Los festejos comenzaron alrededor de las cinco de la tarde, cuando el calor disminuyó un poco. Entre la población de Ngoubé reinaba un clima de gran tensión. La madre de Nze había echado a correr la voz entre los bantúes de que Nana-Asante, la legítima reina, tan llorada por su pueblo, estaba viva. Agregó que los extranjeros pensaban ayudar a la reina a recuperar su trono y que ésa sería la única oportunidad que tendrían de deshacerse de Kosongo y Mbembelé. ¿Hasta cuándo iban a soportar que reclutaran a sus hijos para convertirlos en asesinos? Vivían espiados sin libertad para moverse o pensar, cada vez más pobres. Todo lo que producían se lo llevaba Kosongo; mientras él acumulaba oro, diamantes y marfil, el resto de la gente no contaba ni con vacunas. La mujer habló discretamente con sus hijas, éstas con las amigas y en menos de una hora la mayor parte de los adultos compartían la misma inquietud. No se atrevieron a hacer partícipes a los guardias, aunque eran miembros de sus propias familias, porque no sabían cómo reaccionarían; Mbembelé les había lavado el cerebro y los tenía en un puño. La angustia era mayor entre las mujeres pigmeas, porque esa tarde se vencía el plazo para salvar a sus hijos. Sus maridos siempre conseguían llegar a tiempo con los colmillos de elefante, pero ahora algo había cambiado. Nadia le dio a Jena la fantástica noticia de que habían recuperado el amuleto sagrado, Ipemba-Afua, y que los hombres no vendrían con el marfil, sino con la decisión de enfrentarse a Kosongo. Ellas también tendrían que luchar. Durante años habían soportado la esclavitud creyendo que si obedecían sus familias podrían sobrevivir; pero la mansedumbre de poco les había servido, sus condiciones de vida eran cada vez más duras. Cuanto más aguantaban, peor era el abuso que padecían. Tal como Jena explicó a sus compañeras, cuando no hubiera más elefantes en el bosque, venderían a sus hijos de todos modos. Más valía morir en la rebelión, que vivir en la esclavitud.
El harén de Kosongo también estaba alborotado, porque ya se sabía que la futura esposa no tenía miedo de nada y era casi tan fuerte como Mbembelé, se burlaba del rey y había aturdido al viejo de un solo sopapo. Las mujeres que no tuvieron la suerte de ver la escena no lo podían creer. Sentían terror de Kosongo, quien las había obligado a casarse con él, y un respeto reverencial por el viejo cascarrabias encargado de vigilarlas. Algunas pensaban que en menos de tres días la arrogante Angie Ninderera sería domada y convertida en una más de las sumisas esposas del rey, tal como les ocurrió a cada una de ellas; pero las cuatro jóvenes que la acompañaron al río y vieron sus músculos y su actitud, estaban convencidas de que no sería así.
Los únicos que no se daban cuenta de que algo estaba sucediendo eran justamente quienes debían estar mejor informados: Mbembelé y su «ejército». La autoridad se les había subido a la cabeza, se sentían invencibles. Habían creado su propio infierno, donde se sentían confortables y, como jamás habían sido desafiados, se descuidaron.
Por orden de Mbembelé, las mujeres de la aldea se encargaron de los preparativos para la boda del rey. Decoraron la plaza con un centenar de antorchas y arcos hechos con ramas de palma, amontonaron pirámides de fruta y cocinaron un banquete con lo que había a mano: gallinas, ratas, lagartos, antílope, mandioca y maíz. Los bidones con vino de palma empezaron a circular temprano entre los guardias, pero la población civil se abstuvo de beberlo, tal como había instruido la madre de Nze.
Todo estaba listo para la doble ceremonia de la boda real y la entrega del marfil. La noche aún no había caído, pero ya ardían las antorchas y el aire estaba impregnado del olor a carne asada. Bajo el Árbol de las Palabras se alineaban los soldados de Mbembelé y los personajes de su patética corte. La población de Ngoubé se agrupaba a ambos lados de la plazuela y los guardias bantúes vigilaban en sus puestos, armados con sus machetes y garrotes. Para los visitantes extranjeros habían provisto banquitos de madera. Joel González tenía sus cámaras listas y los demás se mantenían alertas, preparados para actuar cuando llegara el momento. La única del grupo que estaba ausente era Nadia.
