Al caer la noche los expedicionarios decidieron acampar cerca de los árboles, donde estarían mejor protegidos.
– ¿Hay pitones por estos lados? -preguntó Joel González, pensando en el abrazo casi fatal de una anaconda en el Amazonas.
– Las pitones no son problema, porque se ven de lejos y se pueden matar a tiros. Peores son la víbora de Gabón y la cobra del bosque. El veneno mata en cuestión de minutos -dijo Angie.
– ¿Tenemos antídoto?
– Para ésas no hay antídoto. Me preocupan más los cocodrilos, esos bichos comen de todo… -comentó Angie.
– Pero se quedan en el río, ¿no? -preguntó Alexander.
– También son feroces en tierra. Cuando los animales salen de noche a beber, los cogen y los arrastran hasta el fondo del río. No es una muerte agradable -explicó Angie.
La mujer disponía de un revólver y un rifle, aunque nunca había tenido ocasión de dispararlos. En vista de que deberían hacer turnos para vigilar por la noche, les explicó a los demás cómo usarlos. Dieron unos cuantos tiros y comprobaron que las armas estaban en buen estado, pero ninguno de ellos fue capaz de acertar al blanco a pocos metros de distancia. El hermano Fernando se negó a participar, porque según dijo, las armas de fuego las carga el diablo. Su experiencia en la guerra de Ruanda lo había dejado escaldado.
– Esta es mi protección, un escapulario -dijo, mostrando un trozo de tela que llevaba colgado de un cordel al cuello.
– ¿Qué? -preguntó Kate, quien nunca había oído esa palabra.
– Es un objeto santo, está bendito por el Papa -aclaró Joel González, mostrando uno similar en su pecho.
Para Kate, formada en la sobriedad de la Iglesia protestante, el culto católico resultaba tan pintoresco como las ceremonias religiosas de los pueblos africanos.
– Yo también tengo un amuleto, pero no creo que me salve de las fauces de un cocodrilo -dijo Angie mostrando una bolsita de cuero.
– ¡No compare su fetiche de brujería con un escapulario! -replicó el hermano Fernando, ofendido.
– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Alexander, muy interesado.
– Uno representa el poder de Cristo y el otro es una superstición pagana.
– Las creencias propias se llaman religión, las de los demás se llaman superstición -comentó Kate.
Repetía esa frase delante de su nieto en cuanta oportunidad se le presentaba, para machacarle respeto por otras culturas. Otros de sus dichos favoritos eran: «Lo nuestro es idioma, lo que hablan los demás son dialectos», y «Lo que hacen los blancos es arte y lo que hacen otras razas es artesanía». Alexander había tratado de explicar estos dichos de su abuela en la clase de ciencias sociales, pero nadie captó la ironía.
Se armó de inmediato una apasionada discusión sobre la fe cristiana y el animismo africano, en la cual participó el grupo entero, menos Alexander, quien llevaba su propio amuleto al cuello y prefirió callarse la boca, y Nadia, quien estaba ocupada recorriendo con gran atención la pequeña playa de punta a cabo, acompañada por Borobá. Alexander se reunió con ellos.
– ¿Qué buscas, Águila? -preguntó.
Nadia se agachó y recogió de la arena unos trozos de cordel.
– Encontré varios de éstos -dijo.
– Debe ser alguna clase de liana…
– No. Creo que son fabricados a mano.
– ¿Qué pueden ser?
– No lo sé, pero significa que alguien ha estado aquí hace poco y tal vez volverá. No estamos tan desamparados como Angie supone -dedujo Nadia.
– Espero que no sean caníbales.
– Eso sería muy mala suerte -dijo ella, pensando en lo que le había oído al misionero sobre el loco que reinaba en la región.
– No veo huellas humanas por ninguna parte -comentó Alexander.
– Tampoco se ven huellas de animales. El terreno es blando y la lluvia las borra.
Varias veces al día caía una fuerte lluvia, que los mojaba como una ducha y terminaba tan de súbito como había comenzado. Esos chaparrones los mantenían empapados, pero no atenuaban el calor, por el contrario, la humedad lo hacía aún más insoportable. Armaron la carpa de Angie, en la cual tendrían que amontonarse cinco de los viajeros, mientras el sexto vigilaba. Por sugerencia del hermano Fernando buscaron excremento de animales para hacer fuego, única manera de mantener a raya a los mosquitos y disimular el olor de los seres humanos, que podría atraer a las fieras de los alrededores. El misionero los previno contra las chinches, que ponían huevos entre uña y carne, las heridas se infectaban y después había que levantar las uñas con un cuchillo para arrancar las larvas, procedimiento parecido a la tortura china. Para evitarlo se frotaron manos y pies con gasolina. También les advirtió que no dejaran comida al aire libre, porque atraía a las hormigas, que podían ser más peligrosas que los cocodrilos. Una invasión de termitas era algo aterrador: a su paso desaparecía la vida y no quedaba más que tierra asolada. Alexander y Nadia habían oído eso en el Amazonas, pero se enteraron de que las africanas eran aún más voraces. Al atardecer llegó una nube de minúsculas abejas, las insufribles mopani, y a pesar del humo invadieron el campamento y los cubrieron hasta los párpados.
