8 El amuleto sagrado

Después de despedirse de las pigmeas y prometerles que las ayudaría, Nadia regresó a su choza tal como había salido, utilizando el arte de la invisibilidad. Al llegar comprobó que sólo había un guardia, el otro se había ido y el que quedaba roncaba como un bebé, gracias al vino de palma, lo cual ofrecía una inesperada ventaja. La chica se deslizó silenciosa como una ardilla junto a Alexander, lo despertó tapándole la boca con la mano y en pocas palabras le contó lo sucedido en el corral de las esclavas.

– Es horrible, Jaguar, debemos hacer algo.

– ¿Qué, por ejemplo?

– No sé. Antes los pigmeos vivían en el bosque y tenían relaciones normales con los habitantes de esta aldea. En esa época había una reina llamada Nana-Asante. Pertenecía a otra tribu y venía de muy lejos, la gente creía que había sido enviada por los dioses. Era curandera, conocía el uso de plantas medicinales y exorcismos. Me dijeron que antes había caminos anchos en el bosque, hechos por las patas de cientos de elefantes, pero ahora quedan muy pocos y la selva se ha tragado los caminos. Los pigmeos se convirtieron en esclavos cuando les quitaron el amuleto mágico, como dijo Beyé-Dokou.

– ¿Sabes dónde está?

– Es el hueso tallado que vimos en el cetro de Kosongo -explicó Nadia.

Discutieron un buen rato, proponiendo diferentes ideas, cada una más arriesgada que la anterior. Por fin acordaron, como primer paso, recuperar el amuleto y llevárselo a la tribu, para devolverle la confianza y el valor. Tal vez así los pigmeos imaginarían alguna forma de liberar a sus mujeres y niños.

– Si conseguimos el amuleto, yo iré a buscar a Beyé-Dokou al bosque -dijo Alexander.

– Te perderías.

– Mi animal totémico me ayudará. El jaguar puede ubicarse en cualquier parte y ve en la oscuridad -replicó Alexander.

– Voy contigo.

– Es un riesgo inútil, Águila. Si voy solo tendré más movilidad.

– No podemos separarnos. Acuérdate de lo que dijo Ma Bangesé en el mercado: si nos separamos, moriremos.

– ¿Y tú la crees?

– Sí. La visión que tuvimos es una advertencia: en alguna parte nos aguarda un monstruo de tres cabezas.

– No existen monstruos de tres cabezas, Águila.

– Como diría el chamán Walimai, puede ser y puede no ser -replicó ella.

– ¿Cómo obtendremos el amuleto?

– Borobá y yo lo haremos -dijo Nadia con gran seguridad, como si fuera la cosa más simple del mundo.

El mono era de una habilidad pasmosa para robar, lo cual se había convertido en un problema en Nueva York. Nadia vivía devolviendo objetos ajenos que el animalito le traía de regalo, pero en este caso su mala costumbre podría ser una bendición. Borobá era pequeño, silencioso y muy hábil con las manos. Lo más difícil sería averiguar dónde se guardaba el amuleto y burlar la vigilancia. Jena, una de las pigmeas, le había dicho a Nadia que estaba en la vivienda del rey, donde ella lo había visto cuando iba a limpiar. Esa noche la población estaba embriagada y la vigilancia era mínima. Habían visto pocos soldados con armas de fuego, sólo los soldados de la Hermandad del Leopardo, pero podía haber otros. No sabían con cuántos hombres contaba Mbembelé, pero el hecho de que el comandante no hubiera aparecido durante la fiesta de la tarde anterior podía significar que se encontraba ausente de Ngoubé. Debían actuar de inmediato, decidieron.

– A Kate esto no le gustará nada, Jaguar. Acuérdate de que le prometimos no meternos en líos -dijo Nadia.

– Ya estamos en un lío bastante grave. Le dejaré una nota para que sepa adonde vamos. ¿Tienes miedo? -preguntó el muchacho.

– Me da miedo ir contigo, pero me da más miedo quedarme aquí.

