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Eugen Bischoff iba de un lado a otro del salón; había algo que parecía preocuparle, como si quisiera transformar algún pensamiento en palabras. De pronto se detuvo ante mí y se quedó mirándome directamente a los ojos, examinándome, con una expresión intranquila e insegura, casi desconfiada. Aquella mirada me incomodó bastante, la verdad, aunque no sabría muy bien decir el porqué.

– Se trata de una historia muy extraña, barón -comenzó-. Puede que lo que les voy a contar les provoque incluso escalofríos, y que quizás esta noche no puedan conciliar el sueño. Pero aquí -a lo que Eugen Bischoff se golpeó con vehemencia la frente -, aquí dentro hay algo, digamos que algo así como un nervio, que sólo a desgana se deja arrancar del reposo y que es absolutamente reacio a cumplir las funciones que le han sido encomendadas. Está allí sólo para los acontecimientos cotidianos, para las cosas corrientes de la vida. Pero para el miedo, el espanto, el pavor desorbitado… para todo esto no sirve de nada, para todo esto me hace falta un órgano especial.

– Comience su historia de una vez -le inte rrumpió el doctor.

– No estoy seguro de que consiga hacerles ver en qué consiste lo verdaderamente insólito del caso. Explicar historias, ya lo saben ustedes, nunca ha sido mi fuerte. Quizá cuando la hayan oído no les parezca tan excitante. En fin…

– ¿Para qué tantos preámbulos, Eugen? ¡Co mienza ya de una vez! -dijo el ingeniero al tiempo que hacía caer la ceniza de su cigarrillo.

– Pues bien, presten atención y piensen lo que les plazca. La historia es ésta: Hace algún tiempo trabé amistad con un oficial de la Armada, quien por aquel entonces gozaba de un permiso especial de varios meses para poner en orden ciertos asuntos familiares. Dichos asuntos cabe decir que eran de una naturaleza muy especial. Un hermano suyo, pintor y alumno de la Acade mia, había venido a vivir y a estudiar a la ciudad. Un buen día este joven, que al parecer tenía ver dadero talento (he podido contemplar alguno de sus trabajos: un Grupo de niños, el retrato de una mujer vestida de enfermera, una Muchacha bañándose), un buen día, como les decía, este jo ven apareció muerto, se había suicidado. Un suicidio sin motivo, no había ninguna causa apa rente para tal acto de desesperación. No tenía deudas ni problemas de dinero, no había ningún amor que lo torturara, ninguna enfermedad. En pocas palabras, se trataba de algo extremada mente misterioso. Y el hermano…

– ¡Vamos, vamos! Casos así ocurren mucho más a menudo de lo que la gente cree -le inte rrumpió el doctor Gorski-. Los informes policiales utilizan para referirse a ellos la expresión «enajenación momentánea».

– Exacto. También en aquella ocasión se dijo eso. Pero la familia no se dio por satisfecha. A los padres les resultaba incomprensible sobre todo que su hijo no hubiera dejado ninguna carta de despedida. Ni tan sólo lo corriente en estos casos, algo del estilo de «queridos padres, perdonadme, no podía hacer otra cosa», etc. Ni una triste línea, nada, no se pudo encontrar nada entre sus papeles. Ni una carta más o menos reciente que hiciera prever las intenciones del muchacho, ya fueran firmes o una simple inclinación todavía titubeante. La familia, pues, descartó la idea de un simple suicidio, y el hermano mayor emprendió viaje a Viena para intentar echar un poco de luz sobre todo el asunto. El oficial ya había pensado cuál sería su plan y lo llevó a cabo con verdadera energía y tenacidad. Se instaló en la misma casa donde había vivido su hermano; adoptó las costumbres de éste, incluyendo los horarios; buscó los medios para trabar relaciones con todas las personas que había frecuentado, al tiempo que evitó conocer a cualquier otro tipo de gente que pudiera desviarle de su cometido. Se matriculó en la Academia, se puso a dibujar y a pintar, y cada día pasaba unas horas en el café frecuentado por su hermano. Y fue tan consecuente en todo su plan que llegó incluso a vestirse con la ropa del difunto y a apuntarse a un curso de italiano al que también había asistido éste, a pesar de que, como oficial, él ya dominaba el italiano a la perfección. Le daba lo mismo: seguía las clases con la misma atención que un principiante. Y todo esto lo hacía con el convencimiento de que, de ese modo, un día u otro llegaría indefectiblemente a dar con las razones de aquel enigmático suicidio. Nada le hacía vacilar en su empeño.