– No pican, sólo chupan el sudor. Es mejor no tratar de espantarlas, ya se acostumbrarán a ellas -dijo el misionero.
– ¡Miren! -señaló Joel González.
Por la orilla avanzaba una antigua tortuga cuyo caparazón tenía más de un metro de diámetro.
– Debe tener más de cien años -calculó el hermano Fernando.
– ¡Yo sé preparar una deliciosa sopa de tortuga! -exclamó Angie, empuñando un machete-. Hay que aprovechar el momento en que asoma la cabeza para…
– No pensará matarla… -la interrumpió Alexander.
– La concha vale mucho dinero -dijo Angie.
– Tenemos sardinas en lata para la cena -le recordó Nadia, también opuesta a la idea de comerse a la indefensa tortuga.
– No conviene matarla. Tiene un olor fuerte, que puede atraer animales peligrosos -agregó el hermano Fernando.
El centenario animal se alejó con paso tranquilo hacia el otro extremo de la playa, sin sospechar cuan cerca estuvo de acabar en la olla.
Descendió el sol, se alargaron las sombras de los árboles cercanos y por fin refrescó en la playa.
– No voltee los ojos para este lado, hermano Fernando, porque voy a darme un chapuzón en el agua y no quiero tentarlo -se rió Angie Ninderera.
– No le aconsejo acercarse al río, señorita. Nunca se sabe lo que puede haber en el agua -replicó el misionero secamente, sin mirarla.
Pero ella ya se había quitado los pantalones y la blusa y corría en ropa interior hacia la orilla. No cometió la imprudencia de introducirse en el agua más allá de las rodillas y permaneció alerta, lista para salir volando en caso de peligro. Con la misma taza de latón que usaba para el café, empezó a echarse agua en la cabeza con evidente placer. Los demás siguieron su ejemplo, menos el misionero, quien permaneció de espaldas al río dedicado a preparar una magra comida de frijoles y sardinas en lata, y Borobá, que odiaba el agua.
Nadia fue la primera en ver a los hipopótamos. En la penumbra de la tarde se mimetizaban con el color pardo del agua y sólo se dieron cuenta de su presencia cuando los tuvieron muy cerca. Había dos adultos, más pequeños que los de la reserva de Michael Mushaha, remojándose a pocos metros del lugar donde ellos se bañaban. Al tercero, un crío, lo vieron después asomando la cabeza entre los contundentes traseros de sus padres. Sigilosamente, para no provocarlos, los amigos salieron del río y retrocedieron en dirección al campamento. Los pesados animales no manifestaron ninguna curiosidad por los seres humanos; siguieron bañándose tranquilos durante largo rato, hasta que cayó la noche y desaparecieron en la oscuridad. Tenían la piel gris y gruesa, como la de los elefantes, con profundos pliegues. Las orejas eran redondas y pequeñas, los ojos muy brillantes, de color café caoba. Dos bolsas colgaban de las mandíbulas, protegiendo los enormes caninos cuadrados, capaces de triturar un tubo de hierro.
– Andan en pareja y son más fieles que la mayoría de las personas. Tienen una cría a la vez y la cuidan por años -explicó el hermano Fernando.
Al ponerse el sol, la noche se dejó caer deprisa y el grupo humano se vio rodeado por la infranqueable oscuridad del bosque. Sólo en el pequeño claro de la orilla donde habían aterrizado se podía ver la luna en el cielo. La soledad era absoluta. Se organizaron para dormir por turnos, mientras uno de ellos montaba guardia y mantenía encendido el fuego. Nadia, a quien habían exonerado de esa responsabilidad por ser la más joven, insistió en acompañar a Alexander durante su turno. Durante la noche desfilaron diversos animales, que se acercaban a beber al río, desconcertados por el humo, el fuego y el olor de los seres humanos. Los más tímidos retrocedían asustados, pero otros olfateaban el aire, vacilaban y por fin, vencidos por la sed, se aproximaban. Las instrucciones del hermano Fernando, quien había estudiado la flora y la fauna de África durante treinta años, eran de no molestarlos. Por lo general no atacaban a los seres humanos, dijo, salvo que estuvieran hambrientos o fueran agredidos.
