No sabría decir la razón por la cual no me fui en el primer tren tal como había decidido. Puedo asegurar, sin embargo, que lo que me retuvo no fue mi pensamiento puesto en Dina. Las últimas palabras del ingeniero, que tanto me habían afectado en un primer instante, dejaron de tener todo valor al cabo de unos minutos de reflexionar en torno a ellas. ¿O acaso era posible que Dina pudiera querer ver a aquel hombre que ella consideraba el asesino de su marido? Ahora me daba cuenta de las intenciones del ingeniero, que quería hacerme desistir del viaje por medio de una invención engañosa, y me sentía enfurecido conmigo mismo por haber caído en su trampa ni que fuera sólo por un instante.
Las razones por las que había decidido abandonar la idea del viaje no respondían a ningún tipo de coacción, sino que procedían más bien de un cambio repentino en mi estado de ánimo, provocado sin duda por la visita del ingeniero. Hasta entonces había mantenido una actitud de absoluta pasividad ante los acontecimientos que iban teniendo lugar a mi alrededor. Una casualidad absurda me había erigido en protagonista de un suceso en el que no me sentía involucrado ni por la conexión más remota. Y estaba tan sorprendido y aturdido por el cariz que habían ido tomando las cosas que ni tan sólo hice el intento de defenderme. Me había retraído totalmente dentro de mí mismo dejándolo todo al azar, y sólo me preocupaba de que el recuerdo de los hechos de la noche pasada no acabara con mis nervios.
Sin embargo, algo había cambiado en mí. Gracias a la conversación mantenida con el ingeniero se había despertado en mí el deseo de encargarme yo mismo de mi defensa. Había que encontrar al asesino de Eugen Bischoff. Sin embargo, la verdad era que no sabía por dónde empezar: me lo imaginaba como a un individuo monstruosamente obeso y cruel que, astuto como una araña en su tela, se estaba entre las cuatro paredes de su domicilio a la espera de que las víctimas se acercaran a su guarida. La idea de que aquel engendro sanguinario existía realmente, de que era algo más que una simple ilusión del ingeniero y que además era posible que viviera muy cerca de mí, de que podía presentarme ante él y pasarle cuentas, este pensamiento era lo que más me incitaba a la acción. Había dejado transcurrir demasiado tiempo, y ahora ya no había ningún minuto que perder. Tenía que descubrir dónde había estado Eugen Bischoff en tres días determinados de la semana pasada entre las doce del mediodía y las dos de la tarde. Una vez sabido esto, lo demás se deduciría a partir de aquí. Y con el mismo empeño y la misma impaciencia con que había realizado la noche anterior los preparativos del viaje, me entregué ahora a mi nueva tarea.
Era la una de la tarde. Vinzenz había puesto la mesa, pero aquel día ni siquiera toqué la comida que acostumbraba a subirme de un restaurante vecino los días que me quedaba a comer en casa. Los nervios no me permitían reposo, iba de un lado a otro de la habitación haciendo todo tipo de planes que enseguida rechazaba por encontrarlos absurdos, demasiado complicados o sencillamente irrealizables; consideré todas las posibilidades y una y otra vez me encontraba con dificultades que me parecían insuperables, o me enredaba entre mil combinaciones. Luego volvía a comenzar de nuevo, sin dudar ni un instante de que más tarde o más temprano daría con la solución correcta.
Y ésta llegó de pronto, en el momento más inesperado. Me encontraba frente a la ventana. En los cristales se reflejaba, reducido a una escala completamente irreal, todo el bullicio de la calle, y aquella imagen ha perdurado en mi memoria como grabada por un buril. Todavía hoy, mientras escribo esto, puedo verlo todo como si lo tuviera ante mis ojos: las cortinas azul celeste de las ventanas del edificio de enfrente, una mujer que cruzaba la calle tocada con un gran sombrero de ala ancha pasado de moda, una trabajadora que sostenía un cesto de limones entre sus manos, el arcángel San Miguel instalado sobre el mostrador de la farmacia -y reducido ahora al tamaño de una miniatura que levantaba los brazos con gesto protector hacia los clientes que esperaban ser atendidos -, un tranvía que pasaba y que por un instante lo ocultó todo tras una cortina de cristales y luces fugaces, la furgoneta de un pastelero aparcada ante el café de la esquina y de la cual bajó un muchacho pelirrojo cargado con dos cajas de madera amarilla, con las que rápidamente desapareció por la puerta giratoria del local… Y de pronto, mientras contemplaba todo este espectáculo, se me ocurrió una idea que me pareció tan obvia que no comprendía cómo no se le había ocurrido ya antes al ingeniero.