– Ponte las botas, Águila. Necesitamos una linterna, baterías de repuesto y por lo menos un cuchillo. El bosque está infestado de serpientes, creo que necesitamos una ampolla de antídoto contra el veneno. ¿Crees que podemos tomar prestado el revólver de Angie? -sugirió Alexander.

– ¿Piensas matar a alguien, Jaguar?

– ¡Claro que no!

– ¿Entonces?

– Perfecto, Águila. Iremos sin armas -suspiró Alexander, resignado.

Los amigos recogieron lo necesario, moviéndose sigilosamente entre las mochilas y los bultos de sus compañeros. Al buscar el antídoto en el botiquín de Angie vieron el anestésico para animales y, en un impulso, Alexander se lo echó al bolsillo.

– ¿Para qué quieres eso? -preguntó Nadia.

– No lo sé, pero puede servirnos -replicó Alexander.

Nadia salió primero, cruzó sin ser vista la corta distancia alumbrada por la antorcha de la puerta y se ocultó en las sombras. Desde allí pensaba llamar la atención de los guardias, para dar a Alexander oportunidad de seguirla, pero vio que el único guardia seguía durmiendo, el otro no había regresado. Fue muy fácil para Alexander y Borobá reunirse con ella.

La vivienda del rey era un recinto de barro y paja compuesto de varias chozas; daba la impresión de ser transitoria. Para un monarca cubierto de oro de pies a cabeza, con un numeroso harén y con los supuestos poderes divinos de Kosongo, el «palacio» resultaba de una modestia sospechosa. Alexander y Nadia dedujeron que el rey no pensaba envejecer en Ngoubé, por eso no había construido algo más elegante y cómodo. Una vez que se terminaran el marfil y los diamantes se iría lo más lejos posible a gozar de su fortuna.

El sector del harén estaba rodeado de una empalizada, sobre la cual habían ensartado antorchas separadas por más o menos diez metros, de modo que estaba bien iluminado. Las antorchas eran unos palos con trapos empapados en resina, que despedían una humareda negra y un olor penetrante. Delante del cerco había una construcción más grande, decorada con dibujos geométricos negros y provista de una puerta muy ancha y alta. Los jóvenes supusieron que albergaba al rey, porque el tamaño de la puerta permitía pasar a los portadores con la plataforma sobre la cual se desplazaba Kosongo. Con seguridad la prohibición de pisar el suelo no se aplicaba dentro de su casa; en la intimidad Kosongo debía andar en sus dos pies, mostrar el rostro y hablar sin necesidad de un intermediario, como cualquier persona normal. A poca distancia había otro edificio rectangular, largo y chato, sin ventanas, conectado a la vivienda real por un pasillo con techo de paja, que posiblemente era la caserna de los soldados.

Un par de guardias de raza bantú, armados con fusiles, caminaban en torno al recinto. Alexander y Nadia los observaron en la distancia por un buen rato y llegaron a la conclusión de que Kosongo no temía ser atacado, porque la vigilancia era un chiste. Los guardias, todavía bajo el efecto del vino de palma, hacían su ronda trastabillando, se detenían a fumar cuando les venía en gana y al cruzarse se detenían a conversar. Incluso los vieron beber de una botella, que posiblemente contenía licor. No vieron a ninguno de los soldados de la Hermandad del Leopardo, lo cual los tranquilizó un poco, porque parecían bastante más temibles que los guardias bantúes. De todos modos, la idea de introducirse al edificio, sin saber con qué se iban a encontrar adentro, era una temeridad.

– Tú esperas aquí, Jaguar, yo iré primero. Te avisaré con un grito de lechuza cuando sea el momento de mandar a Borobá -decidió Nadia.

A Alexander el plan no le gustó, pero no disponía de otro mejor. Nadia sabía desplazarse sin ser vista y nadie se fijaría en Borobá, porque la aldea estaba llena de monos. Con el corazón en la mano, se despidió de su amiga y de inmediato ella desapareció. Hizo un esfuerzo por verla y por unos segundos lo logró, aunque parecía apenas un velo flotando en la noche. A pesar de la tensión del momento, Alexander no pudo menos que sonreír al ver cuan efectivo era el arte de la invisibilidad.

