5 El bosque embrujado

De regreso en el campamento, Joel González improvisó una caña de pescar con bambú y un alambre torcido y se instaló en la orilla con la esperanza de atrapar algo para comer, mientras los demás comentaban la reciente aventura. El hermano Fernando estuvo de acuerdo con la teoría de Nadia: había esperanza de que alguien acudiera a socorrerlos, porque la red indicaba presencia humana. En algún momento los cazadores regresarían en busca del botín.

– ¿Por qué cazan a los gorilas? La carne es mala y la piel es fea -quiso saber Alexander.

– La carne es aceptable si no hay otra cosa que comer. Sus órganos se usan en brujería, con la piel y el cráneo hacen máscaras y venden las manos convertidas en ceniceros. A los turistas les encantan -explicó el misionero.

– ¡Qué horror!

– En la misión en Ruanda teníamos un gorila de dos años, el único que pudimos salvar. Mataban a las madres y a veces nos traían a los pobres bebés, que quedaban abandonados. Son muy sensibles, se mueren de tristeza, si antes no se mueren de hambre.

– A propósito, ¿ustedes no tienen hambre? -preguntó Alexander.

– Fue mala idea dejar escapar a la tortuga, podríamos haber cenado espléndidamente -apuntó Angie.

Los responsables guardaron silencio. Angie tenía razón: en esas circunstancias no podían darse el lujo de ponerse sentimentales, lo primero era sobrevivir.

– ¿Qué pasó con la radio del avión? -preguntó Kate.

– He mandado varios mensajes pidiendo socorro, pero no creo que fueran recibidos, estamos muy lejos. Seguiré tratando de conectarme con Michael Mushaha. Le prometí que lo llamaría dos veces al día. Seguro que le extrañará no recibir noticias nuestras -replicó Angie.

– En algún momento alguien nos echará de menos y saldrá a buscarnos -les consoló Kate.

– Estamos fritos: mi avión en pedazos, nosotros perdidos y hambrientos -farfulló Angie.

– ¡Pero qué pesimista es usted, mujer! Dios aprieta, pero no ahoga. Usted verá que nada ha de faltarnos -replicó el hermano Fernando.

Angie cogió al misionero de los brazos y lo levantó unos centímetros del suelo para mirarlo de cerca, ojo a ojo.

– ¡Si me hubiera hecho caso, no estaríamos en este embrollo! -exclamó echando chispas.

– La decisión de venir aquí fue mía, Angie -intervino Kate.

Los miembros del grupo se dispersaron por la playa, cada uno ocupado en lo suyo. Con ayuda de Alexander y Nadia, Angie había logrado desprender la hélice y, después de examinarla a fondo, confirmó lo que ya sospechaban: no podrían repararla con los medios a su alcance. Estaban atrapados.

Joel González no confiaba en que algo picara en su primitivo anzuelo, por lo mismo casi se va de espaldas de sorpresa cuando sintió un tirón en el hilo. Los demás acudieron a ayudarlo y por fin, después de un buen rato de forcejeo, sacaron del agua una carpa de buen tamaño. El pez dio coletazos de agonía sobre la arena durante largos minutos, que para Nadia fueron un eterno tormento, porque no podía ver sufrir a los animales.

– Así es la naturaleza, niña. Unos mueren para que otros puedan vivir -la consoló el hermano Fernando.

No quiso agregar que Dios les había enviado la carpa, como realmente pensaba, para no seguir provocando a Angie Ninderera. Limpiaron el pez, lo envolvieron en hojas y lo asaron; nunca habían probado algo tan delicioso. Para entonces la playa ardía como un infierno. Improvisaron sombra con lonas sujetas sobre palos y se echaron a descansar, observados por los monos y unos grandes lagartos verdes que habían salido a tomar sol.