»Llevó esa vida, que en realidad era la vida de otro, durante dos largos meses. Y no estoy en condiciones de poder decirles si durante ese lapso de tiempo se acercó o no a su objetivo. Un buen día, sin embargo, y en contra de su costumbre, llegó con bastante retraso a casa, lo que no pasó desapercibido a su patrona, que le subía la comida a la habitación y estaba acostumbrada a que su inquilino llevara una vida regulada al minuto. No se podía decir que estuviera precisamente de mal humor, aunque no se abstuvo de exteriorizar su disgusto por la comida enfriada. Dijo que tenía la intención de ir aquella noche a la ópera, y que confiaba en que todavía se pudieran conseguir entradas. Luego encargó el café y una cena fría para las once.

»Un cuarto de hora más tarde llegó la cocinera con el café. La puerta estaba cerrada, pero oyó al oficial que iba de un lado para otro de su habitación. Llamó y a través de la puerta cerrada le dijo que le dejara el café en el pasillo. Al cabo de un rato volvió para recoger el servicio y se encontró con que el café seguía en el mismo sitio donde lo había dejado. Llama y no recibe respuesta, escucha y nada se mueve. De pronto oye palabras, breves exclamaciones en una lengua que no entiende. E inmediatamente después un grito.

»La cocinera intenta forzar la puerta, chilla, empieza a dar golpes, la patrona acude en su ayuda y entre las dos consiguen abrir. La habitación está vacía, pero las ventanas están abiertas. Desde la calle llega el griterío de la gente y ahora se dan cuenta de lo que ha ocurrido. Abajo, en la calle, todo el mundo se amontona alrededor del cuerpo sin vida del oficial que se acababa de tirar por la ventana medio minuto antes. En su escritorio había un cigarrillo encendido.

– ¡Cómo! ¿Dice que se había tirado por la ventana? -interrumpió el ingeniero-. ¡Qué extraño! Seguro que siendo oficial tenía algún arma al alcance.

– Así es. El revólver se encontraba en el cajón de su escritorio. Estaba sin cargar. Un revólver de la Armada, calibre 9 mm. Junto a él se hallaba la munición, una caja llena de balas.

– ¿Y qué más, y qué más? -apremió el doctor Gorski.

– ¿Qué más? Eso es todo. Se había suicidado exactamente igual que su hermano. No sé si llegó a dar con la solución del misterio. Pero si así fue, entonces tuvo sus motivos para llevarse el miste rio a la tumba.

– ¡Qué dice usted! -exclamó el doctor Gors ki-. Seguro que dejó un escrito, algo que justificara su acto, unas líneas para sus padres.

– No.

No había sido Eugen Bischoff quien dio aquella respuesta tan decidida, sino el ingeniero, que prosiguió:

– ¿No se da usted cuenta de que no tuvo tiempo de hacerlo? No tuvo tiempo, esto es lo más curioso del caso. Si no pudo ni coger su revólver y cargarlo, cómo quiere usted que pudiera escribir una carta de despedida.

– Te equivocas, Solgrub -dijo Eugen Bischoff-. El oficial dejó algo escrito, aunque sólo media palabra.

– A eso es a lo que yo llamo laconismo militar -dijo el doctor, y me guiñó un ojo con aire divertido, haciéndome ver que consideraba toda la historia como una patraña.

– Se le rompió la punta del lápiz -dijo Eugen Bischoff acabando ya su narración-. Y el papel muestra en ese lugar un largo desgarrón.

