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RELACIÓN DE POMPEO DEI BENE,

ORGANISTA Y CIUDADANO DE FLORENCIA,

SOBRE LOS HECHOS QUE TUVIERON LUGAR

ANTE SUS OJOS

DURANTE LA NOCHE DE SIMÓN Y DE JUDAS

DEL AÑO 1532 DESPUÉS DE

LA ENCARNACIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.

ESCRITO DE SU PROPIA MANO.


¡En nombre del Dios verdadero, justo y eterno y para su mayor gloria!


Puesto que mañana se van a cumplir mis cincuenta años y los tiempos que corren han tomado un sesgo tal que en esta ciudad uno puede perder la vida antes de que sienta llegada su hora, quiero en el día de hoy, y después de haber pasado tantos años conteniéndome el escribir, dar al mundo la verdad y poner por escrito lo que le aconteció en la mencionada noche a Giovansimone Chigi, llamado Cattivanza, afamado pintor y arquitecto, hoy conocido con el sobrenombre de Maestro del Juicio Final. Quiera Dios perdonarle de sus pecados, como deseo que me perdone a mí y a todas las criaturas de este mundo.

Siendo yo un rapaz de dieciseis años, había escogido la pintura como oficio y soñaba ya con poder vivir de ella. Mi padre, que era un tejedor de seda de la ciudad de Pisa, decidió llevarme al taller de Tommaso Gambarelli, donde trabajé y colaboré con él en la realización de muchas y muy maravillosas obras. Pero el 24 de mayo, en la vigilia de la pascua de Pentecostés, el llamado Tommaso Gambarelli murió de la peste en el Ospedale della Scala, el mismo día en que los enemigos tomaban el monte Sansovino. Así que me encomendé a Dios y me puse a buscar a otro maestro que me aleccionara en el arte de la pintura, y de este modo fui a recalar junto a Giovansimone Chigi, que tenía su taller en el antiguo mercado, junto a los puestos de los ropavejeros.

El tal Giovansimone Chigi era un hombre menudo y muy gruñón, y llevaba puesta, tanto en invierno como en verano, un gorra de paño azul con orejeras, y quienes lo veían por primera vez no se equivocaban de mucho si lo creían más el capitán de una nave de piratas turcos que un ciudadano de Florencia. Y tanta era su avaricia, que no me daba ni medio pan a la semana, razón por la que, no llevando aún siete semanas a su servicio, ya me había gastado cinco florines de oro de mi propia bolsa.

Cierta noche en la que volvía tarde a casa después de la clase de aritmética, me encontré con que mi maestro estaba conversando en el taller con maese Donato Salimbeni de Siena, un médico que estaba al servicio del legado cardenalicio Pandolfo de Nerli. Maese Salimbeni era hombre de relevante inteligencia y aspecto honorable, que había viajado mucho y adquirido una gran experiencia en el arte de la alquimia. Yo ya le conocía por mi anterior maestro, y sus remedios me habían proporcionado un gran alivio cuando, cabalgando camino de Pisa, había caído víctima de la fiebre por culpa de la humedad que impregna el aire de aquellas tierras.

Cuando entré, Salimbeni estaba sumido en la contemplación de un cuadro que representaba una virgen rodeada de querubines, en tanto que el maestro iba de un lado para otro junto al fuego, pues la noche era fría. Al verme, Salimbeni me hizo una señal para que me acercara.

– ¿Y éste? -preguntó.

– Es mi ayudante, el único que tengo -res pondió el maestro torciendo la boca-. Pinta las flores y los animales de un modo digno de elogio, y esa tarea es para la que más sirve. Cuando tengo que pintar lechuzas, gatos, pájaros canto res o escorpiones, el chico me es de gran ayuda.

Suspiró y se agachó para poner un par de troncos más al fuego. Luego prosiguió:

– Cuando yo era joven, realicé obras muy hermosas, y con mi arte acrecenté la fama de esta ciudad. Yo soy el autor del espléndido San Pedro de bronce que aún hoy podéis admirar ante el altar de la iglesia de Santa María del Fiore. Por él clavaron más de veinte sonetos en mi puerta para elogiar mi obra y celebrar mi nombre. Y aun me fueron concedidos otros y mayores honores. Pero ahora ya soy un hombre viejo y nada me sale como debiera.

