Una banda de media docena de mandriles se las había arreglado para demoler las instalaciones. Las carpas yacían por el suelo, había harina, mandioca, arroz, frijoles y tarros de conserva tirados por todas partes, los sacos de dormir despedazados colgaban de los árboles, sillas y mesas rotas se amontonaban en el patio. El efecto era como si el campamento hubiera sido barrido por un tifón. Los mandriles, encabezados por uno más agresivo que los demás, se habían apoderado de las ollas y sartenes, y las usaban como garrotes para aporrearse unos a otros y atacar a cualquiera que intentara aproximarse.
– ¡Qué les ha pasado! -exclamó Michael Mushaha.
– Me temo que están algo bebidos… -explicó uno de los empleados.
Los monos rondaban siempre el campamento, listos para apropiarse de lo que pudieran echarse al hocico. Por las noches se metían en la basura y si no se aseguraban bien las provisiones, las robaban. No eran simpáticos, mostraban los colmillos y gruñían, pero tenían respeto por los humanos y se mantenían a prudente distancia. Ese asalto era inusitado.
Ante la imposibilidad de dominarlos, Mushaha dio orden de dispararles anestésico, pero dar en el blanco no fue fácil, porque corrían y saltaban como endemoniados. Por fin, uno a uno, los mandriles recibieron el picotazo del tranquilizante y fueron cayendo secos por tierra. Alexander y Timothy Bruce ayudaron a levantarlos por los tobillos y las muñecas y llevarlos a doscientos metros del campamento, donde roncarían sin ser molestados hasta que se les pasara el efecto de la droga. Los cuerpos peludos y malolientes pesaban mucho más de lo que cabía suponer por su tamaño. Alexander, Timothy y los empleados que los tocaron debieron ducharse, lavar su ropa y espolvorearse con insecticida para librarse de las pulgas.
Mientras el personal del safari procuraba poner algo de orden en aquel revoltijo, Michael Mushaha averiguó lo que había sucedido. En un descuido de los encargados, uno de los mandriles se introdujo en la tienda de Kate y Nadia, donde la primera tenía su reserva de botellas de vodka. Los simios podían oler el alcohol a la distancia, incluso con los envases cerrados. El babuino se robó una botella, le quebró el gollete y compartió el contenido con sus compinches. Al segundo trago se embriagaron y al tercero se lanzaron contra el campamento como una horda de piratas.
– Necesito mi vodka para el dolor de huesos -se quejó Kate, calculando que debía cuidar como oro las pocas botellas que tenía.
– ¿No puede arreglarse con aspirina? -sugirió Mushaha.
– ¡Las píldoras son veneno! Yo sólo uso productos naturales -exclamó la escritora.
Una vez que dominaron a los mandriles y lograron organizar de nuevo el campamento, alguien se fijó en que Timothy Bruce tenía la camisa ensangrentada. Con su tradicional indiferencia, el inglés admitió que había sido mordido.
– Parece que uno de esos muchachos no estaba completamente dormido… -dijo, a modo de explicación.
– Déjeme ver -exigió Mushaha.
Bruce levantó la ceja izquierda. Era el único gesto de su impasible rostro de caballo y lo usaba para expresar cualquiera de las tres emociones que era capaz de sentir: sorpresa, duda y molestia. En este caso era la última, detestaba cualquier clase de alboroto, pero Mushaha insistió y no tuvo más alternativa que levantarse la manga. La mordida ya no sangraba, había costras secas en los puntos donde los dientes habían perforado la piel, pero el antebrazo estaba hinchado.
– Estos monos contagian enfermedades. Voy a inyectarle un antibiótico, pero es mejor que lo vea un médico -anunció Mushaha.
La ceja izquierda de Bruce subió hasta la mitad de la frente: definitivamente, había demasiado alboroto.
