Para Nadia y Alexander ésa era la primera noche completa en el bosque. La noche anterior habían estado en la fiesta de Kosongo, Nadia había visitado a las pigmeas esclavas, habían robado el amuleto e incendiado la vivienda real antes de salir de la aldea, de modo que no se les hizo tan larga; pero ésta les pareció eterna. La luz se iba temprano y volvía tarde bajo la cúpula de los árboles. Estuvieron más de diez horas encogidos en los patéticos refugios de los cazadores, soportando la humedad, los insectos y la cercanía de animales salvajes, nada de lo cual incomodaba a los pigmeos, quienes sólo temían a los fantasmas. La primera luz del alba sorprendió a Nadia. Alexander y Borobá estaban despiertos y hambrientos. Del antílope asado quedaban puros huesos quemados y no se atrevieron a comer más fruta, porque les producía dolor de tripas. Decidieron no pensar en comida. Pronto despertaron también los pigmeos y se pusieron a hablar entre ellos en su idioma por largo rato. Como no tenían jefe, las decisiones requerían horas de discusión en círculo, pero una vez que se ponían de acuerdo actuaban como un solo hombre. Gracias a su pasmosa facilidad para las lenguas, Nadia entendió el sentido general de la conferencia; en cambio Alexander sólo captó algunos nombres que conocía: Ngoubé, Ipemba-Afua, Nana-Asante. Por fin concluyó la animada charla y los jóvenes se enteraron del plan.
Los contrabandistas llegarían en busca del marfil -o de los niños de los pigmeos- dentro de un par de días. Eso significaba que debían atacar Ngoubé en un plazo máximo de treinta y seis horas. Lo primero y más importante, decidieron, era hacer una ceremonia con el amuleto sagrado para pedir la protección a los antepasados y a Ezenji, el gran espíritu del bosque, de la vida y la muerte.
– ¿Pasamos cerca de la aldea de los antepasados cuando llegamos a Ngoubé? -preguntó Nadia.
Beyé-Dokou les confirmó que, en efecto, los antepasados vivían en un sitio entre el río y Ngoubé. Quedaba a varias horas de camino de donde ellos se encontraban en ese momento. Alexander se acordó de que cuando su abuela Kate era joven recorrió el mundo con una mochila a la espalda y solía dormir en cementerios, porque eran muy seguros, nadie se introducía a ellos de noche. La aldea de los espectros era el lugar perfecto para preparar el ataque a Ngoubé. Allí estarían a corta distancia de su objetivo y completamente seguros, porque Mbembelé y sus soldados jamás se aproximarían.
– Este es un momento muy especial, el más importante en la historia de su tribu. Creo que deben hacer la ceremonia en la aldea de los antepasados… -sugirió Alexander.
Los cazadores se maravillaron ante la absoluta ignorancia del joven forastero y le preguntaron si acaso en su país faltaban el respeto a los antepasados. Alexander debió admitir que en Estados Unidos los antepasados ocupaban una posición insignificante en la escala social. Le explicaron que el villorrio de los espíritus era un lugar prohibido, ningún humano podía entrar sin perecer de inmediato. Sólo iban allí para llevar a los muertos. Cuando alguien fallecía en la tribu, se realizaba una ceremonia que duraba un día y una noche, luego las mujeres más ancianas envolvían el cuerpo en trapos y hojas, lo amarraban con cuerdas hechas con fibra de corteza de árbol, la misma que usaban para sus redes, y lo llevaban a descansar con los antepasados. Se aproximaban deprisa a la aldea, depositaban su carga y salían corriendo lo más rápido posible. Esto siempre se realizaba por la mañana, a plena luz del día, después de numerosos sacrificios. Era la única hora segura, porque los fantasmas dormían durante el día y vivían de noche. Si los antepasados eran tratados con el debido respeto, no molestaban a los humanos, pero cuando se les ofendía no perdonaban. Los temían más que a los dioses, porque estaban más cerca.
Angie Ninderera les había contado a Nadia y Alexander que en África existe una relación permanente de los seres humanos con el mundo espiritual.
– Los dioses africanos son más compasivos y razonables que los dioses de otros pueblos -les había dicho-. No castigan como el dios cristiano. No disponen de un infierno donde las almas sufren por toda la eternidad. Lo peor que puede ocurrirle a un alma africana es vagar perdida y sola. Un dios africano jamás mandaría a su único hijo a morir en la cruz para salvar pecados humanos, que puede borrar con un solo gesto. Los dioses africanos no crearon a los seres humanos a su imagen y tampoco los aman, pero al menos los dejan en paz. Los espíritus, en cambio, son más peligrosos, porque tienen los mismos defectos que las personas, son avaros, crueles, celosos. Para mantenerlos tranquilos hay que ofrecerles regalos. No piden mucho: un chorro de licor, un cigarro, la sangre de un gallo.
Los pigmeos creían que habían ofendido gravemente a sus antepasados, por eso padecían en manos de Kosongo. No sabían cuál era esa ofensa ni cómo enmendarla, pero suponían que su suerte cambiaría si aplacaban su enojo.