Nadia aprovechó cuando los guardias estaban fumando para aproximarse a una de las ventanas de la residencia real. Sin el menor esfuerzo se trepó al dintel y desde allí echó una mirada al interior. Estaba oscuro, pero algo de la luz de las antorchas y de la luna entraba por las ventanas, que no eran más que aperturas sin vidrios ni persianas. Al comprobar que no había nadie, se deslizó al interior.

Los guardias terminaron sus cigarrillos y dieron otra vuelta completa en torno al recinto real. Por fin un grito de lechuza rompió la horrible tensión de Alexander. El joven soltó a Borobá y éste salió disparado en dirección a la ventana donde había visto a su ama por última vez. Durante varios minutos, largos como horas, nada sucedió. De súbito Nadia surgió como por encantamiento junto a su amigo.

– ¿Qué pasó? -preguntó Alex, conteniéndose para no abrazarla.

– Muy fácil. Borobá sabe lo que debe hacer.

– Eso quiere decir que encontraste el amuleto.

– Kosongo debe estar en otra parte con alguna de sus mujeres. Había unos hombres durmiendo por el suelo y otros jugando naipes. El trono, la plataforma, el manto, el sombrero, el cetro y los dos colmillos de elefante están allí. También vi unos cofres donde supongo que guardan los adornos de oro -explicó Nadia.

– ¿Y el amuleto?

– Estaba con el cetro, pero no pude retirarlo porque habría perdido la invisibilidad. Eso lo hará Borobá.

– ¿Cómo?

Nadia señaló la ventana y Alexander vio que empezaba a salir una negra humareda.

– Le prendí fuego al manto real -dijo Nadia.

Casi de inmediato se produjo un alboroto de gritos, los guardias que estaban adentro salieron corriendo, de la caserna surgieron varios soldados y pronto despertó la aldea y se llenó el lugar de gente corriendo con baldes de agua para apagar el fuego. Borobá aprovechó la confusión para apoderarse del amuleto y salir por la ventana. Instantes después se reunió con Nadia y Alexander y los tres se perdieron en dirección al bosque.

Bajo la cúpula de los árboles reinaba una oscuridad casi total. A pesar de la visión nocturna del jaguar, invocado por Alexander, resultaba casi imposible avanzar. Era la hora de las serpientes y bichos ponzoñosos, de las fieras en busca de alimento; pero el peligro más inmediato era caer en un pantano y perecer tragados por el lodo.

Alexander encendió la linterna y revisó su entorno. No temía ser visto desde la aldea, porque lo rodeaba la tupida vegetación, pero debía cuidar las baterías. Se adentraron en la espesura luchando con raíces y lianas, sorteando charcos, tropezando con obstáculos invisibles, envueltos por el murmullo constante de la selva.

– ¿Y ahora qué haremos? -preguntó Alexander.

– Esperar a que amanezca, Jaguar, no podemos seguir en esta oscuridad. ¿Qué hora es?

– Casi las cuatro -respondió el muchacho, consultando su reloj.

– Dentro de poco habrá luz y podremos movernos. Tengo hambre, no me pude comer los ratones de la cena -dijo Nadia.

– Si el hermano Fernando estuviera aquí, diría que Dios proveerá -se rió Alexander.

Se acomodaron lo mejor posible entre unos helechos. La humedad les empapaba la ropa, las espinas los pinchaban, los bichos les caminaban por encima. Sentían el roce de animales deslizándose junto a ellos, batir de alas, el aliento pesado de la tierra. Después de su aventura en el Amazonas, Alexander no salía de excursión sin un encendedor, porque sabía que frotando piedras no es la manera más rápida de hacer fuego. Quisieron hacer una pequeña fogata para secarse y amedrentar a las fieras, pero no encontraron palos secos y luego de varios intentos debieron desistir.

– Este lugar está lleno de espíritus -dijo Nadia.

– ¿Crees en eso? -preguntó Alexander.

– Sí, pero no les tengo miedo. ¿Te acuerdas de la esposa de Walimai? Era un espíritu amistoso.

– Eso era en el Amazonas, no sabemos cómo son los de aquí. Por algo la gente les teme -dijo Alexander.