En un sitio de honor bajo el árbol aguardaba Angie Ninderera, impresionante en su túnica nueva y sus adornos de oro. No parecía preocupada en lo más mínimo, a pesar de que muchas cosas podían salir mal esa tarde. Cuando por la mañana Kate le planteó sus temores, Angie replicó que no había nacido aún el hombre que pudiera asustarla y agregó que ya vería Kosongo quién era ella.
– Pronto el rey me ofrecerá todo el oro que tiene, para que me vaya lo más lejos posible -se rió.
– A menos que te eche al pozo de los cocodrilos -masculló Kate, muy nerviosa.
Cuando los cazadores llegaron a la aldea con sus redes y sus lanzas, pero sin los colmillos de elefante, los habitantes de la aldea comprendieron que la tragedia ya había comenzado y nada podría detenerla. Un largo suspiro salió de todos los pechos y recorrió la plaza; en cierta forma la gente se sintió aliviada, cualquier cosa era mejor que seguir soportando la horrible tensión de ese día. Los guardias bantúes, desconcertados, rodearon a los pigmeos esperando instrucciones de su jefe, pero el comandante no se encontraba allí.
Transcurrió media hora, durante la cual la angustia entre los presentes aumentó a un nivel insoportable. Los bidones con licor circulaban entre los jóvenes guardias, que tenían los ojos inyectados y se habían puesto locuaces y desordenados. Uno de los Hermanos del Leopardo les ladró y de inmediato dejaron los recipientes de vino en el suelo y se cuadraron por unos minutos, pero la disciplina no duró mucho.
Un marcial redoble de tambores anunció por fin la llegada del rey. Abría la marcha la Boca Real, acompañado por un guardia con una cesta de pesadas joyas de oro de regalo para la novia. Kosongo podía mostrarse generoso en público, porque apenas Angie pasara a ser parte de su harén, las joyas volvían a su poder. Seguían las esposas cubiertas de oro y el viejo que las cuidaba, con la cara hinchada y sólo cuatro dientes sueltos bailándole en la boca. Se notaba un cambio evidente en la actitud de las mujeres, ya no actuaban como ovejas, sino como una manada de animadas cebras. Angie les hizo un gesto con la mano y ellas contestaron con amplias sonrisas de complicidad.
Detrás del harén iban los cargadores llevando en andas la plataforma sobre la cual estaba Kosongo sentado en el sillón francés.
Lucía el mismo atuendo de antes, con el impresionante sombrero y la cortina de cuentas tapándole la cara. El manto aparecía chamuscado en algunas partes, pero en buen estado. Lo único que faltaba era el amuleto de los pigmeos colgando del cetro, en su lugar había un hueso similar, que a la distancia podía pasar por Ipemba-Afua. Al rey no le convenía admitir que le habían despojado del objeto sagrado. Por lo demás, estaba seguro de que no necesitaba el amuleto para controlar a los pigmeos, a quienes consideraba unas criaturas miserables.
El cortejo real se detuvo en el centro de la plaza, para que nadie dejara de admirar al soberano. Antes que los portadores llevaran la plataforma a su sitio bajo el Árbol de las Palabras, la Boca Real preguntó a los pigmeos por el marfil. Los cazadores se adelantaron y la población entera pudo apreciar que uno de ellos llevaba el amuleto sagrado, Ipemba-Afua.
– Se acabaron los elefantes. No podemos traer más colmillos. Ahora queremos a nuestras mujeres y nuestros hijos. Vamos a volver al bosque -anunció Beyé-Dokou sin que le temblara la voz.
Un silencio sepulcral recibió este breve discurso. La posibilidad de una rebelión de los esclavos no se le había ocurrido a nadie todavía. La primera reacción de los Hermanos del Leopardo fue matar a tiros al grupo de hombrecitos, pero no estaba Mbembelé entre ellos para dar la orden y el rey aún no reaccionaba. La población estaba desconcertada, porque la madre de Nze no había dicho nada respecto a los pigmeos. Durante años los bantúes se beneficiaron del trabajo de los esclavos y no les convenía perderlos, pero comprendieron que se había roto el equilibrio de antes. Por primera vez sintieron respeto por aquellos seres, los más pobres, indefensos y vulnerables, mostraban un valor increíble.