– Vamos a su aldea y les preguntamos por qué están ofendidos y qué desean de ustedes -propuso Alexander.
– ¡Son fantasmas! -exclamaron los pigmeos, horrorizados.
– Nadia y yo no les tememos. Iremos a hablar con ellos, tal vez nos ayuden. Después de todo, ustedes son sus descendientes, deben tenerles algo de simpatía, ¿no?
Al principio la idea fue rechazada de plano, pero los jóvenes insistieron y, después de discutir por largo rato, los cazadores acordaron dirigirse a las proximidades de la aldea prohibida. Se mantendrían ocultos en el bosque, donde prepararían sus armas y harían una ceremonia, mientras los forasteros intentaban parlamentar con los antepasados.
Caminaron durante horas por el bosque. Nadia y Alexander se dejaban conducir sin hacer preguntas, aunque a menudo les parecía que pasaban varias veces por el mismo lugar. Los cazadores avanzaban confiados, siempre al trote, sin comer ni beber, inmunes a la fatiga, sostenidos sólo por el tabaco negro de sus pipas de bambú. Salvo las redes, lanzas y dardos, esas pipas eran sus únicas posesiones terrenales. Los dos jóvenes los seguían tropezando a cada rato, mareados de cansancio y calor, hasta que se tiraron al suelo, negándose a seguir. Necesitaban descansar y comer algo.
Uno de los cazadores disparó un dardo a un mono, que cayó como una piedra a sus pies. Lo cortaron en pedazos, le arrancaron la piel e hincaron los dientes en la carne cruda. Alexander hizo una pequeña fogata y tostó los trozos que les tocaron a él y a Nadia, mientras Borobá se tapaba la cara con las manos y gemía; para él era un acto horrendo de canibalismo. Nadia le ofreció brotes de bambú y trató de explicarle que dadas las circunstancias no podían rechazar la carne; pero Borobá, espantado, le dio la espalda y no permitió que ella lo tocara.
– Esto es como si un grupo de simios devoraran a una persona delante de nosotros -dijo Nadia.
– En realidad es una grosería de nuestra parte, Águila, pero si no nos alimentamos no podremos continuar -argumentó Alexander.
Beyé-Dokou les explicó lo que pensaban hacer. Se presentarían en Ngoubé al caer la tarde del día siguiente, cuando Kosongo esperaba la cuota de marfil. Sin duda se pondría furioso al verlos llegar con las manos vacías. Mientras unos lo distraían con excusas y promesas, otros abrirían el corral de las mujeres y traerían las armas. Iban a pelear por sus vidas y rescatar a sus hijos, dijeron.
– Me parece una decisión muy valiente, pero poco práctica. Terminará en una masacre, porque los soldados tienen fusiles -alegó Nadia.
– Son anticuados -apuntó Alexander.
– Sí, pero igual matan de lejos. No se puede luchar con lanzas contra armas de fuego -insistió Nadia.
– Entonces debemos apoderarnos de las municiones.
– Imposible. Las armas están cargadas y los soldados tienen cinturones de balas. ¿Cómo podemos inutilizar los fusiles?
– No sé nada de eso, Águila, pero mi abuela ha estado en varias guerras y vivió durante meses con unos guerrilleros en Centroamérica. Estoy seguro de que ella sabe cómo hacerlo. Tenemos que volver a Ngoubé a preparar el terreno antes de que lleguen los pigmeos -propuso Alexander.
– ¿Cómo lo haremos sin que nos vean los soldados? -preguntó Nadia.
– Iremos durante la noche. Entiendo que la distancia entre Ngoubé y la aldea de los antepasados es corta.
– ¿Por qué insistes en ir a la aldea prohibida, Jaguar?
– Dicen que la fe mueve montañas, Águila. Si logramos convencer a los pigmeos de que sus antepasados los protegen, se sentirán invencibles. Además tienen el amuleto Ipemba-Afua, eso también les dará valor.
– ¿Y si los antepasados no quieren ayudar?
– ¡Los antepasados no existen, Águila! La aldea es sólo un cementerio. Pasaremos allí unas horas muy tranquilos, luego saldremos a contarles a nuestros amigos que los antepasados nos prometieron ayuda en la batalla contra Mbembelé. Ese es mi plan.
– No me gusta tu plan. Cuando hay engaño, las cosas no resultan bien… -dijo Nadia.
– Si prefieres, voy solo.
– Ya sabes que no podemos separarnos. Iré contigo -decidió ella.
Todavía había luz en el bosque cuando llegaron al sitio marcado por los ensangrentados muñecos vudú que habían visto antes. Los pigmeos se negaron a internarse en esa dirección, porque no podían pisar los dominios de los espíritus hambrientos.
– No creo que los fantasmas sufran de hambre, se supone que no tienen estómago -comentó Alexander.