El grupo dormitaba sudando bajo la precaria sombra de las lonas, cuando de pronto surgió del bosque, en el otro extremo de la playa, una verdadera tromba levantando nubes de arena. Al principio creyeron que era un rinoceronte, tanto era el escándalo de su llegada, pero pronto vieron que se trataba de un gran jabalí de pelambre erizado y amenazantes colmillos. La bestia arremetió a ciegas contra el campamento, sin darles oportunidad de empuñar las armas, que habían puesto de lado durante la siesta. Apenas tuvieron tiempo de apartarse cuando los embistió, estrellándose contra los palos que sostenían la lona y echándolos por tierra. Desde las ruinas del toldo los observó con ojos malévolos, resoplando.

Angie Ninderera corrió a buscar su revólver y sus movimientos atrajeron la atención del animal, que se dispuso a atacar de nuevo. Con las pezuñas de las patas delanteras rascó la playa, bajó la cabeza y echó a correr en dirección a Angie, cuya corpulencia presentaba un blanco perfecto.

Cuando el fin de Angie parecía inevitable, el hermano Fernando se interpuso entre ella y el jabalí, agitando un trozo de lona en el aire. La bestia se detuvo en seco, dio media vuelta y se lanzó contra él, pero en el instante del choque el misionero escamoteó el cuerpo con un pase de danza. El jabalí tomó distancia, furioso, y volvió a la carga, enredándose de nuevo en la lona, sin tocar al hombre. Entretanto Angie había empuñado su revólver, pero no se atrevió a disparar porque el animal daba vueltas en torno al hermano Fernando, tan cerca que se confundían.

El grupo comprendió que presenciaba la más original corrida de toros. El misionero usaba la lona como capa, provocaba al animal y lo azuzaba con gritos de «¡Ole, toro!». Lo engañaba, se le ponía por delante, lo enloquecía. Al poco rato lo tenía agotado, a punto de desmoronarse, babeando y con las patas temblorosas. Entonces el hombre le volvió la espalda y, con la suprema arrogancia de un torero, se alejó varios pasos arrastrando la capa, mientras el jabalí hacía esfuerzos por mantenerse sobre sus patas. Angie aprovechó ese instante para matarlo de dos tiros en la cabeza. Un coro de aplausos y rechiflas saludó la atrevida proeza del hermano Fernando.

– ¡Vaya qué gustazo me he dado! ¡No toreaba desde hacía treinta y cinco años! -exclamó.

Sonrió por primera vez desde que lo conocían y les contó que el sueño de su juventud fue seguir los pasos de su padre, un famoso torero, pero Dios tenía otros planes para él: unas fiebres tremendas lo dejaron casi ciego y no pudo seguir toreando. Se preguntaba qué haría con su vida cuando se enteró, a través del párroco de su pueblo, de que la Iglesia estaba reclutando misioneros para África. Acudió al llamado sólo por la desesperación de no poder torear, pero pronto descubrió que tenía vocación. Para ser misionero se requerían las mismas virtudes que para torear: valor, resistencia y fe para enfrentar dificultades.

– Lidiar toros es fácil. Servir a Cristo es bastante más complicado -concluyó el hermano Fernando.

– A juzgar por la demostración que nos ha dado, parece que no se requieren buenos ojos para ninguna de las dos cosas -dijo Angie, emocionada porque él le había salvado la vida.

– Ahora tendremos carne para varios días. Hay que cocinarla para que dure un poco más -dijo el hermano Fernando.

– ¿Fotografiaste la corrida? -preguntó Kate a Joel González.

El hombre debió admitir que en la excitación del momento había olvidado por completo su obligación.

– ¡Yo la tengo! -dijo Alexander, blandiendo la minúscula cámara automática que siempre llevaba consigo.

El único que pudo quitar el cuero y arrancar las vísceras del jabalí resultó ser el hermano Fernando, porque en su pueblo había visto muchas veces faenar cerdos. Se quitó la camisa y puso manos a la obra. No contaba con cuchillos apropiados, de manera que la tarea resultó lenta y sucia. Mientras él trabajaba, Alexander y Joel González, armados de palos, espantaban a los buitres que volaban en círculos sobre sus cabezas. Al cabo de una hora la carne que podían aprovechar estuvo lista. Echaron al río los restos, para evitar moscas y animales carnívoros, que sin duda llegarían atraídos por el olor de la sangre. El misionero desprendió los colmillos del cerdo salvaje con el cuchillo y, después de limpiarlos con arena, se los dio a Alexander y a Nadia.

