5

El doctor Gorski no cejó en su empeño de recitar versos de Shakespeare con aquel patetismo fingido y el ridículo derroche de gestos con que acompañaba su declamación; y ahora que Eugen Bischoff había abandonado ya el salón de música cabía pensar que lo hacía por el puro entusiasmo que todo aquello le causaba, por testarudez o sencillamente para acortar la espera. Ahora había llegado, convertido en una verdadera furia, al rey Lear, e insistía en aguarnos a todos la fiesta cantando con su voz ronca las canciones del bufón, a las que, huelga decirlo, ponía la música que en aquel momento le pasaba por la cabeza. Mientras tanto, el ingeniero permanecía sentado en su sillón y encendía un cigarrillo tras otro, completamente ensimismado en la contemplación del dibujo de la alfombra que tenía bajo sus pies. Por la razón que fuera, era evidente que la historia de aquel joven oficial de la Marina lo había dejado inquieto y las misteriosas y trágicas circunstancias que habían envuelto aquel suicidio seguían ocupando sus pensamientos. De vez en cuando sufría un sobresalto. Entonces, moviendo la cabeza de un lado para otro, y con la misma expresión que ponemos a veces ante ciertos fenómenos que nos resultan absolutamente extraños e incomprensibles, clavaba su mirada sobre el doctor, quien seguía entregado por completo a su recital. En un momento dado, intentó incluso retornarlo a la realidad. Se inclinó hacia delante y con gesto decidido cogió al doctor por la muñeca:

– Hay algo en todo este asunto, doctor, que no acabo de ver claro. Pare un momento, se lo ruego, escúcheme usted. Supongamos que fuera realmente un suicidio, y que éste ocurriera a raíz de una determinación imprevista. Bien. Pero en tonces, ¿por qué razón, le pregunto a usted, el oficial se encerró un cuarto de hora antes en su habitación? Todavía no ha pensado en suicidarse y ya se encierra. ¿Con qué fin? ¿Puede usted decírmelo?

– «Que quien te aconsejó / que entregaras tu hacienda / venga y esté a mi lado / o sé tú quien se venga.»

Esto, unido a un gesto de rechazo y enfado – el mismo con el que, por ejemplo, se espantaría una mosca inoportuna-, fue todo lo que el doctor se dignó a dar por respuesta.

– Déjese de tonterías, doctor -insistió el ingeniero-. Un cuarto de hora antes ya se había encerrado con llave. Uno piensa que debería de haber tenido tiempo más que suficiente para los preparativos, pero de pronto se tira por la ventana, lo cual convendrá usted conmigo que un oficial no haría nunca teniendo en el cajón de su escritorio un revólver con una caja llena de munición.


El doctor Gorski no estaba dispuesto a dejarse distraer tan fácilmente de su recital shakesperiano con todas esas consideraciones y deducciones. La ilusión de ser un gran actor actuando en un escenario famoso lo había sumido en una especie de alegre locura de la que nadie parecía ser capaz de arrancarlo, a pesar de que con su aspecto, menudo y algo contrahecho, como un verdadero gnomo en medio de un arrebato de pasión, cantando y rasgando las cuerdas de un laúd imaginario, invitaba más bien a la auténtica carcajada:

– «Tendremos de inmediato / un dulce y un amargo / bufón…»

El ingeniero acabó por darse cuenta de lo inútil que era su intento de hacer partícipe al doctor de sus reflexiones y optó por volverse hacia mí:

– Es una contradicción, ¿no lo ve usted así?

Se lo ruego, no deje que se me olvide preguntarlo a Eugen Bischoff antes de irnos.

– ¿Alguien sabe dónde se ha metido mi her mana? -preguntó Félix de pronto.

– Esté donde esté, en cualquier caso ha hecho muy bien en irse: hay demasiado humo en esta habitación -dijo el ingeniero, y apagó el resto de su cigarrillo en el cenicero-. Magna pars fui, lo reconozco. Debíamos haber abierto las ventanas y nos hemos olvidado de hacerlo…

Nadie se fijó en mí cuando abandoné el salón de música. Cerré la puerta detrás mío con cuidado de no hacer ruido. Pensé que Dina se encontraría en el jardín y seguí el camino de grava que cruzaba por el césped hasta llegar a la valla de madera del jardín vecino. Pero no la encontré en ninguno de sus lugares preferidos. Sobre la mesa que estaba junto al bosquecillo había un libro abierto, y sus hojas todavía estaban húmedas de la lluvia de los últimos días o a causa del relente de la noche. Por un momento me pareció verla en un rincón del muro, «ahí está Dina», me dije, pero al acercarme me di cuenta de que no eran más que herramientas del jardín: dos regaderas vacías, un cesto, un rastrillo y una hamaca rota que el viento hacía balancearse de un lado para otro.

No sé por cuánto tiempo permanecí en el jardín. Puede ser que fuera durante largo rato. Quizá llegué a apoyarme contra el tronco de algún árbol y me dejé llevar por los sueños.


