6 Los pigmeos

La huella anunciada por los bantúes era invisible. El terreno resultó ser un lodazal sembrado de raíces y ramas, donde a menudo se hundían los pies en una nata blanda de insectos, sanguijuelas y gusanos. Unas ratas gordas y grandes, como perros, se escurrían a su paso. Por fortuna llevaban botas hasta media pierna, que al menos los protegían de las serpientes. Era tanta la humedad que Alexander y Kate optaron por quitarse los lentes empañados, mientras el hermano Fernando, quien poco o nada veía sin los suyos, debía limpiarlos cada cinco minutos. En aquella vegetación lujuriosa no era fácil descubrir los árboles marcados por los machetes.

Una vez más Alexander comprobó que el clima del trópico agotaba el cuerpo y producía una pesada indiferencia en el alma. Echó de menos el frío limpio y vivificante de las montañas nevadas que solía escalar con su padre y que tanto amaba. Pensó que si él se sentía abrumado, su abuela debía estar al borde de un ataque al corazón, pero Kate rara vez se quejaba. La escritora no estaba dispuesta a dejarse vencer por la vejez. Decía que los años se notan cuando se encorva la espalda y se emiten ruidos: toses, carraspeos, crujir de huesos, gemidos. Por lo mismo ella andaba muy derecha y sin hacer ruido.

El grupo avanzaba casi a tientas, mientras los monos les tiraban proyectiles desde los árboles. Los amigos tenían una idea general de la dirección a seguir, pero no sospechaban la distancia que los separaba de la aldea; menos aún sospechaban el tipo de recibimiento que les esperaba.

Caminaron durante más de una hora, pero avanzaron poco, era imposible apurar el paso en ese terreno. Debieron atravesar varios pantanos con el agua hasta la cintura. En uno de ellos Angie Ninderera pisó en falso y dio un grito al comprender que se hundía en barro movedizo y sus esfuerzos por desprenderse eran inútiles. El hermano Fernando y Joel González sujetaron un extremo del rifle y ella se agarró a dos manos del otro, así la llevaron a tierra firme. En el proceso Angie soltó el bulto que llevaba.

– ¡Perdí mi bolso! -exclamó Angie al ver que éste se hundía irremediablemente en el barro.

– No importa, señorita, lo esencial es que pudimos sacarla -replicó el hermano Fernando.

– ¿Cómo que no importa? ¡Allí están mis cigarros y mi lápiz de labios!

Kate dio un suspiro de alivio: al menos no tendría que oler el maravilloso tabaco de Angie, la tentación era demasiado grande.

Aprovecharon un charco para lavarse un poco, pero debieron resignarse al barro metido en las botas. Además, tenían la incómoda sensación de ser observados desde la espesura.

– Creo que nos espían -dijo Kate por último, incapaz de soportar la tensión por más tiempo.

Se pusieron en círculo, armados con su reducido arsenal: el revólver y el rifle de Angie, un machete y un par de cuchillos.

– Que Dios nos ampare -musitó el hermano Fernando, una invocación que escapaba de sus labios cada vez con más frecuencia.

A los pocos minutos surgieron cautelosamente de la espesura unas figuras humanas tan pequeñas como niños; el más alto no alcanzaba el metro cincuenta. Tenían la piel de un color café amarillento, las piernas cortas, los brazos y el tronco largos, los ojos muy separados, las narices aplastadas, el cabello agrupado en motas.

– Deben ser los famosos pigmeos del bosque -dijo Angie, saludándolos con un gesto.

Estaban apenas cubiertos con taparrabos; uno llevaba una camiseta rotosa que le colgaba hasta debajo de las rodillas. Iban armados con lanzas, pero no las blandían amenazantes, sino que las usaban como bastones. Llevaban una red enrollada en un palo, que cargaban entre dos. Nadia se dio cuenta de que era idéntica a la que había atrapado a la gorila en el lugar donde aterrizaron con el avión, a muchas millas de distancia. Los pigmeos contestaron al saludo de Angie con una sonrisa confiada y unas palabras en francés, luego se lanzaron en un incesante parloteo en su lengua, que nadie entendió.

