3 El misionero

Los empleados del safari cargaron el equipaje en los Land Rovers y acompañaron a los forasteros hacia el avión de Angie, a pocos kilómetros del campamento, en una zona despejada. Para los visitantes era el último paseo sobre los elefantes. El orgulloso Kobi, a quien Nadia había montado durante esa semana, presentía la separación y parecía triste, como lo estaba el grupo del International Geographic. También Borobá lo estaba, porque dejaba atrás a los tres chimpancés, con quienes había hecho excelente amistad; por primera vez en su vida debía admitir que existían monos casi tan listos como él.

Al Cessna Caravan se le notaban los años de uso y las millas de vuelo. Un letrero al costado anunciaba su arrogante nombre: Súper Halcón. Angie le había pintado cabeza, ojos, pico y garras de ave de rapiña, pero con el tiempo la pintura se había descascarado y el vehículo parecía más bien una patética gallina desplumada en la luz reverberante de la mañana. Los viajeros se estremecieron ante la idea de usarlo como medio de transporte; menos Nadia, porque comparado con la anciana y mohosa avioneta en la cual su padre se desplazaba en el Amazonas, el Súper Halcón de Angie resultaba magnífico. La misma pandilla de mandriles maleducados que se bebieron el vodka de Kate se hallaba instalada sobre las alas. Los monos se entretenían matándose los piojos unos a otros con gran atención, como suelen hacer los seres humanos. Kate había visto en muchos lugares del mundo el mismo cariñoso ritual del despioje, que unía a las familias y creaba lazos entre amigos. A veces los niños se ponían en fila uno detrás de otro, del más pequeño al más grande, para escarbarse mutuamente la cabeza. Sonrió pensando que en Estados Unidos la sola palabra «piojo» producía escalofríos de horror. Angie comenzó a lanzar piedras e improperios a los babuinos, pero éstos respondieron con olímpico desprecio y no se movieron hasta que los elefantes estuvieron prácticamente encima de ellos.

Michael Mushaha le entregó a Angie una ampolla del anestésico para animales.

– Es la última que me queda. ¿Puedes traerme una caja en tu próximo viaje? -le pidió.

– Claro que sí.

– Llévatela de muestra, porque hay varias marcas diferentes y puedes confundirte. Ésta es la que necesito.

– Está bien -dijo Angie, guardando la ampolla en el botiquín de emergencia del avión, donde estaría segura.

Habían terminado de colocar el equipaje en el avión cuando surgió de unos arbustos cercanos un hombre que hasta entonces nadie había visto. Vestía pantalones vaqueros, gastadas botas a media pierna y una camisa de algodón inmunda. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de tela y a la espalda una mochila de donde colgaban una olla negra de hollín y un machete. Era de baja estatura, delgado, anguloso, calvo, con lentes de vidrios muy gruesos, la piel pálida y las cejas oscuras y enjutas.

– Buenos días, señores -dijo en español y enseguida tradujo el saludo al inglés y francés-. Soy el hermano Fernando, misionero católico -se presentó, estrechando primero la mano de Michael Mushaha y luego la de los demás.

– ¿Cómo llegó usted hasta aquí? -preguntó éste.

– Con la ayuda de algunos camioneros y andando buena parte del camino.

– ¿A pie? ¿Desde dónde? ¡No hay aldeas en muchas millas alrededor!

– Los caminos son largos, pero todos conducen a Dios -replicó el otro.

Explicó que era español, nacido en Galicia, aunque hacía muchos años que no visitaba su patria. Apenas salió del seminario lo mandaron a África, donde cumplió su ministerio por más de treinta años en diversos países. Su última destinación había sido en una aldea de Ruanda, donde trabajaba con otros hermanos y tres monjas en una pequeña misión. Era una región asolada por la guerra más cruel que se había visto en el continente; innumerables refugiados iban de un lado a otro escapando de la violencia, pero ésta siempre los alcanzaba; la tierra estaba cubierta de ceniza y sangre, no se había plantado nada por años, los que se libraban de balas y cuchillos caían víctimas del hambre y las enfermedades; por los caminos infernales vagaban viudas y huérfanos famélicos, muchos de ellos heridos o mutilados.