– Para que se los lleven de recuerdo a Estados Unidos -dijo.

– Si es que salimos con vida de aquí -agregó Angie.

Gran parte de la noche cayeron breves chubascos, que dificultaban mantener encendido el fuego. Lo defendieron protegiéndolo con una lona, pero se apagaba a menudo y al fin se resignaron a dejarlo morir. Durante el turno de Angie sucedió el único incidente, que después ella describió como «una escapada milagrosa». Un cocodrilo, defraudado porque no pudo atrapar una presa en la orilla del río, se atrevió a acercarse al tenue resplandor de las brasas y de la lámpara de petróleo. Angie, agazapada bajo un trozo de plástico para no mojarse, no lo oyó. Se dio cuenta de su presencia cuando lo tuvo tan cerca que pudo ver sus fauces abiertas a menos de un metro de sus piernas. En una fracción de segundo pasó por su mente la premonición de Ma Bangesé, la adivina del mercado, creyó que había llegado su última hora y no tuvo presencia de ánimo para usar el fusil que descansaba a su lado. El instinto y el susto la hicieron retroceder a saltos y lanzar unos alaridos pavorosos, que despertaron a sus amigos. El cocodrilo vaciló unos segundos y enseguida atacó de nuevo. Angie echó a correr, tropezó y se cayó, rodando hacia un lado para escabullirse del animal.

El primero en acudir a los gritos de Angie fue Alexander, quien acababa de salir de su saco de dormir, porque tocaba su turno de vigilancia. Sin pensar en lo que hacía, tomó lo primero que encontró a mano y asestó un garrotazo con todas sus fuerzas en el hocico a la bestia. El muchacho chillaba más que Angie y repartía golpes y patadas a ciegas, la mitad de los cuales no caían sobre el cocodrilo. De inmediato los demás acudieron a socorrerlo y Angie, recuperada de la sorpresa, comenzó a disparar su arma sin apuntar. Un par de balas dieron en el blanco pero no penetraron en las gruesas escamas del saurio. Por fin el alboroto y los golpes de Alexander lo hicieron desistir de su cena y partió indignado dando coletazos en dirección al río.

– ¡Era un cocodrilo! -exclamó Alexander, tartamudeante y tembloroso, sin poder creer que había batallado con uno de esos monstruos.

– Ven para darte un beso, hijo, me salvaste la vida -lo llamó ella, estrujándolo en su amplio pecho.

Alexander sintió que le crujían las costillas y lo sofocaba una mezcla de olor a miedo y a perfume de gardenias, mientras Angie lo cubría de sonoros besos, riéndose y llorando de nervios.

Joel González se acercó a examinar el arma que había empleado Alexander.

– ¡Es mi cámara! -exclamó.

Lo era. El estuche de cuero negro estaba destrozado, pero la pesada máquina alemana había resistido el rudo encuentro con el cocodrilo sin aparente daño.

– Perdona, Joel. La próxima vez usaré la mía -dijo Alexander señalando su pequeña cámara de bolsillo.

Por la mañana dejó de llover y aprovecharon para lavar la ropa, con un fuerte jabón de creolina que Angie llevaba en su equipaje, y ponerla a secar al sol. Desayunaron carne asada, galletas y té. Estaban planeando la forma de construir una balsa, tal como Alexander había sugerido el primer día, para flotar río abajo hasta la aldea más cercana, cuando surgieron dos canoas aproximándose por el río. El alivio y la alegría fueron tan explosivos que todos corrieron lanzando alaridos de júbilo, como los náufragos que eran. Al verlos, las canoas se detuvieron a cierta distancia y los tripulantes comenzaron a remar en sentido contrario, alejándose. Iban dos hombres en cada una, vestidos con pantalones cortos y camisetas. Angie les saludó a gritos en inglés y otros idiomas locales que pudo recordar, rogándoles que regresaran, que estaban dispuestos a pagarles si los ayudaban. Los hombres consultaron entre sí y por fin la curiosidad o la codicia los venció y empezaron a remar, acercándose cautelosamente a la orilla. Comprobaron que había una mujer robusta, una extraña abuela, dos adolescentes, un tipo flaco con lentes gruesos y otro hombre que tampoco parecía de temer; formaban un grupo más bien ridículo. Una vez convencidos de que esa gente no presentaba peligro, a pesar de las armas en manos de la dama gorda, saludaron con gestos y desembarcaron.