– ¿Y la palabra?

– Había sido garabateada a toda prisa y resultaba apenas legible. Decía: «Horrible».

Ninguno de los presentes dijo nada. Solamente el ingeniero no pudo contener una leve exclamación de sorpresa.

Dina se levantó y apretó el interruptor de la lámpara. En la habitación se iluminó todo, pero el sentimiento de angustia y opresión que nos atenazaba a todos no nos abandonó tan fácilmente.

Solamente el doctor Gorski se mantenía escéptico.

– Venga, Bischoff, confiéselo -dijo-. Confiese que se ha inventado toda esta historia para darnos miedo.

Eugen Bischoff lo negó con la cabeza.

– Ño, doctor. Yo no me he inventado nada. No hace ni unas semanas que ocurrió todo tal y como yo se lo acabo de explicar. Sí, verdaderamente uno se encuentra a veces con cosas bien extrañas, doctor, créame. ¿Cuál es tu opinión sobre el asunto, Solgrub?

– ¡Un asesinato! -dijo el ingeniero lacónico y decidido-. Una forma bastante corriente de asesinato, para mí está claro. ¿Pero quién es el asesino? ¿Cómo entró en la habitación? ¿Cómo pudo desaparecer? Habría que meditarlo a fondo y a solas.

Lanzó una mirada a su reloj.

– Se ha hecho ya muy tarde, voy a tener que irme.

– ¡Bah! ¡Tonterías! Todos ustedes se van a quedar a cenar -anunció Eugen Bischoff-. Y después charlaremos todavía un rato sobre cosas más alegres.

– ¿Qué le parece a usted si el público aquí reunido, todo gente entendida en materia de arte, pudiera oír algo de su nuevo papel? -propuso el doctor.

Eugen Bischoff tenía que actuar dentro de pocos días en el papel de Ricardo III por primera vez en su vida, era verdad, lo había visto en los periódicos. Pero la idea del doctor no pareció ser de su agrado. Torció la boca y frunció el ceño.

– Hoy no. Con mucho gusto otro día, pero hoy no.

Dina y Félix comenzaron a animarlo. ¿Por qué no hoy? ¡Vaya un carácter! Y eso que todos se habían hecho tantas ilusiones.

– Bueno, la verdad es que confiábamos en tener alguna prerrogativa ante la misera plebs del gallinero y la platea. Nosotros, que tenemos el honor de conocerlo a usted personalmente -admitió el doctor.

Eugen Bischoff volvió a sacudir la cabeza y se mantuvo en sus trece.

– No, hoy no, no es posible. Verían un trabajo a medio hacer, y eso no lo quiero.

– Venga, algo así como un ensayo general entre buenos amigos -propuso el ingeniero.

– No, y les agradecería que no insistieran. De otro modo, Dios sabe que no me haría rogar. Ya saben que yo soy el primero que disfruta cuando hay público. Pero hoy no puede ser, todavía no he acabado de formarme la imagen del personaje. Debo tenerlo ante mis ojos, he de verlo. Eso es imprescindible para una buena interpretación…

El doctor Gorski pareció ceder, pero me volvió a guiñar el ojo con aire ladino, pues conocía un método excelente y de probada eficacia cuando se trataba de vencer la timidez de un actor, y ahora, al parecer, iba a ponerlo en práctica. Se trataba de proceder con una gran astucia y prudencia, y así comenzó a hablar con toda naturalidad de un famoso actor berlinés de lo más mediocre, y que, según él, también había representado aquel papel. De hecho, se dedicó a buscar las palabras más elogiosas para hablar de aquel actorcillo.

– Usted ya me conoce, Bischoff, y ya sabe que no soy uno de esos ruidosos entusiastas de gallinero, pero la verdad es que este Semblinsky me pareció sencillamente fabuloso. ¡Vaya ocurrencias más geniales que tenía ese hombre! Como cuando, estando sentado en las escaleras del palacio, lanza al aire su guante y lo vuelve a coger al vuelo, y luego, se estira por el escenario como un gato al sol. ¡Oh! Y además, ¡qué forma de construir el monólogo!