Michael Mushaha llamó por radio a Angie Ninderera y le explicó la situación. La joven pilota replicó que no podía volar de noche, pero llegaría al día siguiente temprano a buscar a Bruce y llevarlo a la capital, Nairobi. El director del safari no pudo evitar una sonrisa: la mordida del mandril le ofrecía una inesperada oportunidad de ver pronto a Angie, por quien sentía una inconfesada debilidad.
Por la noche Bruce tiritaba de fiebre y Mushaha no estaba seguro de si era a causa de la herida o de un súbito ataque de malaria, pero en cualquier caso estaba preocupado, porque el bienestar de los turistas era su responsabilidad.
Un grupo de nómadas masai, que solía atravesar la reserva, llegó al campamento a media tarde arreando sus vacas de enormes cuernos. Eran muy altos, delgados, hermosos y arrogantes; se adornaban con complicados collares de cuentas en el cuello y la cabeza; se vestían con telas atadas en la cintura e iban provistos de lanzas. Creían ser el pueblo escogido de Dios; la tierra y lo que contenía les pertenecía por gracia divina. Eso les daba derecho a apropiarse del ganado ajeno, una costumbre que caía muy mal entre otras tribus. Como Mushaha no poseía ganado, no temía que le robaran. El acuerdo con ellos era claro: les daba hospitalidad cuando pasaban por la reserva, pero no podían tocar ni un pelo de los animales salvajes.
Como siempre, Mushaha les ofreció comida y les invitó a quedarse. A la tribu no le gustaba la compañía de extranjeros, pero aceptó porque uno de sus niños estaba enfermo. Esperaban a una curandera, que venía en camino. La mujer era famosa en la región, recorría enormes distancias para sanar a sus clientes con hierbas y con la fuerza de la fe. La tribu no podía comunicarse con ella por medios modernos, pero de algún modo se enteró de que llegaría esa noche, por eso se quedó en los dominios de Mushaha. Y tal como suponían, al ponerse el sol oyeron el tintineo lejano de las campanillas y amuletos de la curandera.
Una figura escuálida, descalza y miserable surgió en el polvo rojizo del atardecer. Vestía sólo una falda corta de trapo y su equipaje consistía en unas calabazas, bolsas con amuletos, medicinas y dos palos mágicos, coronados de plumas. Llevaba el cabello, que nunca había sido cortado, en largos rollos empastados de barro rojo. Parecía muy anciana, la piel le colgaba en pliegues sobre los huesos, pero caminaba erguida y sus piernas y brazos eran fuertes. La curación del paciente se llevó a cabo a pocos metros del campamento.
– La curandera dice que el espíritu de un antepasado ofendido ha entrado en el niño. Debe identificarlo y mandarlo de vuelta al otro mundo, donde pertenece -explicó Michael Mushaha.
Joel González se rió, la idea de que algo así sucediera en pleno siglo XXI le pareció muy divertida.
– No se burle, hombre. En un ochenta por ciento de los casos el enfermo mejora -le dijo Mushaha.
Agregó que en una ocasión vio a dos personas revolcándose por la tierra, que mordían, echaban espuma por la boca, gruñían y ladraban. Según decían sus familiares, habían sido poseídas por hienas. Esa misma curandera las había sanado.
– Eso se llama histeria -alegó Joel.
– Llámelo como quiera, pero el hecho es que sanaron mediante una ceremonia. La medicina occidental rara vez obtiene el mismo resultado con sus drogas y golpes eléctricos -sonrió Mushaha.
– Vamos, Michael, usted es un científico educado en Londres, no me diga que…
– Antes que nada, soy africano -lo interrumpió el naturalista-. En África los médicos han comprendido que en vez de ridiculizar a los curanderos, deben trabajar con ellos. A veces la magia da mejores resultados que los métodos traídos del extranjero. La gente cree en ella, por eso funciona. La sugestión obra milagros. No desprecie a nuestros hechiceros.
Kate Cold se dispuso a tomar notas de la ceremonia y Joel González, avergonzado de haberse reído, preparó su cámara para fotografiarla.
