Los que vieron la transformación del muchacho forastero en un felino negro comprendieron que ésa era la noche más fantástica de sus vidas. Su idioma carecía de palabras para contar tantas maravillas; ni siquiera existía un nombre para ese animal nunca visto, un gran gato negro que se abalanzó rugiendo contra el comandante. El ardiente aliento de la fiera le dio a Mbembelé en pleno rostro y las garras se le clavaron en los hombros. Podría haber eliminado al felino de un tiro, pero el terror lo paralizó, porque se dio cuenta de que estaba ante un hecho sobrenatural, un prodigioso acto de hechicería. Se desprendió del fatal abrazo del jaguar golpeándolo con ambos puños y echó a correr desesperado hacia el bosque, seguido por la bestia. Ambos se perdieron en la oscuridad ante el asombro de quienes presenciaron la escena.
Tanto la población de Ngoubé como los pigmeos vivían en una realidad mágica, rodeados de espíritus, siempre temerosos de violar un tabú o cometer una ofensa que pudiera desencadenar fuerzas ocultas. Creían que las enfermedades son causadas por hechicería y por lo tanto se curan de la misma manera, que no se puede salir de caza o de viaje sin una ceremonia para aplacar a los dioses, que la noche está poblada de demonios y el día de fantasmas, que los muertos se convierten en seres carnívoros. Para ellos el mundo físico era muy misterioso y la vida misma un sortilegio. Habían visto -o creían haber visto- muchas manifestaciones de brujería, por lo mismo no consideraron imposible que una persona se convirtiera en fiera. Podía haber dos explicaciones: Alexander era un hechicero muy poderoso o bien era un espíritu de animal que había tomado temporalmente la forma del muchacho.
La situación era muy diferente para el hermano Fernando, quien estaba junto a Alexander cuando se encarnó en su animal totémico. El misionero, que se preciaba de ser un europeo racional, una persona con educación y cultura, vio lo ocurrido, pero su mente no pudo aceptarlo. Se quitó los lentes y los limpió contra sus pantalones. «Definitivamente, tengo que cambiarlos», masculló, refregándose los ojos. El hecho de que Alexander hubiera desaparecido en el mismo instante en que ese enorme gato salió de la nada podía tener muchas causas: era de noche, en la plaza reinaba una espantosa confusión, la luz de las antorchas era incierta y él mismo se encontraba en un estado emocional alterado. No disponía de tiempo para perder en conjeturas inútiles, había mucho por hacer, decidió. Los pigmeos -hombres y mujeres- tenían a los soldados en la punta de sus lanzas e inmovilizados con las redes; los guardias bantúes vacilaban entre tirar sus armas al suelo o intervenir en ayuda de sus jefes; la gente de la aldea estaba amotinada; había un clima de histeria que podía degenerar en una masacre si los guardias ayudaban a los soldados de Mbembelé.
Alexander regresó unos minutos más tarde. Sólo la extraña expresión de su rostro, con los ojos incandescentes y los dientes a la vista, indicaba lo que había sucedido. Kate le salió al encuentro muy excitada.
– ¡No vas a creer lo que pasó, hijo! ¡Una pantera negra le saltó encima a Mbembelé! Espero que lo haya devorado, es lo menos que merece.
– No era una pantera sino un jaguar, Kate. No se lo comió, pero le dio un buen susto.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Cuántas veces tengo que decirte que mi animal totémico es el jaguar, Kate?
– ¡Otra vez con la misma obsesión, Alexander! Tendrás que ver un psiquiatra cuando volvamos a la civilización. ¿Dónde está Nadia?
– Volverá pronto.
En la media hora siguiente el delicado equilibrio de fuerzas en la aldea se fue definiendo, gracias en buena parte al hermano Fernando, a Kate y a Angie. El primero logró convencer a los soldados de la Hermandad del Leopardo que se rindieran, si querían salir con vida de Ngoubé, porque sus armas no funcionaban, habían perdido al comandante y estaban rodeados por una población hostil.
