11 Encuentro con los espíritus

La luz, siempre tenue bajo la cúpula verde de la jungla, comenzaba a disminuir. Hacía un par de días, desde que salieran de Ngoubé, que los amigos sólo veían el cielo en las aperturas que a veces había entre las copas de los árboles. El cementerio estaba en un claro del bosque y pudieron ver sobre sus cabezas un trozo de cielo, que empezaba a tornarse azul oscuro. Se sentaron entre dos tumbas dispuestos a pasar unas horas de soledad.

En los tres años que habían transcurrido desde que Alexander y Nadia se conocieron, su amistad había crecido como un gran árbol, hasta convertirse en lo más importante de sus vidas. El afecto infantil del comienzo evolucionó en la medida en que maduraban, pero nunca hablaban de eso. Carecían de palabras para describir ese delicado sentimiento y temían que al hacerlo se rompiera, como cristal. Expresar su relación en palabras significaba definirla, ponerle límites, reducirla; si no se mencionaba permanecía libre e incontaminada. En silencio la amistad se había expandido sutilmente, sin que ellos mismos lo percibieran.

En los últimos tiempos Alexander padecía más que nunca la explosión de las hormonas propia de la adolescencia, que la mayoría de los muchachos sufre más temprano; su cuerpo parecía su enemigo, no lo dejaba en paz. Sus notas en la escuela habían bajado, ya no tocaba música, incluso las excursiones a la montaña con su padre, antes fundamentales en su vida, ahora lo aburrían. Padecía arrebatos de mal humor, se peleaba con su familia y después, arrepentido, no sabía cómo hacer las paces. Se había vuelto torpe, estaba enredado en una maraña de sentimientos contradictorios. Pasaba de la depresión a la euforia en cuestión de minutos, sus emociones eran tan intensas que a veces se preguntaba en serio si valía la pena seguir viviendo. En los momentos de pesimismo pensaba que el mundo era un desastre y la mayor parte de la humanidad era estúpida. A pesar de haber leído libros al respecto y de que en la escuela se discutía la adolescencia a fondo, él la sufría como una enfermedad inconfesable. «No te preocupes, todos hemos pasado por lo mismo», le consolaba su padre, como si se tratara de un resfrío; pero pronto tendría dieciocho años y su condición no mejoraba. Alexander apenas podía comunicarse con sus padres, lo volvían loco, eran de otra época, todo lo que decían sonaba anticuado. Sabía que lo querían incondicionalmente y por eso les estaba agradecido, pero creía que no podían entenderlo. Sólo con Nadia compartía sus problemas. En el lenguaje cifrado que usaba con ella por correo electrónico podía describir lo que le pasaba sin avergonzarse, pero nunca lo había hecho en persona. Ella lo aceptaba tal como él era, sin juzgarlo. Leía los mensajes sin dar su opinión, porque en verdad no sabía qué contestar; las inquietudes de ella eran diferentes.

Alexander pensaba que su obsesión con las muchachas era ridícula, pero no podía evitarla. Una palabra, un gesto, un roce bastaban para llenarle la cabeza de imágenes y el alma de deseo.

El mejor paliativo era el ejercicio: invierno y verano hacía surfing en el Pacífico. El choque del agua helada y la maravillosa sensación de volar sobre las olas le devolvían la inocencia y la euforia de la infancia, pero ese estado de ánimo duraba poco. Los viajes con su abuela, en cambio, lograban distraerlo durante semanas. Delante de su abuela lograba controlar sus emociones, eso le daba cierta esperanza; tal vez su padre tenía razón y esa locura sería pasajera.

