Alexander Cold se presentó en el apartamento de su abuela en Nueva York con una botella de vodka para ella y un ramo de tulipanes para Nadia. Su amiga le había dicho que no se pondría flores en la muñeca o el escote para su graduación, como todas las chicas. Esos corsages le parecían horrendos. Soplaba una ligera brisa que aliviaba el calor de mayo en Nueva York, pero aun así los tulipanes estaban desmayados. Pensó que nunca se acostumbraría al clima de esa ciudad y celebraba no tener que hacerlo. Asistía a la Universidad en Berkeley y, si sus planes resultaban, obtendría su título de médico en California. Nadia lo acusaba de ser muy cómodo. «No sé cómo piensas practicar medicina en los sitios más pobres de la tierra, si no puedes vivir sin los tallarines italianos de tu mamá y tu tabla de surfing», se burlaba. Alexander pasó meses convenciéndola de las ventajas de estudiar en su misma universidad y por fin lo consiguió. En septiembre ella estaría en California y ya no sería necesario cruzar el continente para verla.
Nadia abrió la puerta y él se quedó con los tulipanes mustios en la mano y las orejas coloradas, sin saber qué decir. No se habían visto en seis meses y la joven que apareció en el umbral era una desconocida. Se le pasó por la mente que estaba ante la puerta equivocada, pero sus dudas se disiparon cuando Borobá le saltó encima para saludarlo con efusivos abrazos y mordiscos. La voz de su abuela llamando su nombre le llegó desde el fondo del apartamento.
– ¡Soy yo, Kate! -respondió él, todavía desconcertado.
Entonces Nadia le sonrió y al instante volvió a ser la chica de siempre, la que él conocía y amaba, salvaje y dorada. Se abrazaron, los tulipanes cayeron al suelo y él la rodeó con un brazo por la cintura y la levantó con un grito de alegría, mientras con la otra mano luchaba por desprenderse del mono. En eso apareció Kate Cold arrastrando los pies, le arrebató la botella de vodka, que él sostenía precariamente, y cerró la puerta de una patada.
– ¿Has visto qué horrible se ve Nadia? Parece la mujer de un mafioso -dijo Kate.
– Dinos lo que realmente piensas, abuela -se rió Alexander.
– ¡No me llames abuela! ¡Compró el vestido a mis espaldas, sin consultarme! -exclamó ella.
– No sabía que te interesara la moda, Kate -comentó Alexander, ojeando los pantalones deformes y la camiseta con papagayos que usaba su abuela.
Nadia llevaba tacones altos y estaba enfundada en un tubo de satén negro, corto y sin tirantes. Hay que decir en su favor que no parecía afectada en lo más mínimo por la opinión de Kate. Dio una vuelta completa para lucirse ante Alexander. Se veía muy diferente a la criatura en pantalones cortos y adornada con plumas que él recordaba. Tendría que acostumbrarse al cambio, pensó, aunque esperaba que no fuera permanente; le gustaba mucho su antigua Águila. No sabía cómo actuar ante esa nueva versión de su amiga.
– Deberás pasar el bochorno de ir a la graduación con este espantapájaros, Alexander -dijo su abuela señalando a Nadia-. Ven, quiero mostrarte algo…
Condujo a los dos muchachos hacia la diminuta y polvorienta oficina, atestada de libros y documentos, donde escribía. Las paredes estaban empapeladas de fotografías que la escritora había juntado en los últimos años. Alexander reconoció a los indios del Amazonas posando para la Fundación Diamante, a Dil Bahadur, Pema y su bebé en el Reino del Dragón de Oro, al hermano Fernando en su misión en Ngoubé, a Angie Ninderera con Michael Mushaha sobre un elefante, y varios más. Kate había enmarcado una portada de la revista International Geographic del año 2002, que ganó un premio importante. La fotografía, tomada por Joel González en un mercado en África, lo mostraba a él con Nadia y Borobá enfrentándose con un furibundo avestruz.
– Mira, hijo, los tres libros ya están publicados -dijo Kate-. Cuando leí tus notas comprendí que nunca serás escritor, no tienes ojo para los detalles. Tal vez eso no sea un impedimento para la medicina, ya ves que el mundo está lleno de médicos chambones, pero para la literatura es fatal -aseguró Kate.
– No tengo ojo y no tengo paciencia, Kate, por eso te di mis notas. Tú podías escribir los libros mejor que yo.
– Puedo hacer casi todo mejor que tú, hijo -se rió ella, desordenándole el cabello de un manotazo.
Nadia y Alexander examinaron los libros con una extraña tristeza, porque contenían todo lo que les había sucedido en tres prodigiosos años de viajes y aventuras. Tal vez en el futuro no habría nada comparable a lo que ya habían vivido, nada tan intenso ni tan mágico. Al menos era un consuelo saber que en esas páginas estaban preservados los personajes, las historias y las lecciones que habían aprendido. Gracias a la escritura de la abuela, nunca olvidarían. Las memorias del Águila y el Jaguar estaban allí, en la Ciudad de las Bestias, el Reino del Dragón de Oro y el Bosque de los Pigmeos…