Los recién llegados se presentaron como pescadores provenientes de una aldea situada algunas millas hacia el sur. Eran fuertes, macizos, casi cuadrados, con la piel muy oscura, e iban armados con machetes. Según el hermano Fernando, eran de raza bantú.

Debido a la colonización, la segunda lengua de la región era el francés. Ante la sorpresa de su nieto, resultó que Kate Cold lo hablaba pasablemente y así pudo intercambiar algunas frases con los pescadores. El hermano Fernando y Angie conocían varias lenguas africanas, y aquello que los demás no lograron expresar en francés ellos lo transmitieron. Explicaron el accidente, les mostraron el avión averiado y les pidieron ayuda para salir de allí. Los bantúes bebieron las cervezas tibias que les ofrecieron y devoraron unos trozos de jabalí, pero no se ablandaron hasta que acordaron un precio y Angie les repartió cigarrillos, que tuvieron el poder de relajarlos.

Entretanto, Alexander echó una mirada en las canoas y como no vio ningún implemento de pesca, concluyó que los tipos mentían y no eran de fiar. Los demás del grupo tampoco estaban tranquilos.

Mientras los hombres de las canoas comían, bebían y fumaban, el grupo de amigos se apartó para discutir la situación. Angie aconsejó no descuidarse, porque podrían asesinarlos para robarles, aunque el hermano Fernando creía que eran enviados del cielo para ayudarlos en su misión.

– Estos hombres nos llevarán río arriba a Ngoubé. Según el mapa… -dijo.

– ¡Cómo se le ocurre! -lo interrumpió Angie-. Iremos al sur, a la aldea de estos hombres. Allí debe existir algún medio de comunicación. Tengo que conseguir otra hélice y regresar a buscar mi avión.

– Estamos muy cerca de Ngoubé. No puedo abandonar a mis compañeros, quién sabe qué penurias están pasando -alegó el hermano Fernando.

– ¿No le parece que ya tenemos bastantes problemas? -replicó la pilota.

– ¡Usted no respeta la labor de los misioneros! -exclamó el hermano Fernando.

– ¿Acaso usted respeta a las religiones africanas? ¿Por qué trata de imponernos sus creencias? -replicó Angie.

– ¡Cálmense! Tenemos asuntos más urgentes que resolver -los urgió Kate.

– Sugiero que nos separemos. Los que deseen, van al sur con usted; los que quieran acompañarme, van en la otra canoa a Ngoubé -propuso el hermano Fernando.

– ¡De ninguna manera! Juntos estamos más seguros -interrumpió Kate.

– ¿Por qué no lo sometemos a votación? -sugirió Alexander.

– Porque en este caso no se aplica la democracia, joven -sentenció el misionero.

– Entonces dejemos que Dios lo decida -dijo Alexander.

– ¿Cómo?

– Lancemos una moneda al aire: cara vamos al sur, sello vamos al norte. Está en manos de Dios o de la suerte, corno prefieran -explicó el joven sacando una moneda del bolsillo.

Angie Ninderera y el hermano Fernando vacilaron por unos instantes y enseguida se echaron a reír. La idea les pareció de un humor irresistible.

– ¡Hecho! -exclamaron al unísono.

Los demás aprobaron también. Alexander le pasó la moneda a Nadia, quien la tiró al aire. El grupo contuvo la respiración hasta que cayó sobre la arena.

– ¡Sello! ¡Vamos al norte! -gritó triunfante el hermano Fernando.