– Eso es en teoría. En la práctica son impredecibles y pueden atacar en cualquier momento -le rebatió Angie.
– El fuego los mantendrá alejados. En esta playa creo que estamos a salvo. En el bosque habrá más peligro que aquí… -dijo el hermano Fernando.
– Sí, pero no entraremos al bosque -lo cortó Angie.
– ¿Piensa quedarse en esta playa para siempre? -preguntó el misionero.
– No podemos salir de aquí por el bosque. La única ruta es el río.
– ¿Nadando? -insistió el hermano Fernando.
– Podríamos construir una balsa -sugirió Alexander.
– Has leído demasiadas novelas de aventuras, chaval -replicó el misionero.
– Mañana tomaremos una decisión, por el momento vamos a descansar -ordenó Kate.
El turno de Alexander y Nadia cayó a las tres de la madrugada. A ellos y Borobá les tocaría ver salir el sol. Sentados espalda contra espalda, con las armas en las rodillas, conversaban en susurros. Se mantenían en contacto cuando estaban separados, pero igual tenían un millar de cosas que contarse cuando se encontraban. Su amistad era muy profunda y calculaban que les duraría el resto de sus vidas. La verdadera amistad, pensaban, resiste el paso del tiempo, es desinteresada y generosa, no pide nada a cambio, sólo lealtad. Sin haberse puesto de acuerdo, defendían ese delicado sentimiento de la curiosidad ajena. Se querían sin alarde, sin grandes demostraciones, discreta y calladamente. Por correo electrónico compartían sueños, pensamientos, emociones y secretos. Se conocían tan bien que no necesitaban decirse mucho, a veces una palabra bastaba para entenderse.
En más de una ocasión su madre le preguntó a Alexander si Nadia era «su chica» y él siempre se lo negó con más energía de la necesaria. No era «su chica» en el sentido vulgar del término. La sola pregunta lo ofendía. Su relación con Nadia no podía compararse con los enamoramientos que solían trastornar a sus amigos, o con sus propias fantasías con Cecilia Burns, la muchacha con quien pensaba casarse desde que entró a la escuela. El cariño entre Nadia y él era único, intocable, precioso. Comprendía que una relación tan intensa y pura no es habitual entre un par de adolescentes de diferente sexo; por lo mismo no hablaba de ella, nadie la entendería.
Una hora más tarde desaparecieron una a una las estrellas y el cielo comenzó a aclarar, primero como un suave resplandor y pronto como un magnífico incendio, alumbrando el paisaje con reflejos anaranjados. El cielo se llenó de pájaros diversos y un concierto de trinos despertó al grupo. Se pusieron en acción de inmediato, unos atizando el fuego y preparando algo para desayunar, otros ayudando a Angie Ninderera a desprender la hélice con la intención de repararla.
Debieron armarse de palos para mantener a raya a los monos que se abalanzaron sobre el pequeño campamento para robar comida. La batalla los dejó extenuados. Los monos se retiraron al fondo de la playa y desde allí vigilaban, esperando cualquier descuido para atacar de nuevo. El calor y la humedad eran agobiantes, tenían la ropa pegada al cuerpo, el cabello mojado, la piel ardiente. Del bosque se desprendía un olor pesado a materia orgánica en descomposición, que se mezclaba con la fetidez del excremento que habían usado para la fogata. La sed los acosaba y debían cuidar las últimas reservas de agua envasada que llevaban en el avión. El hermano Fernando propuso usar el agua del río, pero Kate dijo que les daría tifus o cólera.
– Podemos hervirla, pero con este calor no habrá forma de enfriarla, tendremos que beberla caliente -agregó Angie.
– Entonces hagamos té -concluyó Kate.
El misionero utilizó la olla que colgaba de su mochila para sacar agua del río y hervirla. Era de color óxido, sabor metálico y un extraño olor dulzón, un poco nauseabundo.
Borobá era el único que entraba al bosque en rápidas excursiones, los demás temían perderse en la espesura. Nadia notó que iba y venía a cada rato, con una actitud que al principio era de curiosidad y pronto parecía de desesperación. Invitó a Alexander y ambos partieron detrás del mono.
– No se alejen, chicos -les advirtió Kate.
– Volvemos enseguida -replicó su nieto.
Borobá los condujo sin vacilaciones entre los árboles. Mientras él saltaba de rama en rama, Nadia y Alexander avanzaban con dificultad abriéndose camino entre los tupidos helechos, rogando para no pisar una culebra o encontrarse frente a frente con un leopardo.