Desde que se encontraron en Nueva York para iniciar el viaje, Alexander contemplaba a Nadia con ojos nuevos, aunque la excluía por completo de sus fantasías románticas o eróticas. Ni siquiera podía imaginarla en ese plano, ella estaba en la misma categoría de sus hermanas: lo unía a ella un cariño puro y celoso. Su papel era protegerla de quien pudiera hacerle daño, especialmente de otros muchachos. Nadia era bonita -al menos así le parecía a él- y tarde o temprano habría un enjambre de enamorados a su alrededor. Jamás permitiría que esos zánganos se acercaran a ella, la sola idea lo ponía frenético. Notaba las formas del cuerpo de Nadia, la gracia de sus gestos y la expresión concentrada de su rostro. Le gustaba su colorido, el cabello rubio oscuro, la piel tostada, los ojos como avellanas; podía pintar su retrato con una paleta reducida de amarillo y marrón. Era diferente a él y eso lo intrigaba: su fragilidad física, que ocultaba una gran fortaleza de carácter, su silenciosa atención, la forma en que armonizaba con la naturaleza. Siempre había sido reservada, pero ahora le parecía misteriosa. Le encantaba estar cerca de ella, tocarla de vez en cuando, pero le resultaba mucho más fácil comunicarse desde la distancia; cuando estaban juntos se confundía, no sabía qué decirle y empezaba a medir sus palabras, le parecía que a veces sus manos eran muy pesadas, sus pies muy grandes, su tono muy dominante.

Allí, sentados en la oscuridad, rodeados de tumbas en un antiguo cementerio de pigmeos, Alexander sentía la cercanía de su amiga con una intensidad casi dolorosa. La quería más que a nadie en el mundo, más que a sus padres y todos sus amigos juntos, temía perderla.

– ¿Qué tal Nueva York? ¿Te gusta vivir con mi abuela? -le preguntó, por decir algo.

– Tu abuela me trata como a una princesa, pero echo de menos a mi papá.

– No vuelvas al Amazonas, Águila, queda muy lejos y no nos podemos comunicar.

– Ven conmigo -dijo ella.

– Iré contigo donde quieras, pero primero tengo que estudiar medicina.

– Tu abuela dice que estás escribiendo sobre nuestras aventuras en el Amazonas y en el Reino del Dragón de Oro. ¿Escribirás también sobre los pigmeos? -preguntó Nadia.

– Son sólo apuntes, Águila. No pretendo ser escritor, sino médico. Se me ocurrió la idea cuando se enfermó mi mamá y lo decidí cuando el lama Tensing te curó el hombro con agujas y oraciones. Me di cuenta de que no bastan la ciencia y la tecnología para sanar, hay otras cosas igualmente importantes. Medicina holística, creo que se llama lo que quiero hacer -explicó Alexander.

– ¿Te acuerdas de lo que te dijo el chamán Walimai? Dijo que tienes el poder de curar y debes aprovecharlo. Creo que serás el mejor médico del mundo -le aseguró Nadia.

– Y tú, ¿qué quieres hacer cuando termines la escuela?

– Voy a estudiar idiomas de animales.

– No hay academias para estudiar idiomas de animales -se rió Alexander.

– Entonces fundaré la primera.

– Sería bueno que viajáramos juntos, yo como médico y tú como lingüista -propuso Alexander.

– Eso será cuando nos casemos -replicó Nadia.

La frase quedó colgada en el aire, tan visible como una bandera. Alexander sintió que la sangre le hormigueaba en el cuerpo y el corazón le daba bandazos en el pecho. Estaba tan sorprendido, que no pudo responder. ¿Cómo no se le ocurrió esa idea a él? Había vivido enamorado de Cecilia Burns, con la cual nada tenía en común. Ese año la había perseguido con una tenacidad invencible, aguantando estoicamente sus desaires y caprichos. Mientras él todavía actuaba como un chiquillo, Cecilia Burns se había convertido en una mujer hecha y derecha, aunque tenían la misma edad. Era muy atractiva y Alexander había perdido la esperanza de que se fijara en él. Cecilia aspiraba a ser actriz, suspiraba por los galanes del cine y planeaba irse a tentar suerte en Hollywood apenas cumpliera dieciocho años. El comentario de Nadia le reveló un horizonte que hasta entonces él no había contemplado.

– ¡Qué idiota soy! -exclamó.

– ¿Qué quiere decir eso? ¿Que no nos vamos a casar?

– Yo… -balbuceó Alexander.

– Mira, Jaguar, no sabemos si vamos a salir vivos de este bosque. Como tal vez no nos quede mucho tiempo, hablemos con el corazón -propuso ella seriamente.