De pronto oí ruidos y unas carcajadas que procedían del salón de música. Una mano recorrió con traviesa alegría todas las teclas del piano, desde la octava más grave hasta los agudos más estridentes. La silueta de Félix apareció como una gran sombra oscura en el ventanal.

– ¡Hola! ¿Eres tú, Eugen? -gritó hacia el jardín. – ¡Ah, es usted, barón!

Su voz adquirió de pronto un tono que denotaba preocupación e inquietud.

– ¿Dónde se había metido? ¿De dónde sale?

Detrás suyo apareció el doctor, quien también me reconoció y al instante comenzó a declamar de nuevo:

– «Aquí te veo, a la luz de la luna…»

Pero fue interrumpido bruscamente por alguien que lo apartó de la ventana, de modo que ya sólo pude oírle gritar:

– ¡Qué atrevimiento! ¡Oh!

Luego se hizo otra vez el silencio. Sobre sus cabezas, en el primer piso de la casa, se encendieron de pronto las luces. Dina apareció en la veranda. Su figura se recortaba contra la luz blanquecina de la lámpara mientras iba poniendo la mesa para la cena.

Volví a entrar y subí por la escalera de madera que conducía a la veranda. Dina oyó mis pasos y giró su rostro hacia mí, protegiéndose con la mano de la luz que le daba en los ojos.

– ¿Eres tú, Gottfried?

Me senté en silencio ante ella y observé cómo iba colocando los platos y las copas sobre el blanco mantel. Podía oír su respiración profunda y acompasada. Respiraba como un niño que duerme libre de cualquier pesadilla. El viento sacudía las ramas de los castaños y barría pequeñas cabalgatas de hojarasca sobre el camino de grava. Abajo, en el jardín, el viejo jardinero seguía ocupado en su trabajo. Había encendido un farolillo que tenía a su lado sobre el césped y cuyo débil resplandor se mezclaba con la luz más intensa que salía de las ventanas del pabellón.

De pronto tuve un sobresalto.

Alguien había gritado mi nombre -«¡Yosch!»-, sólo mi nombre y nada más, pero en el sonido de aquella voz había algo que me asustó: rabia, reproche, aborrecimiento, rechazo…

Dina dejó de pronto lo que estaba haciendo y aguzó el oído. Después me miró con aire interrogante y sorprendido.

– Es Eugen. ¿Qué querrá?

Y ahora la voz de Eugen Bischoff por segunda vez:

– ¡Dina, Dina! -gritó. Pero en esta ocasión su tono de voz había cambiado por completo; ya no había ni furia ni sorpresa, sino tormento, dolor, y una desesperación que parecía no tener límites.

– ¡Estoy aquí, Eugen! ¡Aquí! -gritó inclinándose sobre la veranda.

Y durante unos segundos ninguna respuesta.

Después sonó un disparo, y luego otro.

Dina quedó sobrecogida. La veía frente a mí, incapaz de decir nada, incapaz de moverse. No podía quedarme con ella, tenía que ir a ver qué era lo que había ocurrido. Creo recordar que primero tuve la impresión de ver a dos intrusos que subían por la tapia de madera para robar fruta. No sé muy bien cómo pudo ocurrir, pero lo cierto es que en lugar de ir al jardín fui a parar a una habitación a oscuras que se encontraba en el entresuelo y en la que nunca había estado. Y una vez dentro me resultó imposible encontrar de nuevo la puerta o alguna ventana, ni siquiera el interruptor de la luz. No había más que pared y más pared. Pared por todos los lados. Di con la cabeza contra algo duro y anguloso. Durante un largo minuto estuve en aquella lamentable situación dando vueltas en medio de la oscuridad, a tientas por las paredes, cada vez más furioso y más desesperado.

Finalmente oí pasos que se acercaban. Se abrió una puerta, se encendió una cerilla en la oscuridad. Ante mí estaba el ingeniero.

– ¿Qué es lo que ha sucedido? -le pregunté atenazado por la angustia y el desasosiego, y a pesar de ello feliz por el hecho de que hubiera luz y de que ya no estuviera solo -. ¿Qué fue eso? ¿Qué ha ocurrido?

La idea de que habían entrado ladrones en la casa había acabado concretándose en una imagen que estaba convencido de haber visto. Y tal era mi convencimiento que incluso podía describirlos a los tres -pues ahora me parecía que habían sido tres en lugar de dos-: uno, menudo y con barba, que estaba colgado de la reja del jardín; otro que se estaba levantando del suelo, y el tercero que en aquel preciso instante saltaba y se escondía detrás de los arbustos y de los troncos de los árboles, avanzando a grandes zancadas en dirección al pabellón.

– ¿Qué es lo que ha sucedido? -volví a pre guntar. La cerilla se apagó y el rostro pálido y desencajado del ingeniero desapareció en la oscuridad.