– ¿Pueden llevarnos a Ngoubé? -les interrumpió el hermano Fernando.

– ¿Ngoubé? Non… non…! -exclamaron los pigmeos.

– Tenemos que ir a Ngoubé -insistió el misionero.

El de la camiseta resultó ser quien mejor podía comunicarse, porque además de su reducido vocabulario en francés contaba con varias palabras en inglés. Se presentó como Beyé-Dokou. Otro lo señaló con un dedo y dijo que era el tuma de su clan, es decir, el mejor cazador. Beyé-Dokou lo hizo callar con un empujón amistoso, pero por la expresión satisfecha de su rostro pareció orgulloso del título. Los demás se echaron a reír a carcajadas, burlándose a voz en cuello de él. Cualquier asomo de vanidad era muy mal visto entre los pigmeos. Beyé-Dokou hundió la cabeza entre los hombros, avergonzado. Con alguna dificultad logró explicar a Kate que no debían acercarse a la aldea, porque era un lugar muy peligroso, sino alejarse de allí lo más deprisa posible.

– Kosongo, Mbembelé, Sombe, soldados… -repetía y hacía gestos de terror.

Cuando le notificaron que debían ir a Ngoubé a cualquier costo y que las canoas no regresarían a buscarlos antes de cuatro días, pareció muy preocupado, consultó largamente con sus compañeros y por último ofreció guiarlos por una ruta secreta del bosque de vuelta a donde habían dejado el avión.

– Ellos deben ser los que pusieron la red donde cayó la gorila -comentó Nadia, observando la que llevaban dos de los pigmeos.

– Parece que la idea de ir a Ngoubé no les parece muy conveniente -comentó Alexander.

– He oído que ellos son los únicos seres humanos capaces de vivir en la selva pantanosa. Pueden desplazarse por el bosque y se orientan por instinto. Es mejor que vayamos con ellos, antes de que sea demasiado tarde -dijo Angie.

– Ya estamos aquí y seguiremos a la aldea de Ngoubé. ¿No fue eso lo que acordamos? -dijo Kate.

– A Ngoubé -repitió el hermano Fernando.

Los pigmeos expresaron con gestos elocuentes su opinión sobre la extravagancia que eso significaba, pero finalmente aceptaron guiarlos. Dejaron la red bajo un árbol y sin más trámite les quitaron los bultos y las mochilas a los extranjeros, se los echaron a la espalda, y partieron trotando entre los helechos con tal prisa que resultaba casi imposible seguirlos. Eran muy fuertes y ágiles, cada uno llevaba más de treinta kilos de peso encima, pero eso no les molestaba, los músculos de piernas y brazos eran de cemento armado; mientras que los expedicionarios jadeaban, a punto de desmayarse de fatiga y calor, ellos corrían con pasos cortos y los pies hacia fuera, como patos, sin el menor esfuerzo y sin cesar de hablar.

Beyé-Dokou les contó de los tres personajes que había mencionado antes, el rey Kosongo, el comandante Mbembelé y Sombe, a quien describió como un terrible hechicero.

Les explicó que el rey Kosongo nunca tocaba el suelo con los pies, porque si lo hacía, la tierra temblaba. Dijo que llevaba la cara cubierta, para que nadie viera sus ojos; éstos eran tan poderosos que una sola mirada podía matar de lejos. Kosongo no dirigía la palabra a nadie, porque su voz era como el trueno: dejaba sorda a la gente y aterrorizaba a los animales. El rey hablaba sólo a través de la Boca Real, un personaje de la corte entrenado para soportar la potencia de su voz, cuya tarea también consistía en probar su comida, para evitar que lo envenenaran o le hicieran daño con magia negra a través de los alimentos. Les advirtió que mantuvieran siempre la cabeza más baja que la del rey. Lo correcto era caer de bruces y arrastrarse en su presencia.

El hombrecito de la camiseta amarilla describió a Mbembelé; apuntando un arma invisible, disparando y cayendo al suelo como muerto; también dando lanzazos y cortando manos y pies con machete o hacha. La mímica no podía ser más clara. Agregó que jamás debían contrariarlo; pero fue evidente que a quien más temía era a Sombe. El solo nombre del brujo ponía a los pigmeos en estado de terror.