– Si estás tratando de asustarme, ya lo conseguiste -replicó Nadia.

Alexander puso un brazo en torno a los hombros de su amiga y la acercó contra su pecho, tratando de darle calor y seguridad. Ese gesto, antes tan natural entre ellos, ahora estaba cargado de un significado nuevo.

– Por fin Walimai se reunió con su esposa -le contó Nadia.

– ¿Se murió?

– Sí, ahora viven los dos en el mismo mundo.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Te acuerdas de cuando caí en ese precipicio y me rompí el hombro en el Reino Prohibido? Walimai me hizo compañía hasta que llegaste tú con Tensing y Dil Bahadur. Cuando el chamán apareció a mi lado, supe que era un espíritu ahora puede desplazarse en este mundo y en otros -explicó Nadia.

– Era un buen amigo, podías llamarlo soplando un silbato y él siempre acudía -le recordó Alexander.

– Si lo necesito vendrá, tal como fue a ayudarme al Reino Prohibido. Los espíritus viajan lejos -le aseguró Nadia.

A pesar del temor y la incomodidad, pronto empezaron a cabecear, agotados, porque llevaban veinticuatro horas sin dormir. Habían padecido demasiadas emociones desde el momento en que el avión de Angie Ninderera se accidentó. No supieron cuántos minutos descansaron, ni cuántas culebras y otros animales les pasaron rozando. Despertaron sobresaltados cuando Borobá les haló el pelo a dos manos, dando chillidos de terror. Todavía estaba oscuro. Alexander encendió la linterna y su rayo de luz dio de lleno en un rostro negro, casi encima del suyo. Ambos, la criatura y él, lanzaron un grito simultáneo y se echaron hacia atrás. La linterna rodó por el suelo y pasaron varios segundos antes que el joven la encontrara. En esa pausa Nadia alcanzó a reaccionar y sujetó el brazo de Alexander, susurrándole que se quedara quieto. Sintieron una mano enorme que los tanteó a ciegas y de pronto cogió a Alexander por la camisa y lo sacudió con una fuerza descomunal. El joven volvió a encender la linterna, pero no apuntó directamente la luz a su atacante. En la penumbra se dieron cuenta de que se trataba de un gorila.

Tempo kachi, que tenga usted felicidad…

El saludo del Reino Prohibido fue lo primero y lo único que se le ocurrió decir a Alexander, demasiado asustado para pensar. Nadia, en cambio, saludó en el idioma de los monos, porque la reconoció antes de verla por el calor que irradiaba y el olor a pasto recién cortado de su aliento. Era la gorila que salvaron de la trampa unos días antes y, como entonces, llevaba a su bebé prendido de los duros pelos de la barriga. Los observaba con sus ojos inteligentes y curiosos. Nadia se preguntó cómo había llegado hasta allí, debió haberse desplazado por muchas millas en el bosque, algo poco usual en esos animales.

La gorila soltó a Alexander y puso su mano sobre la cara de Nadia, empujándola un poco, con suavidad, como una caricia. Sonriendo, ella devolvió el saludo con otro empujón, que no logró mover a la gorila ni medio centímetro, pero estableció una forma de diálogo. El animal les dio la espalda y caminó unos pasos, luego regresó y, acercándoles de nuevo la cara, emitió unos gruñidos mansos y, sin previo aviso, le dio unos mordiscos delicados en una oreja a Alexander.

– ¿Qué quiere? -preguntó éste alarmado.

– Que la sigamos, nos va a mostrar algo.

No tuvieron que andar mucho. De pronto el animal dio unos saltos y se trepó a una especie de nido colocado entre las ramas de un árbol. Alexander apuntó con la linterna y un coro de gruñidos nada tranquilizadores respondió a su gesto. Desvió de inmediato la luz.

– Hay varios gorilas en este árbol, debe ser una familia -dijo Nadia.

– Eso significa que hay un macho y varias hembras con sus bebés. El macho puede ser peligroso.

– Si nuestra amiga nos ha traído hasta aquí es porque somos bienvenidos.