– La muerte anda de fiesta por esos lados -concluyó el misionero.

– Yo lo he visto también. Ha muerto más de un millón de personas, la matanza continúa y al resto del mundo le importa poco -agregó Angie.

– Aquí, en África, empezó la vida humana. Todos descendemos de Adán y Eva, que, según dicen los científicos, eran africanos. Este es el paraíso terrenal que menciona la Biblia. Dios quiso que esto fuera un jardín donde sus criaturas vivieran en paz y abundancia, pero vean ustedes en lo que se ha convertido por el odio y la estupidez humana… -añadió el misionero en tono de prédica.

– ¿Usted salió escapando de la guerra? -preguntó Kate.

– Mis hermanos y yo recibimos orden de evacuar la misión cuando los rebeldes quemaron la escuela, pero yo no soy otro refugiado. La verdad es que tengo una tarea por delante, debo encontrar a dos misioneros que han desaparecido.

– ¿En Ruanda? -preguntó Mushaha.

– No, están en una aldea llamada Ngoubé. Miren aquí…

El hombre abrió un mapa y lo estiró en el suelo para señalar el punto donde sus compañeros habían desaparecido. Los demás se agruparon alrededor.

– Ésta es la zona más inaccesible, caliente e inhóspita del África ecuatorial. Allí no llega la civilización, no hay medios de transporte fuera de canoas en el río, no existe teléfono ni radio -explicó el misionero.

– ¿Cómo se comunican con los misioneros? -preguntó Alexander.

– Las cartas demoran meses, pero ellos se las arreglaban para enviarnos noticias de vez en cuando. La vida por esos lados es muy dura y peligrosa. La región está controlada por un tal Maurice Mbembelé, es un psicópata, un loco, un tipo bestial al cual se le acusa incluso de cometer actos de canibalismo. Desde hace varios meses nada sabemos de nuestros hermanos. Estamos muy preocupados.

Alexander observó el mapa que el hermano Fernando aún tenía en el suelo. Ese trozo de papel no podía dar ni una remota idea de la inmensidad del continente, con sus cuarenta y cinco países y seiscientos millones de personas. Durante esa semana de safari con Michael Mushaha había aprendido mucho, pero igual se sentía perdido ante la complejidad de África, con sus diversos climas, paisajes, culturas, creencias, razas, lenguas. El sitio que el dedo del misionero señalaba nada significaba para él; sólo comprendió que Ngoubé quedaba en otro país.

– Necesito llegar allí -dijo el hermano Fernando.

– ¿Cómo? -preguntó Angie.

– Usted debe ser Angie Ninderera, la dueña de este avión, ¿verdad? He oído hablar mucho de usted. Me dijeron que es capaz de volar a cualquier parte…

– ¡Hey! ¡Ni se le ocurra pedirme que lo lleve, hombre! -exclamó Angie levantando ambas manos a la defensiva.

– ¿Por qué no? Se trata de una emergencia.

– Porque a donde usted pretende ir es una región de bosques pantanosos, allí no se puede aterrizar. Porque nadie con dos dedos de frente anda por esos lados. Porque estoy contratada por la revista International Geographic para transportar a estos periodistas sanos y salvos a la capital. Porque tengo otras cosas que hacer y, finalmente, porque no veo que usted pueda pagarme el viaje -replicó Angie.

– Se lo pagaría Dios, sin duda -dijo el misionero.

– Oiga, me parece que su Dios ya tiene demasiadas deudas.

Mientras ellos discutían, Alexander cogió a su abuela por un brazo y se la llevó aparte.

– Tenemos que ayudar a este hombre, Kate -dijo.

– ¿Qué estás pensando, Alex, digo, Jaguar?

– Podríamos pedirle a Angie que nos lleve a Ngoubé.

– ¿Y quién correrá con los gastos? -alegó Kate.

– La revista, Kate. Imagínate el reportaje formidable que puedes escribir si encontramos a los misioneros perdidos.