Colocaron al niño desnudo sobre una manta en el suelo, rodeado por los miembros de su numerosa familia. La anciana comenzó a golpear sus palos mágicos y hacer ruido con las calabazas, danzando en círculos, mientras entonaba un cántico, que pronto fue coreado por la tribu. Al poco rato cayó en trance, su cuerpo se estremecía y los ojos se le voltearon hacia arriba y quedaron en blanco. Entretanto el niño en el suelo se puso rígido, arqueó el cuerpo hacia atrás y quedó apoyado sólo en la nuca y los talones.
Nadia sintió la energía de la ceremonia como una corriente eléctrica y sin pensarlo, impulsada por una emoción desconocida, se unió al cántico y la danza frenética de los nómadas. La curación demoró varias horas, durante las cuales la vieja hechicera absorbió el espíritu maligno que se había apoderado del niño y lo incorporó a su propio cuerpo, como explicó Mushaha. Por fin el pequeño paciente perdió la rigidez y se puso llorar, lo cual fue interpretado como signo de salud. Su madre lo tomó en brazos y empezó a mecerlo y besarlo, ante la alegría de los demás.
Al cabo de unos veinte minutos, la curandera salió del trance y anunció que el paciente estaba libre del mal y desde esa misma noche podía comer con normalidad, en cambio sus padres debían ayunar por tres días para congraciarse con el espíritu expulsado. Como único alimento y recompensa, la anciana aceptó una calabaza con una mezcla de leche agria y sangre fresca que los pastores masai obtenían mediante un pequeño corte en el cuello de las vacas. Luego se retiró a descansar antes de realizar la segunda parte de su trabajo: sacar el espíritu que ahora estaba dentro de ella y mandarlo al Más Allá, donde pertenecía. La tribu, agradecida, se fue a pasar la noche más lejos.
– Si este sistema es tan efectivo, podríamos pedirle a esa buena señora que atienda a Timothy -sugirió Alexander.
– Esto no funciona sin fe -replicó Mushaha-. Y además, la curandera está extenuada, tiene que reponer su energía antes de atender a otro paciente.
De modo que el fotógrafo inglés continuó tiritando de fiebre en su litera durante el resto de la noche, mientras bajo las estrellas el niño africano gozaba de su primera comida de la semana.
Angie Ninderera se presentó al día siguiente en el safari, tal como había prometido a Mushaha en su comunicación por radio. Vieron su avión en el aire y partieron a recogerla en un Land Rover al sitio donde siempre aterrizaba. Joel González quería acompañar a su amigo Timothy al hospital, pero Kate le recordó que alguien debía tomar las fotografías para el artículo de la revista.
Mientras echaban gasolina al avión y preparaban al enfermo y su equipaje, Angie se sentó bajo un toldo a saborear una taza de café y descansar. Era una africana de piel café, saludable, alta, maciza y reidora, de edad indefinida, podía tener entre veinticinco y cuarenta años. Su risa fácil y su fresca belleza cautivaban desde la primera mirada. Contó que había nacido en Botswana y aprendió a pilotar aviones en Cuba, donde recibió una beca. Poco antes de morir, su padre vendió su rancho y el ganado que poseía, para darle una dote, pero en vez de usar el capital para conseguir un marido respetable, como su padre deseaba, ella lo utilizó para comprar su primer avión. Angie era un pájaro libre, sin nido en parte alguna. Su trabajo la conducía de un lado a otro, un día llevaba vacunas a Zaire, al siguiente transportaba actores y técnicos para una película de aventura en las planicies de Serengueti, o un grupo de audaces escaladores a los pies del legendario monte Kilimanjaro. Se jactaba de poseer la fuerza de un búfalo y para demostrarlo apostaba luchando brazo a brazo contra cualquier hombre que se atreviera a aceptar el desafío. Había nacido con una marca en forma de estrella en la espalda, signo seguro de buena suerte, según ella. Gracias a esa estrella había sobrevivido a innumerables aventuras. Una vez estuvo a punto de ser ejecutada a pedradas por una turba en Sudán; en otra ocasión anduvo perdida cinco días en el desierto de Etiopía, sola, a pie, sin comida y con sólo una botella de agua. Pero nada se comparaba con aquella oportunidad en que debió saltar en paracaídas y cayó en un río poblado de cocodrilos.