– ¿Qué haremos? No sé cuál es el protocolo entre humanos y gorilas en este caso -bromeó Alexander, muy nervioso.

Esperaron por largos minutos, inmóviles bajo el gran árbol. Los gruñidos cesaron. Por último, cansados, los muchachos se sentaron entre las raíces del inmenso árbol, con Borobá aferrado al pecho de Nadia, temblando de susto.

– Aquí podemos dormir tranquilos, estamos protegidos. La gorila quiere pagarnos el favor que le hicimos -le aseguró Nadia a Alexander.

– ¿Tú crees que entre los animales existen esos sentimientos, Águila? -dudó él.

– ¿Por qué no? Los animales hablan entre ellos, forman familias, aman a sus hijos, se agrupan en sociedades, tienen memoria. Borobá es más listo que la mayoría de las personas que conozco -replicó Nadia.

– En cambio mi perro Poncho es bastante tonto. -No todo el mundo tiene el cerebro de Einstein, Jaguar.

– Definitivamente, Poncho no lo tiene -sonrió Alexander.

– Pero Poncho es uno de tus mejores amigos. Entre los animales también hay amistad.

Durmieron tan profundamente como en cama de plumas; la proximidad de los grandes simios les daba una sensación de absoluta seguridad, no podían estar mejor protegidos.

Horas después despertaron sin saber dónde se encontraban. Alexander miró el reloj y se dio cuenta de que habían dormido mucho más de lo planeado, eran pasadas las siete de la mañana. El calor del sol evaporaba la humedad del suelo y el bosque, envuelto en bruma caliente, parecía un baño turco. Se pusieron de pie de un salto y echaron una mirada a su alrededor. El árbol de los gorilas estaba vacío y por un momento dudaron de la veracidad de lo ocurrido la noche anterior. Tal vez había sido sólo un sueño, pero allí estaban los nidos entre las ramas y unos brotes tiernos de bambú, alimento preferido de los gorilas, puestos a su lado como ofrendas. Y como si eso no bastara, comprendieron que desde la espesura varios pares de ojos negros los observaban. La presencia de los gorilas era tan cercana y palpable que no necesitaban verlos para saber que vigilaban.

Tempo kachi -se despidió Alexander.

– Gracias -dijo Nadia en el idioma de Borobá.

Un rugido largo y ronco les respondió desde el verde impenetrable del bosque.

– Creo que ese gruñido es un signo de amistad -se rió Nadia.

El amanecer se anunció en la aldea de Ngoubé con una neblina espesa como humareda, que penetró por la puerta y las aperturas que servían de ventanas. A pesar de la incomodidad de la vivienda, durmieron profundamente y no se enteraron de que hubo un amago de incendio en una de las habitaciones reales. Kosongo tuvo poco que lamentar, porque las llamas fueron apagadas de inmediato. Al disiparse el humo se vio que el fuego había comenzado en el manto real, lo cual fue interpretado como pésimo augurio, y se extendió a unas pieles de leopardo, que prendieron como yesca, provocando una densa humareda. Nada de esto supieron los prisioneros hasta varias horas más tarde.

Por la paja del techo se colaban los primeros rayos de sol. En la luz del alba los amigos pudieron examinar su entorno y comprobar que se encontraban en una choza larga y angosta, con gruesas paredes de barro oscuro. En uno de los muros había un calendario del año anterior, aparentemente grabado con la punta de un cuchillo. En otro vieron versículos del Nuevo Testamento y una tosca cruz de madera.

– Ésta es la misión, estoy seguro -dijo el hermano Fernando, emocionado.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Kate.

– No tengo dudas. Miren esto… -dijo.

Sacó de su mochila un papel doblado en varias partes y lo estiró cuidadosamente. Era un dibujo a lápiz hecho por los misioneros perdidos. Se veía claramente la plaza central de la aldea, el Árbol de las Palabras con el trono de Kosongo, las chozas, los corrales, una construcción más grande marcada como la vivienda del rey, otra similar que se usaba como caserna para los soldados. En el punto exacto donde ellos se encontraban, el dibujo indicaba la misión.