Kosongo llamó a su mensajero con un gesto y murmuró algo a su oído. La Boca Real dio orden de traer a los niños. Seis guardias se dirigieron a uno de los corrales y poco después reaparecieron conduciendo a un grupo miserable: dos mujeres de edad, vestidas con faldas de rafia, cada una con bebés en brazos, rodeadas por varios niños de diferentes edades, diminutos y aterrorizados. Cuando vieron a sus padres algunos hicieron ademán de correr hacia ellos, pero fueron detenidos por los guardias.
– El rey debe comerciar, es su deber. Ustedes saben lo que pasa si no traen marfil -anunció la Boca Real.
Kate Cold no pudo soportar más la angustia y, a pesar de haberle prometido a Alexander que no iba a intervenir, corrió hacia el centro de la plazuela y se plantó delante de la plataforma real, que aún estaba sobre los hombros de los portadores. Sin acordarse para nada del protocolo, que la obligaba a postrarse, increpó a Kosongo a gritos, recordándole que ellos eran periodistas internacionales, que informarían al mundo sobre los crímenes contra la humanidad que se cometían en esa aldea. No alcanzó a terminar, porque dos soldados armados de fusiles la levantaron por los brazos. La vieja escritora siguió alegando mientras se la llevaban pataleando en el aire en dirección al pozo de los cocodrilos.
El plan trazado con tanto cuidado por Nadia y Alexander se desmoronó en cuestión de minutos. Habían asignado una misión a cada miembro del grupo, pero la intervención a destiempo de Kate sembró el caos entre los amigos. Por fortuna también los guardias y el resto de la población estaban confundidos. El pigmeo designado para disparar al rey la ampolla de anestésico, quien se había mantenido oculto entre las chozas, no pudo esperar el mejor momento para hacerlo. Apurado por las circunstancias, se llevó la cerbatana a la boca y sopló, pero la inyección destinada a Kosongo dio en el pecho de uno de los cargadores que sostenían la plataforma. El hombre sintió una picada de abeja, pero no disponía de una mano libre para sacudir al supuesto insecto. Durante unos instantes se mantuvo en pie y de súbito se le doblaron las rodillas y cayó inconsciente. Sus compañeros no estaban preparados y el peso fue insostenible, la plataforma se inclinó y el sillón francés rodó hacia el suelo. Kosongo dio un grito tratando de equilibrarse y por una fracción de segundo quedó suspendido en el aire, luego aterrizó enredado en el manto, con el sombrero torcido y bramando de rabia.
Angie Ninderera decidió que había llegado el momento de improvisar, puesto que el plan original estaba arruinado. De cuatro zancadas llegó junto al rey caído, de dos manotazos apartó a los guardias que intentaron detenerla y con uno de sus largos alaridos de indio comanche cogió el sombrero y lo arrancó de la cabeza real.
La acción de Angie fue tan inesperada y tan atrevida, que la gente se paralizó, como en una fotografía. La tierra no tembló cuando los pies del rey se posaron en ella. Con sus gritos de rabia nadie quedó sordo, no cayeron pájaros muertos del cielo ni se convulsionó el bosque en estertores de agonía. Al ver el rostro de Kosongo por primera vez nadie quedó ciego, sólo sorprendido. Cuando cayó el sombrero y la cortina, todos pudieron ver la cabeza inconfundible del comandante Maurice Mbembelé.
– ¡Ya decía Kate que ustedes se parecen demasiado! -exclamó Angie.
Para entonces los soldados habían reaccionado y se precipitaron a rodear al comandante, pero ninguno se atrevió a tocarlo.
Incluso los hombres que conducían a Kate hacia su muerte soltaron a la escritora y regresaron corriendo junto a su jefe, pero tampoco ellos osaron ayudarlo. Esto permitió a Kate disimularse entre la gente y hablar con Nadia. Mbembelé logró desprenderse del manto y de un salto se puso de pie. Era la imagen misma de la furia, cubierto de sudor, con los ojos desorbitados, echando espuma por la boca, rugiendo como una fiera. Levantó su poderoso puño con la intención de descargarlo sobre Angie, pero ésta ya estaba fuera de su alcance.