Y señaló un Jesús adoctrinado en el templo y una Ascensión de María Magdalena.

– Esto que veis aquí no es nada. Yo mismo me doy cuenta y no es necesario que me lo digáis vos ni nadie, pues nada hay que sea más bochornoso que la crítica. En mi juventud tenía la fuerza de la visión, y era capaz de percibir al Dios Padre, a los patriarcas, a nuestro Redentor, a los santos, a la Virgen y a los ángeles con mis propios ojos. Los veía, sí, ¡y de qué modo más maravilloso!, mirara donde mirara, hacia el cielo, hacia las nubes, o aquí mismo, en mi taller; y con tanta claridad, con tanta vida, que el entendimiento jamás podría dar razón de ello. Y del mismo modo que los veía los pintaba, y en verdad no eran muchos los que pudieran igualarme en mi arte. Pero ahora mis ojos están turbios y el fuego de la visión se ha apagado en mí.

Salimbeni estaba apoyado contra la pared en medio de la oscuridad, de modo que no podía verle y sólo oía su voz.

– ¡Giovansimone! -dijo-. Toda la sabiduría humana no es más que una creación imperfecta, y aún menos, es sólo humo y sombras ante el rostro del Señor. Sin embargo, me ha sido concedida la suerte de poder desvelar algunos de los secretos de este mundo pasajero mientras elevaba mis pensamientos hacia Dios. Y eso que tú llamas la fuerza de la visión puedo retornártelo, e incluso puedo hacerla brotar en aquellos que nunca antes la han poseído. No hay nada más sencillo que esto.

El maestro escuchaba. Al cabo de unos instantes se levantó, parecía reflexionar. Luego sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

– ¡Maese Salimbeni! Toda la ciudad sabe que os place vanagloriaros de muchas artes secretas y de no menos artimañas de ese tipo, pero que a la hora de ponerlas en práctica siempre acabáis encontrando una excusa u otra. Seguramente, eso de lo que ahora me habláis no es más que otra de vuestras fanfarronadas, ¿o acaso habéis aprendido este arte en la corte del mongol o del turco?

– Esto nada tiene que ver con las artes paganas, y es sólo a la misericordia de Dios que he de agradecerle el haberme mostrado el camino de la sabiduría.

– Entonces -respondió el maestro- no tengo otro deseo que el de poder apreciar algo de este arte lo antes posible. Pero una cosa os digo: si estáis pensando en burlaros, haré que os acordéis de mí durante mucho tiempo.

– Por hoy nada más tenemos que decirnos, como no sea ponernos de acuerdo sobre el día y la hora para realizar el experimento. Sin embargo, déjame darte antes un consejo, Giovansimone. Quiero que sepas que te adentras en un mar tempestuoso, y que quizá fuera mejor para ti que te quedaras en el puerto.

– Tienes razón, Salimbeni, hay que obrar con prudencia. Todo el mundo sabe que tengo en vos a un peligroso enemigo. Y aunque con vuestras palabras me tratéis con el respeto y el honor que me corresponden, no debo confiarme ante vos.

– Es verdad, Giovansimone, ¿para qué ocultarlo? Tú y yo tenemos un asunto pendiente. En cierta ocasión tuviste una disputa con mi sobrino Ciño Salimbeni, quien te ofendió de tal modo con sus palabras que todos pudieron oír cómo le decías: «Espera a ver quién ríe el último». Y en efecto, al cabo de unos días apareció su cuerpo sin vida tirado en el camino que atraviesa los prados en dirección al monasterio de los franciscanos. Yacía con el cuchillo clavado todavía en la garganta.

– Tenía muchos enemigos. Yo sólo me limité a predecir su suerte.

– Era un puñal español, y el armero había grabado su nombre en la hoja. Este puñal le pertenecía a un pobre tipo que acababa de llegar huyendo de Toledo. Lo detuvieron y lo condujeron ante el tribunal. El gritaba y juraba haber perdido el arma la noche antes por la calle, cerca de los tenderetes de los ropavejeros, en el mercado antiguo. No le creyeron, y fue al patíbulo.

– Deberías tener más respeto a las sentencias del tribunal de la ciudad. Y lo que fue ya tuvo su fin.

– ¡Has de saber -gritó Salimbeni- que lo que una vez ha sucedido jamás tiene su fin, y aquel que ha cometido un crimen y queda impune según la justicia de los hombres, que se prepare a sufrir el juicio de Dios Nuestro Señor!