El sendero era invisible, pero sus pequeños guías lo habían recorrido muchas veces y para avanzar no necesitaban consultar las señales en los árboles. Pasaron frente a un claro en la espesura, donde había otras muñecas vudú parecidas a las que habían visto antes, pero éstas eran de color rojizo, como óxido. Al acercarse vieron que se trataba de sangre seca. En torno a ellas había pilas de basura, cadáveres de animales, frutas podridas, trozos de mandioca, calabazas con diversos líquidos, tal vez vino de palma y otros licores. El olor era insoportable. El hermano Fernando se persignó y Kate le recordó al espantado Joel González que estaba allí para tomar fotografías.

– Espero que no sea sangre humana, sino de animales sacrificados -murmuró el fotógrafo.

– La aldea de los antepasados -dijo Beyé-Dokou señalando el delgado sendero que comenzaba en la muñeca y se perdía en el bosque.

Explicó que había que dar un rodeo para llegar a Ngoubé, porque no se podía pasar por los dominios de los antepasados, donde rondaban los espíritus de los muertos. Era una regla básica de seguridad: sólo un necio o un lunático se aventuraría por ese lado.

– ¿De quiénes son esos antepasados? -inquirió Nadia.

A Beyé-Dokou le costó un poco comprender la pregunta, pero al fin la captó con ayuda del hermano Fernando.

– Son nuestros antepasados -aclaró, señalando a sus compañeros y haciendo gestos para indicar que eran de baja estatura.

– ¿Kosongo y Mbembelé tampoco se acercan a la aldea fantasma de los pigmeos? -insistió Nadia.

– Nadie se acerca. Si los espíritus son molestados, se vengan.

Entran en los cuerpos de los vivos, se apoderan de la voluntad, provocan enfermedad y sufrimientos, también la muerte -contestó Beyé-Dokou.

Los pigmeos indicaron a los forasteros que debían apurarse, porque en la noche salían también los espíritus de los animales a cazar.

– ¿Cómo saben si es un fantasma de animal o un animal común y corriente? -preguntó Nadia.

– Porque el espectro no tiene el olor del animal. Un leopardo que huele a antílope, o una serpiente que huele a elefante, es un espectro -le explicaron.

– Hay que tener buen olfato y acercarse mucho para distinguirlos… -se burló Alexander.

Beyé-Dokou les contó que antes ellos no tenían miedo de la noche o de los espíritus de animales, sólo de los antepasados, porque estaban protegidos por Ipemba-Afua. Kate quiso saber si se trataba de alguna divinidad, pero él la sacó de su error: era un amuleto sagrado que había pertenecido a su tribu desde tiempos inmemoriales. Por la descripción que lograron entender, se trataba de un hueso humano, y contenía un polvo eterno que curaba muchos males. Habían usado ese polvo infinidad de veces durante muchas generaciones, sin que se terminara. Cada vez que abrían el hueso, lo encontraban lleno de aquel mágico producto. Ipemba-Afua representaba el alma de su pueblo, dijeron; era su fuente de salud, de fuerza y de buena suerte para la caza.

– ¿Dónde está? -preguntó Alexander.

Les informó, con lágrimas en los ojos, que Ipemba-Afua había sido arrebatado por Mbembelé y ahora estaba en poder de Kosongo. Mientras el rey tuviera el amuleto, ellos carecían de alma, estaban a su merced.

Entraron en Ngoubé con las últimas luces del día, cuando sus habitantes comenzaban a encender antorchas y fogatas para alumbrar la aldea. Pasaron ante unas escuálidas plantaciones de mandioca, café y banano, un par de altos corrales de madera -tal vez para animales- y una hilera de chozas sin ventanas, con paredes torcidas y techos en ruina. Unas cuantas vacas de cuernos largos masticaban las hierbas del suelo y por todas partes correteaban pollos medio desplumados, perros famélicos y monos salvajes. Unos metros más adelante se abría una avenida o plaza central bastante amplia, rodeada de viviendas más decentes, chozas de barro con techo de cinc corrugado o paja.