– Eso fue antes que tuviera mi Cessna Caravan, que no falla nunca -se apresuró en aclarar cuando les contó la historia a sus clientes del International Geographic.
– ¿Y cómo escapó con vida? -preguntó Alexander.
– Los cocodrilos se entretuvieron mascando la tela del paracaídas y eso me dio tiempo de nadar a la orilla y salir corriendo de allí. Me libré esa vez, pero tarde o temprano voy a morir devorada por cocodrilos, es mi destino…
– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Nadia.
– Porque me lo dijo una adivina que puede ver el futuro. Ma Bangesé tiene fama de no equivocarse nunca -replicó Angie.
– ¿Ma Bangesé? ¿Una señora gorda que tiene un puesto en el mercado? -interrumpió Alexander.
– La misma. No es gorda, sino robusta -aclaró Angie, quien era algo susceptible al tema del peso.
Alexander y Nadia se miraron, sorprendidos por aquella extraña coincidencia.
A pesar de su considerable volumen y su trato algo brusco, Angie era muy coqueta. Se vestía con túnicas floreadas, se adornaba con pesadas joyas étnicas adquiridas en ferias artesanales y solía pintarse los labios de un llamativo color rosado. Lucía un elaborado peinado de docenas de trenzas salpicadas de cuentas de colores. Decía que su línea de trabajo era fatal para las manos y no estaba dispuesta a permitir que las suyas se convirtieran en las de un mecánico. Llevaba las uñas largas pintadas y para proteger la piel se echaba grasa de tortuga, que consideraba milagrosa. El hecho de que las tortugas fueran arrugadas no disminuía su confianza en el producto.
– Conozco varios hombres enamorados de Angie -comentó Mushaha, pero se abstuvo de aclarar que él era uno de ellos.
Ella le guiñó un ojo y explicó que nunca se casaría, porque tenía el corazón roto. Se había enamorado una sola vez en su vida: de un guerrero masai que tenía cinco esposas y diecinueve hijos.
– Tenía los huesos largos y los ojos de ámbar -dijo Angie.
– ¿Y qué pasó…? -preguntaron al unísono Nadia y Alexander.
– No quiso casarse conmigo -concluyó ella con un suspiro trágico.
– ¡Qué hombre tan tonto! -se rió Michael Mushaha.
– Yo tenía diez años y quince kilos más que él -explicó Angie.
La pilota terminó su café y se preparó para partir. Los amigos se despidieron de Timothy Bruce, a quien la fiebre de la noche anterior había debilitado tanto que ni siquiera le alcanzaron las fuerzas para levantar la ceja izquierda.
Los últimos días del safari se fueron muy rápido en el placer de las excursiones en elefante. Volvieron a ver a la pequeña tribu nómada y comprobaron que el niño estaba curado. Al mismo tiempo se enteraron por radio de que Timothy Bruce seguía en el hospital con una combinación de malaria y de mordedura de mandril infectada, rebelde a los antibióticos.
Angie Ninderera llegó a buscarlos en la tarde del tercer día y se quedó a dormir en el campamento, para salir temprano a la mañana siguiente. Desde el primer momento hizo buena amistad con Kate Cold; las dos eran buenas bebedoras -Angie de cerveza y Kate de vodka- y ambas disponían de un bien nutrido arsenal de historias espeluznantes para embelesar a sus oyentes. Esa noche, cuando el grupo estaba sentado en círculo en torno a una fogata, disfrutando del asado de antílope y otras delicias preparadas por los cocineros, las dos mujeres se peleaban la palabra para deslumbrar al auditorio con sus aventuras. Hasta Borobá escuchaba los cuentos con interés. El monito repartía su tiempo entre los humanos, a cuya compañía estaba habituado, vigilar a Kobi y jugar con una familia de tres chimpancés pigmeos, adoptados por Michael Mushaha.