¡El accidente de circulación! ¡El accidente que había sufrido Eugen Bischoff! ¡Este tenía que ser el punto de partida! Reflexioné un momento, la Burggasse pertenecía al distrito siete, y yo conocía al comisario encargado de la zona. Se llamaba Franz o Friedrich Hufnagel. Había acudido a él hacía unos meses a causa de un anónimo que recibí con ciertas amenazas. Después habíamos coincidido a menudo en el salón de ajedrez de un café que yo frecuentaba. El sabría cómo ayudarme. A mí me faltaban la tranquilidad y la paciencia necesarias para iniciar yo mismo las pesquisas. Le escribí unas líneas en una tarjeta de visita, llamé a mi criado y le di las instrucciones pertinentes.
– Ve a la comisaría de la Kreindlgasse y pregunta por el comisario Hufnagel. Le entregas mi tarjeta. Te mostrará el informe policial de un accidente ocurrido en la Burggasse. Te apuntas el nombre del chófer implicado -un taxista, me parece- y el número de matrícula de su coche. Luego te diriges a la parada de taxis donde acostumbra a estar estacionado, lo esperas si no está en aquel momento, y después lo traes aquí. Quiero hablar con él. Eso es todo. ¿Me has comprendido bien? La policía te ayudará en lo que haga falta.
Se puso en camino y yo me quedé en casa reflexionando sobre las posibilidades de éxito de mi plan. Quería saber en qué calle había cogido Eugen Bischoff el taxi para ir a su casa. Con ello, naturalmente, no habría avanzado mucho, pero al menos ya sabría por qué parte de la ciudad debía comenzar a buscar. Que las verdaderas dificultades no comenzarían hasta haber dado con la zona por donde empezar era algo que yo ya sabía bien. Pero me sentía confiado y contaba con un golpe de suerte o de inspiración que me permitiera seguir adelante cuando fuera necesario. Por otro lado no dudaba de que le había tomado una buena ventaja al ingeniero, y esto era para mí lo más importante en aquel momento.
Hube de esperar durante más de dos horas, que se me hicieron interminables. Hacia las tres llegó Vinzenz. Traía consigo la copia de un informe policial con el parte dado por el funcionario de servicio Josef Nedved el 24 de septiembre, según el cual el automóvil de matrícula A VI 138, conducido por Johann Wiederhofer, había colisionado a la 1,45 h. de aquel mismo día con el tranvía de la compañía metropolitana n.° 5139 a causa del estado resbaladizo de la calzada, sufriendo sólo ligeros desperfectos en la carrocería.
El taxista a quien Vinzenz había logrado encontrar en su parada, esperaba con el coche estacionado ante la puerta de la calle.
Johann Wiederhofer era un tipo parlanchín y algo entrado en años. Por lo que pude constatar, todavía seguía bajo los efectos de la impresión que le había causado el accidente, e incluso se despachó a su gusto con palabras algo subidas de tono contra todo tipo de intervención policial en los asuntos de la ciudadanía así como contra las tendencias camorristas que, en su opinión, se podían observar en el gremio de conductores de tranvía.
– Ya verá uztez como a mí nadie me va a pagar nada -se explicaba-. Rezulta que eze día había llovido, y el anterior también. Azi que pazo lo que tenía que pazar, y zantaz pazcuaz. Lo que sucede ez que yo zoy el que ha zalido máz perjudicado. Pero claro, zi eza gentuza de loz tranvíaz zon tantoz y encima ze juntan, puez ya me dirá qué ez lo que puedo hacer yo solo. Y en ezaz que llega el guardia. «Vamoz a ver, zeñorez», lez digo, «zobre todo nada de ezcándaloz, no vayamoz a hacer una ezena delante de todo el mundo».