– Voy a deciros una cosa. Aquella noche yo estaba en mi casa trabajando en una Santa Inés con el libro y el cordero, tal como me lo habían encargado. Y en ésas llega maese Ciño para ver si era posible una reconciliación, de modo que bebimos juntos y nos separamos tan amigos. Al día siguiente, cuando tuvo lugar el crimen, yo me encontraba guardando cama, estaba enfermo. Tengo quien lo puede atestiguar. Y en verdad os digo que Dios será justo y benevolente conmigo el día del Juicio Final, porque fue así como sucedió todo y no de otro modo.

– ¡Giovansimone! No sin motivo la gente os llama «la víbora».

Y cuando el maestro oyó aquel apodo fue presa de un ataque de furia como yo no se lo había visto antes, pues no había nada que soportara menos que aquello, y la cólera le robó el entendimiento. Cogió la pistola que siempre tenía cargada y a punto de disparar y.comenzó a gritar como un loco, mientras agitaba el arma amenazadoramente:

– ¡Fuera de aquí, filibustero, salteador de ca minos! ¡Fuera, bastardo de fraile putero! ¡Fuera, fuera, y que no te vea más por aquí!

Maese Salimbeni no esperó a que se lo dijeran dos veces y comenzó a bajar la escalera, pero el maestro todavía lo persiguió blandiendo el arma en la mano, y durante un buen rato le oí echar pestes y vocinglear abajo en la calle.

Al cabo de unos días, en la vigilia de la fiesta de Simón y de Judas, volvió a aparecer maese Salimbeni, hablando y comportándose como si nada hubiera ocurrido entre él y el maestro.

– Ha llegado el día que esperabas, Giovansimone. Estoy dispuesto.

El maestro alzó la vista de su trabajo. Cuando vio de quién se trataba volvió a estallar en un acceso de furia y gritó:

– ¿Qué demonios queréis ahora? ¿Acaso no os eché de mi casa la última vez?.

– Hoy te alegrarás de que haya venido. Es toy aquí para cumplir lo acordado, y esta es la hora que convenimos.

– ¡Fuera, fuera! -replicó el maestro ha ciendo gala del peor de los humores. -Me ofen disteis el otro día con vuestras palabras, y eso no lo olvidaré.

– A aquel que tiene la conciencia tranquila en nada le han de afectar mis palabras -respondió maese Salimbeni, y girándose hacia mí: -¡Arriba, Pompeo! No es hora de dormir la siesta. Ve y tráeme esto y esto.

Y me dio el nombre de las hierbas que necesitaba para su sahumerio, así como cuánto de cada una. Entre las hierbas había algunas cuya naturaleza yo no conocía junto con otras que crecían en los zarzales, y dos medidas de aguardiente.

Al volver yo de la botica parecían los dos estar de acuerdo en todo. Maese Salimbeni cogió las hierbas y le indicó al maestro qué era cada cosa. Seguidamente preparó la droga.

Cuando hubo acabado dejamos todos el taller, y mientras bajábamos las escaleras el maestro hizo de manera que maése Salimbeni se diera cuenta de que iba armado con un puñal y una daga, que llevaba escondidos bajo el capote.

– ¡Salimbeni! -dijo. -Aunque fuerais el dia blo en persona no creáis que llegara jamás a teneros miedo.

Seguimos la Strada Chiara y cruzamos el río por el puente de Rifredi. Luego pasamos de largo los lavanderos públicos y la pequeña capilla con los sarcófagos de mármol. Hacía una noche clara, y la luna brillaba en el cielo. Por fin, después de que hubiéramos caminado una buena hora, llegamos a una colina que caía cortada bruscamente sobre una cantera. Ahora en ese lugar se levanta un caserío, llamado la Casa de los Olivos, pero en aquella época sólo había cabras pastando durante el día.

Maese Salimbeni se detuvo allí, ordenándome que me fuera a recoger cardos y leña menuda para hacer fuego. Luego se volvió al maestro y le dijo:

– Giovansimone, éste es el lugar y ésta es la hora. Vuelvo a decírtelo: ¡Piénsatelo bien, aún es tás a tiempo! Pues aquel que emprende este viaje ha de tener un ánimo firme y fuerte.