– Son un veinte por ciento más pequeños y mucho más pacíficos que los chimpancés normales -explicó Mushaha-. Entre ellos las hembras mandan. Eso significa que tienen mejor calidad de vida, hay menos competencia y más colaboración; en su comunidad se come y se duerme bien, las crías están protegidas y el grupo vive de fiesta. No como otros monos en que los machos forman pandillas y no hacen más que pelear.
– ¡Ojalá fuera así entre los humanos! -suspiró Kate.
– Estos animalitos son muy parecidos a nosotros: compartimos gran parte de nuestro material genético, incluso su cráneo es parecido al nuestro. Seguramente tenemos un antepasado común -dijo Michael Mushaha.
– Entonces hay esperanza de que evolucionemos como ellos -agregó Kate.
Angie fumaba cigarros que, según ella, constituían su único lujo, y se enorgullecía de la fetidez de su avión. «A quien no le guste el olor a tabaco, que se vaya caminando», solía decirles a los clientes que se quejaban. Como fumadora arrepentida, Kate Cold seguía con ojos ávidos la mano de su nueva amiga. Había dejado de fumar hacía más de un año, pero las ganas de hacerlo no habían desaparecido y al contemplar el ir y venir del cigarro de Angie, sentía ganas de llorar. Sacó del bolsillo su pipa vacía, que siempre llevaba consigo para esos momentos desesperados, y se puso a masticarla con tristeza. Debía admitir que se le había curado la tos de tuberculosa que antes no la dejaba respirar. Lo atribuía al té con vodka y unos polvos que le había dado Walimai, el chamán del Amazonas amigo de Nadia. Su nieto Alexander achacaba el milagro a un amuleto de excremento de dragón, regalo del rey Dil Bahadur en el Reino Prohibido, de cuyos poderes mágicos estaba convencido. Kate no sabía qué pensar de su nieto, antes muy racional y ahora propenso a la fantasía. La amistad con Nadia lo había cambiado. Tanta confianza tenía Alex en aquel fósil, que trituró unos gramos hasta convertirlos en polvo, los disolvió en licor de arroz y obligó a su madre a beberlo para combatir el cáncer. Lisa debió llevar el resto del fósil colgado al cuello durante meses y ahora lo usaba Alexander, quien no se lo quitaba ni para ducharse.
– Puede curar huesos quebrados y otros males, Kate; también sirve para desviar flechas, cuchillos y balas -le aseguró su nieto.
– En tu lugar yo no lo pondría a prueba -replicó ella secamente, pero permitió a regañadientes que él le frotara el pecho y la espalda con el excremento de dragón, mientras mascullaba para sus adentros que ambos estaban perdiendo la razón.
Esa noche en torno a la hoguera del campamento, Kate Cold y los demás lamentaban tener que despedirse de sus nuevos amigos y de aquel paraíso, donde habían pasado una inolvidable semana;
– Será bueno partir, quiero ver a Timothy -dijo Joel González para consolarse.
– Mañana partiremos a eso de las nueve -los instruyó Angie, echándose al gaznate medio tarro de cerveza y aspirando su cigarro.
– Pareces cansada, Angie -apuntó Mushaha.
– Los últimos días han sido pesados. Tuve que llevar alimento al otro lado de la frontera, donde la gente está desesperada; es horrible ver el hambre frente a frente -dijo ella.
– Esa tribu es de una raza muy noble. Antes vivían con dignidad de la pesca, la caza y sus cultivos, pero la colonización, las guerras y las enfermedades los redujeron a la miseria. Ahora viven de la caridad. Si no fuera por esos paquetes de comida que reciben, ya habrían muerto todos. La mitad de los habitantes de África sobreviven por debajo del nivel mínimo de subsistencia -explicó Michael Mushaha.