Encendió un pitillo y aprovechó para informarme del alcance de los desperfectos.
– Puez ahí ez nada: todo el alerón nuevo, el parabrizaz nuevo. Me pazé una tarde entera con la reparación de laz naricez. El zábado volvía a eztar de zervicio, y ahí ez nada la maldita zuerte que me acompaña que va y veo zalir del portal del ocho al mizmo zeñor que llevaba de viajero el día del accidente. Y va un colega que me dice, «a éze zí que no lo cogería en mi vida», pero un zervidor no ze anda con ezaz, yo no zoy nada zuperzticiozo, yo no zé qué ez ezo de la zuperztición, azi que voy y le digo, venga, zeñor, al coche otra vez, que ezo no ha zido nada.
– ¿Dice que le vio salir del número ocho? -le interrumpí, incapaz ya de ocultar mi excitación-. ¿Dónde tiene usted su parada?
– Zobre los Dominicoz, juzto enfrente del café Popular.
– ¡Lléveme a su parada! -le ordené, y subí al coche.
Nos detuvimos ante un edificio de color gris y aire melancólico. Busqué en vano en la lúgubre entrada la casilla del portero. Luego llegué al patio interior, que presentaba un aspecto de deplorable dejadez y sobre cuyas losas la lluvia había ido formando un verdadero laberinto de charcos malolientes. Un perro de raza indeterminada cómodamente instalado sobre un carrito de mano comenzó a ladrarme. Dos criaturas de aspecto desnutrido jugaban sobre un montón de escombros con trozos rotos de ladrillos, cajas, de madera y restos de botellas. Le pregunté a uno de los niños por la persona encargada de la portería, pero se me quedó mirando como si rio entendiera lo que le decía, y no obtuve ninguna respuesta.
Estuve durante un rato dando vueltas por allí sin saber qué hacer ni a quién dirigirme. De algún lugar cercano llegaba un murmullo de agua constante y monótono; quizás había una fuente chorreando allí cerca, o quizás eran sólo los canalones del tejado. El perro no había dejado de ladrar ni un momento. Subí por la escalera de caracol con la intención de llamar a cualquier puerta donde pudieran informarme.
De pronto sentí un insoportable hedor a madera podrida, humedad y verdura fermentada. Pero no quería irme de allí con las manos vacías, de modo que hice un esfuerzo y seguí adelante.
En el primer piso ya pude orientarme un poco más. A mano derecha se encontraba la sede de la asociación estudiantil Hilaritas. En la ranura de la puerta había dos cartas y un trozo de papel arrugado en el que se leía: «Estoy en el café Kronstein». No pude descifrar la firma. De todos modos, me pareció totalmente absurdo pedir información allí. También pasé de largo ante la puerta del gremio de comerciantes de sombreros y géneros de hilo. La tercera puerta que inspeccioné era la de un domicilio privado. Sobre la placa de la puerta leí: «Wilhelm Kubicek, mayor e. r.». Llamé y entregué mi tarjeta a la muchacha que me abrió la puerta.
Fui conducido a un pequeño salón decorado con modestia y con los muebles protegidos contra el polvo por medio de sábanas. Frente a la puerta colgaba el retrato de un oficial en uniforme de campaña con la orden de la Corona de Hierro en el pecho. El mayor vino a mi encuentro. Iba en batín y zapatillas, y en su semblante pude leer la sorpresa y la inquietud que le causaba una visita cuyo objeto no alcanzaba a intuir. Sobre la mesa había una lupa, una pipa de espuma marina, un bloc de notas, un paño, una tableta de chocolate y un álbum de sellos abierto.
Le dije que estaba buscando información sobre uno de los inquilinos del inmueble, y que había encontrado especialmente indicado para ello el dirigirme con mi ruego a un camarada, siendo como era también yo un oficial: «Capitán en activo del doceavo Regimiento de Dragones, para servirle». La desconfianza se borró pronto de su rostro. Me preguntó, titubeando todavía un poco, si acaso venía por encargo de alguna empresa, y al responderle que lo que me movía a acudir a él era una cuestión estrictamente personal, abandonó por fin todo tipo de reservas y de desconfianza. Dijo lamentar que no pudiera recibirme con un vasito de aguardiente, un buen Kontuczowka auténtico de Galizia, pero su mujer había salido y se había llevado consigo la llave del armario de las bebidas. Ni tan sólo podía ofrecerme cigarrillos, pues él fumaba en pipa.
