dos bantúes provistos de antorchas, que los guiaron alumbrando el sendero. Iban escoltados por un soldado con brazalete de leopardo y un fusil. El efecto del vino de palma y la desenfrenada danza los había puesto de buen humor; iban riéndose, bromeando y dándose palmadas bonachonas unos a otros, pero eso no tranquilizó a los amigos, porque resultaba obvio que los llevaban prisioneros.
Los llamados «aposentos» resultaron ser una construcción rectangular de barro y techo de paja, más grande que las demás viviendas, al otro extremo de la aldea, en el borde mismo de la jungla. Contaba con dos huecos en el muro a modo de ventanas y una entrada sin puerta. Los hombres de las antorchas alumbraron el interior y, ante la repugnancia de quienes iban a pasar la noche allí, millares de cucarachas se escurrieron por el suelo hacia los rincones.
– Son los bichos más antiguos del mundo, existen hace trescientos millones de años -dijo Alexander.
– Eso no los hace más agradables -apuntó Angie.
– Las cucarachas son inofensivas -agregó Alexander, aunque en realidad no estaba seguro de que lo fueran.
– ¿Habrá culebras aquí? -preguntó Joel González.
– Las pitones no atacan en la oscuridad -se burló Kate.
– ¿Qué es este terrible olor? -preguntó Alexander.
– Pueden ser orines de rata o excremento de murciélagos -aclaró el hermano Fernando sin inmutarse, porque había pasado por experiencias similares en Ruanda.
– Viajar contigo siempre es un placer, abuela -se rió Alexander.
– No me llames abuela. Si no te gustan las instalaciones, ándate al Sheraton.
– ¡Me muero por fumar! -gimió Angie.
– Ésta es tu oportunidad de dejar el vicio -replicó Kate, sin mucho convencimiento, porque también echaba de menos su vieja pipa.
Uno de los bantúes encendió otras antorchas, que estaban colocadas en las paredes, y el soldado les ordenó que no salieran hasta el día siguiente. Si quedaban dudas sobre sus palabras, el gesto amenazante con el arma las disipó.
El hermano Fernando quiso averiguar si había alguna letrina cerca y el soldado se rió; la idea le resultó muy divertida. El misionero insistió y el otro perdió la paciencia y le dio un empujón con la culata del fusil, lanzándolo al suelo. Kate, habituada a hacerse respetar, se interpuso con gran decisión, plantándose delante del agresor y, antes que éste arremetiera también contra ella, le puso una lata de duraznos al jugo en la mano. El hombre tomó el soborno y salió; a los pocos minutos regresó con un balde de plástico y se lo entregó a Kate sin más explicaciones. Ese destartalado recipiente sería la única instalación sanitaria.
– ¿Qué significan esas tiras de piel de leopardo y las cicatrices de los brazos? Los cuatro soldados tienen las mismas -comentó Alexander.
– Lástima que no podamos comunicarnos con Leblanc; seguro que podría darnos una explicación -dijo Kate.
– Creo que esos hombres pertenecen a la Hermandad del Leopardo. Es una cofradía secreta que existe en varios países de África -dijo Angie-. Los reclutan en la adolescencia y los marcan con esas cicatrices, así pueden reconocerse en cualquier parte. Son guerreros mercenarios, combaten y matan por dinero. Tienen la reputación de ser brutales. Hacen un juramento de ayudarse durante toda la vida y matar a los enemigos mutuos. No tienen familia ni ataduras de ninguna clase, salvo la unión con sus Hermanos del Leopardo.
– Solidaridad negativa. Es decir, cualquier acto cometido por uno de los nuestros se justifica, no importa cuan horrendo sea -aclaró el hermano Fernando-. Es lo contrario de la solidaridad positiva, que une a la gente para construir, plantar, nutrir, proteger a los débiles, mejorar las condiciones de vida. La solidaridad negativa es la de la guerra, la violencia, el crimen.
– Veo que estamos en muy buenas manos… -suspiró Kate, muy cansada.
El grupo se dispuso a pasar una mala noche, vigilados desde la puerta por los dos guardias bantúes armados de machetes. El soldado se retiró. Apenas se acomodaron en el suelo con los bultos por almohadas, regresaron las cucarachas a pasearse por encima de ellos. Debieron resignarse a las patitas que se les introducían por las orejas, les rascaban los párpados y curioseaban bajo la ropa. Angie y Nadia, quienes tenían el cabello largo, se amarraron pañuelos para evitar que los insectos anidaran en sus cabezas.