– ¿Qué significa eso? -preguntó Nadia.
– Que no tienen suficiente para vivir.
Con esa afirmación el guía puso punto final a la sobremesa, que ya se extendía pasada la medianoche, y anunció que era hora de retirarse a las tiendas. Una hora más tarde reinaba la paz en el campamento.
Durante la noche sólo quedaba de guardia un empleado que vigilaba y alimentaba las fogatas, pero al rato también a él lo venció el sueño. Mientras en el campamento se descansaba, en los alrededores hervía la vida; bajo el grandioso cielo estrellado rondaban centenares de especies animales, que a esa hora salían en busca de alimento y agua. La noche africana era un verdadero concierto de voces variadas: el ocasional bramido de elefantes, ladridos lejanos de hienas, chillidos de mandriles asustados por algún leopardo, croar de sapos, canto de chicharras.
Poco antes del amanecer, Kate despertó sobresaltada, porque creyó haber oído un ruido muy cercano. «Debo haberlo soñado», murmuró, dando media vuelta en su litera. Trató de calcular cuánto rato había dormido. Le crujían los huesos, le dolían los músculos, le daban calambres. Le pesaban sus sesenta y siete años bien vividos; tenía el esqueleto aporreado por las excursiones. «Estoy muy vieja para este estilo de vida…», pensó la escritora, pero enseguida se retractó, convencida de que no valía la pena vivir de ninguna otra manera. Sufría más por la inmovilidad de la noche que por la fatiga del día; las horas dentro de la tienda pasaban con una lentitud agobiante. En ese instante volvió a percibir el ruido que la había despertado. No pudo identificarlo, pero le parecieron rascaduras o arañazos.
Las últimas brumas del sueño se disiparon por completo y Kate se irguió en la litera, con la garganta seca y el corazón agitado. No había duda: algo había allí, muy cerca, separado apenas por la tela de la carpa. Con mucho cuidado, para no hacer ruido, tanteó en la oscuridad buscando la linterna, que siempre dejaba cerca. Cuando la tuvo entre los dedos se dio cuenta de que transpiraba de miedo, no pudo activarla con las manos húmedas. Iba a intentarlo de nuevo, cuando oyó la voz de Nadia, quien compartía la carpa con ella.
– Chisss, Kate, no enciendas la luz… -susurró la chica.
– ¿Qué pasa?
– Son leones, no los asustes -dijo Nadia.
A la escritora se le cayó la linterna de la mano. Sintió que los huesos se le ponían blandos como budín y un grito visceral se le quedó atravesado en la boca. Un solo arañazo de las garras de un león rasgaría la delgada tela de nailon y el felino les caería encima. No sería la primera vez que un turista moría así en un safari. Durante las excursiones había visto leones de tan cerca que pudo contarles los dientes; decidió que no le gustaría sufrirlos en carne propia. Pasó fugazmente por su mente la imagen de los primeros cristianos en el coliseo romano, condenados a morir devorados por esas fieras. El sudor le corría por la cara mientras buscaba la linterna en el suelo, enredada en la red del mosquitero que protegía su catre. Oyó un ronroneo de gato grande y nuevos arañazos.
Esta vez se estremeció la carpa, como si le hubiera caído un árbol encima. Aterrada, Kate alcanzó a darse cuenta de que Nadia también emitía un ruido de gato. Por fin encontró la linterna y sus dedos temblorosos y mojados lograron encenderla. Entonces vio a la muchacha en cuclillas, con la cara muy cerca de la tela de la tienda, embelesada en un intercambio de ronroneos con la fiera que se encontraba al otro lado. El grito atascado adentro de Kate salió convertido en un terrible alarido, que pilló a Nadia de sorpresa y la tiró de espaldas. La zarpa de Kate cogió a la joven por un brazo y empezó a halarla. Nuevos gritos, acompañados esta vez por pavorosos rugidos de leones, rompieron la quietud del campamento.