Los jóvenes se adentraron en la vegetación sin perder de vista a Borobá. Les pareció que iban por una especie de sendero apenas trazado en el bosque tal vez una ruta antigua, que las plantas habían cubierto, por donde transitaban animales cuando iban a beber al río. Estaban cubiertos de insectos de pies a cabeza; ante la imposibilidad de librarse ellos, se resignaron a tolerarlos. Era mejor no pensar en la serie de enfermedades transmitidas por insectos, desde malaria hasta el sopor mortal inducido por la mosca tsetsé, cuyas víctimas se hundían en un letargo profundo, hasta que morían atrapadas en el laberinto de sus pesadillas. En algunos lugares debían romper a manotadas las inmensas telarañas que les cerraban el paso; en otros se hundían hasta media pierna en un lodo pegajoso.
De pronto distinguieron en el bullicio continuo del bosque algo similar a un lamento humano, que los detuvo en seco. Borobá se puso a saltar ansioso, indicándoles que continuaran. Unos metros más adelante vieron de qué se trataba. Alexander, quien abría el camino, estuvo a punto de caer en un hueco que surgió ante sus pies, como una hendidura. El llanto provenía de una forma oscura, que yacía en el hoyo y que a primera vista parecía un gran perro.
– ¿Qué es? -murmuró Alexander, sin atreverse a levantar la voz, retrocediendo.
Los chillidos de Borobá se intensificaron, la criatura en el hoyo se movió y entonces se dieron cuenta de que era un simio. Estaba envuelto en una red que lo inmovilizaba por completo. El animal levantó la vista y al verlos comenzó a dar alaridos, mostrando los dientes.
– Es un gorila. No puede salir… -dijo Nadia.
– Esto parece una trampa…
– Hay que sacarlo -propuso Nadia.
– ¿Cómo? Nos puede morder…
Nadia se agachó a la altura del animal atrapado y empezó a hablar como lo hacía con Borobá.
– ¿Qué le dices? -le preguntó Alexander.
– No sé si me entiende. No todos los monos hablan la misma lengua, Jaguar. En el safari pude comunicarme con los chimpancés, pero no con los mandriles.
– Esos mandriles eran unos desalmados, Águila. No te habrían hecho caso aunque te hubieran entendido.
– No conozco el idioma de los gorilas, pero imagino que será parecido al de otros monos.
– Dile que se quede quieto y veremos si podemos desprenderlo de la red.
Poco a poco la voz de Nadia logró calmar al animal prisionero, pero si intentaban acercarse volvía a mostrar los dientes y a gruñir.
– ¡Tiene un bebé! -señaló Alexander.
Era diminuto, no podía tener más de unas cuantas semanas, y se adhería con desesperación al grueso pelaje de su madre.
– Vamos a buscar ayuda. Necesitamos cortar la red -decidió Nadia.
Volvieron a la playa lo más deprisa que el terreno permitía y les contaron a los demás lo que habían encontrado.
– Ese animal puede atacarlos. Los gorilas son pacíficos, pero una hembra con una cría siempre es peligrosa -les advirtió el hermano Fernando.
Pero ya Nadia había echado mano de un cuchillo y partía seguida por el resto del grupo. Joel González apenas podía creer su buena fortuna: iba a fotografiar a un gorila, después de todo. El hermano Fernando se armó de su machete y un palo largo, Angie llevaba el revólver y el rifle. Borobá los condujo directo a la trampa donde estaba la gorila, quien al verse rodeada de rostros humanos se puso frenética.
– En este momento nos vendría muy bien el anestésico de Michael Mushaha -observó Angie.
– Tiene mucho miedo. Trataré de acercarme, ustedes esperen atrás -propuso Nadia.
Los demás retrocedieron varios metros y se agazaparon entre los helechos, mientras Nadia y Alexander se aproximaban centímetro a centímetro, deteniéndose y esperando. La voz de Nadia continuaba su largo monólogo para tranquilizar al pobre animal atrapado. Así transcurrieron varios minutos, hasta que los gruñidos cesaron.
– Jaguar, mira allá arriba -susurró Nadia al oído de su amigo.
Alexander levantó los ojos y vio en la copa del árbol señalado un rostro negro y brillante, con ojos muy juntos y nariz aplastada, observándolo con gran atención.
– Es otro gorila. ¡Y mucho más grande! -replicó Alexander también en un murmullo.
– No lo mires a los ojos, eso es una amenaza para ellos y puede enojarse -le aconsejó ella.