– Aquí los hermanos debían tener la escuela y atender enfermos. Debe haber un huerto muy cerca que ellos plantaron y un pozo.

– ¿Para qué querían un pozo si aquí llueve cada dos minutos? Sobra agua por estos lados -comentó Kate.

– El pozo no fue hecho por ellos, estaba aquí. Los hermanos se referían al pozo entre comillas, como si fuera algo especial. Siempre me pareció muy extraño…

– ¿Qué habrá sido de ellos? -preguntó Kate.

– No me iré de aquí sin averiguarlo. Tengo que ver al comandante Mbembelé -determinó el hermano Fernando.

Los guardias les trajeron un racimo de bananas y un jarro de leche salpicada de moscas a modo de desayuno, luego volvieron a sus puestos en la entrada, indicando así que los extranjeros no estaban autorizados para salir. Kate arrancó una banana y se volvió para dársela a Borobá. Y en ese momento se dieron cuenta de que Alexander, Nadia y el monito no estaban entre ellos.

Kate se alarmó mucho al comprobar que su nieto y Nadia no estaban en la choza con el resto del grupo y que nadie los había visto desde la noche anterior.

– Tal vez los chavales fueron a dar una vuelta… -sugirió el hermano Fernando, sin mucha convicción.

Kate salió como un energúmeno, antes que el guardia de la puerta pudiera detenerla. Afuera despertaba la aldea, circulaban niños y algunas mujeres, pero no se veían hombres, porque ninguno trabajaba. Vio de lejos a las pigmeas que habían bailado la noche anterior; unas iban a buscar agua al río, otras se dirigían a las chozas de los bantúes o a las plantaciones. Corrió a preguntarles por los jóvenes ausentes, pero no pudo comunicarse con ellas o no quisieron responderle. Recorrió el pueblo llamando a Alexander y Nadia a gritos, pero no los vio por ninguna parte; sólo logró despertar a las gallinas y llamar la atención de un par de soldados de la guardia de Kosongo, que en esos momentos empezaban sus rondas. La tomaron por los brazos sin mayores miramientos y la llevaron en vilo en dirección al conjunto de viviendas reales.

– ¡Se llevan a Kate! -gritó Angie al ver la escena de lejos.

Se colocó el revólver al cinto, cogió su rifle e indicó a los demás que la siguieran. No debían actuar como prisioneros, dijo, sino como huéspedes. El grupo apartó a empujones a los dos vigilantes de la puerta y corrió en la dirección en que se habían llevado a la escritora.

Entretanto los soldados tenían a Kate en el suelo y se disponían a molerla a golpes, pero no tuvieron tiempo de hacerlo, porque sus amigos irrumpieron dando voces en español, inglés y francés. La atrevida actitud de los extranjeros desconcertó a los soldados; no tenían costumbre de ser contrariados. Existía una ley en Ngoubé: no se podía tocar a un soldado de Mbembelé. Si ocurría por casualidad o error, se pagaba con azotes; de otro modo se pagaba con la vida.

– ¡Queremos ver al rey! -exigió Angie, apoyada por sus compañeros.

El hermano Fernando ayudó a Kate a levantarse del suelo; estaba doblada por un calambre agudo en las costillas. Ella misma se dio un par de puñetazos en los costados, con lo cual recuperó la capacidad de respirar.

Se hallaban en una choza grande de barro con piso de tierra apisonada, sin muebles de ninguna clase. En los muros vieron dos cabezas embalsamadas de leopardo y en un rincón un altar con fetiches de vudú. En otro rincón, sobre un tapiz rojo, había un refrigerador y un televisor, símbolos de riqueza y modernidad, pero inútiles porque en Ngoubé no había electricidad. La estancia tenía dos puertas y varios huecos por los cuales entraba un poco de luz.