– ¿Y si no los encontramos?

– Igual es noticia, ¿no lo ves? No volverás a tener otra oportunidad como ésta -suplicó su nieto.

– Debo consultarlo con Joel -replicó Kate, en cuyos ojos comenzaba a brillar la luz de la curiosidad, que su nieto reconoció al punto.

A Joel González no le pareció mala idea, ya que aún no podía regresar a Londres, donde vivía, porque Timothy Bruce seguía en el hospital.

– ¿Hay culebras por esos lados, Kate?

– Más que en ningún otro lugar del mundo, Joel.

– Pero también hay gorilas. Tal vez puedas fotografiarlos de cerca. Sería una tapa excelente para el International Geographic…. -lo tentó Alexander.

– Bueno, en ese caso, voy con ustedes -decidió Joel.

Convencieron a Angie, con un fajo de billetes que Kate le puso ante la cara y con la perspectiva de un vuelo muy difícil, desafío que la pilota no pudo resistir. Cogió el dinero de un zarpazo, encendió el primer cigarro del día y dio orden de echar los bultos en la cabina, mientras ella revisaba los niveles y se aseguraba de que el Súper Halcón funcionara bien.

– ¿Este aparato es seguro? -preguntó Joel González, para quien lo peor de su trabajo eran los reptiles y en segundo lugar los vuelos en avioneta.

Como única respuesta Angie le lanzó un salivazo de tabaco a los pies. Alex le dio un codazo de complicidad: tampoco a él le parecía muy seguro ese medio de transporte, sobre todo considerando que lo pilotaba una mujer excéntrica con una caja de cerveza a los pies, quien además llevaba un cigarro encendido entre los dientes, a poca distancia de los tambores de gasolina para reabastecimiento.

Veinte minutos más tarde el Cessna estaba cargado y los pasajeros en sus sitios. No todos disponían de un asiento, Alex y Nadia se acomodaron en la cola sobre los bultos, y ninguno contaba con cinturón de seguridad, porque Angie los consideraba una precaución inútil.

– En caso de accidente, los cinturones sólo sirven para que no se desparramen los cadáveres -dijo.

La mujer puso en marcha los motores y sonrió con la inmensa ternura que ese sonido siempre le producía. El avión se sacudió como un perro mojado, tosió un poco y luego comenzó a moverse sobre la improvisada pista. Angie lanzó un triunfal grito de comanche cuando las ruedas se desprendieron del suelo y su querido halcón comenzó a elevarse.

– En el nombre de Dios -murmuró el misionero, persignándose, y Joel González lo imitó.

La vista desde el aire ofrecía una pequeña muestra de la variedad y belleza del paisaje africano. Dejaron atrás la reserva natural donde habían pasado la semana, vastas planicies rojizas y calientes, salpicadas de árboles y animales salvajes. Volaron sobre secos desiertos, bosques, montes, lagos, ríos, aldeas separadas por grandes distancias. A medida que avanzaban hacia el horizonte, iban retrocediendo en el tiempo.

El ruido de los motores era un obstáculo serio para la conversación, pero Alexander y Nadia insistían en hablar a gritos. El hermano Fernando respondía a sus incesantes preguntas en el mismo tono. Se dirigían a los bosques de una zona cercana a la línea ecuatorial, dijo. Algunos audaces exploradores del siglo XIX y los colonizadores franceses y belgas en el siglo XX penetraron brevemente en aquel infierno verde, pero era tan alta la mortalidad -ocho de cada diez hombres perecía por fiebres tropicales, crímenes o accidentes- que debieron retroceder. Después de la independencia, cuando los colonos extranjeros se retiraron del país, sucesivos gobiernos extendieron sus tentáculos hacia las aldeas más remotas. Construyeron algunos caminos, enviaron soldados, maestros, médicos y burócratas, pero la jungla y las terribles enfermedades detenían a la civilización. Los misioneros, determinados a extender el cristianismo a cualquier precio, fueron los únicos que perseveraron en el propósito de echar raíces en aquella infernal región.