– Donde hay cucarachas, no hay culebras -dijo Nadia.
La idea acababa de ocurrírsele y dio el resultado esperado: Joel González, quien hasta entonces era un manojo de nervios, se tranquilizó como por obra de encantamiento, feliz de tener a las cucarachas por compañeras.
Durante la noche anterior, cuando a sus compañeros finalmente los rindió el sueño, Nadia decidió actuar. Era tanta la fatiga de los demás, que lograron dormir al menos durante unas horas, a pesar de las ratas, las cucarachas y la amenazante cercanía de los hombres de Kosongo. Nadia, sin embargo, estaba muy perturbada por el espectáculo de los pigmeos y decidió averiguar qué pasaba en esos corrales, donde había visto desaparecer a las mujeres después de la danza. Se quitó las botas y echó mano de una linterna. Los dos guardias, sentados al lado, afuera, con sus machetes sobre las rodillas, no constituían un impedimento para ella, porque llevaba tres años practicando el arte de la invisibilidad aprendido de los indios del Amazonas. La «gente de la neblina» desaparecía, mimetizada en la naturaleza, con los cuerpos pintados, en silencio, moviéndose con liviandad y con una concentración mental tan profunda que sólo podía sostenerse por tiempo limitado. Esa «invisibilidad» le había servido a Nadia para salir de apuros en más de una ocasión, por eso la practicaba a menudo. Entraba y salía de clase sin que sus compañeros o profesores se dieran cuenta y más tarde ninguno recordaba si ese día ella había estado en la escuela. Circulaba en el metro de Nueva York atestado de gente sin ser vista y para probarlo se colocaba a pocos centímetros de otro pasajero, mirándolo a la cara, sin que el afectado manifestara reacción alguna. Kate Cold, que vivía con Nadia, era la principal víctima de este tenaz entrenamiento, porque nunca estaba segura de si la chica estaba allí o si la había soñado.
La joven ordenó a Borobá quedarse quieto en la choza, porque no podía llevarlo consigo; enseguida respiró hondo varias veces, hasta calmar por completo su ansiedad, y se concentró en desaparecer. Cuando estuvo lista, su cuerpo se movió en estado casi hipnótico. Pasó por encima de los cuerpos de sus amigos dormidos sin tocarlos y se deslizó hacia la salida. Afuera los guardias, aburridos e intoxicados con vino de palma, habían decidido turnarse para vigilar. Uno de ellos estaba echado contra la pared roncando y el otro escrutaba la negrura de la selva un poco asustado, porque temía a los espectros del bosque. Nadia se asomó al umbral, el hombre se volvió hacia ella y por un momento los ojos de ambos se cruzaron. Al guardia le pareció estar en presencia de alguien, pero de inmediato esa impresión se borró y un sopor irresistible lo obligó a bostezar. Se quedó en su sitio, luchando contra el sueño, con el machete abandonado en el suelo, mientras la silueta delgada de la joven se alejaba.
Nadia atravesó la aldea en el mismo estado etéreo, sin llamar la atención de las pocas personas que permanecían despiertas. Pasó cerca de las antorchas que alumbraban las construcciones de barro del recinto real. Un mono insomne saltó de un árbol y cayó a sus pies, haciéndola volver a su cuerpo durante unos instantes, pero enseguida se concentró y siguió avanzando. No sentía su peso, le parecía ir flotando. Así llegó a los corrales, dos perímetros rectangulares hechos con troncos clavados en tierra y amarrados con lianas y tiras de cuero. Una parte de cada corral tenía techo de paja, la otra mitad estaba abierta al cielo. La puerta se cerraba mediante una pesada tranca que sólo podía abrirse por el exterior. Nadie vigilaba.
La chica caminó en torno a los corrales tanteando la empalizada con las manos, sin atreverse a encender la linterna. Era un cerco firme y alto, pero una persona decidida podía aprovechar las protuberancias de la madera y los nudos de las cuerdas para treparlo. Se preguntó por qué las pigmeas no escapaban. Después de dar un par de vueltas y comprobar que no había nadie por los alrededores, decidió levantar la tranca de una de las puertas. En su estado de invisibilidad, sólo podía moverse con mucho cuidado, pero no podía actuar como lo hacía normalmente; debió salir del trance para forzar la puerta.