Y para que Eugen Bischoff se hiciera una idea de todo ello, el doctor se puso a declamar con el peor patetismo y los gestos más exagerados que se hayan visto:

– «Yo, privado de esta bella proporción, de forme, desprovisto de todo encanto por la pér fida Naturaleza…»

Ahí se interrumpió él mismo con una observación de crítica textual:

– No, al revés, primero viene «desprovisto», el «deforme» va después. No importa, «…sin acabar…» ¿Qué viene ahora? «Enviado antes de tiempo a este latente mundo…»

– Ya es suficiente, doctor -le interrumpió el actor, al principio con delicadeza.

– «A este latente mundo…» No me inte rrumpa, se lo ruego: «Terminado a medias, y eso tan imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos me paro…».

– ¡Basta! -exclamó Eugen Bischoff apretán dose las orejas con los puños-. ¡No siga! Me está usted poniendo enfermo.

El doctor Gorski se mantenía en sus trece.

– «Y así, ya que no puedo mostrarme como un amante, para entretener estos bellos días de galantería he determinado portarme como un vi llano…»

– Y yo he determinado retorcerle el pescuezo si no para usted ahora mismo -exclamó Bischoff-. Se lo ruego, está convirtiendo a Gloster en un payaso sentimentaloide. Ricardo era un ave de rapiña, un monstruo, una bestia, pero a pesar de todo ello también era un hombre y un rey, no un payaso histérico, ¡maldita sea otra vez!

Y en el estado de arrebato y exaltación que le provocaba el papel comenzó a dar vueltas como un loco por el salón. Por fin se detuvo, y entonces ocurrió exactamente lo que el doctor Gorski había previsto:

– Voy a enseñaros cómo hay que interpretar el Ricardo III. Ahora silencio, voy a recitar el monólogo inicial.

– Yo tengo mi propia concepción del personaje – dijo el doctor con un aire de gélida impertinencia-. Pero se lo ruego, usted es el actor, aceptaré gustoso su lección.

Eugen Bischoff le dedicó una mirada que traspasaba, llena de sorna y de desprecio. A punto de transformarse en el rey shakesperiano, ya no tenía ante sí al doctor Gorski, sino a su pobre e infeliz hermano Clarence.

– ¡Atentos pues! -ordenó -. Voy un mo mento al pabellón. Abrid entretanto las venta nas, aquí no se puede estar de tanto humo.

Vuelvo enseguida.

– No querrás maquillarte ahora, ¿verdad? -preguntó el hermano de Dina-. No nos hace falta, Eugen. Renunciamos a la máscara.

Los ojos de Eugen Bischoff llameaban y aparecían radiantes. Se encontraba en un tal estado de excitación como yo nunca lo había visto antes. Entonces dijo algo muy extraño:

– ¿Maquillarme, dices? ¡No! Lo que quiero es ver los botones del uniforme. Debéis dejarme a solas por unos instantes. Enseguida vuelvo a estar aquí con vosotros.

Salió pero al segundo volvió sobre sus pasos.

– Y con respecto a su Semblinsky, su gran Semblinsky, ¿sabe usted lo que en realidad es? Un cretino. Una vez lo vi en el papel de Yago. ¡Qué desastre!

Y dicho esto volvió a salir. Lo vi cruzar el jardín apresuradamente, hablaba consigo mismo, gesticulaba, sin duda estaba ya en el castillo de Baynard, en el mundo del rey Ricardo. Estuvo a punto incluso de chocar con su jardinero, pues el pobre hombre, a pesar de que ya estaba oscureciendo, seguía arrodillado sobre el césped, recortando la hierba. Inmediatamente después de desaparecer la silueta de Eugen Bischoff se encendieron las luces del pabellón y sus ventanas se iluminaron esparciendo una claridad trémula y un movimiento inquietante de sombras en el amplio y silencioso jardín nocturno.

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