12 El reino del terror

Durante el par de días que Nadia y Alexander pasaron en el bosque, una serie de eventos dramáticos se desencadenó en la aldea de Ngoubé. Kate, Angie, el hermano Fernando y Joel González no volvieron a ver a Kosongo y debieron entenderse con Mbembelé, quien a todas luces era mucho más temible que el rey. Al enterarse de la desaparición de dos de sus prisioneros, el comandante se preocupó más de castigar a los guardias por haberlos dejado ir, que por la suerte de los jóvenes ausentes. No hizo el menor empeño en encontrarlos y cuando Kate Cold le pidió ayuda para salir a buscarlos, se la negó.

– Ya están muertos, no voy a perder tiempo en ellos. Nadie sobrevive por la noche en el bosque, sólo los pigmeos, que no son humanos -le dijo Mbembelé.

– Entonces mande a unos cuantos pigmeos que me acompañen a buscarlos -le exigió Kate.

Mbembelé tenía la costumbre de no responder preguntas y mucho menos peticiones, por lo mismo nadie se atrevía a planteárselas. La actitud desfachatada de esa vieja extranjera le produjo más desconcierto que furia, no podía creer tanta insolencia. Permaneció en silencio, observándola a través de sus siniestros lentes de espejo, mientras gotas de sudor le corrían por el cráneo pelado y los brazos desnudos, marcados por las cicatrices rituales. Estaban en «su oficina», donde había hecho conducir a la escritora.

La «oficina» de Mbembelé era un calabozo con un destartalado escritorio metálico en un rincón y un par de sillas. Horrorizada, Kate vio instrumentos de tortura y manchas oscuras, como de sangre, en las paredes de barro pintadas con cal. Sin duda la intención del comandante al citarla allí era intimidarla y lo consiguió, pero Kate no estaba dispuesta a mostrar debilidad. Sólo contaba con su pasaporte americano y su licencia de periodista para protegerla, pero de nada servirían si Mbembelé captaba el miedo que ella sentía.

Le pareció que el militar, a diferencia de Kosongo, no se tragó el cuento de que habían ido a entrevistar al rey; el militar seguramente sospechaba que la verdadera causa de su presencia allí era descubrir la suerte de los misioneros desaparecidos. Estaban en manos de ese hombre, pero Mbembelé debía calcular los riesgos antes de dejarse llevar por un arrebato de crueldad, no podía maltratar extranjeros, dedujo Kate con demasiado optimismo. Una cosa era maltratar a los pobres diablos que tenía bajo el puño en Ngoubé y otra muy distinta hacerlo con extranjeros, sobre todo si eran blancos. No le convenía una investigación de las autoridades. El comandante tendría que librarse de ellos lo antes posible; si averiguaban mucho no le quedaría más alternativa que matarlos. Sabía que no se irían sin Nadia y Alexander y eso complicaba las cosas. Kate concluyó que debían tener mucho cuidado, porque la mejor salida del comandante era que sus huéspedes sufrieran un bien planeado accidente. A la escritora no se le pasó por la mente que al menos uno de ellos era visto con buenos ojos en Ngoubé.

– ¿Cómo se llama la otra mujer de su grupo? -preguntó Mbembelé después de una larga pausa.

– Angie, Angie Ninderera. Ella nos trajo en su avión, pero…

– Su Majestad, el rey Kosongo, está dispuesto a aceptarla entre sus mujeres.

Kate Cold sintió que le flaqueaban las rodillas. Lo que fuera una broma la tarde anterior, ahora resultaba una desagradable -y tal vez peligrosa- realidad. ¿Qué diría Angie de las atenciones de Kosongo? Nadia y Alexander deberían aparecer pronto, como indicaba la nota de su nieto. En los viajes anteriores también había pasado momentos desesperados por culpa de los chicos, pero en ambas ocasiones volvieron sanos y salvos. Debía confiar en ellos. Lo primero sería reunir a su grupo, luego pensaría en la forma de volver a la civilización. Se le ocurrió que el súbito interés del rey por Angie podía servir al menos para ganar un poco de tiempo.