– Hay menos de un habitante por kilómetro cuadrado y la población se concentra cerca de los ríos, el resto está deshabitado -explicó el hermano Fernando-. Nadie entra a los pantanos. Los nativos aseguran que allí viven los espíritus y todavía hay dinosaurios.

– ¡Parece fascinante! -dijo Alexander.

La descripción del misionero se parecía al África mitológica que él había visualizado cuando su abuela le anunció el viaje. Se llevó una desilusión cuando llegaron a Nairobi y se encontró en una moderna ciudad de altos edificios y bullicioso tráfico. Lo más parecido a un guerrero que vio fue la tribu de nómadas que llegó con el niño enfermo al campamento de Mushaha. Hasta los elefantes del safari le parecieron demasiado mansos. Cuando se lo comentó a Nadia, ella se encogió de hombros, sin entender por qué él se sintió defraudado con su primera impresión de África. Ella no esperaba nada en particular. Alexander concluyó que si África hubiera estado poblada por extraterrestres, Nadia los habría asumido con la mayor naturalidad, porque nunca anticipaba nada. Tal vez ahora, en el sitio marcado en el mapa del hermano Fernando, encontraría la tierra mágica que había imaginado.

Al cabo de varias horas de vuelo sin inconvenientes, salvo el cansancio, la sed y el mareo de los pasajeros, Angie comenzó a bajar entre delgadas nubes. La pilota señaló abajo un inacabable terreno verde, donde podía distinguirse la sinuosa línea de un río. No se vislumbraba señal alguna de vida humana, pero estaban todavía a demasiada altura para ver aldeas, en caso de que las hubiera.

– ¡Allí es, estoy seguro! -gritó el hermano Fernando de pronto.

– ¡Se lo advertí, hombre, ahí no hay donde aterrizar! -le respondió Angie también a gritos.

– Descienda usted a tierra, señorita, y Dios proveerá -aseguró el misionero.

– ¡Más vale que lo haga, porque tenemos que echar gasolina!

El Súper Halcón comenzó a bajar en grandes círculos. A medida que se acercaban al suelo, los pasajeros comprobaron que el río era mucho más ancho de lo que parecía visto desde arriba. Angie Ninderera explicó que hacia el sur podrían encontrar aldeas, pero el hermano Fernando insistió en que debía enfilar más bien hacia el noroeste, hacia la región donde sus compañeros habían instalado la misión. Ella dio un par de vueltas, cada vez más cerca del suelo.

– ¡Estamos malgastando la poca gasolina que nos queda! Voy hacia el sur -decidió finalmente.

– ¡Allí, Angie! -señaló de súbito Kate.

A un lado del río surgió como por encantamiento la franja despejada de una playa.

– La pista es muy angosta y corta, Angie -le advirtió Kate.

– Sólo necesito doscientos metros, pero creo que no los tenemos -replicó Angie.

Dio una vuelta a baja altura para medir la playa al ojo y buscar el mejor ángulo para la maniobra.

– No será la primera vez que aterrizo en menos de doscientos metros. ¡Sujétense, muchachos, que vamos a galopar! -anunció con otro de sus típicos gritos de guerra.

Hasta ese momento Angie Ninderera había pilotado muy relajada, con una lata de cerveza entre las rodillas y su cigarro en la mano. Ahora su actitud cambió. Apagó el cigarro contra el cenicero pegado con cinta adhesiva en el piso, acomodó su corpulenta humanidad en el asiento, se aferró a dos manos del volante y se dispuso a tomar posición, sin dejar de maldecir y aullar como comanche, llamando a la buena suerte que, según ella, nunca le fallaba, porque para eso llevaba su fetiche colgado al cuello. Kate Cold coreó a Angie, gritando hasta desgañitarse, porque no se le ocurrió otra forma de desahogar los nervios. Nadia Santos cerró los ojos y pensó en su padre. Alexander Cold abrió bien los suyos, invocando a su amigo, el lama Tensing, cuya prodigiosa fuerza mental podría serles de gran ayuda en esos momentos, pero Tensing estaba muy lejos. El hermano Fernando se puso a rezar en voz alta en español, acompañado por Joel González. Al final de la breve playa se elevaba, como una muralla china, la vegetación impenetrable de la selva. Tenían sólo una oportunidad de aterrizar; si fallaban, no había pista suficiente para volver a elevarse y se estrellarían contra los árboles.