– ¡Por supuesto que nos casaremos, Águila! No hay ni la menor duda -replicó él, con las orejas ardientes.

– Bueno, faltan varios años para eso -dijo ella, encogiéndose de hombros.

Por un rato largo no tuvieron más que decirse. A Alexander lo sacudía un huracán de ideas y emociones contradictorias, que iban entre el temor de volver a mirar a Nadia a plena luz del día hasta la tentación de besarla. Estaba seguro de que jamás se atrevería a hacer eso… El silencio se le hizo insoportable.

– ¿Tienes miedo, Jaguar? -preguntó Nadia media hora más tarde.

Alexander no respondió, pensando que ella le había adivinado el pensamiento y se refería al nuevo temor que ella había despertado en él y que en esos momentos lo paralizaba. A la segunda pregunta comprendió que ella hablaba de algo mucho más inmediato y concreto.

– Mañana hay que enfrentar a Kosongo, Mbembelé y tal vez el brujo Sombe… ¿cómo lo haremos?

– Ya se verá, Águila. Como dice mi abuela: no hay que tener miedo al miedo.

Agradeció que ella hubiera cambiado de tema y decidió que no volvería a mencionar el amor, al menos hasta que no estuviera a salvo en California, separado de ella por el ancho del continente americano. Mediante el correo electrónico sería un poco más fácil hablar de sentimientos, porque ella no podría verle las orejas coloradas.

– Espero que el águila y el jaguar vengan en nuestra ayuda -dijo Alexander.

– Esta vez necesitamos más que eso -concluyó Nadia.

Como si acudiera a un llamado, en ese mismo instante sintieron una silenciosa presencia a pocos pasos de donde se encontraban. Alexander echó mano de su cuchillo y encendió la linterna, entonces una escalofriante figura surgió ante ellos en el haz de luz.

Paralizados de susto, vieron a tres metros de distancia una vieja bruja, envuelta en andrajos, con una enorme melena blanca y desgreñada, tan flaca como un esqueleto. Un fantasma, pensaron los dos al instante, pero enseguida Alexander razonó que debía haber otra explicación.

– ¡Quién está allí! -gritó en inglés, poniéndose de pie de un salto.

Silencio. El joven repitió la pregunta y volvió a apuntar con su linterna.

– ¿Es usted un espíritu? -preguntó Nadia en una mezcla de francés y bantú.

La aparición respondió con un murmullo incomprensible y retrocedió, cegada por la luz.

– ¡Parece que es una anciana! -exclamó Nadia.

Por fin entendieron con claridad lo que el supuesto fantasma decía: Nana-Asante.

– ¿Nana-Asante? ¿La reina de Ngoubé? ¿Viva o muerta? -preguntó Nadia.

Pronto salieron de dudas: era la antigua reina en cuerpo y alma, la misma que había desaparecido, aparentemente asesinada por Kosongo cuando éste le usurpó el trono. La mujer había permanecido oculta por años en el cementerio, donde sobrevivió alimentada por las ofrendas que dejaban los cazadores para sus antepasados. Ella era quien mantenía limpio el lugar; ella colocaba en las tumbas los cadáveres que echaban por el hueco del muro. Les dijo que no estaba sola, sino en muy buena compañía, la de los espíritus, con quienes esperaba reunirse en forma definitiva muy pronto, porque estaba cansada de habitar su cuerpo. Contó que antes ella era una nganga, una curandera que viajaba al mundo de los espíritus cuando caía en trance. Los había visto durante las ceremonias y les tenía pavor, pero desde que vivía en el cementerio, les había perdido el miedo. Ahora eran sus amigos.

– Pobre mujer, se debe haber vuelto loca -susurró Alexander a Nadia.

Nana-Asante no estaba loca, por el contrario, esos años de recogimiento le habían dado una extraordinaria lucidez. Estaba informada de todo lo que ocurría en Ngoubé, sabía de Kosongo y sus veinte esposas, de Mbembelé y sus diez soldados de la Hermandad del Leopardo, del brujo Sombe y sus demonios. Sabía que los bantúes de la aldea no se atrevían a oponerse a ellos, porque cualquier signo de rebelión se pagaba con terribles tormentos. Sabía que los pigmeos eran esclavos, que Kosongo les había quitado el amuleto sagrado y que Mbembelé vendía a sus hijos si no le llevaban marfil. Y sabía también que un grupo de forasteros había llegado a Ngoubé buscando a los misioneros y que los dos más jóvenes habían escapado de Ngoubé y acudirían a visitarla. Los estaba esperando.

