9

Tengo un vago recuerdo del momento en que recobré el sentido. Me oí a mí mismo suspirar profundamente, y éste fue el primer sonido que interrumpió el silencio que reinaba en la habitación. Después sentí una punzada en mi cabeza, una sensación que no llegaba a ser ningún dolor, sino sólo un malestar que pasó enseguida.

Mi primera reacción fue de sorpresa y de pánico. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué locura se ha apoderado de mí? Luego me invadió un sentimiento de angustia. ¿Cómo ha podido sucederme una cosa así? ¿Cómo ha podido ser posible?, me preguntaba lleno de asombro y de miedo. ¿Acaso me he visto realmente entrar aquí y susurrar palabras que nunca han salido de mis labios? ¡Yo mismo he creído por un momento en mi propia culpa! ¿Cómo es posible? Sin duda se ha tratado de una fuerte perturbación de mis sentidos, una alucinación que se ha burlado de mí, una voluntad ajena a la mía que me ha forzado a asumir algo que yo no he hecho. No, evidentemente yo no he estado aquí antes, no he hablado para nada con Eugen Bischoff y no soy ningún asesino. Un sueño, una locura que se ha escapado de los infiernos y que ahora ha vuelto a hundirse en aquel lugar de donde nunca debería haber salido.

Respiré hondo sintiéndome algo más aliviado de aquel peso que me oprimía. Me había defendido, no me había entregado, y aquella extraña fuerza que se había adueñado por un momento de mis sentidos había sido rota, vencida. Dentro de mí y a mi alrededor las cosas habían recobrado su aspecto normal, sentía que volvía a pertenecer a la realidad.

Miré de frente. Ante mí estaba Félix, completamente erguido, sobre sus labios todavía se podía ver un rasgo persistente y tenaz de dureza e inquina contra mí. Parecía decidido a no dejarse arrebatar la victoria tan fácilmente, y con un gesto brusco se encaró al ingeniero, como haciendo frente a un nuevo enemigo portador de más peligros. Lo miraba fijamente, con el ceño fruncido y un aire de melancólica crispación, dispuesto también, en el caso de que fuera necesario, a arremeter contra él, y su mano vendada se levantó con un gesto de furiosa sorpresa.

El ingeniero no se dejó intimidar.

– Será mejor que te tranquilices, Félix -le advirtió-. Sé muy bien lo que digo. He reflexionado a fondo sobre todo este asunto y he llegado al convencimiento de que no se puede culpar de nada al barón. Has sido injusto con él, y sólo te estoy pidiendo que me prestes un instante de atención.

Aquella seguridad con que hablaba fue un verdadero sedante para mis alterados nervios. Y el sentimiento que significaba volver a estar libre de toda sospecha hizo desaparecer como por arte de magia aquella opresión que unos momentos antes me había atenazado y mortificado. A decir verdad, ahora me parecía algo perfectamente fantástico y absurdo que se me quisiera atribuir en serio el asesinato del marido de Dina. Y mientras veía proyectarse la luz de la realidad sobre todo aquel asunto sólo sentía ya la tensión y la impaciencia del espectador que no está involucrado en la historia y que tan sólo se siente partícipe de ella por una especie de curiosidad, por el simple deseo de conocer cual será su desenlace. Y en ese estado de ánimo me hacía todo tipo de preguntas que exigían respuesta: ¿Quién ha inducido a Eugen Bischoff al suicidio? ¿Quién es el culpable? Y mi pipa, este mudo testigo presencial, ¿por qué extraño camino ha venido a parar aquí? Si yo soy inocente, entonces, ¿a quién acusa?

Eso era lo que yo quería saber, lo que tenía que saber, y casi sin quererlo mis ojos se clavaron en los del ingeniero, como si él ya supiera el camino para salir de aquella jungla llena de enigmas por resolver.

Yo ignoraba qué era lo que en aquel momento sentía mi adversario: si enojo, impaciencia, disgusto, irritación o decepción. En todo caso, fuera lo que fuese aquello que le pasaba por la cabeza, conseguía ocultarlo a la perfección. Sus gestos, sus ademanes, volvían a ser educados y atentos, y el furioso movimiento de su mano se transformó casi por arte de magia en un comedido gesto de requerimiento.

– Estoy impaciente, Waldemar. Haznos oír tu explicación. Pero mucho me temo que vas a tener que ser breve, porque ya oigo el coche de la policía.