En ese instante se oyeron unas voces y al punto los soldados se cuadraron. Los extranjeros se volvieron hacia una de las puertas, por donde hizo su entrada un hombre con aspecto de gladiador. No les cupo duda de que se trataba del célebre Maurice Mbembelé. Era muy alto y fornido, con musculatura de levantador de pesas, cuello y hombros descomunales, pómulos marcados, labios gruesos y bien delineados, una nariz quebrada de boxeador, el cráneo afeitado. No le vieron los ojos, porque usaba lentes de sol con vidrios de espejo, que le daban un aspecto particularmente siniestro. Vestía pantalón del ejército, botas, un ancho cinturón de cuero negro y llevaba el torso desnudo. Lucía las cicatrices de la Hermandad del Leopardo y tiras de piel del mismo animal en los brazos. Le acompañaban dos soldados casi tan altos como él.

Al ver los poderosos músculos del comandante, Angie quedó boquiabierta de admiración; de un plumazo se le borró la furia y se avergonzó como una colegiala. Kate Cold comprendió que estaba a punto de perder a su mejor aliada y dio un paso al frente.

– Comandante Mbembelé, presumo -dijo.

El hombre no contestó, se limitó a observar al grupo de forasteros con inescrutable expresión, como si llevara una máscara.

– Comandante, dos personas de nuestro equipo han desaparecido -anunció Kate.

El militar acogió la noticia con un silencio helado.

– Son los dos jóvenes, mi nieto Alexander y su amiga Nadia -agregó Kate.

– Queremos saber dónde están -agregó Angie cuando se recuperó del flechazo apasionado que la había dejado temporalmente muda.

– No pueden haber ido muy lejos, deben estar en la aldea… -farfulló Kate.

La escritora tenía la sensación de que iba hundiéndose en un barrizal; había perdido pie, su voz temblaba. El silencio se hizo insoportable. Al cabo de un minuto completo, que pareció interminable, oyeron por fin la voz firme del comandante.

– Los guardias que se descuidaron serán castigados.

Eso fue todo. Dio media vuelta y se fue por donde había llegado, seguido por sus dos acompañantes y por los que habían maltratado a Kate. Iban riéndose y comentando. El hermano Fernando y Angie captaron parte del chiste: los muchachos blancos que escaparon eran verdaderamente estúpidos: morirían en el bosque devorados por fieras o por fantasmas.

En vista de que nadie los vigilaba ni parecía interesado en ellos,

Kate y sus compañeros regresaron a la choza que les habían asignado como vivienda.

– ¡Estos muchachos se esfumaron! ¡Siempre me causan problemas! Juro que me las van a pagar! -exclamó Kate, mesándose las cortas mechas grises que coronaban su cabeza.

– No jure, mujer. Recemos mejor -propuso el hermano Fernando.

Se hincó entre las cucarachas, que paseaban tranquilas por el piso, y comenzó a orar. Nadie lo imitó, estaban ocupados haciendo conjeturas y trazando planes.

Angie opinaba que lo único razonable era negociar con el rey para que les facilitara un bote, única forma de salir de la aldea. Joel González creía que el rey no mandaba en la aldea, sino el comandante Mbembelé, quien no parecía dispuesto a ayudarlos, de modo que tal vez convenía conseguir que los pigmeos los guiaran por los senderos secretos del bosque, que sólo ellos conocían. Kate no pensaba moverse mientras no volvieran los jóvenes.

De pronto el hermano Fernando, quien aún estaba de rodillas, intervino para mostrarles una hoja de papel que había encontrado sobre uno de los bultos al hincarse a rezar. Kate se la arrebató de la mano y se acercó a uno de los ventanucos por donde entraba luz.

– ¡Es de Alexander!

Con voz quebrada la escritora leyó el breve mensaje de su nieto: «Nadia y yo trataremos de ayudar a los pigmeos. Distraigan a Kosongo. No se preocupen, volveremos pronto».

– Estos chicos están locos -comentó Joel González.

– No, éste es su estado natural. ¿Qué podemos hacer? -gimió la abuela.

– No diga que oremos, hermano Fernando. ¡Debe haber algo más práctico que podamos hacer! -exclamó Angie.

– No sé qué hará usted, señorita. Lo que es yo, confío en que los chavales volverán. Aprovecharé el tiempo para averiguar la suerte de los hermanos misioneros -replicó el hombre, poniéndose de pie y sacudiéndose las cucarachas de los pantalones.

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