El Súper Halcón descendió bruscamente y las primeras ramas de los árboles le rozaron el vientre. Apenas se encontró sobre el improvisado aeródromo, Angie buscó el suelo, rogando para que fuera firme y no estuviera sembrado de rocas. El avión cayó dando bandazos, como un pajarraco herido, mientras en su interior reinaba el caos: los bultos saltaban de un lado a otro, los pasajeros se azotaban contra el techo, rodaba la cerveza y bailaban los tambores de gasolina. Angie, con las manos agarrotadas sobre los instrumentos de control, aplicó los frenos a fondo, tratando de estabilizar el aparato para evitar que se quebraran las alas. Los motores rugían, desesperados, y un fuerte olor a goma quemada invadía la cabina. El aparato temblaba en su intento de detenerse, recorriendo los últimos metros de pista en una nube de arena y humo.

– ¡Los árboles! -gritó Kate cuando estuvieron casi encima de ellos.

Angie no contestó a la gratuita observación de su clienta: ella también los veía. Sintió esa mezcla de terror absoluto y de fascinación que la invadía cuando se jugaba la vida, una súbita descarga de adrenalina que le hacía hormiguear la piel y aceleraba su corazón. Ese miedo feliz era lo mejor de su trabajo. Sus músculos se tensaron en el esfuerzo brutal de dominar la máquina; luchaba cuerpo a cuerpo con el avión, como un vaquero sobre un toro bravo. De pronto, cuando los árboles estaban a dos metros de distancia y los pasajeros creyeron que había llegado su último instante, el Súper Halcón se fue hacia delante, dio una sacudida tremenda y enterró el pico en el suelo.

– ¡Maldición! -exclamó Angie.

– No hable así, mujer -dijo el hermano Fernando con voz temblorosa desde el fondo de la cabina, donde pataleaba enterrado bajo las cámaras fotográficas-. ¿No ve que Dios proveyó una pista de aterrizaje?

– ¡Dígale que me mande también un mecánico, porque tenemos problemas! -bramó de vuelta Angie.

– No nos pongamos histéricos. Antes que nada debemos examinar los daños -ordenó Kate Cold preparándose para bajar, mientras los demás se arrastraban a gatas hacia la portezuela. El primero en saltar afuera fue el pobre Borobá, quien rara vez había estado más asustado en su vida. Alexander vio que Nadia tenía la cara cubierta de sangre.

– ¡Águila! -exclamó, tratando de librarla de la confusión de bultos, cámaras y asientos desprendidos del suelo.

Cuando por fin estuvieron afuera y pudieron evaluar la situación, resultó que ninguno estaba herido; lo de Nadia era una hemorragia nasal. El avión, en cambio, había sufrido daños.

– Tal como temía, se dobló la hélice -dijo Angie.

– ¿Es grave? -preguntó Alexander.

– En circunstancias normales no es grave. Si consigo otra hélice, yo misma la puedo cambiar, pero aquí estamos fritos. ¿De dónde voy a sacar una de repuesto?

Antes que el hermano Fernando alcanzara a abrir la boca, Angie lo enfrentó con los brazos en jarra.

– ¡Y no me diga que su Dios proveerá, si no quiere que me enoje de verdad!

El misionero guardó prudente silencio.

– ¿Dónde estamos exactamente? -preguntó Kate.

– No tengo la menor idea -admitió Angie.

El hermano Fernando consultó su mapa y concluyó que seguramente no estaban muy lejos de Ngoubé, la aldea donde sus compañeros habían establecido la misión.

– Estamos rodeados de jungla tropical y pantanos, no hay forma de salir de aquí sin un bote -dijo Angie.

– Entonces hagamos fuego. Una taza de té y un trago de vodka no nos caerían mal -propuso Kate.

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