– Le daré tres días en total, hombre. Si en ese plazo no ha encontrado a sus amigos, regresamos, ¿entendido? -rugió Angie.

– Cinco días.

– Cuatro.

– Está bien, cuatro días y ni un minuto menos -aprobó a regañadientes el misionero.

Convencer a los supuestos pescadores de que los llevaran hacia el sitio señalado en el mapa resultó más complicado de lo previsto. Los hombres explicaron que nadie se aventuraba por esos lados sin autorización del rey Kosongo, quien no simpatizaba con extranjeros.

– ¿Rey? En este país no hay reyes, hay un presidente y un parlamento, se supone que es una democracia… -dijo Kate.

Angie les aclaró que además del gobierno nacional, ciertos clanes y tribus de África tenían reyes e incluso algunas reinas, cuyo papel era más simbólico que político, como algunos soberanos que aún quedaban en Europa.

– Los misioneros mencionaron en sus cartas a un tal rey Kosongo, pero se referían más al comandante Maurice Mbembelé. Parece que el militar es quien manda -dijo el hermano Fernando.

– Tal vez no se trata de la misma aldea -sugirió Angie.

– No me cabe duda de que es la misma.

– No me parece prudente introducirnos en las fauces del lobo -comentó Angie.

– Debemos averiguar qué pasó con los misioneros -dijo Kate.

– ¿Qué sabe sobre Kosongo, hermano Fernando? -preguntó Alexander.

– No mucho. Parece que Kosongo es un usurpador; lo puso en el trono el comandante Mbembelé. Antes había una reina, pero desapareció. Se supone que la mataron, nadie la ha visto en varios años.

– ¿Y qué contaron los misioneros de Mbembelé? -insistió Alexander.

– Estudió un par de años en Francia, de donde fue expulsado por líos con la policía -explicó el hermano Fernando.

Agregó que de vuelta en su país, Maurice Mbembelé entró al ejército, pero también allí tuvo problemas por su temperamento indisciplinado y violento. Fue acusado de poner fin a una revuelta asesinando a varios estudiantes y quemando casas. Sus superiores le echaron tierra al asunto, para evitar que saliera en la prensa, y se quitaron al oficial de encima enviándolo al punto más ignorado del mapa. Esperaban que las fiebres de los pantanos y las picaduras de mosquitos le curaran el mal carácter o acabaran con él. Allí Mbembelé se perdió en la espesura, junto a un puñado de sus hombres más leales, y poco después reapareció en Ngoubé. Según contaron los misioneros en sus cartas, Mbembelé se acuarteló en la aldea y desde allí controlaba la zona. Era un bruto, imponía los castigos más crueles a la gente. Decían incluso que en más de una ocasión se había comido el hígado o el corazón de sus víctimas.

– Es canibalismo ritual, se supone que así se adquiere el valor y la fuerza del enemigo derrotado -aclaró Kate.

– Idi Amín, un dictador de Uganda, solía servir en la cena a sus ministros asados al horno -agregó Angie.

– El canibalismo no es tan raro como creemos, lo vi en Borneo hace algunos años -explicó Kate.

– ¿De verdad presenciaste actos de canibalismo, Kate…? -preguntó Alexander.

– Eso pasó cuando estuve en Borneo haciendo un reportaje. No vi cómo cocinaban gente, si a eso te refieres, hijo, pero lo supe de primera mano. Por precaución sólo comí frijoles en lata -le contestó su abuela.

– Creo que me voy a convertir en vegetariano -concluyó Alexander, asqueado.

El hermano Fernando les contó que el comandante Mbembelé no veía con buenos ojos la presencia de los misioneros cristianos en su territorio. Estaba seguro de que no durarían mucho: si no morían de alguna enfermedad tropical o a causa de un oportuno accidente, los vencería el cansancio y la frustración. Les permitió construir una pequeña escuela y un dispensario con los medicamentos que llevaron, pero no autorizó a los niños a asistir a clases ni a los enfermos a acercarse a la misión. Los hermanos se dedicaron a impartir conocimientos de higiene a las mujeres, hasta que eso también fue prohibido. Vivían aislados, bajo constante amenaza, a merced de los caprichos del rey y el comandante.