Con la llegada de los extranjeros se produjo una gritería y en pocos minutos acudió la gente de la aldea a ver qué sucedía. Por su aspecto parecían bantúes, como los hombres de las canoas que los habían llevado hasta la bifurcación del río. Mujeres en andrajos y niños desnudos formaban una masa compacta a un lado del patio, a través de la cual se abrieron paso cuatro hombres más altos que el resto de la población, indudablemente de otra raza. Vestían rotosos pantalones de uniforme del ejército e iban armados con rifles anticuados y cinturones de balas. Uno tenía un casco de explorador adornado con unas plumas, una camiseta y sandalias de plástico, los otros llevaban el torso desnudo y estaban descalzos; lucían tiras de piel de leopardo atadas en los bíceps o en torno a la cabeza y cicatrices rituales en las mejillas y brazos. Eran unas líneas de puntos, como si debajo de la piel hubiera piedrecillas o cuentas incrustadas.

Con la aparición de los soldados cambió la actitud de los pigmeos, la seguridad y la alegre camaradería que demostraron en el bosque desaparecieron de sopetón; tiraron su carga al suelo, agacharon las cabezas y se retiraron como perros apaleados. Beyé-Dokou fue el único que se atrevió a hacer un leve gesto de despedida a los extranjeros.

Los soldados apuntaron sus armas a los recién llegados y ladraron unas palabras en francés.

– Buenas tardes -saludó Kate en inglés, quien encabezaba la fila y no se le ocurrió otra cosa que decir.

Los soldados ignoraron su mano estirada, los rodearon y los empujaron con los cañones de las armas contra la pared de una choza, ante los ojos curiosos de los mirones.

– Kosongo, Mbembelé. Sombe… -gritó Kate. Los hombres vacilaron ante el poder de esos nombres y comenzaron a discutir en su idioma. Hicieron esperar al grupo durante un tiempo que pareció eterno, mientras uno de ellos iba en busca de instrucciones.

Alexander se fijó en que a algunas personas les faltaban una mano o las orejas. También vio que varios de los niños, que observaban la escena desde cierta distancia, tenían horribles úlceras en la cara. El hermano Fernando le aclaró que eran provocadas por un virus transmitido por las moscas; él había visto lo mismo en los campamentos de refugiados en Ruanda.

– Se cura con agua y jabón, pero por lo visto aquí no hay ni siquiera eso -agregó.

– ¿No dijo usted que los misioneros tenían un dispensario? -preguntó Alexander.

– Esas úlceras son muy mal signo, hijo; significan que mis hermanos no están aquí, de otro modo ya las habrían curado -replicó el misionero, preocupado.

Mucho rato después, cuando ya era noche cerrada, el mensajero regresó con la orden de conducirlos al Árbol de las Palabras, donde se decidían los asuntos de gobierno. Les indicaron que cogieran sus bultos y los siguieran.

La multitud se apartó abriendo camino y el grupo atravesó el patio o plaza que dividía la aldea. En el centro vieron que se alzaba un árbol magnífico, cuyas ramas cubrían como un paraguas el ancho del recinto. El tronco tenía unos tres metros de diámetro y las gruesas raíces expuestas al aire caían como largos tentáculos desde la altura y se hundían en el suelo. Allí aguardaba el impresionante Kosongo.

El rey estaba sobre una plataforma, sentado en un sillón de felpa roja y madera dorada con patas torcidas, de un anticuado estilo francés. A ambos lados se erguían un par de colmillos de elefante colocados verticalmente y varias pieles de leopardo cubrían el suelo. Rodeaban el trono una serie de estatuas de madera con expresiones terroríficas y muñecos de brujería. Tres músicos con chaquetas azules de uniforme militar, pero sin pantalones y descalzos, golpeaban unos palos. Antorchas humeantes y un par de fogatas alumbraban la noche, dando a la escena un aire teatral.