Le describí lo mejor que supe la persona que estaba buscando, exactamente como horas antes lo había hecho el ingeniero. El mayor se mostró notablemente asombrado por el hecho de que el inmueble donde él residía cobijara a un personaje de aspecto tan peculiar. Aquélla era la primera vez que oía hablar de aquel monstruo.
– ¡Qué extraño! ¡Qué extraño! -iba murmurando-. Vivo aquí desde que dejé el ejército, y vale decir que toda esta calle es un nido de cotillas. Cuando la señora Dolezal, la del seis, prepara lengua de ternera con salsa de alcaparras para el almuerzo, por la tarde se ha enterado ya hasta el último de los chiquillos. ¿Y dice que nunca sale? Pero algo tendría que haber oído sobre él, hombre: nadie puede esconderse de este modo, y menos aquí. ¿Sabe lo que pienso, capitán? Que alguien le ha querido gastar una broma. Que algún chistoso, algún bromista, algún mal pájaro ha decidido burlarse de usted, y discúlpeme, ¿eh, capitán?, pero eso es lo que pienso.
Se quedó un rato reflexionando.
– Aunque por otro lado… ¿Y dice que es un italiano? Espere, espere un poco. Hasta el año pasado tuvimos aquí a un serbo-croata que hablaba muy mal el alemán. Yo era el único con quien el hombre podía desahogarse en su lengua materna, porque pasé dos años destinado en Priepolje. ¿Sabe? ¡El culo del mundo! Con sólo recordarlo me vienen todos los males. Pues sí, capitán, no sabe usted la de cosas que le podría contar de Novibazar. En fin, es mejor olvidarlo. Y ese hombre en cuestión, el serbo-croata, lo que se dice gordo, pues la verdad es que era más bien todo lo contrario. Dulibic, ése era su nombre. Pero un momento, espere. Hay uno que pasé como dos o tres semanas sin verlo, y entonces le pregunté a la portera que qué había pasado con el señor Kratky, que no se le veía. ¡Otitis! Ahora ya vuelve a salir a la calle, un poco más pálido y débil, eso sí. Pero en primer lugar no es italiano, y después, lo que se dice grueso, pues tampoco.
Seguía haciendo memoria. De pronto pareció tener una idea más prometedora que las anteriores.
– Aunque también podría ser que estemos buscando ál señor Albachary -dijo bajando el tono de su voz y sonriendo con indulgencia-. Conmigo no debe sentirse incómodo, capitán, ¿para qué? ¿O acaso no somos camaradas? También yo fui joven en otros tiempos. El señor Gabriel Albachary vive en el segundo piso, puerta número ocho. No tiene ni idea del tipo de gente que a veces sube a verle. Gente de lo más elegante, sí, verdaderos caballeros. En fin, a veces puede darse el caso de que uno necesite al señor Albachary, no veo nada de malo en ello. Por otro lado, creo que es una persona muy educada, un gran coleccionista de cuadros y antigüedades, objetos relacionados con el teatro y todo lo que quiera; un hombre ya algo mayor, eso sí, siempre elegante, siempre de primera, sólo que, según como, se queda con el diez, el doce o el quince por ciento; hay veces que incluso más.
No tenía ningún interés en que se me pudiera incluir entre la clientela de un usurero, de modo que me decidí a hacerle, en la medida de lo necesario, un par de confidencias al mayor.
– No me encuentro en ningún apuro de dinero, señor -comencé a explicar con cierto énfasis-. El señor Albachary no me interesa. Se trata, para ser breves, de Eugen Bischoff, el actor. Quizá le suene a usted el nombre. En los últimos días ha estado repetidas veces en esta casa, y todo parece apuntar hacia el hecho de que su suicidio pueda estar relacionado con estas visitas. Ayer por la noche se disparó un tiró en su casa.