Beyé-Dokou le señaló los montones de basura que había por los alrededores. Su tribu hacía sacrificios de animales y llevaba ofrendas de fruta, miel, nueces y licor, que colocaba a los pies de los muñecos. Por la noche la mayor parte desaparecía, tragada por los insaciables espectros. Gracias a eso vivían en paz, porque si los fantasmas eran alimentados como se debía, no atacaban a la gente. El joven insinuó que seguramente las ratas se comían las ofrendas, pero los pigmeos, ofendidos, rechazaron esa sugerencia de plano. Las ancianas encargadas de llevar los cadáveres hasta la entrada de la aldea durante los funerales podían atestiguar que la comida era arrastrada hasta allí. A veces habían oído unos gritos espeluznantes, capaces de producir tal pavor que el cabello se volvía blanco en pocas horas.
– Nadia, Borobá y yo iremos allí, pero necesitamos que alguien nos espere aquí para conducirnos hasta Ngoubé antes que amanezca -dijo Alexander.
Para los pigmeos la idea de pasar la noche en el cementerio era la prueba más contundente de que los jóvenes forasteros estaban mal de la cabeza, pero como no habían logrado disuadirlos, terminaron por aceptar su decisión. Beyé-Dokou les indicó la ruta, se despidió de ellos con grandes muestras de afecto y tristeza, porque estaba seguro de que no volvería a verlos, pero aceptó por cortesía esperarlos en el altar vudú hasta que saliera el sol en la mañana siguiente. Los demás también se despidieron, admirados ante el valor de los muchachos extranjeros.
A Nadia y Alexander les llamó la atención que en esa jungla voraz, donde sólo los elefantes dejaban rastros visibles, hubiera un sendero que conducía al cementerio. Eso significaba que alguien lo usaba con frecuencia.
– Por aquí pasan los antepasados… -murmuró Nadia.
– Si existieran, Águila, no dejarían huellas y no necesitarían un camino -replicó Alexander.
– ¿Cómo lo sabes?
– Es cuestión de lógica.
– Los pigmeos y los bantúes no se acercan por ningún motivo a este lugar y los soldados de Mbembelé son todavía más supersticiosos, ésos ni siquiera entran al bosque. Explícame quién hizo este sendero -le exigió Nadia.
– No lo sé, pero lo averiguaremos.
Al cabo de una media hora de caminata se encontraron de pronto en un claro del bosque, frente a un grueso y alto muro circular construido con piedras, troncos, paja y barro. Colgando en el muro había cabezas disecadas de animales, calaveras y huesos, máscaras, figuras talladas en madera, vasijas de barro y amuletos. No se veía puerta alguna, pero descubrieron un hueco redondo, de unos ochenta centímetros de diámetro, colocado a cierta altura.
– Creo que las ancianas que traen los cadáveres los echan por ese hueco. Al otro lado debe haber pilas de huesos -dijo Alexander.
Nadia no alcanzaba la apertura, pero él era más alto y pudo asomarse.
– ¿Qué hay? -preguntó ella.
– No veo bien. Mandemos a Borobá a investigar.
– ¡Cómo se te ocurre! Borobá no puede ir solo. Vamos todos o no va ninguno -decidió Nadia.
– Espérame aquí, vuelvo enseguida -respondió Alexander.
– Prefiero ir contigo.
Alexander calculó que si se deslizaba a través del hoyo caería de cabeza. No sabía qué iba a encontrar al otro lado; era mejor trepar el muro, un juego de niños para él, dada su experiencia en montañismo. La textura irregular de la pared facilitaba el ascenso y en menos de dos minutos estaba a horcajadas sobre la pared, mientras Nadia y Borobá aguardaban abajo, bastante nerviosos.
– Es como un villorrio abandonado, parece antiguo, nunca he visto nada parecido -dijo Alexander.
– ¿Hay esqueletos? -preguntó Nadia.
– No. Se ve limpio y vacío. Tal vez no introducen los cuerpos por la apertura, como pensábamos…
Con ayuda de su amigo Nadia saltó también al otro lado. Borobá vaciló, pero el temor de quedarse solo lo impulsó a seguirla; nunca se separaba de su ama.
A primera vista la aldea de los antepasados parecía un conjunto de hornos de barro y piedras colocados en círculos concéntricos, en perfecta simetría. Cada una de esas construcciones redondas tenía un hoyo a modo de portezuela, cerrado con trozos de tela o cortezas de árbol. No había estatuas, muñecos ni amuletos. La vida parecía haberse detenido en el recinto cercado por el alto muro. Allí la jungla no penetraba y hasta la temperatura era diferente. Reinaba un silencio inexplicable, no se oía la algarabía de monos y pájaros del bosque, ni el repicar de la lluvia, ni el murmullo de la brisa entre las hojas de los árboles. La quietud era absoluta.
– Son tumbas, allí deben poner a los difuntos. Vamos a investigar -decidió Alexander.
Al levantar algunas de las cortinas que tapaban las entradas, vieron que adentro había restos humanos colocados en orden, como una pirámide. Eran esqueletos secos y quebradizos, que tal vez habían estado allí por cientos de años. Algunas chozas estaban llenas de huesos, otras a medias y algunas permanecían vacías.
– ¡Qué cosa tan macabra! -observó Alexander con un estremecimiento.
– No entiendo, Jaguar… Si nadie entra aquí, ¿cómo es que hay tanto orden y limpieza? -preguntó Nadia.
– Es muy misterioso -admitió su amigo.