Entretanto Kate y Angie habían ido a la choza a buscar a Nze y, con ayuda de unos familiares del herido, lo cargaron en una improvisada angarilla. El pobre muchacho ardía de fiebre, pero se dispuso a colaborar cuando su madre le explicó lo ocurrido esa tarde. Lo colocaron en un lugar visible y, con voz débil pero clara, arengó a sus compañeros incitándolos a sublevarse. No había nada que temer, Mbembelé ya no estaba allí. Los guardias deseaban volver a una vida normal junto a sus familias, pero sentían un terror atávico hacia el comandante y estaban acostumbrados a obedecer su autoridad. ¿Dónde estaba?
¿Lo había devorado el espectro del felino negro? Si le hacían caso a Nze y el militar regresaba, acabarían en el pozo de los cocodrilos. No creían que la reina Nana-Asante estuviera viva y, aunque así fuera, su poder no podía compararse al de Mbembelé.
Una vez reunidos con sus familias, los pigmeos consideraron que había llegado el momento de regresar al bosque, de donde no pensaban volver a salir. Beyé-Dokou se colocó su camiseta amarilla, tomó su lanza y se aproximó a Alexander para devolverle el fósil que, según creía, le había salvado de ser hecho papilla por Mbembelé. Los demás cazadores también se despidieron emocionados, sabiendo que ya no volverían a ver a ese prodigioso amigo con el espíritu de un leopardo. Alexander los detuvo. No podían irse aún, les dijo. Explicó que no estarían a salvo aunque se internaran en la más profunda espesura, allí donde ningún otro ser humano podía sobrevivir. Huir no era la solución, ya que tarde o temprano serían alcanzados o necesitarían el contacto con el resto del mundo. Debían acabar con la esclavitud y volver a tener relaciones cordiales con la gente de Ngoubé, como antes, para lo cual debían despojar de su poder a Mbembelé y echarlo para siempre de la región junto con sus soldados.
Por su parte, las esposas de Kosongo, que habían vivido prisioneras en el harén desde los catorce o quince años, se habían amotinado y por vez primera le tomaban el gusto a la juventud. Sin hacer ni el menor caso de los serios asuntos que perturbaban al resto de la población, ellas habían organizado su propio carnaval; tocaban tambores, cantaban y danzaban; se arrancaban los adornos de oro de brazos, cuellos y orejas y los lanzaban al aire, locas de libertad.
En eso estaban los habitantes de la aldea, cada grupo dedicado a lo suyo, pero todos en la plaza, cuando hizo su espectacular aparición Sombe, quien acudía llamado por las fuerzas ocultas para imponer orden, castigo y terror.
Una lluvia de chispas, como fuegos artificiales, anunció la llegada del formidable hechicero. Un grito colectivo recibió a la temida aparición. Sombe no se había materializado en muchos meses y algunos albergaban la esperanza de que se hubiera ido definitivamente al mundo de los demonios; pero allí estaba el mensajero del infierno, más impresionante y furioso que nunca. La gente retrocedió, horrorizada y él ocupó el corazón de la plaza.
La fama de Sombe trascendía la región y se había regado de aldea en aldea por buena parte de África. Decían que era capaz de matar con el pensamiento, curar con un soplo, adivinar el futuro, controlar la naturaleza, alterar los sueños, sumir a los mortales en un sueño sin retorno y comunicarse con los dioses. Proclamaban también que era invencible e inmortal, que podía transformarse en cualquier criatura del agua, el cielo o la tierra, y que se introducía dentro de sus enemigos y los devoraba desde adentro, bebía su sangre, hacía polvo sus huesos y dejaba sólo la piel, que luego rellenaba con ceniza. De ese modo fabricaba zombis, o muertos-vivos, cuya horrible suerte era servirle de esclavos.
