A la mañana siguiente, mientras tomaba mi desayuno, me vino una extraña idea a la cabeza. No había forma de quitármela de encima, y a pesar de que me esforzaba por pensar en cosas más serias e importantes todo era inútil: volvía una y otra vez a mi mente, sin dejarme ningún instante de reposo. Finalmente me di por vencido. Me puse en pie, cogí cinco de las pildoras blancas que me habían dado en la farmacia y las disolví en un vaso de agua. Entonces me fijé en las maletas hechas que seguían en la habitación. Ahora no tenía más remedio que olvidarme de mis planes de viaje, visto que aquella estúpida y ridicula ocurrencia los había reducido a la nada.
Después, una vez instalado frente a mi escritorio, la verdad es que la idea no me pareció tan ridicula ni estúpida como en un principio. Sólo tenía que hacer un ligero gesto con la mano para traspasar el umbral de la noche, entregarme a un reposo profundo y sin sueños, estafarle al diablo un triste día gris de otoño y acabar con la tiranía de las horas. ¡Ahora!, me dije. ¿Para qué esperar un segundo más?
Ya tenía el vaso en la mano, ¡pero no! Hice un esfuerzo por resistirme. ¡Todavía no! Aún había demasiados asuntos importantes que resolver, cosas que no podía dejar a medio hacer. Luego, me dije; quizás esta noche. Y dejé el vaso sobre la mesa.
Cuando hacia las doce del mediodía volví a casa me encontré con una nota del ingeniero sobre el escritorio.
«Tengo una noticia importante para Vd. Le ruego que aplace su viaje y que no haga nada hasta que yo no haya hablado con Vd. Pasaré a verle esta tarde.»
Así pues, decidí esperar, ya que de todos modos no tenía la intención de volver a salir. Cogí un libro de mi biblioteca y me instalé en mi escritorio. Hacia las cuatro estalló una tormenta, con truenos y un gran chaparrón de agua, lo que se dice un verdadero aguacero. Tanto, que tuve que apresurarme a cerrar todas las ventanas para evitar que se inundara la habitación. Luego permanecí inmóvil, de pie ante el balcón, viendo cómo la gente corría para refugiarse en los portales. En unos momentos la calle quedó totalmente desierta, lo que, en cierto modo, me hizo gracia. De pronto llamaron a la puerta. Ahí está, me dije. Precisamente tenía que llegar en medio de esta tormenta.
De modo que tenía algo importante que decirme. Muy bien, veremos de qué se trata. No me di ninguna prisa. Coloqué de nuevo en su sitio el libro que había estado leyendo, recogí una hoja del suelo, puse en su lugar la silla del escritorio y sólo entonces salí para recibir al visitante.
– Vinzenz, ¿dónde está el señor que ha preguntado por mí?
No, nadie había preguntado por mí. Era sólo el correo de la tarde, que me traía una carta de Noruega largo tiempo esperada. Jolanthe, la joven con quien trabé amistad durante la travesía del fiordo de Stavanger, se había decidido por fin a escribirme. En mis manos tenía un sobre de notables dimensiones, totalmente de color blanco, sin el habitual sello de lacre ni el menor rastro de perfume, exactamente como era ella. En broma había comenzado a llamarla Jolanthe, como la protagonista de una novela francesa cuyo título he olvidado. Pero el nuevo nombre me temo que no fue del agrado de la señorita y mi idea no obtuvo su aplauso. Su verdadero nombre era Augusta. Así que finalmente se ha acordado de mí y ahí está la carta prometida. Muy bien, pensé, pero ahora me toca a mí hacerla esperar. Y dejé la carta sin abrir en uno de los cajones del escritorio.
A las siete decidí no esperar más. Ya había casi oscurecido. Afuera la lluvia seguía golpeando contra los cristales, nubes negras aparecían suspendidas sobre los tejados. Ya no vendrá, es demasiado tarde, me dije. Pensé que no iba a dejar de llover nunca. El vaso en el que había disuelto las pastillas estaba ante mí. Todavía no, todavía no había llegado la hora. Tenía una última tarea que hacer, una tarea que me abrumaba y que siempre había ido postergando, pero ahora no me quedaba otra alternativa: tenía que poner en orden mis papeles. Notas, documentos, carpetas, fotografías, cartas arrugadas o dobladas apresuradamente, un lastre inútil que se había formado año tras año, de modo que ni yo mismo sabía cómo orientarme entre tantos papeles. Vinzenz encendió el fuego de la chimenea, la habitación se fue calentando agradablemente. Cogí un montón de papeles cubiertos de polvo del último cajón. ¡Extraña casualidad! Lo primero que apareció fueron mis cuadernos de alumno de la Academia militar. Abrí uno y comencé a hojearlo. A la vista aparecía la letra de un joven de dieciséis años, de trazo todavía poco diestro: «La guardia nacional y las milicias en la reserva sirven de apoyo al ejército. El servicio es obligatorio para todos, pero debe ser cumplido como algo personal. Cracovia, Viena, Graz, Poszony. La defensa territorial está dividida en distritos, seis de los cuales pertenecen a la honved». Al margen, y escrito de modo apresurado: «El miércoles aniversario de mamá. La artillería de montaña está formada por cañones de tiro rápido y con efecto de retroceso, desmontables y con placa protectora movible. Prácticas, carro de herramientas, ocho animales de recambio. Martes 16 marcha confirmada, a las 4 estar preparado». ¡Aurora de mi juventud! Así había comenzado mi vida. ¡Al diablo con esas bagatelas! ¡Al fuego con ellas!