El resto del grupo también lo vio, pero nadie se movió. A Joel González le picaban las manos por enfocar su cámara, pero Kate lo disuadió con una severa mirada. La oportunidad de estar a tan corta distancia de aquellos grandes simios era tan rara, que no podían arruinarla con un movimiento falso. Media hora más tarde nada había sucedido; el gorila del árbol permanecía quieto en su puesto de observación y la figura encogida bajo la red guardaba silencio. Sólo su respiración agitada y la forma en que apretaba a su cría delataban su angustia.
Nadia empezó a gatear hacia la trampa, observada por la aterrorizada hembra desde el suelo y por el macho desde arriba. Alexander la siguió con el cuchillo entre los dientes, sintiéndose vagamente ridículo, como si estuviera en una película de Tarzán. Cuando Nadia estiró la mano para tocar al animal bajo la red, las ramas del árbol donde estaba el otro gorila se balancearon.
– Si ataca a mi nieto, lo matas allí mismo -le sopló Kate a Angie.
Angie no respondió. Temía que aunque el animal estuviera a un metro de distancia no sería capaz de darle un tiro: le temblaba el rifle entre las manos.
La hembra seguía los movimientos de los jóvenes en estado de alerta, pero parecía algo más tranquila, como si hubiera comprendido la explicación, repetida una y otra vez por Nadia, de que esos seres humanos no eran los mismos que habían armado la trampa.
– Quieta, quieta, vamos a liberarte -murmuraba Nadia como una letanía.
Por fin la mano de la muchacha tocó el pelaje negro del simio, que se encogió al contacto y mostró los dientes. Nadia no retiró la mano y poco a poco el animal se tranquilizó. A una seña de Nadia, Alexander comenzó a arrastrarse con prudencia para reunirse con ella. Con mucha lentitud, para no asustarla, acarició también el lomo de la gorila, hasta que ella se familiarizó con su presencia. Respiró hasta el fondo de los pulmones, frotó el amuleto que llevaba al pecho para darse ánimo y empuñó el cuchillo para cortar la cuerda. La reacción del animal al ver el filo del metal a ras de piel fue encogerse como una bola, protegiendo al bebé con su cuerpo. La voz de Nadia le llegaba de lejos, penetrando en su mente aterrorizada, calmándola, mientras sentía a su espalda el roce del cuchillo y los tirones de la red. Cortar las cuerdas resultó una faena más larga de lo supuesto, pero al fin Alexander logró abrir un boquete para liberar a la prisionera. Le hizo una seña a Nadia y los dos retrocedieron varios pasos.
– ¡Fuera! ¡Ya puedes salir! -ordenó la joven.
El hermano Fernando avanzó gateando con prudencia y le pasó a Alexander su bastón, quien lo usó para picar delicadamente al bulto acurrucado bajo la red. Eso produjo el efecto esperado, la gorila levantó la cabeza, olfateó el aire y observó a su alrededor con curiosidad. Tardó un poco en comprobar que podía moverse y entonces se irguió, sacudiéndose la red. Nadia y Alexander la vieron de pie, con su cría en el pecho, y tuvieron que taparse la boca para no gritar de excitación. No se movieron. La gorila se agachó, sujetando a su bebé con una mano contra su pecho, y se quedó mirando a los jóvenes con una expresión concentrada.
Alexander se estremeció al comprender cuan cerca estaba el animal. Sintió su calor y un rostro negro y arrugado surgió a diez centímetros del suyo. Cerró los ojos, sudando. Cuando volvió a abrirlos vio vagamente un hocico rosado y lleno de dientes amarillos; tenía los lentes empañados, pero no se atrevió a quitárselos. El aliento de la gorila le dio de lleno en la nariz, tenía un olor agradable a pasto recién cortado. De pronto la manito curiosa del bebé lo cogió por el cabello y le dio un tirón. Alexander, ahogado de felicidad, estiró un dedo y el monito se aferró como hacen los niños recién nacidos. A la madre no le gustó esta muestra de confianza y le propinó un empujón a Alexander, aplastándolo contra el suelo, pero sin agresividad. Lanzó un gruñido enfático, en el tono de quien hace una pregunta, y de dos saltos se alejó hacia el árbol donde aguardaba el macho y ambos se perdieron en el follaje. Nadia ayudó a su amigo a incorporarse.
– ¿Vieron? ¡Me tocó! -exclamó Alexander, brincando de entusiasmo.
– Bien hecho, chavales -aprobó el hermano Fernando.
– ¿Quién habrá puesto esa red? -preguntó Nadia, pensando que era del mismo material de las cuerdas en la playa.