En pocos segundos, empleados y visitantes se encontraban fuera, a pesar de las instrucciones precisas de Michael Mushaha, quien les había advertido mil veces de los peligros de salir de las tiendas de noche. A tirones, Kate consiguió arrastrar a Nadia hacia fuera, mientras la chica pataleaba tratando de librarse. Media carpa se desmoronó en el jaleo y uno de los mosquiteros se desprendió y les cayó encima, envolviéndolas; parecían dos larvas luchando por salir del capullo. Alexander, el primero en llegar, corrió a su lado y trató de desprenderlas del mosquitero. Una vez libre, Nadia lo empujó, furiosa porque habían interrumpido de manera tan brutal su conversación con los leones.
Entretanto Mushaha disparó al aire y los rugidos de las fieras se alejaron. Los empleados encendieron algunos faroles, empuñaron sus armas y partieron a explorar los alrededores. Para entonces los elefantes se habían alborotado y los cuidadores procuraban calmarlos antes de que salieran en estampida de los corrales y arremetieran contra el campamento. Frenéticos por el olor de los leones, los tres chimpancés pigmeos daban chillidos y se colgaban del primero que se pusiera cerca. Entretanto Borobá se había encaramado sobre la cabeza de Alexander, quien intentaba inútilmente quitárselo de encima tirándole de la cola. En aquella confusión nadie comprendía qué había sucedido.
Joel González salió gritando despavorido.
– ¡Serpientes! ¡Una pitón!
– ¡Son leones! -le corrigió Kate.
Joel se detuvo en seco, desorientado.
– ¿No son culebras? -vaciló.
– ¡No, son leones! -repitió Kate.
– ¿Y por eso me despertaron? -masculló el fotógrafo.
– ¡Cúbrase las vergüenzas, hombre, por Dios! -se burló Angie Ninderera, quien apareció en pijama.
Recién entonces Joel González se dio cuenta de que estaba completamente desnudo; retrocedió hacia su tienda, tapándose con las dos manos.
Michael Mushaha regresó poco después con la noticia de que había huellas de varios leones en los alrededores y de que la tienda de Kate y Nadia estaba rasgada.
– Ésta es la primera vez que ocurre algo así en el campamento. Jamás esos animales nos habían atacado -comentó, preocupado.
– ¡No nos atacaron! -lo interrumpió Nadia.
– ¡Ah! ¡Entonces fue una visita de cortesía! -dijo Kate, indignada.
– ¡Vinieron a saludar! ¡Si no te pones a chillar, Kate, todavía estaríamos hablando!
Nadia dio media vuelta y se refugió en su tienda, a la cual debió entrar arrastrándose, porque sólo quedaban dos esquinas en pie.
– No le hagan caso, es la adolescencia. Ya se le pasará, todo el mundo se cura de eso -opinó Joel González, quien había reaparecido envuelto en una toalla.
Los demás se quedaron comentando y ya nadie volvió a dormir. Atizaron las fogatas y mantuvieron los faroles encendidos. Borobá y los tres chimpancés pigmeos, todavía muertos de miedo, se instalaron lo más lejos posible de la tienda de Nadia, donde permanecía el olor de las fieras. Poco después se oyó el aleteo de los murciélagos anunciando el alba, entonces los cocineros comenzaron a colar el café y preparar los huevos con tocino del desayuno.
– Nunca te había visto tan nerviosa. Con la edad te estás ablandando, abuela -dijo Alexander, pasándole la primera taza de café a Kate.
– No me llames abuela, Alexander.
– Y tú no me llames Alexander, mi nombre es Jaguar, al menos para mi familia y los amigos.
– ¡Bah, déjame en paz, mocoso! -replicó ella, quemándose los labios con el primer sorbo del humeante brebaje.