El hermano Fernando sospechaba, por las pocas noticias que los misioneros lograron enviar, que Kosongo y Mbembelé financiaban su reino de terror con contrabando. Esa región era rica en diamantes y otras piedras preciosas. Además, había uranio que todavía no se había explotado.

– ¿Y las autoridades no hacen nada al respecto? -preguntó Kate.

– ¿Dónde cree que está, señora? Por lo visto no sabe cómo se manejan las cosas por estos lados -replicó el hermano Fernando.

Los bantúes aceptaron llevarlos al territorio de Kosongo por un precio en dinero, cerveza y tabaco, además de dos cuchillos. El resto de las provisiones fueron colocadas en bolsos; escondieron al fondo el licor y los cigarrillos, que eran más apreciados que el dinero y podían usarlos para pagar servicios y sobornos. Latas de sardinas y duraznos al jugo, fósforos, azúcar, leche en polvo y jabón también eran muy valiosos.

– Mi vodka no la tocará nadie -rezongó Kate Cold.

– Lo más necesario son antibióticos, pastillas para malaria y suero contra picaduras de serpientes -dijo Angie, empacando el botiquín de emergencia del avión, que también contenía la ampolla de anestésico que le había dado Michael Mushaha de muestra.

Los bantúes voltearon las canoas y las levantaron con un palo para improvisar dos techos, bajo los cuales descansaron, después de haber bebido y cantado a voz en cuello hasta altas horas. Aparentemente nada temían de los blancos ni de los animales. Los demás, en cambio, no se sentían seguros. Aferrados a sus armas y sus bultos, no pegaron los ojos por vigilar a los pescadores, que dormían a pierna suelta. Poco después de las cinco amaneció. El paisaje, envuelto en misteriosa bruma, parecía una delicada acuarela. Mientras los extranjeros, exhaustos, realizaban los preparativos para marcharse, los bantúes corrían por la arena pateando una pelota de trapo en un vigoroso partido de fútbol.

El hermano Fernando hizo un pequeño altar coronado por una cruz hecha con dos palos, y llamó a rezar. Los bantúes se acercaron por curiosidad y los demás por cortesía, pero la solemnidad que impartió al acto logró conmover a todos, incluso a Kate, quien había visto tantos ritos diferentes en sus viajes que ya ninguno le impresionaba.

Cargaron las delgadas canoas, distribuyendo lo mejor posible el peso de los pasajeros y los bultos, y dejaron en el avión lo que no pudieron llevarse.

– Espero que nadie venga en nuestra ausencia -dijo Angie, dándole una palmada de despedida al Súper Halcón.

Era el único capital que tenía en este mundo y temía que le robaran hasta el último tornillo. «Cuatro días no es mucho», murmuró para sus adentros, pero el corazón se le encogió, lleno de malos presentimientos. Cuatro días en esa jungla eran una eternidad.

Partieron alrededor de las ocho de la mañana. Colgaron las lonas como toldos en las canoas para protegerse del sol, que ardía sin piedad sobre sus cabezas cuando iban por el medio del río. Mientras los extranjeros padecían de sed y calor, acosados por abejas y moscas, los bantúes remaban sin esfuerzo contra la corriente, animándose unos a otros con bromas y largos tragos de vino de palma, que llevaban en envases de plástico. Lo obtenían del modo más simple: hacían un corte en forma de V en la base del tronco de las palmeras, colgaban una calabaza debajo y esperaban a que se llenara con la savia del árbol, que luego dejaban fermentar.

Había una algarabía de aves en el aire y una fiesta de diversos peces en el agua; vieron hipopótamos, tal vez la misma familia que habían encontrado en la orilla durante la primera noche, y cocodrilos de dos clases, unos grises y otros más pequeños color café. Angie, a salvo en la canoa, aprovechó para cubrirlos de insultos. Los bantúes quisieron lacear a uno de los más grandes, cuya piel podían vender a buen precio, pero Angie se puso histérica y los demás tampoco aceptaron compartir el reducido espacio de la embarcación con el animal, por mucho que le ataran las patas y el hocico: habían tenido ocasión de apreciar sus hileras de dientes renovables y la fuerza de sus coletazos.