El brujo era gigantesco y su estatura parecía el doble por el increíble atuendo que llevaba. Se cubría la cara con una máscara en forma de leopardo, sobre la cual había, a modo de sombrero, un cráneo de búfalo con grandes cuernos, que a su vez iba coronado por un penacho de ramas, como si un árbol le brotara de la cabeza. En brazos y piernas lucía adornos de colmillos y garras de fieras, en el cuello unos collares de dedos humanos y en la cintura una serie de fetiches y calabazas con pociones mágicas. Estaba cubierto por tiras de piel de diferentes animales, tiesas de sangre seca.
Sombe llegó con la actitud de un diablo vengador, decidido a imponer su propia forma de injusticia. La población bantú, los pigmeos y hasta los soldados de Mbembelé se rindieron sin un amago de resistencia; se encogieron, procurando desaparecer, y se dispusieron a obedecer lo que Sombe mandara. El grupo de extranjeros, inmovilizado de asombro, vio cómo la aparición del brujo destruía la frágil armonía que empezaba a lograrse en Ngoubé.
El hechicero, agachado como un gorila, apoyándose en las manos y rugiendo, comenzó a girar cada vez más rápido. De pronto se detenía y señalaba con un dedo a alguien y al punto la persona caía al suelo, en profundo trance, estremeciéndose con terribles estertores de epiléptico. Otros quedaban rígidos, como estatuas de granito, otros empezaban a sangrar por la nariz, la boca y las orejas. Sombe volvía a su rutina de dar vueltas como un trompo, detenerse y fulminar a alguien con el poder de un gesto. En pocos minutos había una docena de hombres y mujeres revolcándose por tierra, mientras el resto de la gente chillaba de rodillas, tragaba tierra, pedía perdón y juraba obediencia.
Un viento inexplicable pasó como un tifón por la aldea y se llevó de un soplido la paja de las chozas, todo lo que había sobre la mesa del banquete, los tambores, los arcos de palmas y la mitad de las gallinas. La noche se iluminó con una tempestad de rayos y del bosque llegó un coro horrible de lamentos. Centenares de ratas se repartieron como una peste por la plaza y enseguida desaparecieron, dejando una mortal fetidez en el aire.
De súbito Sombe saltó sobre una de las hogueras, donde habían asado la carne para la cena, y empezó a bailar entre las brasas ardientes, tomándolas con las manos desnudas para lanzarlas a la espantada multitud. En medio de las llamas y el humo surgieron centenares de figuras demoníacas, los ejércitos del mal, que acompañaron al brujo en su siniestra danza. De la cabeza de leopardo coronada de cuernos emergió un vozarrón cavernario gritando los nombres del rey depuesto y el vencido comandante, que la gente, histérica, hipnotizada, coreó largamente: Kosongo, Mbembelé, Kosongo, Mbembelé, Kosongo, Mbembelé…
Y entonces, cuando el hechicero ya tenía a la población de la aldea en su puño y surgía triunfante de la hoguera, con las llamas lamiéndole las piernas sin quemarlo, un gran pájaro blanco apareció por el sur y voló en círculos sobre la plaza. Alexander dio un grito de alivio al reconocer a Nadia.
Por los cuatro puntos cardinales entraron a Ngoubé las fuerzas convocadas por el águila. Abrían el desfile los gorilas del bosque, negros y magníficos, los grandes machos adelante, seguidos por las hembras con sus crías. Luego venía la reina Nana-Asante, soberbia en su desnudez y sus escasos harapos, con el cabello blanco erizado como un halo de plata, montada sobre un enorme elefante, tan antiguo como ella, marcado con cicatrices de lanzazos al costado. La acompañaban Tensing, el lama del Himalaya, quien había acudido al llamado de Nadia en su forma astral, trayendo a su banda de horrendos yetis en atuendos de guerra. También venían el chamán Walimai y el delicado espíritu de su esposa, a la cabeza de trece prodigiosas bestias mitológicas del Amazonas. El indio había vuelto a su juventud y estaba convertido en un apuesto guerrero con el cuerpo pintado y adornos de plumas. Y finalmente entró a la aldea la vasta muchedumbre luminosa del bosque: los antepasados y los espíritus de animales y plantas, millares y millares de almas, que alumbraron la aldea como un sol de mediodía y refrescaron el aire con una brisa limpia y fría.