Beyé-Dokou escogió ese momento para adelantarse. Se requería un valor inmenso para desafiar al comandante en tiempos normales; hacerlo entonces, cuando estaba indignado, era de una temeridad suicida. El pequeño cazador se veía insignificante frente al descomunal Mbembelé, quien se elevaba como una torre frente a él. Mirándolo hacia arriba, el pigmeo invitó al gigante a batirse en combate singular.
Un murmullo de asombro recorrió la aldea. Nadie podía creer lo que estaba ocurriendo. La gente se adelantó, agrupándose detrás de los pigmeos, sin que los guardias, tan pasmados como el resto de la población, atinaran a intervenir.
Mbembelé vaciló, desconcertado, mientras las palabras del esclavo penetraban en su cerebro. Cuando por fin comprendió el inmenso atrevimiento que tal desafío implicaba, lanzó una carcajada estrepitosa, que se prolongó en oleadas durante varios minutos. Los Hermanos del Leopardo lo imitaron, porque supusieron que eso se esperaba de ellos, pero la risa resultó forzada; el asunto había tomado un cariz demasiado grotesco y no sabían cómo actuar. Podían palpar la hostilidad de la población y presentían que los guardias bantúes estaban confundidos, listos para sublevarse.
– ¡Despejen la plaza! -ordenó Mbembelé.
La idea de Ezenji o duelo mano a mano no resultaba novedosa para nadie en Ngoubé, porque así se castigaba a los presos y de paso se creaba una diversión que al comandante le encantaba. Lo único diferente en este caso era que Mbembelé no sería juez y espectador, sino que le tocaría participar. Por supuesto que pelear contra un pigmeo no le causaba ni la menor preocupación, pensaba aplastarlo como un gusano, pero antes lo haría sufrir un poco.
El hermano Fernando, quien se había mantenido a cierta distancia, ahora salió al frente revestido de una nueva autoridad. La noticia de la muerte de sus compañeros había reforzado su fe y su coraje. No temía a Mbembelé, porque albergaba la convicción de que los seres malvados tarde o temprano pagan sus faltas y aquel comandante había cumplido ampliamente su cuota de crímenes; había llegado la hora de rendir cuentas.
– Yo serviré de árbitro. No pueden usar armas de fuego. ¿Qué armas escogen, lanza, cuchillo o machete? -anunció.
– Nada de eso. Lucharemos sin armas, mano a mano -replicó el comandante con una mueca feroz.
– Está bien -aceptó Beyé-Dokou sin vacilar.
Alexander se dio cuenta de que su amigo se creía protegido por el fósil; no sabía que sólo servía de escudo contra armas cortantes, pero no lo salvaría de la fuerza sobrehumana del comandante, quien podía descuartizarlo a mano limpia. Se llevó aparte al hermano Fernando para rogarle que no aceptara esas condiciones, pero el misionero replicó que Dios velaba por la causa de los justos.
– ¡Beyé-Dokou está perdido en una lucha cuerpo a cuerpo! ¡El comandante es mucho más fuerte! -exclamó Alexander.
– También el toro es más fuerte que el torero. El truco consiste en cansar a la bestia -indicó el misionero.
Alexander abrió la boca para replicar y al instante comprendió lo que el hermano Fernando intentaba explicarle. Salió disparado a preparar a su amigo para la tremenda prueba que debía enfrentar.
En el otro extremo de la aldea, Nadia había quitado la tranca y abierto el portón del corral donde mantenían encerradas a las pigmeas. Un par de cazadores, que no se habían presentado en Ngoubé con los demás, se aproximaron trayendo lanzas, que repartieron entre ellas. Las mujeres se deslizaron como fantasmas entre las chozas y se ubicaron en torno a la plaza, ocultas por las sombras de la noche, preparadas para actuar cuando llegara el momento. Nadia se reunió con Alexander, quien estaba aleccionando a Beyé-Dokou, mientras los soldados trazaban el ring en el lugar habitual.
– No hay que preocuparse por los fusiles, Jaguar, sólo la pistola que tiene Mbembelé en el cinturón, es la única que no pudimos inutilizar -dijo Nadia.
– ¿Y los guardias bantúes?