– Estoy buscando a Dina -dijo-. No po demos dejar que lo vea. Es espantoso. Uno de nosotros debería permanecer junto a ella.

– Está arriba, en la veranda.

– ¿Pero cómo ha podido dejarla sola? -gritó, y al cabo de un segundo ya se había ido.

Fui al salón de música. No había nadie, y una de las sillas estaba caída en el suelo al lado de la puerta.

Bajé al jardín. Aún recuerdo la premura y la angustia que me dominaban mientras cruzaba el largo sendero hacia el pabellón, que parecía no acabar nunca.

La puerta estaba abierta y entré.

De pronto supe, antes incluso de echar un vistazo a mi alrededor, lo que había ocurrido. No había tenido lugar combate alguno contra ningún intruso. Eugen Bischoff se había suicidado, aunque no sabría decir por qué razón estuve tan seguro de ello.

Yacía en el suelo, junto al escritorio, con el rostro girado hacia mí. Su americana y su chaleco estaban desabrochados. Tenía el revólver en la mano derecha y su brazo parecía estar completamente rígido. En su caída había arrastrado consigo un par de libros, el tintero y un pequeño busto de Iffland hecho de mármol. Junto a él, arrodillado en el suelo, estaba el doctor Gorski.

En el instante en que entré todavía había vida en la mirada de Eugen Bischoff. Abrió los ojos, su mano tembló ligeramente, movió la cabeza. ¿Era acaso una ilusión? Su rostro desfigurado por el dolor y la agonía adoptó al verme -o eso por lo menos me pareció a mí- una expresión de sorpresa indescriptible; había algo, fuera lo que fuera, que lo desconcertaba profundamente.

Intentó incorporarse, quiso decir algo, gimió y volvió a caer hacia atrás. El doctor Gorski tomó su mano izquierda. Pero el rostro de Bischoff sólo mantuvo por un breve espacio de tiempo aquella expresión de sorpresa. Después dio paso a una mueca que traslucía un odio y una rabia sin límites.

Y aquella mirada terrible de odio y de rabia se quedó clavada en mí. Aquella mirada iba por mí, y yo no podía comprender por qué razón, no podía imaginarme qué era lo que quería decirme Eugen Bischoff con ella. Pero tampoco podía entenderme muy bien a mí mismo; me resultaba incomprensible el que, a pesar de encontrarme en presencia de un moribundo, no sintiera ningún temor, ni angustia ni congoja, sino solamente una cierta incomodidad ante aquella mirada, y el miedo a pisar el charco de sangre que iba empapando la alfombra cada vez más.

El doctor se incorporó. El semblante otrora tan expresivo de Eugen Bischoff se había convertido en una máscara callada, pálida y rígida.

Desde la puerta oí los gritos de Félix.

– ¡Está viniendo hacia aquí, doctor! ¿Qué podemos hacer?

El doctor Gorski cogió una gabardina que colgaba de la pared y la tendió sobre el cuerpo sin vida de Eugen Bischoff.

– ¡Vaya usted a su encuentro, doctor! -le suplicó Félix-. Hable usted con ella, porque a mí me resulta imposible.

Vi a Dina atravesar el jardín en dirección hacia nosotros. Junto a ella iba el ingeniero, tratando de convencerla de que no fuera. De pronto sentí que se apoderaba de mí un agotamiento infinito. Me costaba un enorme esfuerzo mantenerme en pie, y gustoso me hubiera tumbado sobre el césped. No es nada, me dije. Sólo un desmayo pasajero causado por el esfuerzo repentino de hace un momento.

Y mientras Dina desaparecía por la puerta del pabellón me ocurrió una cosa de lo más extraña. Fue con el jardinero sordo. Estaba junto a mí, inclinado sobre el césped, y seguía ocupado en su trabajo, como si nada hubiera ocurrido.

Y es que para él no había sucedido nada. Para él todo seguía igual que antes. No había oído el grito ni el disparo. Sin embargo, ahora debió de sentir que lo observaba, porque se incorporó y se quedó mirándome.

– ¿Me ha llamado el señor? -dijo.

Sacudí la cabeza.

– No, no lo he llamado.

Pero no me creyó. El ruido que llegaba mortecino y desfigurado a sus oídos le debía de haber provocado la ilusión imprecisa de que alguien había pronunciado su nombre.

– Sí, usted me ha llamado, señor -repitió con voz gruñona, y a pesar de que volvió a su trabajo vi que no me perdía de vista, que me observaba por el rabillo del ojo con mirada torva.

Y entonces sentí de pronto el horror que no había experimentado ante el cuerpo de Eugen Bischoff. Sucedió de improviso. El espanto me sacudió y un escalofrío recorrió mi espalda.

No, yo no había llamado a aquel hombre que estaba ahí enfrente, cortando con su hoz las briznas de hierba y sin apartar sus ojos de mí. Sí, era sólo el viejo jardinero sordo, pero por un instante me pareció ver la imagen de la muerte tal como solía representarse antiguamente.

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