Los sonidos del bosque poblaban la noche: voces de animales y pájaros, murmullos entre los árboles y suspiros en la tierra. Nadia pensó que con razón la gente no salía de la aldea por la noche: era fácil atribuir esos ruidos a razones sobrenaturales. Sus esfuerzos para abrir la puerta no resultaron silenciosos, porque la madera crujía. Unos perros se aproximaron ladrando, pero Nadia les habló en idioma canino y se callaron al punto. Le pareció oír un llanto de niño, pero a los pocos segundos cesó; ella volvió a ponerle el hombro a la tranca, que resultó más pesada de lo imaginado. Por fin logró sacar la viga de los soportes, entreabrió el portón y se deslizó al interior.
Para entonces sus ojos se habían acostumbrado a la noche y pudo darse cuenta de que estaba en una especie de patio. Sin saber qué iba a encontrar, avanzó calladamente hacia la parte techada con paja, calculando su retirada en caso de peligro. Decidió que no podía aventurarse en la oscuridad y, después de una breve vacilación, encendió su linterna. El rayo de luz alumbró una escena tan inesperada que Nadia soltó un grito y casi deja caer la linterna. Unas doce o quince figuras muy pequeñas estaban de pie al fondo de la estancia, con la espalda contra la empalizada. Creyó que eran niños, pero enseguida se dio cuenta de que eran las mismas mujeres que habían danzado para Kosongo. Parecían tan aterrorizadas como lo estaba ella misma, pero no emitieron ni el menor sonido; se limitaron a mirar a intrusa con ojos desorbitados.
– Chisss… -dijo Nadia, llevándose un dedo a los labios-. No les voy a hacer daño, soy amiga… -agregó en brasilero, su idioma natal, y luego lo repitió en todas las lenguas que conocía.
Las prisioneras no entendieron todas sus palabras, pero adivinaron sus intenciones. Una de ellas dio un paso adelante, aunque permaneció encogida y con el rostro oculto, y tendió a ciegas un brazo. Nadia se acercó y la tocó. La otra se retiró, temerosa, pero luego se atrevió a echar una mirada de reojo y debió haber quedado satisfecha con el rostro de la joven forastera, porque sonrió. Nadia estiró su mano de nuevo y la mujer hizo lo mismo; los dedos de ambas se entrelazaron y ese contacto físico resultó ser la forma más transparente de comunicación.
– Nadia, Nadia -se presentó la muchacha tocándose el pecho.
– Jena -replicó la otra.
Pronto las demás rodearon a Nadia, tanteándola con curiosidad, mientras cuchicheaban y se reían. Una vez descubierto el lenguaje común de las caricias y la mímica, el resto fue fácil. Las pigmeas explicaron que habían sido separadas de sus compañeros, a los cuales Kosongo obligaba a cazar elefantes, no por la carne, sino por los colmillos, que vendía a contrabandistas. El rey tenía otro clan de esclavos que explotaba una mina de diamantes algo más al norte. Así había hecho su fortuna. La recompensa de los cazadores eran cigarrillos, algo de comida y el derecho a ver a sus familias por un rato. Cuando el marfil o los diamantes no eran suficientes, intervenía el comandante Mbembelé. Había muchos castigos; el más soportable era la muerte, el más atroz era perder a sus hijos, que eran vendidos como esclavos a los contrabandistas. Jena agregó que quedaban muy pocos elefantes en el bosque, los pigmeos debían buscarlos más y más lejos. Los hombres no eran numerosos y ellas no podían ayudarlos, como siempre habían hecho. Al escasear los elefantes, la suerte de sus niños era muy incierta.
Nadia no estaba segura de haber entendido bien. Suponía que la esclavitud había terminado hacía tiempo, pero la mímica de las mujeres era muy clara. Después Kate le confirmaría que en algunos países aún existen esclavos. Los pigmeos se consideraban criaturas exóticas y los compraban para hacer trabajos degradantes o, si tenían buena fortuna, para divertir a los ricos o para los circos.
Las prisioneras contaron que ellas hacían las labores pesadas en Ngoubé, como plantar, acarrear agua, limpiar y hasta construir las chozas. Lo único que deseaban era reunirse con sus familias y volver a la selva, donde su pueblo había vivido en libertad durante miles de años. Nadia les demostró con gestos que podían trepar la empalizada y escapar, pero ellas replicaron que los niños estaban encerrados en el otro corral a cargo de un par de abuelas, no podían huir sin ellos.
– ¿Dónde están sus maridos? -preguntó Nadia.
Jena le indicó que vivían en el bosque y sólo tenían permiso para visitar la aldea cuando traían carne, pieles o marfil. Los músicos que tocaron los tambores durante la fiesta de Kosongo eran sus maridos, dijeron.