– Bien, bien -le interrumpió el maestro-. Déjate de tantas monsergas y comencemos de una vez.

Entonces, y con gran ceremonial, maese Salimbeni dibujó un círculo en torno al fuego e hizo entrar al maestro en su interior. Seguidamente tiró una parte de las hierbas a las llamas y después abandonó el círculo.

Una espesa nube de humo envolvió al maestro, haciéndolo desaparecer por unos instantes de nuestra vista. Pero tan pronto se hubo retirado el humo maese Salimbeni volvió a arrojar parte de sus hierbas a las llamas. Y luego preguntó:

– ¿Qué ves, Giovansimone?

– Veo los campos, el río, las torres de la ciudad y el cielo de la noche. Nada más. Ah, ahora veo una liebre que corre por el prado y… ¡oh maravilla! Va ensillada y con riendas, como si fuera un caballo.

– Verdaderamente es una extraña visión. Pero creo que hoy vas a ver cosas todavía más maravillosas.

– ¡Oh, pero si no era ninguna liebre, era un macho cabrío! -gritó el maestro-. No, no, tampoco es un macho cabrío, es una especie de animal de Oriente cuyo nombre no conozco. Y da los saltos más alocados que jamás haya visto. ¡Oh! Ahora ha desaparecido.

De pronto el maestro comenzó a saludar y a inclinarse.

– ¡Mira! Es mi vecino el orfebre, que murió el año pasado. Ay de vos, maese Costaldo, tenéis el rostro cubierto de úlceras y de tumores.

– Giovansimone, ¿qué ves ahora?

– Veo escarpados abismos y gargantas y grutas que penetran la roca. Y veo también una piedra inmensa de color negro que flota en el aire sin caerse, lo que es una maravilla y apenas puede creerse.

– ¡Es el valle de Josafat! -exclamó el médico-. Y esa gran piedra negra que flota en el aire es el trono eterno de Dios. Has de saber, Giovansimone, que la aparición de esta roca me parece el aviso de que esta noche todavía verás cosas más terribles, tanto como nadie antes que tú las ha podido ver.

– No estamos solos -dijo de pronto el maestro, y su voz convirtióse en el murmullo de alguien embargado por el miedo-. Veo a mucha gente exultante que canta su alegría.

– No, no puede ser mucha la gente que ves. Son muy pocos aquellos a los que ha sido concedido el poder cantar la gloria del día del Juicio Final junto a los ángeles del Señor -dijo Salimbeni en voz baja.

– Y ahora veo a miles y miles, una muchedumbre infinita de caballeros, consejeros reales y mujeres ricamente vestidas que levantan los brazos a lo alto y lloran, y un gran lamento sale de sus gargantas.

– Se lamentan por lo que ha sido y ya no podrá volver a ser. Lloran porque están condenados a la oscuridad y porque les ha sido negada para toda la eternidad la contemplación del Señor.

– En el cielo hay una enorme señal de fuego. ¡Ay de mí! Este color no es de este mundo, y mis ojos no pueden soportar su visión.

– Es el rojo de las trompetas -gritó maese Salimberi con voz atronadora-. Es el rojo de las trompetas cuando el sol del día del Juicio Final se refleja en ellas.

– ¿Y de quién es esa voz que grita mi nombre desde la tempestad del viento? -preguntó el maes tro con voz aterrorizada, y su cuerpo comenzó a temblar. De pronto profirió un aullido que soñó como el profundo lamento de un animal, cruzando interminable por el espeso silencio de la noche.

– ¡Ay de mí! ¡Ahí están y se me quieren lle var con ellos, son los demonios del infierno, vie nen de todas partes, y el aire está lleno de ellos!

Y el pobre hombre intentó huir aterrorizado, pero los demonios invisibles parecían tenerlo bien cogido. Entonces cayó al suelo, dando patadas y manotazos al vacío y profiriendo espantosos aullidos con el rostro completamente desfigurado. Luego se levantó y comenzó a correr de nuevo, y otra vez cayó por los suelos. Era algo tan horroroso de ver que casi creí morir de miedo.

– ¡Ayudadle, maese Salimbeni! -grité en medio de mi desesperación, pero el médico sacudió la cabeza.

– Es demasiado tarde, pues las visiones de la noche ya se han apoderado de él.

– ¡Piedad, maese Salimberi! ¡Tened piedad de él! -grité.