– No sabemos cómo van a reaccionar, pero a Kate se le ha ocurrido una idea -replicó ella.
– ¿Crees que debo decirle a Beyé-Dokou que el amuleto no puede protegerlo de Mbembelé?
– ¿Para qué? Eso le quitaría confianza -contestó ella.
Alexander notó que la voz de su amiga sonaba cascada, no parecía totalmente humana, era casi un graznido. Nadia tenía los ojos vidriosos, estaba muy pálida y respiraba agitadamente.
– ¿Qué te pasa, Águila? -preguntó.
– Nada. Cuídate mucho, Jaguar. Tengo que irme.
– ¿Adonde vas?
– A buscar ayuda contra el monstruo de tres cabezas, Jaguar. -¡Acuérdate de la predicción de Ma Bangesé, no podemos separarnos!
Nadia le dio un beso ligero en la frente y salió corriendo. En la excitación que reinaba en la aldea, nadie, salvo Alexander, vio al águila blanca que se elevaba por encima de las chozas y se perdía en dirección al bosque.
En una esquina del cuadrilátero aguardaba el comandante Mbembelé. Iba descalzo y vestía solamente el pantalón corto, que había llevado bajo el manto real, y un ancho cinturón de cuero con su pistola al cinto. Se había frotado el cuerpo con aceite de palma, sus prodigiosos músculos parecían esculpidos en roca viva y su piel relucía como obsidiana en la luz vacilante de las cien antorchas. Las cicatrices rituales en sus brazos y mejillas acentuaban su extraordinario aspecto. Sobre el cuello de toro su cabeza afeitada parecía pequeña. Las facciones clásicas de su rostro habrían sido hermosas si no estuvieran desfiguradas por una expresión bestial. A pesar del odio que ese hombre provocaba, nadie dejaba de admirar su estupendo físico.
Por contraste, el hombrecito que estaba en la esquina opuesta era un enano que a duras penas alcanzaba la cintura del gigantesco Mbembelé. Nada atrayente había en su figura desproporcionada y su rostro chato, de nariz aplastada y frente corta, excepto el coraje y la inteligencia que brillaban en sus ojos. Se había quitado su roñosa camiseta amarilla y también estaba prácticamente desnudo y embetunado de aceite. Llevaba al cuello un trozo de roca colgado de una cuerda: el mágico excremento de dragón de Alexander.
– Un amigo mío, llamado Tensing, que conoce mejor que nadie el arte de la lucha cuerpo a cuerpo, me dijo que la fuerza del enemigo es también su debilidad -explicó Alexander a Beyé-Dokou.
– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó el pigmeo.
– La fuerza de Mbembelé reside en su tamaño y su peso. Es como un búfalo, puro músculo. Como pesa mucho, no tiene flexibilidad y se cansa rápido. Además, es arrogante, no está acostumbrado a que lo desafíen. Hace muchos años que no tiene necesidad de cazar o de pelear. Tú estás en mejor forma.
– Y yo tengo esto -agregó Beyé-Dokou acariciando el amuleto.
– Más importante que eso, amigo mío, es que tú peleas por tu vida y la de tu familia. Mbembelé lo hace por gusto. Es un matón y como todos los matones, es cobarde -replicó Alexander.
Jena, la esposa de Beyé-Dokou, se acercó a su marido, le dio un breve abrazo y le dijo unas palabras al oído. En ese instante los tambores anunciaron el comienzo del combate.
En torno al cuadrilátero, alumbrado por antorchas y por la luna, estaban los soldados de la Hermandad del Leopardo con sus fusiles, detrás los guardias bantúes y en tercera fila la población de Ngoubé, todos en peligroso estado de agitación. Por orden de Kate, quien no podía desperdiciar la ocasión de escribir un fantástico reportaje para la revista, Joel González se disponía a fotografiar el evento.
El hermano Fernando limpió sus lentes y se quitó la camisa. Su cuerpo ascético, muy delgado y fibroso, era de un blanco enfermizo. Vestido sólo con pantalones y botas, se preparaba para servir de arbitro, a pesar de que tenía poca esperanza de hacer respetar las reglas elementales de cualquier deporte. Comprendía que se trataba de una lucha mortal; su esperanza consistía en evitar que lo fuera. Besó el escapulario que llevaba al cuello y se encomendó a Dios.