– ¡Cómo puede saber eso! -exclamó Alexander.

– Me lo contaron los antepasados. Ellos saben muchas cosas. No sólo salen de noche, como cree la gente, también salen de día, andan con otros espíritus de la naturaleza por aquí y por allá, entre los vivos y los muertos. Saben que ustedes les pedirán ayuda -dijo Nana-Asante.

– ¿Aceptarán ayudar a sus descendientes? -preguntó Nadia.

– No sé. Ustedes deberán hablar con ellos -determinó la reina.

Una enorme luna llena, amarilla y radiante, surgió en el claro del bosque. Durante el tiempo de la luna algo mágico ocurrió en el cementerio, que en los años venideros Alexander y Nadia recordarían como uno de los momentos cruciales de sus vidas.

El primer síntoma de que algo extraordinario ocurría fue que los jóvenes pudieron ver con la mayor claridad en la noche, como si el cementerio estuviera alumbrado por las tremendas lámparas de un estadio. Por primera vez desde que estaban en África, Alexander y Nadia sintieron frío. Tiritando, se abrazaron para darse ánimo y calor. Un creciente murmullo de abejas invadió el aire y ante los ojos maravillados de los jóvenes, el lugar se llenó de seres traslúcidos. Estaban rodeados de espíritus. Era imposible describirlos, porque carecían de forma definida, parecían vagamente humanos, pero cambiaban como si fueran dibujos de humo; no estaban desnudos y tampoco vestidos; no tenían color, pero eran luminosos.

El intenso zumbido musical de insectos que vibraba en sus oídos tenía significado, era un lenguaje universal que ellos entendían, similar a la telepatía. Nada tenían que explicar a los fantasmas, nada que contarles, nada que pedirles con palabras. Esos seres etéreos sabían lo que había ocurrido y también lo que sucedería en el futuro, porque en su dimensión no había tiempo. Allí estaban las almas de los antepasados muertos y también las de los seres por nacer, almas que permanecían indefinidamente en estado espiritual, otras listas para adquirir forma física en este planeta o en otros, aquí o allá.

Los amigos se enteraron de que los espíritus rara vez intervienen en los acontecimientos del mundo material, aunque a veces ayudan a los animales mediante la intuición, y a las personas mediante la imaginación, los sueños, la creatividad y la revelación mística o espiritual. La mayor parte de la gente vive desconectada de lo divino y no advierte los signos, las coincidencias, las premoniciones y los minúsculos milagros cotidianos con los cuales se manifiesta lo sobrenatural. Se dieron cuenta de que los espíritus no provocan enfermedades, desgracias o muerte, como habían oído; el sufrimiento es causado por la maldad y la ignorancia de los vivos. Tampoco destruyen a quienes violan sus dominios o los ofenden, porque no poseen dominios y no hay modo de ofenderles. Los sacrificios, regalos y oraciones no les llegan; su única utilidad es tranquilizar a las personas que hacen las ofrendas.

El diálogo silencioso con los fantasmas duró un tiempo imposible de calcular. De manera gradual la luz aumentó y entonces el ámbito se abrió a una dimensión mayor. El muro que habían trepado para introducirse al cementerio se disolvió y se encontraron en medio del bosque, aunque no parecía el mismo donde habían estado antes. Nada era igual, había una radiante energía. Los árboles ya no formaban una masa compacta de vegetación, ahora cada uno tenía su propio carácter, su nombre, sus memorias. Los más altos, de cuyas semillas habían brotado otros más jóvenes, les contaron sus historias. Las plantas más viejas manifestaron su intención de morir pronto para alimentar la tierra; las más nuevas extendían sus tiernos brotes, aferrándose a la vida. Había un continuo murmullo de la naturaleza, sutiles formas de comunicación entre las especies.