En esa luz fantástica desaparecieron los malignos ejércitos de demonios y el hechicero se redujo a su verdadera dimensión. Sus andrajos de pieles ensangrentadas, sus collares de dedos, sus fetiches, sus garras y colmillos, dejaron de ser espeluznantes y parecieron sólo un disfraz ridículo. El gran elefante que montaba la reina Nana-Asante le asestó un golpe con la trompa, que hizo volar la máscara de leopardo con cuernos de búfalo, exponiendo el rostro del brujo. Todos pudieron reconocerlo: Kosongo, Mbembelé y Sombe eran el mismo hombre, las tres cabezas del mismo ogro.
La reacción de la gente fue tan inesperada como el resto de lo sucedido en esa extraña noche. Un bramido largo y ronco sacudió a la masa humana. Los que estaban con convulsiones, los que se habían convertido en estatuas y los que sangraban salieron del trance, los que estaban postrados se levantaron del suelo y la muchedumbre se movió con aterradora determinación hacia el hombre que la había tiranizado. Kosongo-Mbembelé-Sombe retrocedió, pero en menos de un minuto fue rodeado. Un centenar de manos lo cogieron, lo levantaron en vilo y lo llevaron en andas hacia el pozo de los suplicios. Un alarido espantoso remeció el bosque cuando el pesado cuerpo del monstruo de tres cabezas cayó en las fauces de los cocodrilos.
Para Alexander sería muy difícil recordar los detalles de esa noche, no podría escribirlos con la facilidad con que había descrito sus aventuras anteriores. ¿Lo soñó? ¿Fue presa de la histeria colectiva de los demás? ¿O en efecto vio con sus propios ojos a los seres convocados por Nadia? No tenía respuesta para esas preguntas. Después, cuando confrontó su versión de los hechos con Nadia, ella escuchó en silencio, enseguida le dio un beso ligero en la mejilla y le dijo que cada uno tiene su verdad y todas son válidas.
Las palabras de la muchacha resultaron proféticas, porque cuando quiso averiguar lo sucedido con los otros miembros del grupo, cada uno le contó una historia diferente. El hermano Fernando, por ejemplo, sólo se acordaba de los gorilas y el elefante montado por una anciana. A Kate Cold le pareció percibir el aire lleno de seres fulgurantes, entre los que reconoció al lama Tensing, aunque eso era imposible. Joel González decidió esperar hasta que pudiera revelar sus rollos de película antes de emitir una opinión: lo que no saliera en las fotografías, no había sucedido. Los pigmeos y los bantúes describieron más o menos lo que él vio, desde el brujo danzando entre las llamas, hasta los antepasados volando en torno a Nana-Asante.
Angie Ninderera captó mucho más que Alexander: vio ángeles de alas traslúcidas y bandadas de pájaros multicolores, oyó música de tambores, olió el perfume de una lluvia de flores y fue testigo de varios otros milagros. Así se lo contó a Michael Mushaha cuando éste llegó al día siguiente a buscarlos en una lancha a motor.
Uno de los mensajes de la radio de Angie fue captado en su campamento y de inmediato Michael se puso en acción para encontrarlos. No pudo conseguir un piloto con suficiente valor para ir al bosque pantanoso donde sus amigos se habían perdido; debió tomar un vuelo comercial a la capital, alquilar una lancha y subir por el río a buscarlos sin más guía que su instinto. Lo acompañaron un funcionario del gobierno nacional y cuatro gendarmes, quienes llevaban la misión de investigar el contrabando de marfil, diamantes y esclavos.