– ¿Desea que comunique a Angie la petición del rey? -preguntó Kate cuando logró sacar la voz.

– No es una petición, es una orden. Hable con ella. La veré durante el torneo que habrá mañana. Entretanto tienen permiso para circular por la aldea, pero les prohíbo que se acerquen al recinto real, los corrales o el pozo.

El comandante hizo un gesto y de inmediato el soldado que montaba guardia en la puerta cogió a Kate de un brazo y se la llevó. La luz del día cegó por un momento a la vieja escritora.

Kate se reunió con sus amigos y transmitió el mensaje de amor a Angie, quien lo tomó bastante mal, como era de esperar.

– Jamás formaré parte del rebaño de mujeres de Kosongo! -exclamó, furiosa.

– Por supuesto que no, Angie, pero podrías ser amable con él por un par de días y…

– ¡Ni por un minuto! Claro que si en vez de Kosongo fuera el comandante… -suspiró Angie.

– ¡Mbembelé es una bestia! -la interrumpió Kate.

– Es una broma, Kate. No pretendo ser amable con Kosongo, con Mbembelé ni con nadie. Pretendo salir de este infierno lo antes posible, recuperar mi avión y escapar donde estos criminales no puedan alcanzarme.

– Si usted distrae al rey, como propone la señora Cold, podemos ganar tiempo -alegó el hermano Fernando.

– ¿Cómo quiere que haga eso? ¡Míreme! Mi ropa está sucia y mojada, perdí mi lápiz de labios, mi peinado es un desastre. ¡Parezco un puerco espín! -replicó Angie, señalando sus cabellos embarrados que apuntaban en varias direcciones.

– La gente de la aldea tiene miedo -la interrumpió el misionero, cambiando el tema-. Nadie quiere responder a mis preguntas, pero he atado cabos. Sé que mis compañeros estuvieron aquí y que desaparecieron hace varios meses. No pueden haber ido a ninguna otra parte. Lo más probable es que sean mártires.

– ¿Quiere decir que los mataron? -preguntó Kate.

– Sí. Creo que dieron sus vidas por Cristo. Ruego para que al menos no hayan sufrido demasiado…

– De verdad lo lamento, hermano Fernando -dijo Angie, súbitamente seria y conmovida-. Perdone mi frivolidad y mi malhumor. Cuente conmigo, haré lo que sea por ayudarlo. Bailaré la danza de los siete velos para distraer a Kosongo, si usted quiere.

– No le pido tanto, señorita Ninderera -replicó tristemente el misionero.

– Llámeme Angie -dijo ella.

El resto del día transcurrió aguardando que volvieran Nadia y Alexander y vagando por el villorrio en busca de información y haciendo planes para escapar. Los dos guardias que se habían descuidado la noche anterior fueron arrestados por los soldados y no fueron reemplazados, de modo que nadie los vigilaba. Averiguaron que los Hermanos del Leopardo, que desertaron del ejército regular y llegaron a Ngoubé con el comandante, eran los únicos con acceso a las armas de fuego, que se guardaban en la caserna. Los guardias bantúes eran reclutados a la fuerza en la adolescencia. Estaban mal armados, principalmente con machetes y cuchillos, y obedecían más por miedo que por lealtad. Bajo las órdenes del puñado de soldados de Mbembelé, los guardias debían reprimir al resto de la población bantú, es decir, sus propias familias y amigos. La feroz disciplina no dejaba escapatoria; los rebeldes y los desertores eran ejecutados sin juicio.