Kosongo iba ataviado con un manto enteramente bordado de conchas, plumas y otros objetos inesperados, como tapas de botella, rollos de película y balas. El manto debía pesar unos cuarenta kilos y además llevaba un monumental sombrero de un metro de altura, adornado con cuatro cuernos de oro, símbolos de potencia y valor. Lucía collares de colmillos de león, varios amuletos y una piel de pitón enrollada en la cintura. Una cortina de cuentas de vidrio y oro le tapaba la cara. Un bastón de oro macizo, con una cabeza disecada de mono en la empuñadura, le servía de cetro o báculo. Del bastón colgaba un hueso tallado con delicados dibujos; por el tamaño y la forma, parecía una tibia humana. Los forasteros dedujeron que posiblemente era Ipemba-Afua, el amuleto que habían descrito los pigmeos. El rey usaba voluminosos anillos de oro en los dedos con formas de animales y gruesas pulseras del mismo metal, que le cubrían los brazos hasta el codo. Su aspecto era tan impresionante como el de los soberanos de Inglaterra en el día de su [coronación, aunque en otro estilo.

En un semicírculo en torno al trono se hallaban los guardias y ayudantes del rey. Parecían bantúes, como el resto de la población de la aldea, en cambio el rey era aparentemente de la misma raza alta que los soldados. Como estaba sentado, era difícil calcular su tamaño, pero parecía enorme, aunque eso también podía ser efecto del manto y el sombrero. Al comandante Maurice Mbembelé y al brujo Sombe no se les veía en parte alguna.

Mujeres y pigmeos no formaban parte del entorno real, pero detrás de la corte masculina había una veintena de mujeres muy jóvenes, que se distinguían del resto de los habitantes de Ngoubé porque estaban vestidas con telas de vistosos colores y adornadas con pesadas joyas de oro. En la luz vacilante de las antorchas, el metal amarillo relucía contra su piel oscura. Algunas sostenían infantes en los brazos y había varios niños pequeños jugueteando a su alrededor. Dedujeron que se trataba de la familia del rey y les llamó la atención que las mujeres parecían tan sumisas como los pigmeos. Por lo visto no sentían orgullo de su posición social, sino miedo.

El hermano Fernando les informó que la poligamia es común en África y a menudo el número de esposas y de hijos indica poder económico y prestigio. En el caso de un rey, cuantos más hijos tiene, más próspera es su nación. En ese aspecto, como en muchos otros, la influencia del cristianismo y de la cultura occidental no había cambiado las costumbres. El misionero aventuró que las mujeres de Kosongo tal vez no habían escogido su suerte, sino que habían sido obligadas a casarse.

Los cuatro soldados altos empujaron a los extranjeros, indicándoles que debían postrarse ante el rey. Cuando Kate intentó levantar la vista, un golpe en la cabeza la hizo desistir de inmediato. Así quedaron, tragando el polvo de la plaza, humillados y temblando, durante largos e incómodos minutos, hasta que cesó el golpeteo de los palos de los músicos y un sonido metálico puso fin a la espera. Los prisioneros se atrevieron a mirar hacia el trono: el extraño monarca agitaba una campana de oro en la mano.

Cuando murió el eco de la campana, uno de los consejeros se adelantó y el rey le dijo algo al oído. El hombre se dirigió a los extranjeros en una mezcolanza de francés, inglés y bantú para anunciar, a modo de introducción, que Kosongo había sido designado por Dios y tenía la misión divina de gobernar. Los forasteros volvieron a enterrar la nariz en el polvo, sin ánimo de poner en duda esta afirmación. Comprendieron que se trataba de la Boca Real, tal como les había explicado Beyé-Dokou. Enseguida el emisario preguntó cuál era el propósito de esa visita en los dominios del magnífico soberano Kosongo. Su tono amenazante no dejó lugar a dudas sobre lo que pensaba del asunto. Nadie contestó. Los únicos que entendieron sus palabras fueron Kate y el hermano Fernando, pero estaban ofuscados, desconocían el protocolo y no querían arriesgarse a cometer una imprudencia; tal vez la pregunta era sólo retórica y Kosongo no esperaba respuesta.