En aquel momento los demonios del infierno lo debían de haber cogido y se lo llevaban a rastras, pero él seguía resistiéndose y aullaba con todas sus fuerzas. Entonces maese Salimbeni avanzó unos pasos hacia él, en dirección adonde el montículo caía en picado sobre la cantera, y se interpuso en su camino.

– ¡A ti te hablo, asesino que no temes al Se ñor Todopoderoso! – gritó-. ¡Levántate y con fiesa tu crimen!

– ¡Piedad! -aulló el maestro al tiempo que caía de rodillas y se cubría el rostro con las manos.

Entonces maese Salimbeni levantó su puño y le golpeó en medio de la frente con tal fuerza que el maestro cayó al suelo como muerto.


Hoy sé que esto no fue ninguna crueldad, sino todo un acto de compasión, y que maese Salimberi, con ese golpe, lo que hacía era liberar al maestro del poder de sus visiones.

Llevamos su cuerpo sin sentido al taller, y allí permaneció sin dar signos de vida hasta la noche del día siguiente. Cuando volvió en sí no sabía si era de día o de noche, deliraba y no dejaba de hablar de los demonios del infierno y del espantoso color de las trompetas.

Más tarde, cuando su locura comenzó a ceder, se fue volviendo más y más ensimismado y se sentó en un rincón de su taller con los ojos fijos en el vacío, sin hablar con nadie. Pero por las noches podía oír cómo gimoteaba en su habitación y rezaba todo tipo de plegarías. Hasta que el día de San Esteban desapareció de la ciudad sin que nadie supiera adonde había ido.

Transcurridos tres años, y yendo yo camino de Roma, me detuve en el monasterio de los hermanos seráficos de los Siete Dolores, donde se conservan el manto y el cinto de la Virgen María, junto con una madeja de hilo hecho con sus propias manos. De modo que le rogué al prior que me acompañara a la capilla para poder contemplar aquellas reliquias. Allí vi a un monje subido a un andamio que estaba trabajando en un gran fresco, y tardé no poco rato en reconocer en sus rasgos los de mi antiguo maestro Giovansimone Chigi.

– Ese está muy mal de la cabeza -me dijo el prior-, pero hay que reconocer que su trabajo es verdaderamente soberbio. Le llamamos el Maestro del Juicio Final, porque sólo pinta este tema, una y otra vez, siempre lo mismo. Y si por ventura le pido que pinte aquí una Anunciación o en aquella otra pared el milagro de la curación del inválido, o el de la multiplicación de los panes y los peces, entonces se enfurece y se pone como loco, de manera que hay que acabar dejándole hacer su voluntad.

La tarde caía, y una luz rosácea se proyectaba a través de las ventanas sobre las baldosas de piedra. Y en la pared pude reconocer la roca del trono de Dios flotando en el aire, y el valle de Josafat, el coro de los bienaventurados y los demonios de múltiples formas que salían del lodazal en llamas. El maestro se había pintado a sí mismo entre los condenados, y todo estaba representado con tanta veracidad que no pude evitar que un escalofrío me recorriera la espalda.

– ¡Maestro Giovansimone! -le grité. Pero ni me oyó. Con las manos temblorosas, y sin dejar de rezar ni un instante, pintaba la figura de un querubín enfurecido con una tal rapidez y ansiedad que bien podría decirse que todavía le perseguían los demonios del infierno.

Esta es mi historia sobre el Maestro del Juicio Final, y no es mucho más lo que sé, pues cuando al cabo de unos años volví a visitar el monasterio encontré la capilla vacía y los monjes me mostraron el lugar donde el maestro yacía enterrado. Quiera Cristo, nuestra estrella del alba y nuestra esperanza, que estemos él y todos nosotros entre los bienaventurados el día del Juicio Final.

Por lo que a maese Salimbeni se refiere, y a quien yo llamo el verdadero Maestro del Juicio Final, nada más he vuelto a saber de él desde aquella noche. Podría ser que haya vuelto a los lejanos reinos de Oriente, donde ya había pasado muchos años de su vida. Pero he conservado en la memoria el secreto de su arte, y aquí lo transcribo para aquellos que se sientan con el ánimo firme y seguro:

Toma, hombre curioso, extracto de cormentil en aguardiente, y de él haz tres partes, luego…

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