Y era cierto. Desde la calle se oía el gimoteo de una sirena que se iba acercando cada vez más, pero el ingeniero no se inmutó. Y ahora que iba a hablar de nuevo volvía a sentir en mi conciencia el peso de que lo que allí estaba en juego era nada más y nada menos que mi palabra, mi honor y mi vida. Pero fue sólo un instante, rápidamente recobré la tranquilidad y la confianza; me sentía completamente ajeno a todo aquello, y estaba convencido de que más tarde o más temprano surgiría una explicación natural y convincente que lo aclararía todo. Sencillamente, me parecía inconcebible que aquella horrible sospecha pudiera seguir recayendo sobre mí.

– Veamos -comenzó el ingeniero-. Cuando se oyeron los disparos el barón se encontraba arriba, en la casa. ¿Lo sabías? Para ser más exactos en la terraza, charlando con tu hermana. Debemos partir de este hecho.

– Puede ser -respondió Félix en el mismo tono de voz con el que se podría hablar de las cosas más insignificantes. Seguía atento al ruido de la sirena, pero ésta acabó perdiéndose en la lejanía.

– Debemos retenerlo en la memoria. Es importante -prosiguió el ingeniero-. Porque tengo motivos para suponer que el visitante desconocido se encontraba todavía aquí en el momento en que Eugen Bischoff efectuó los dos disparos.

– ¿Los dos disparos? Yo sólo he oído uno.

– Fueron dos. Aún no he inspeccionado el arma pero se demostrará fácilmente lo que digo.

Se acercó a la pared y señaló las flores azuladas y los arabescos del papel pintado.

– Aquí está el disparo. Eugen se defendió. Disparó contra su agresor e inmediatamente después apuntó el arma contra sí mismo. Así es como tuvieron lugar los hechos. De modo que en el momento crítico el barón estaba arriba, en la terraza. Es por ello que no puede tenérsele en consideración a la hora de intentar descubrir quién fue ese visitante desconocido.

El doctor Gorski se inclinó sobre la señal del disparo que había en la pared y buscó el proyectil con su cortaplumas. Podía oír perfectamente el ruido de los arañazos del metal en el yeso. Félix seguía con el oído atento al sonido de la calle.

– ¿Estás seguro de todo eso? -preguntó al cabo de un rato, sin dignarse tan sólo a girar la cabeza-. Entonces dime, ¿cómo consiguió entrar este desconocido por la puerta del jardín sin que nadie se diera cuenta? Nadie lo ha visto llegar, nadie ha oído que sonara la campana de la puerta. Aunque ya sé lo que vas a decirme: que ese desconocido tuyo tenía en su poder una copia de la llave, ¿no es así?

El ingeniero sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

– No. Más bien me inclino a suponer que ya hacía tiempo, quizás incluso horas, que estaba esperando a que Eugen Bischoff viniera al pabellón.

– Muy bien, entonces también sabrás decirme cómo consiguió abandonarlo. Has dicho que todavía estaba aquí cuando sonó el primer disparo. Entre un disparo y otro no debió de pasar más de un segundo, y cuando llegamos la puerta estaba cerrada por dentro, con llave.

– Sí, también he meditado largo rato sobre ello -dijo Solgrub sin mostrar ningún apuro -. Las ventanas también estaban cerradas. Reco nozco que éste es el punto más débil de mi razo namiento. Hasta ahora el único que permitiría especular sobre la culpabilidad del barón.

– ¡El único, dices! -rugió Félix. -¿Y la pipa? ¿Quién la ha traído aquí? ¿Acaso ha sido también ese misterioso visitante? ¿O quizás el mismo Eugen?

– No querría descartar esta segunda posibilidad de antemano.

Félix parecía a punto de explotar en un renovado ataque de ira, pero el doctor Gorski, que hasta el momento se había mantenido al margen, se le adelantó.

– No sé, puede que me equivoque, pero ahora que lo dicen creo haber visto durante unos instantes esa pipa en la mano de Eugen Bischoff.

Aunque ya digo que puedo estar en un error.

– ¿De veras, doctor? -le interrumpió Fé lix-. ¿Puede usted recordar haber visto a Eugen fumando alguna vez? No, doctor, mi cuñado no fumaba, odiaba el tabaco…

– No estoy diciendo -le cortó el doctor- que tuviera la intención de fumar. Quizá la cogió de un modo inconsciente, sencillamente porque se la había encontrado en la mano sin pensar en ello. Mire usted, en cierta ocasión salí distraído con unas tijeras de casa, y si no llego a encontrarme con un conocido por la calle…

– No, doctor. Convendría que se esforzara en encontrar explicaciones que se sostengan mejor. Cuando entré, la pipa todavía estaba encendida, y mire, allí en el suelo aún hay media docena de cerillas que han sido usadas. La persona que la ha traído ha fumado en ella.