El rey aguardó unos segundos en medio de un silencio absoluto, luego agitó de nuevo la campana, lo cual fue interpretado por el pueblo como una orden. La aldea entera, menos los pigmeos, empezó a gritar y amenazar con los puños, cerrando el círculo en torno al grupo de visitantes. Curiosamente, no parecía una revuelta popular, sino un acto teatral ejecutado por malos actores; no había el menor entusiasmo en el bochinche, incluso algunos se reían con disimulo. Los soldados que disponían de armas de fuego coronaron la manifestación colectiva con una inesperada salva de balas al aire, que produjo una estampida en la plaza. Adultos, niños, monos, perros y gallinas corrieron a refugiarse lo más lejos posible y los únicos que quedaron bajo el árbol fueron el rey, su reducida corte, su atemorizado harén y los prisioneros, tirados en el suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos, seguros de que había llegado su última hora.

La calma volvió de a poco al villorrio. Una vez concluida la balacera y disipado el ruido, la Boca Real repitió la pregunta. Esta vez Kate Cold se levantó sobre las rodillas, con la poca dignidad que sus viejos huesos le permitían, manteniéndose por debajo de la altura del temperamental soberano, tal como Beyé-Dokou les había instruido, y se dirigió al intermediario con firmeza, pero tratando de no provocarlo.

– Somos periodistas y fotógrafos -dijo, señalando vagamente a sus compañeros.

El rey cuchicheó algo a su ayudante y éste repitió sus palabras.

– ¿Todos?

– No, Su Serenísima Majestad, esa dama es dueña del avión que nos trajo hasta aquí y el señor con lentes es un misionero -explicó Kate apuntando a Angie y al hermano Fernando. Y agregó antes que preguntaran por Alexander y Nadia-: Hemos venido de muy lejos a entrevistar a Su Originalísima Majestad, porque su fama ha traspasado las fronteras y se ha regado por el mundo.

Kosongo, quien parecía saber mucho más francés que la Boca Real, fijó la vista en la escritora con expresión de profundo interés, pero también de desconfianza.

– ¿Qué quieres decir, mujer vieja? -preguntó a través del otro hombre.

– En el extranjero hay gran curiosidad por su persona, Su Altísima Majestad.

– ¿Cómo es eso? -dijo la Boca Real.

– Usted ha logrado imponer paz, prosperidad y orden en esta región, Su Absolutísima Majestad. Han llegado noticias de que usted es un valiente guerrero, se sabe de su autoridad, sabiduría y riqueza. Dicen que usted es tan poderoso como el antiguo rey Salomón.

Kate continuó con su discurso, enredándose en las palabras, porque no había practicado francés en veinte años, y en las ideas, porque no tenía demasiada fe en su plan. Estaban en pleno siglo XXI: ya no quedaban de esos reyezuelos bárbaros de las malas películas, que se espantaban con un oportuno eclipse de sol. Supuso que Kosongo estaba un poco pasado de moda, pero no era ningún tonto: un eclipse de sol no bastaría para convencerlo. Se le ocurrió, sin embargo, que debía ser susceptible a la adulación, como la mayoría de los hombres con poder. No estaba en su carácter echar flores a nadie, pero en su larga vida había comprobado que se le puede decir a un hombre la lisonja más ridícula y por lo general la cree. Su única esperanza era que Kosongo se tragara aquel burdo anzuelo.

Sus dudas se disiparon muy pronto, porque la táctica de halagar al rey tuvo el efecto esperado. Kosongo estaba convencido de su origen divino. Por años nadie había cuestionado su poder; la vida y la muerte de sus súbditos dependían de sus caprichos. Consideró normal que un grupo de periodistas cruzara medio mundo para entrevistarlo; lo raro era que no lo hubieran hecho antes. Decidió recibirlos como merecían.

Kate Cold se preguntó de dónde provenía tanto oro, porque la aldea era de las más pobres que ella había visto. ¿Qué otras riquezas había en manos del rey? ¿Cuál era la relación de Kosongo y el comandante Mbembelé? Posiblemente los dos planeaban retirarse a disfrutar de sus fortunas en un lugar más atractivo que ese laberinto de pantanos y jungla. Entretanto la gente de Ngoubé vivía en la miseria, sin comunicación con el mundo exterior, electricidad, agua limpia, educación o medicamentos.

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