Las mujeres de Ngoubé, que antes eran independientes y tomaban parte en las decisiones de la comunidad, perdieron sus derechos y fueron destinadas a trabajar en las plantaciones de Kosongo y atender las exigencias de los hombres. Las jóvenes más bellas se destinaban al harén del rey. El sistema de espionaje del comandante empleaba incluso a los niños, quienes aprendían a vigilar a sus propios familiares. Bastaba ser acusado de traición, aunque no hubiera prueba, para perder la vida. Al comienzo asesinaron a muchos, pero la población de la zona no era numerosa y, al ver que se estaban quedando sin súbditos, el rey y el comandante debieron limitar su entusiasmo.

También contaban con la ayuda de Sombe, el brujo, a quien convocaban cuando se requerían sus servicios. La gente estaba acostumbrada a los curanderos o brujos, cuya misión era servir de enlace con el mundo de los espíritus, sanar enfermedades, realizar encantamientos y fabricar amuletos de protección. Suponían que por lo general el fallecimiento de una persona es causado por magia. Cuando alguien moría, al brujo le tocaba averiguar quién había provocado la muerte, deshacer el maleficio y castigar al culpable u obligarlo a pagar una retribución a la familia del difunto. Eso le daba poder en la comunidad. En Ngoubé, como en muchas otras partes de África, siempre hubo brujos, unos más respetados que otros, pero ninguno como Sombe.

No se sabía dónde vivía el macabro hechicero. Se materializaba en la aldea, como un demonio, y una vez cumplido su cometido se evaporaba sin dejar rastro y no volvían a verlo durante semanas o meses. Tan temido era que hasta Kosongo y Mbembelé evitaban su presencia y ambos se mantenían encerrados en sus viviendas cuando Sombe llegaba. Su aspecto imponía terror. Era enorme -tan alto como el comandante Mbembelé- y cuando caía en trance adquiría una fuerza descomunal, era capaz de levantar pesados troncos de árbol, que seis hombres no podían mover. Tenía cabeza de leopardo y un collar de dedos que, según decían, había amputado de sus víctimas con el filo de su mirada, tal como decapitaba gallos sin tocarlos durante sus exhibiciones de hechicería.

– Me gustaría conocer al famoso Sombe -opinó Kate cuando los amigos se reunieron para contarse lo que cada uno había averiguado.

– Y a mí me gustaría fotografiar sus trucos de ilusionismo -agregó Joel González.

– Tal vez no son trucos. La magia vudú puede ser muy peligrosa -dijo Angie, estremeciéndose.

La segunda noche en la choza, que les pareció eterna, los expedicionarios mantuvieron las antorchas encendidas, a pesar del olor a resina quemada y la negra humareda, porque al menos se podían ver las cucarachas y las ratas. Kate pasó horas en vela, con el oído atento, esperando que regresaran Nadia y Alexander. Como no había guardias ante la entrada, pudo salir a ventilarse cuando la pesadez del aire en la vivienda se le hizo insoportable. Angie se reunió con ella afuera y se sentaron en el suelo, hombro a hombro.

– Me muero por un cigarro -masculló Angie.

– Ésta es tu oportunidad de dejar este vicio, como hice yo. Provoca cáncer de pulmón -le advirtió Kate-. ¿Quieres un trago de vodka?

– ¿Y el alcohol no es un vicio, Kate? -se rió Angie.

– ¿Estás insinuando que soy alcohólica? ¡No te atrevas! Bebo unos sorbos de vez en cuando para el dolor de huesos, nada más.

– Hay que escapar de aquí, Kate.

– No podemos irnos sin mi nieto y Nadia -replicó la escritora.

– ¿Cuánto tiempo estás dispuesta a esperarlos? Los botes vendrán a buscarnos pasado mañana.

– Para entonces los chicos estarán de regreso.

– ¿Y si no es así?

– En ese caso ustedes se van, pero yo me quedo -dijo Kate.

– No te dejaré sola aquí, Kate.

– Tú irás con los demás a buscar ayuda. Deberás comunicarte con la revista International Geographic y con la Embajada americana. Nadie sabe dónde estamos.