El doctor no supo qué contestar. En cambio, aquellas palabras surtieron en el ingeniero un efecto harto difícil de describir.

Se puso de pie de un salto y nos miró a los tres pálido como la cera. Luego exclamó:

– ¡Todavía estaba encendida! Esto es, ¿no lo recuerdas, Félix? ¡En el escritorio también había un cigarrillo encendido!

Ninguno de los allí presentes podíamos ni tan sólo intuir adonde había ido a parar con sus pensamientos. A causa de la excitación había hablado con un fuerte acento eslavo, y esto fue lo que más me llamó la atención. Sorprendidos por su reacción, permanecimos todos mirándole con cara de extrañeza, mientras él, pálido, completamente fuera de sí, incapaz de decir nada ni de poder explicar nada, balbuceaba e intentaba controlarse en medio de un ataque de ira por el hecho de que no comprendiéramos de inmediato lo que nos quería decir.

Félix movió la cabeza de un lado para otro.

– Deberías expresarte con mayor claridad, Waldemar. No he entendido palabra de lo que me has dicho.

– ¡Y yo que he sido el primero en entrar! -consiguió articular el ingeniero. -¡Maldita sea! ¿Pero dónde tengo yo los ojos?… ¿Que me exprese con mayor claridad, dices? ¡Como si no fuera ya lo suficientemente claro! Se encerró por dentro, pasó el cerrojo, exactamente igual que Eugen Bischoff, y luego, cuando la hospedera consiguió entrar, encontró sobre su escritorio un cigarrillo encendido. ¿Me entiendes ahora o es que no quieres entenderme?

Por fin sabíamos de qué nos estaba hablando. La verdad es que yo no había pensado más en aquel misterioso suicidio del oficial de la Armada amigo de Eugen Bischoff. No pude evitar una leve sensación de terror al darme cuenta de la similitud entre ambas muertes. Y por primera vez sentí que surgía dentro de mí la sombría y terrible sospecha de que había una correpondencia entre ambos sucesos.

– Las mismas circunstancias, el mismo de senlace – dijo el ingeniero pasándose la mano por el ceño fruncido-. Casi el mismo procedimiento. Y además siempre, en los tres casos, la ausencia de cualquier móvil aparente.

– ¿Y qué conclusiones sacas tú de todo ello? -peguntó Felix visiblemente afectado y poco se guro ya de su postura.

– Sobre todo una: que el señor Von Yosch no es culpable de la muerte de Eugen. ¿Queda eso claro de una vez por todas?

– ¿Y quién es entonces el culpable, Waldemar?

El ingeniero mantuvo largamente su mirada puesta sobre el cuerpo sin vida que yacía en el suelo. Como obedeciendo a un extraño presentimiento bajó el tono de su voz. Casi como un susurro dijo:

– Cuando nos contó la suerte que había co rrido su amigo es posible que se encontrara a un paso solamente de descubrir el secreto de toda aquella historia. Al menos así lo debía de prever en el momento de abandonar el salón de música. Por eso estaba tan excitado, como fuera de sí, ¿lo recuerdas?

– ¿Y bien? ¿Qué más?

– Aquel joven oficial murió al descubrir el motivo de la muerte de su hermano. Al parecer, Eugen también descubrió el secreto. Quizás ésta sea la razón por la cual él también murió…

La campanilla de la puerta principal interrumpió el silencio que habían provocado estas últimas palabras. El doctor Gorski abrió la puerta y miró hacia afuera. Se oyeron voces.

Félix irguió la cabeza. El semblante de su rostro había vuelto a mudarse y había recobrado su frío aire de superioridad.

– La policía -dijo en un tono de voz completamente transformado-. Waldemar, verdaderamente no creo que llegues a darte cuenta de cuan fantásticas son estas regiones a las que nos has conducido. No, tus teorías lo son todo menos convincentes. Me perdonaréis, pero querría hablar a solas con los señores de la policía.

Se dirigió hacia el doctor Gorski y le estrechó calurosamente la mano.

– Buenas noches, doctor. Nunca olvidaré lo que hoy ha hecho por mí y por Dina. ¿Qué habríamos hecho nosotros sin usted? Ha pensado en todo y ha sabido conservar la cabeza clara en los peores momentos.

Dicho esto, sus ojos fueron a posarse sobre mí.

– No creo que haga falta decirle, capitán, que por lo que a mí respecta nada ha cambiado en este asunto. Pienso que nos separamos habiendo llegado a un compromiso, ¿no es verdad? Por mi parte le respondí con un ligera inclinación.

Загрузка...