El mayor saltó de la silla como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica.
– ¡Pero qué está diciendo! ¡Bischoff, del Hoftheater!
– Sí, y para mí es de la máxima importancia saber…
– ¡Un suicidio! ¡No puede ser! ¿Ha salido ya en los periódicos?
– Es posible.
– ¡Bischoff, del Hoftheater! ¡Si hubiera comenzado por ahí! Claro que estuvo aquí. Anteayer, o no, espere, el viernes, sobre eso de las doce.
– ¿Lo vio usted?
– Yo no, mi hija. ¡Pero qué me está diciendo! ¡Bischoff! Y dígame, ¿qué es lo que llevan los periódicos? ¿Problemas de dinero? ¿Deudas?
No dije nada.
– Los nervios -prosiguió-. Seguramente los nervios. Hoy en día, esos artistas, tan sobreexcitados, con tanto trabajo… Mi hija también lo encontró distraído, como aturdido, no entendía lo que ella le estaba pidiendo. ¡Ah, sí, los hombres de genio! Mi hija… ya sabe, todos tenemos nuestras pequeñas manías. Yo, por ejemplo, colecciono sellos conmemorativos, y cuando tengo una colección completa voy y la vendo; siempre encuentras algún aficionado que te la compre. Pues la chica, como le decía, mi hija, colecciona autógrafos. Ya tiene un álbum lleno de firmas. De pintores, músicos, políticos, actores, cantantes, todo tipo de celebridades. Pues eso. Y he aquí que el viernes aparece por la puerta colorada de emoción y me dice: «¡A que no sabes a quién acabo de cruzarme en la escalera! ¡Al Bischoff!». Y dicho esto que ya tiene su álbum en la mano y sale corriendo tras él. Y al cabo de una hora -todo este rato se estuvo esperando, imagínese- vuelve radiante de felicidad, pues al final lo volvió a encontrar y obtuvo su autógrafo.
– ¿Y dónde estuvo todo ese tiempo?
– Pues en casa del señor Albachary, ¿dónde si no?
– ¿Lo supone usted o…?
– Pues claro que no, mi hija lo vio salir de allí. El señor Albachary lo acompañó hasta la puerta.
Me levanté y le agradecí al mayor la información que me había dado.
– ¿Ya se va? Si tiene un minuto, quizá le interese ver mi colección. No tengo nada del otro mundo, nada especial por ahí escondido. Lo que se dice ejemplares raros, aquí no encontrará ninguno.
Y con su pipa me señaló la página por la que estaba abierto el álbum.
– Honduras, última emisión.
Unos minutos más tarde llamaba a la puerta del señor Albachary.
Un muchacho en mangas de camisa, pelirrojo y alto como un pino, me abrió y me hizo pasar.
No, el señor no estaba en casa. ¿Qué cuándo volvería? Era difícil de decir. Quizá no vendría hasta entrada la noche.
Me quedé indeciso. No sabía si esperar o no a que llegara. A través de una puerta entreabierta oí el ruido de unos pasos y un carraspeo impaciente.
– Es una visita que también está esperando -me aclaró el muchacho-. Ya hace media hora que está aquí.
Mi mirada se dirigió a la percha, de la que colgaba un raglán y un sombrero de terciopelo verde gris; contra la pared se apoyaba un bastón con el pomo de marfil y lacado todo de negro. ¡Diablos! Yo conocía aquellas prendas. ¡Un conocido aquí, en esta casa! ¡Lo que me faltaba! Mejor irse, me dije, antes de que se le ocurra a quien quiera que sea asomar la cabeza y mirar a ver quién ha llegado.
Le dije al chico que ya volvería en otra ocasión, quizá mañana a la misma hora, y me apresuré a salir de allí.
Una vez en la calle recordé de donde conocía yo aquel bastón y aquel abrigo, y me quedé clavado de asombro. ¡Es increíble! No, no puede ser, debo de estar en un error, no puede ser que se me haya adelantado. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? Y sin embargo no había duda de ello: el hombre cuyo abrigo colgaba en la antesala del domicilio del viejo usurero sefardí era Solgrub.