– La única esperanza es que Michael Mushaha haya captado alguno de los mensajes que envié por radio, pero yo no contaría con eso -dijo Angie.

Las dos mujeres permanecieron en silencio por largo rato.

A pesar de las circunstancias en que se encontraban, podían apreciar la belleza de la noche bajo la luna. A esa hora había muy pocas antorchas encendidas en la aldea, salvo las que alumbraban el recinto real y la caserna de los soldados. Llegaba hasta ellas el rumor continuo del bosque y el aroma penetrante de la tierra húmeda. A pocos pasos de distancia existía un mundo paralelo de criaturas que jamás veían la luz del sol y que ahora las acechaban desde las sombras.

– ¿Sabes lo que es el pozo, Angie? -preguntó Kate.

– ¿El que mencionaban los misioneros en sus cartas?

– No es lo que imaginábamos. No se trata de un pozo de agua -dijo Kate.

– ¿No? ¿Y qué es entonces?

– Es el sitio de las ejecuciones.

– ¡Qué estás diciendo! -exclamó Angie.

– Lo que te digo, Angie. Está detrás de la vivienda real, rodeado por una empalizada. Está prohibido acercarse.

– ¿Es un cementerio?

– No. Es una especie de charco o alberca con cocodrilos…

Angie se puso de pie de un salto, sin poder respirar, con la sensación de llevar una locomotora en el pecho. Las palabras de Kate confirmaban el terror que sentía desde que su avión se estrelló en la playa y se encontró atrapada en esa bárbara región. Hora a hora, día a día, se afirmó en ella el convencimiento de que caminaba inexorablemente hacia su fin. Siempre creyó que moriría joven en un accidente de su avión, hasta que Ma Bangesé, la adivina del mercado, le anunció los cocodrilos. Al principio no tomó demasiado en serio la profecía, pero como sufrió un par de encuentros casi fatales con esas bestias, la idea echó raíces en su mente y se convirtió en una obsesión. Kate adivinó lo que su amiga estaba pensando.

– No seas supersticiosa, Angie. El hecho de que Kosongo críe cocodrilos no significa que tú serás la cena.

– Es mi destino, Kate, no puedo escapar.

– Vamos a salir con vida de aquí, Angie, te lo prometo.

– No puedes prometerme eso, porque no lo puedes cumplir. ¿Qué más sabes?

– En el pozo echan a quienes se rebelan contra la autoridad de Kosongo y Mbembelé -le explicó Kate-. Lo supe por las mujeres pigmeas. Sus maridos tienen que cazar para alimentar a los cocodrilos. Ellas saben cuanto ocurre en la aldea. Son esclavas de los bantúes, hacen el trabajo más pesado, entran en las chozas, escuchan las conversaciones, observan. Andan libres de día, sólo las encierran de noche. Nadie les hace caso, porque creen que no tienen inteligencia humana.

– ¿Crees que así mataron a los misioneros y por eso no quedó rastro de ellos? -preguntó Angie con un estremecimiento.

– Sí, pero no estoy segura, por eso no se lo he dicho al hermano Fernando todavía. Mañana averiguaré la verdad y, si es posible, echaré una mirada al pozo. Debemos fotografiarlo, es parte esencial de la historia que pienso escribir para la revista -decidió Kate.

Al día siguiente Kate se presentó de nuevo ante el comandante Mbembelé para comunicarle que Angie Ninderera se sentía muy honrada de las atenciones del rey y estaba dispuesta a considerar su proposición, pero necesitaba por lo menos unos días para decidir, porque le había prometido su mano a un hechicero muy poderoso en Botswana y, como todo el mundo sabía, era muy peligroso traicionar a un brujo, aun en la distancia.

– En ese caso el rey Kosongo no está interesado en la mujer -decidió el comandante.

Kate echó pie atrás rápidamente. No esperaba que Mbembelé lo tomara tan en serio.