Mbembelé lanzó un rugido visceral y avanzó haciendo temblar el suelo con sus pasos. Beyé-Dokou lo aguardó inmóvil, en silencio, en la misma actitud alerta, pero calmada, que empleaba durante la caza. Un puño del gigante salió disparado como un cañonazo contra el rostro del pigmeo, quien lo esquivó por unos milímetros. El comandante se fue hacia delante, pero recuperó de inmediato el equilibrio. Cuando asestó el segundo golpe, su contrincante ya no estaba allí, lo tenía detrás. Se volvió furioso y sé le fue encima como una fiera brava, pero ninguno de sus puñetazos lograba tocar a Beyé-Dokou, quien danzaba por las orillas del ring. Cada vez que lo atacaba, el otro se escabullía.
Dada la escasa estatura de su oponente, Mbembelé debía boxear hacia abajo, en una postura incómoda que restaba fuerza a sus brazos. Si hubiera logrado colocar uno solo de sus golpes, habría destrozado la cabeza de Beyé-Dokou, pero no podía asestar ninguno, porque el otro era rápido como una gacela y resbaloso como un pez. Pronto el comandante estaba jadeando y el sudor le caía sobre los ojos, cegándolo. Calculó que debía medirse: no derrotaría al otro en un solo round, como había supuesto. El hermano Fernando ordenó una pausa y el fornido Mbembelé obedeció al punto, retirándose a su rincón, donde lo esperaba un balde con agua para beber y lavarse el sudor.
Alexander recibió en su esquina a Beyé-Dokou, quien llegó sonriendo y dando pasitos de baile, como si se tratara de una fiesta. Eso aumentó la rabia del comandante, quien lo observaba desde el otro lado luchando por recuperar el aliento. Beyé-Dokou no parecía tener sed, pero aceptó que le echaran agua por la cabeza.
– Tu amuleto es muy mágico, es lo más mágico que existe después de Ipemba-Afua -dijo, muy satisfecho.
– Mbembelé es como un tronco de árbol, le cuesta mucho doblar la cintura, por eso no puede golpear hacia abajo -le explicó Alexander-.Vas muy bien, Beyé-Dokou, pero tienes que cansarlo más.
– Ya lo sé. Es como el elefante. ¿Cómo vas a cazar al elefante si no lo cansas primero?
Alexander consideró que la pausa era demasiado breve, pero Beyé-Dokou estaba brincando de impaciencia y tan pronto como el hermano Fernando dio la señal, salió al centro del ring brincando como un chiquillo. Para Mbembelé esa actitud fue una provocación que no podía dejar pasar. Olvidó su resolución de medirse y arremetió como un camión a toda marcha. Por supuesto que no encontró al pigmeo por delante y el impulso lo sacó fuera del ring.
El hermano Fernando le indicó con firmeza que volviera a los límites marcados por la cal. Mbembelé se volvió hacia él para hacerle pagar la osadía de darle una orden, pero una rechifla cerrada de la población de Ngoubé lo detuvo. ¡No podía creer lo que oía! Jamás, ni en sus peores pesadillas, pasó por su cerebro la posibilidad de que alguien se atreviera a contradecirlo. No alcanzó a entretenerse pensando en formas de castigar a los insolentes, porque Beyé-Dokou lo llamó de vuelta al ring dándole por detrás una patada en una pierna. Era el primer contacto entre los dos. ¡Ese mono lo había tocado! ¡A él! ¡Al comandante Maurice Mbembelé! Juró que iba a destrozarlo y luego se lo comería, para dar una lección a esos pigmeos alza dos.
Cualquier pretensión de seguir las normas de un juego limpio desapareció en ese instante y Mbembelé perdió por completo el control. De un empujón lanzó al hermano Fernando a varios metros de distancia y se fue encima de Beyé-Dokou, quien súbitamente se tiró al suelo. Encogiéndose casi en posición fetal, apoyado sólo en las asentaderas, el pigmeo comenzó a lanzar patadas cortas, que aterrizaban en las piernas del gigante. A su vez el comandante procuraba golpearlo desde arriba, pero Beyé-Dokou giraba como un trompo, rodaba hacia los costados y no había manera de alcanzarlo. El pigmeo calculó el momento en que Mbembelé se preparaba para asestarle una feroz patada y golpeó la pierna que lo sostenía. La inmensa torre humana del comandante cayó hacia atrás y quedó como una cucaracha de espalda, sin poder levantarse.