Centenares de animales rodearon a los jóvenes, algunos cuya existencia no conocían: extraños okapis de cuello largo, como pequeñas jirafas; almizcleros, algalias, mangostas, ardillas voladoras, gatos dorados y antílopes con rayas de cebra; hormigueros cubiertos de escamas y una multitud de monos encaramados en los árboles, parloteando como niños en la mágica luz de esa noche. Ante ellos desfilaron leopardos, cocodrilos, rinocerontes y otras fieras en buena armonía. Aves extraordinarias llenaron el aire con sus voces e iluminaron la noche con su atrevido plumaje. Millares de insectos danzaron en la brisa: mariposas multicolores, escarabajos fosforescentes, ruidosos grillos, delicadas luciérnagas. El suelo hervía de reptiles: víboras, tortugas y grandes lagartos, descendientes de los dinosaurios, que observaban a los jóvenes con ojos de tres párpados.

Se hallaron en el centro del bosque espiritual, rodeados de millares y millares de almas vegetales y animales. Las mentes de Alexander y Nadia se expandieron de nuevo y percibieron las conexiones entre los seres, el universo entero entrelazado por corrientes de energía, por una red exquisita, fina como seda, fuerte como acero. Entendieron que nada existe aislado; cada cosa que ocurre, desde un pensamiento hasta un huracán, afecta a lo demás. Sintieron la tierra palpitante y viva, un gran organismo acunando en su regazo la flora y la fauna, los montes, los ríos, el viento de las llanuras, la lava de los volcanes, las nieves eternas de las más altas montañas.Y esa madre planeta es parte de otros organismos mayores, unida a los infinitos astros del inmenso firmamento.

Los jóvenes vieron los ciclos inevitables de vida, muerte, transformación y renacimiento como un maravilloso dibujo en el cual todo ocurre simultáneamente, sin pasado, presente o futuro, ahora desde siempre y para siempre.

Y por fin, en la última etapa de su fantástica odisea, comprendieron que las incontables almas, así como cuanto hay en el universo, son partículas de un espíritu único, como gotas de agua de un mismo océano. Una sola esencia espiritual anima todo lo existente. No hay separación entre los seres, no hay frontera entre la vida y la muerte.

En ningún momento durante aquel increíble viaje Nadia y Alexander tuvieron temor. Al principio les pareció que flotaban en la nebulosa de un sueño y sintieron una profunda calma, pero a medida que el peregrinaje espiritual expandía sus sentidos y su imaginación, la tranquilidad dio paso a la euforia, una felicidad incontenible, una sensación de tremenda energía y fuerza.

La luna continuó su paseo por el firmamento y desapareció en el bosque. Durante unos minutos la luz de los fantasmas permaneció en el ámbito, mientras el zumbido de abejas y el frío disminuían poco a poco. Los dos amigos despertaron del trance y se encontraron entre las tumbas, con Borobá colgado de la cintura de Nadia. Durante un rato no hablaron ni se movieron, para preservar el encantamiento. Por último se miraron, desconcertados, dudando de lo que habían vivido, pero entonces surgió ante ellos la figura de la reina Nana-Asante, quien les confirmó que no había sido sólo una alucinación.

La reina estaba iluminada por un intenso resplandor interno. Los jóvenes la vieron tal como era y no en la forma en que había aparecido al principio, como una vieja miserable, puros huesos y harapos. En verdad era una presencia formidable, una amazona, una antigua diosa del bosque. Nana-Asante se había vuelto sabia durante esos años de meditación y soledad entre los muertos; había limpiado su corazón de odio y codicia, nada deseaba, nada la inquietaba, nada temía. Era valiente porque no se aferraba a la vida; era fuerte porque la animaba la compasión; era justa porque intuía la verdad; era invencible porque la sostenía un ejército de espíritus.

– Hay mucho sufrimiento en Ngoubé. Cuando usted reinaba había paz, los bantúes y los pigmeos recuerdan esos tiempos. Venga con nosotros, Nana-Asante, ayúdenos -suplicó Nadia.

– Vamos -replicó la reina sin vacilar, como si se hubiera preparado durante años para ese momento.

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