– ¿No cree que debería consultar a Su Majestad?

– No.

– En realidad, Angie Ninderera no dio su palabra al brujo, digamos que no tiene un compromiso formal, ¿comprende? Me han dicho que por aquí vive Sombe, el hechicero más poderoso de África, tal vez él pueda liberar a Angie de la magia del otro pretendiente… -propuso Kate.

– Tal vez.

– ¿Cuándo vendrá el famoso Sombe a Ngoubé?

– Haces muchas preguntas, mujer vieja, molestas como las mopani -replicó el comandante haciendo el gesto de espantar una abeja-. Hablaré con el rey Kosongo. Veremos la forma de librar a la mujer.

– Una cosa más, comandante Mbembelé -dijo Kate desde la puerta.

– ¿Qué quieres ahora?

– Los aposentos donde nos han puesto son muy agradables, pero están algo sucios, hay un poco de excremento de ratas y murciélagos…

– ¿Y?

– Angie Ninderera es muy delicada, el mal olor la pone enferma. ¿Puede mandar a una esclava para que limpie y nos prepare comida? Si no es mucha molestia.

– Está bien -replicó el comandante.

La sirvienta que les asignaron parecía una niña, vestía sólo una falda de rafia, medía escasamente un metro cuarenta de altura y era delgada, pero fuerte. Apareció provista de una escoba de ramas y procedió a barrer el suelo a una velocidad pasmosa. Cuanto más polvo levantaba, peor eran el olor y la mugre. Kate la interrumpió, porque en realidad la había solicitado con otros fines: necesitaba una aliada. Al comienzo la mujer pareció no entender las intenciones y los gestos de Kate, ponía una expresión en blanco, como la de una oveja, pero cuando la escritora le mencionó a Beyé-Dokou, su rostro se iluminó. Kate comprendió que la estupidez era fingida, le servía de protección. Con mímica y unas pocas palabras en bantú y francés, la pigmea explicó que se llamaba Jena y era la esposa de Beyé-Dokou. Tenían dos hijos, a quienes veía muy poco, porque los tenían encerrados en un corral, pero por el momento los niños estaban bien cuidados por las abuelas. El plazo para que Beyé-Dokou y los otros cazadores se presentaran con el marfil era sólo hasta el día siguiente, si fallaban, perderían a sus niños, dijo Jena, llorando. Kate no supo qué hacer ante esas lágrimas, pero Angie y el hermano Fernando procuraron consolarla con el argumento de que Kosongo no se atrevería a vender a los niños habiendo un grupo de periodistas como testigos. Jena fue de la opinión de que nada ni nadie podía disuadir a Kosongo.

El siniestro tamtan de tambores llenaba la noche africana, estremeciendo el bosque y aterrorizando a los extranjeros, que escuchaban desde su choza con el corazón cargado de oscuros presagios.

– ¿Qué significan esos tambores? -preguntó Joel González, tembloroso.

– No sé, pero nada bueno pueden anunciar -replicó el hermano Fernando.

– ¡Estoy harta de tener miedo todo el tiempo! ¡Hace días que me duele el pecho de angustia, no puedo respirar! ¡Quiero irme de aquí! -exclamó Angie.

– Recemos, amigos míos -sugirió el misionero.

En ese instante apareció un soldado y, dirigiéndose sólo a Angie, anunció que se llevaría a cabo un «torneo» y que el comandante Mbembelé exigía su presencia.

– Iré con mis compañeros -dijo ella.

– Como quiera -replicó el emisario.

– ¿Por qué suenan los tambores? -preguntó Angie.

– Ezenji -fue la escueta respuesta del soldado.

– ¿La danza de la muerte?

El hombre no contestó, le dio la espalda y se fue. Los miembros del grupo consultaron entre ellos. Joel González era de la opinión que seguro que se trataba de la propia muerte: les tocaría ser los actores principales en el espectáculo. Kate lo hizo callar.