Una especie de culebra oscura pasó rozando una de las canoas y de repente se infló, transformándose en un pájaro con alas de rayas blancas y cola negra, que se elevó, perdiéndose en el bosque. Más tarde una gran sombra voló sobre sus cabezas y Nadia dio un grito de reconocimiento: era un águila coronada. Angie contó que había visto a una de ellas levantar una gacela en sus garras. Nenúfares blancos flotaban entre grandes hojas carnosas, formando islas, que debían sortear con cuidado para evitar que los botes se atascaran en las raíces. En ambas orillas la vegetación era tupida, colgaban lianas, helechos, raíces y ramas. De vez en cuando surgían puntos de color en el verde uniforme de la naturaleza: orquídeas moradas, rojas, amarillas y rosadas.

Gran parte del día navegaron hacia el norte. Los remeros, incansables, no variaron el ritmo de sus movimientos ni siquiera a la hora de más calor, cuando los demás estaban medio desmayados. No se detuvieron para comer; debieron darse por satisfechos con galletas, agua embotellada y un puñado de azúcar. Nadie quiso sardinas, cuyo solo olor les revolvía el estómago.

A eso de la media tarde, cuando el sol todavía estaba alto, pero el calor había disminuido un poco, uno de los bantúes señaló la orilla. Las canoas se detuvieron. El río se bifurcaba en un brazo ancho, que continuaba hacia el norte, y un delgado canal, que se internaba en la espesura hacia la izquierda. A la entrada del canal vieron en tierra firme algo que parecía un espantapájaros. Era una estatua de madera de tamaño humano, vestida de rafia, plumas y tiras de piel, tenía cabeza de gorila, con la boca abierta como en un grito espantoso. En las cuencas de los ojos tenía dos piedras incrustadas. El tronco estaba lleno de clavos y la cabeza coronada por una incongruente rueda de bicicleta a modo de sombrero, de la cual colgaban huesos y manos disecadas, tal vez de monos. Lo rodeaban varios muñecos igualmente pavorosos y cráneos de animales.

– ¡Son muñecos satánicos de brujería! -exclamó el hermano Fernando, haciendo el signo de la cruz.

– Son un poco más feos que los santos de las iglesias católicas -le contestó Kate en tono sarcástico.

Joel González y Alexander enfocaron sus cámaras.

Los bantúes, aterrorizados, anunciaron que hasta allí no más llegaban y aunque Kate los tentó con más dinero y cigarrillos, se negaron a continuar. Explicaron que ese macabro altar señalaba la frontera del territorio de Kosongo. De allí hacia dentro eran sus dominios, nadie podía internarse sin su permiso. Agregaron que podrían llegar a la aldea antes que cayera la noche siguiendo una huella en el bosque. No estaba muy lejos, dijeron, sólo una o dos horas de marcha. Debían guiarse por los árboles marcados con tajos de machete. Los remeros atracaron las frágiles embarcaciones a la orilla y sin esperar instrucciones empezaron a lanzar los bultos a tierra.

Kate les pagó una parte de lo debido y, mediante su mal francés y la ayuda del hermano Fernando, logró comunicarles que debían regresar a buscarlos a ese mismo punto dentro de cuatro días, entonces recibirían el resto del dinero prometido y un premio en cigarrillos y latas de durazno al jugo. Los bantúes aceptaron con fingidas sonrisas y, retrocediendo a tropezones, treparon en sus canoas y se alejaron como si los persiguieran demonios.

– ¡Qué tipos tan excéntricos! -comentó Kate.

– Me temo que no volveremos a verlos -agregó Angie, preocupada.

– Mejor emprendemos la marcha antes que oscurezca -dijo el hermano Fernando, colocándose la mochila a la espalda y empuñando un par de bultos.

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