En pocas horas Nana-Asante puso orden en la aldea, sin que nadie cuestionara su autoridad. Empezó por reconciliar a la población bantú con los pigmeos y recordarles la importancia de colaborar. Los primeros necesitaban la carne que proveían los cazadores y los segundos no podían vivir sin los productos que conseguían en Ngoubé. Debería obligar a los bantúes a respetar a los pigmeos; también debía conseguir que los pigmeos perdonaran los maltratos sufridos.
– ¿Cómo hará para enseñarles a vivir en paz? -le preguntó Kate.
– Empezaré por las mujeres, porque tienen mucha bondad adentro -replicó la reina.
Por fin llegó el momento de partir. Los amigos estaban extenuados, porque habían dormido muy poco y estaban todos, menos Nadia y Borobá, enfermos del estómago. Además, en las últimas horas a Joel González lo picaron los mosquitos de pies a cabeza, se hinchó, le dio fiebre y de tanto rascarse quedó en carne viva. Discretamente, para no parecer jactándose, Beyé-Dokou le ofreció el polvo del amuleto sagrado. En menos de dos horas el fotógrafo volvió a la normalidad. Muy impresionado, pidió que le dieran una pizca para curar a su amigo Timothy Bruce de la mordedura del mandril, pero Mushaha le informó que éste ya estaba completamente repuesto, esperando al resto del equipo en Nairobi. Los pigmeos usaron el mismo prodigioso polvo para tratar a Adrien y Nze, quienes empezaron a mejorar de sus heridas a ojos vista. Al comprobar los poderes del misterioso producto, Alexander se atrevió a pedir un poco para llevarle a su madre. Según los médicos, Lisa Cold había derrotado al cáncer por completo, pero su hijo supuso que unos gramos del maravilloso polvo verde de Ipemba-Afua podrían garantizarle una larga vida.
Angie Ninderera decidió sacudirse el miedo a los cocodrilos mediante la negociación. Se asomó con Nadia por encima de la empalizada que protegía el pozo y ofreció un trato a los grandes lagartos y que Nadia tradujo lo mejor posible, a pesar de que sus conocimientos del lenguaje de los saurios eran mínimos. Angie les explicó que ella podía matarlos a tiros, si le daba la gana, pero en vez de eso los haría conducir al río, donde serían puestos en libertad. A cambio, exigía respeto por su vida. Nadia no estaba segura de que hubieran comprendido; tampoco que cumplieran su palabra, o que fueran capaces de extender el trato al resto de los cocodrilos africanos, pero prefirió decirle a Angie que desde ese momento ya no tenía nada que temer. No moriría devorada por saurios; con un poco de suerte se cumpliría su deseo de morir en un accidente de avión, le aseguró.
Las esposas de Kosongo, ahora viudas alegres, quisieron regalar sus adornos de oro a Angie, pero el hermano Fernando intervino. Colocó una manta en el suelo y obligó a las mujeres a depositar sus joyas en ella; enseguida ató las cuatro puntas y arrastró el bulto donde la reina Nana-Asante.
– Este oro y un par de colmillos de elefante es todo lo que tenemos en Ngoubé. Usted sabrá disponer de este capital -le explicó.
– ¡Lo que me dio Kosongo es mío! -alegó Angie aferrada a sus brazaletes.
El hermano Fernando la fulminó con una de sus miradas apocalípticas y estiró las manos. A regañadientes Angie se quitó sus joyas y se las entregó. Además, debió prometerle que dejaría la radio del avión, para que pudieran comunicarse, y que haría por lo menos un vuelo cada dos semanas, costeado por ella, para aprovisionar la aldea de cosas esenciales. Al comienzo tendría que lanzarlas desde el aire, hasta que pudieran despejar un trozo de bosque para una cancha de aterrizaje. Dadas las condiciones del terreno, no sería fácil.
Nana-Asante aceptó que el hermano Fernando se quedara en Ngoubé y fundara su misión y su escuela, siempre que llegaran a un acuerdo ideológico. Tal como la gente debía aprender a vivir en paz, las divinidades debían hacer lo mismo. No había razón para que los diversos dioses y espíritus no compartieran el mismo espacio en el corazón humano.