– Me estás poniendo nerviosa, Joel. Si pretenden matarnos, no lo harán en público. No les conviene provocar un escándalo internacional asesinándonos.

– ¿Quién se enteraría, Kate? Estamos a merced de estos dementes. ¿Qué les importa la opinión del resto del mundo? Hacen lo que les da la gana -gimió Joel.

La población de la aldea, menos los pigmeos, se reunió en la plaza. Habían trazado un cuadrilátero con cal en el suelo, como un ring de boxeo, iluminado por antorchas. Bajo el Árbol de las Palabras estaba el comandante acompañado por sus «oficiales», es decir, los diez soldados de la Hermandad del Leopardo, que se mantenían de pie detrás de la silla que él ocupaba. Iba vestido como siempre, con pantalones y botas del ejército, y llevaba sus lentes de espejo, a pesar de que era de noche. A Angie Ninderera la condujeron a otra silla, colocada a pocos pasos del comandante, mientras sus amigos fueron ignorados. El rey Kosongo no estaba, pero sus esposas se apiñaban en el sitio habitual, de pie detrás del árbol, vigiladas por el viejo sádico con la varilla de bambú.

El «ejército» se encontraba presente: los Hermanos del Leopardo con sus fusiles y los guardias bantúes armados de machetes, cuchillos y bastones. Los guardias eran muy jóvenes y daban la impresión de estar tan asustados como el resto de los habitantes de la aldea. Pronto los extranjeros comprenderían la razón.

Los tres músicos con chaquetas de uniforme militar y sin pantalones, que la noche de la llegada de Kate y su grupo golpeaban palos, ahora disponían de tambores. El sonido que producían era monótono, lúgubre, amenazante, muy diferente a la música de los pigmeos. El tamtan continuó un largo rato, hasta que la luna sumó su luz a la de las antorchas. Entretanto habían traído bidones de plástico y calabazas con vino de palma, que pasaban de mano en mano. Esta vez ofrecieron a las mujeres, a los niños y a los visitantes. El comandante disponía de whisky americano, seguramente obtenido de contrabando. Bebió un par de sorbos y le pasó la botella a Angie, quien la rechazó dignamente, porque no quería establecer ningún tipo de familiaridad con ese hombre; pero cuando él le ofreció un cigarrillo, no pudo resistir, llevaba una eternidad sin fumar.

Ante un gesto de Mbembelé, los músicos tocaron un redoble de tambores, anunciando el comienzo de la función. Desde el otro extremo del patio trajeron a los dos guardias designados para vigilar la choza de los forasteros y bajo cuyas narices escaparon Nadia y Alexander. Los empujaron al cuadrilátero, donde permanecieron de rodillas, con las cabezas gachas, temblando. Eran muy jóvenes, Kate calculó que debían tener la edad de su nieto, unos diecisiete o dieciocho años. Una mujer, tal vez la madre de uno de ellos, dio un grito y se lanzó hacia el ring, pero de inmediato fue retenida por otras mujeres, que se la llevaron abrazada, tratando de consolarla.

Mbembelé se puso de pie, con las piernas separadas, las manos empuñadas sobre las caderas, la mandíbula protuberante, el sudor brillando en su cráneo afeitado y su desnudo torso de atleta. Con esa actitud y los lentes de sol que ocultaban sus ojos, era la imagen misma del villano de las películas de acción. Ladró unas cuantas frases en su idioma, que los visitantes no entendieron, enseguida volvió a instalarse echado hacia atrás en su silla. Un soldado entregó un cuchillo a cada uno de los hombres en el cuadrilátero.

Kate y sus amigos no tardaron en darse cuenta de las reglas del juego. Los dos guardias estaban condenados a luchar por sus vidas y sus compañeros, así como sus familiares y amigos, estaban condenados a presenciar aquella cruel forma de disciplina. Ezenji, la danza sagrada, que los pigmeos ejecutaban antiguamente antes de salir de caza para invocar al gran espíritu del bosque, en Ngoubé había degenerado, convirtiéndose en un torneo de muerte.