Para entonces el hermano Fernando se había recuperado del porrazo, había vuelto a limpiar sus gruesos lentes y estaba otra vez encima de los luchadores. En medio de un griterío tremendo de los espectadores, logró hacerse oír para proclamar al vencedor. Alexander saltó adelante y levantó el brazo de Beyé-Dokou, dando alaridos de júbilo, coreado por todos los demás, menos los Hermanos del Leopardo, que no se reponían de la sorpresa.
Jamás la población de Ngoubé había presenciado un espectáculo tan soberbio. Francamente, pocos se acordaban del origen de la pelea, estaban demasiado excitados ante el hecho inconcebible de que el pigmeo venciera al gigante. La historia formaba ya parte de la leyenda del bosque, no se cansarían de contarla por generaciones y generaciones. Como siempre ocurre con el árbol caído, en un segundo todos estaban dispuestos a hacer leña con Mbembelé, a quien minutos antes todavía consideraban un semidiós. La ocasión se prestaba para festejar. Los tambores empezaron a sonar con vivo entusiasmo y los bantúes a bailar y cantar, sin considerar que en esos minutos habían perdido a sus esclavos y el futuro se presentaba incierto.
Los pigmeos se deslizaron entre las piernas de los guardias y los soldados ocuparon el cuadrilátero y levantaron a Beyé-Dokou en andas. Durante ese estallido de euforia colectiva, el comandante Mbembelé logró ponerse de pie, le arrebató el machete a uno de los guardias y se lanzó contra el grupo que paseaba triunfalmente a Beyé-Dokou, quien instalado sobre los hombros de sus compañeros quedaba al fin a su misma altura.
Nadie vio claramente lo que sucedió enseguida. Unos dijeron que el machete resbaló entre los dedos sudorosos y aceitados del comandante, otros juraban que el filo se detuvo mágicamente en el aire a un centímetro del cuello de Beyé-Dokou y luego voló por los aires como arrastrado por un huracán. Cualquiera que fuese la causa, el hecho es que la multitud se paralizó y Mbembelé, presa de un terror supersticioso, le arrebató el cuchillo a otro guardia y lo lanzó. No pudo apuntar bien, porque Joel González se había aproximado y le disparó una fotografía, cegándolo con el flash.
Entonces el comandante Mbembelé ordenó a sus soldados que dispararan contra los pigmeos. La población se dispersó gritando. Las mujeres arrastraban a sus hijos, los viejos tropezaban, corrían los perros, aleteaban las gallinas y al final sólo quedaron a la vista los pigmeos, los soldados y los guardias, que no se decidían por un bando u otro. Kate y Angie corrieron a proteger a los niños pigmeos, que gritaban amontonados como cachorros en torno a las dos abuelas. Joel buscó refugio bajo la mesa, donde estaba la comida del banquete nupcial, y desde allí tomaba fotografías sin enfocar. El hermano Fernando y Alexander se colocaron de brazos abiertos ante los pigmeos, protegiéndolos con sus cuerpos.
Tal vez algunos de los soldados intentaron disparar y se encontraron con que sus armas no funcionaban. Tal vez otros, asqueados ante la cobardía del jefe que hasta entonces respetaban, se negaron a obedecerle. En cualquier caso, ningún balazo sonó en el patio y un instante después los diez soldados de la Hermandad del Leopardo tenían la punta de una lanza en la garganta: las discretas mujeres pigmeas habían entrado en acción.
Nada de esto percibió Mbembelé, ciego de rabia. Sólo captó que sus órdenes habían sido ignoradas. Sacó la pistola del cinto, apuntó a Beyé-Dokou y disparó. No supo que la bala no dio en el blanco, desviada por el mágico poder del amuleto, porque antes que alcanzara a apretar el gatillo por segunda vez, un animal desconocido se le fue encima, un gato negro enorme, con la velocidad y fiereza de un leopardo y con los ojos amarillos de una pantera.