La pelea entre los dos guardias castigados fue breve. Durante unos minutos parecieron bailar en círculos, con los puñales en las manos, buscando un descuido del contrincante para asestar el golpe. Mbembelé y sus soldados los azuzaban con gritos y rechiflas, pero el resto de los espectadores guardaba ominoso silencio. Los otros guardias bantúes estaban aterrados, porque calculaban que cualquiera de ellos podría ser el próximo en ser condenado. La gente de Ngoubé, impotente y furiosa, se despedía de los jóvenes; sólo el miedo a Mbembelé y el mareo provocado por el vino de palma, impedían que estallara una revuelta. Las familias estaban unidas por múltiples lazos de sangre; quienes observaban aquel espantoso torneo eran parientes de los muchachos con los puñales.

Cuando por fin los luchadores se decidieron a atacarse, las hojas de los cuchillos brillaron un instante en la luz de las antorchas antes de descender sobre los cuerpos. Dos gritos simultáneos desgarraron la noche y ambos muchachos cayeron, uno revolcándose por el suelo y el otro a gatas, con el arma todavía en la mano. La luna pareció detenerse en el cielo, mientras la población de Ngoubé retenía el aliento. Durante largos minutos el joven que yacía por tierra se estremeció varias veces y luego quedó inmóvil. Entonces el otro soltó el cuchillo y se postró con la frente en el suelo y los brazos sobre la cabeza, convulsionado de llanto.

Mbembelé se puso de pie, se acercó con estudiada lentitud y con la punta de la bota le dio la vuelta al cuerpo del primero, enseguida desenfundó la pistola que llevaba en el cinturón y apuntó a la cabeza del otro joven. En ese mismo instante Angie Ninderera se lanzó hacia el centro de la plaza y se colgó del comandante con tal celeridad y fuerza, que lo tomó de sorpresa. La bala se estrelló en el suelo a pocos centímetros de la cabeza del condenado. Una exclamación de horror recorrió la aldea: estaba absolutamente prohibido tocar al comandante. Nunca antes se había atrevido alguien a ponerse frente a él en aquella forma. La acción de Angie produjo tal incredulidad en el militar, que demoró un par de segundos en sacudirse el estupor, eso le dio tiempo a ella de colocarse delante de la pistola, bloqueando a la víctima.

– Dígale al rey Kosongo que acepto ser su esposa y quiero la vida de estos muchachos como regalo de bodas -dijo la mujer con voz firme.

Mbembelé y Angie se miraron a los ojos, midiéndose con ferocidad, como un par de boxeadores antes del combate. El comandante era media cabeza más alto y mucho más fuerte que ella, además tenía una pistola, pero Angie era una de esas personas con inquebrantable confianza en sí misma. Se creía bella, lista, irresistible y tenía una actitud atrevida, que le servía para hacer su santa voluntad. Apoyó sus dos manos sobre el pecho desnudo del odiado militar -tocándolo por segunda vez- y lo empujó con suavidad, obligándolo a retroceder. Acto seguido lo fulminó con una sonrisa capaz de desarmar al más bravo.

– Vamos, comandante, ahora sí que acepto un trago de su whisky -dijo alegremente, como si en vez de un duelo a muerte hubieran presenciado un acto de circo.

Entretanto el hermano Fernando, seguido por Kate y Joel González, se acercaron también y procedieron a levantar a los dos muchachos. Uno estaba cubierto de sangre y se tambaleaba, el otro inconsciente. Los sostuvieron por los brazos y se los llevaron casi a rastras hacia la choza donde estaban alojados, mientras la población de Ngoubé, los guardias bantúes y los Hermanos del Leopardo observaban la escena con el más absoluto asombro.

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