Cartas de mi tutor, muerto hacía cinco años. La fotografía de una muchacha jovencísima, de la cual no lograba acordarme. Detrás se podía leer: «24 de febrero de 1902. Verdadera ha de ser la amistad que nos une». Y demás cartas, postales, un documento rubricado por cuatro firmas que ahora me resultaban completamente extrañas. El diario de una muchacha muerta prematuramente, comenzado el 1 de enero de 1901 en el sanatorio del doctor Demeter, de Merano. Un gran boceto hecho con lápices de colores. La factura de mi administrador sobre la venta de doce hectáreas de robledos y hayales. Un catálogo escrito a mano por mí mismo de mi colección de piezas annomitas y javanesas, junto con una carta de agradecimiento del director de la sección de etnografía del Museo de Historia Natural por el donativo de mi colección. Una condecoración enemiga, un mapa de la región de Rottenmann. Una invitación al baile de la corte grabada en cobre, cartas y más cartas; y una fotografía bastante más reciente que me regaló la hija del cónsul holandés en Rangún cuando me despedí de ella, y abajo, escrito al margen, un mensaje escrito en caracteres singaleses: «No se esfuerce por descifrarlo», me dijo al dármela. «Nunca sabrá lo que he escrito para usted.» Ahora sostenía la fotografía entre mis manos y miraba aquellas letras rizadas sin saber si significaban odio o amor. Todo fue a parar a la chimenea. La fotografía de Rangún se resistió, como si no quisiera rendirse a las llamas, pero el fuego era demasiado fuerte y destruyó aquella mirada orgullosa, la frente ligeramente arrugada, la figura alta y delgada, y las palabras jamás leídas.
– Le ruego que me disculpe -dijo de pronto una voz desde la puerta-. Llego con mucho retraso. ¿Está usted solo, barón? ¿Todavía no ha llegado Solgrub?
Me puse de pie de un salto. Normalmente hubiera debido oír el tintineo de la campana de la puerta. Cegado por el fuego de la chimenea no alcanzaba a reconocer a quien se encontraba ante mí en la penumbra.
– He llamado, pero nadie ha respondido -dijo el visitante cerrando la puerta detrás de sí-. ¿No ha estado Solgrub aquí con usted?
Dio un paso hacia adelante. La luz de la lámpara iluminó su rostro. Entonces lo reconocí. Era Félix, el hermano de Dina. ¿Qué querrá ahora?, me pregunté con cierta alarma. ¿Qué diablos vendría a buscar aquí?
– ¿Solgrub? No, no ha venido -dije descon certado-. No le he visto desde ayer.
– Entonces no tardará en llegar -dijo Félix, y se sentó en una silla que le ofrecí-. Mi viejo amigo Solgrub tiene una idea fija en la cabeza, cree que usted no tiene nada que ver con el suicidio de Eugen Bischoff. Y me ha rogado que viniera para, en presencia de usted, exponerme, según ha dicho él, los resultados de sus investigaciones.
Yo le escuchaba en silencio, sin decir palabra.
– Nosotros dos ya sabemos cómo ocurrió todo en realidad. Solgrub tiene una gran fantasía, y a consecuencia de ello una ligera propensión a hacer el ridículo. Se ha obstinado en relacionar el suicidio de una señorita que no conozco de nada con el de mi cuñado. También habla de un experimento que le ha de permitir extraer importantes conclusiones, y de los influjos de cierto desconocido envuelto por el misterio. Sabe Dios que no me ha resultado nada fácil escucharle sin perder la calma. Si le he comprendido bien, ahora todo su fantástico razonamiento se basa en la suposición de que Eugen Bischoff realizó dos disparos: uno contra sí mismo y otro contra algo o alguien desconocido. Cuando llegue Solgrub, y no dudo de que vendrá, ya tendrá ocasión de admitir su error. Le daré una explicación satisfactoria que resolverá el enigma del primer disparo: Eugen nunca antes había utilizado su revólver. Por esa razón hizo un disparo de prueba antes de apuntar contra sí mismo. Esta es la sencilla explicación de todo el misterio. Verdaderamente, es muy extraño que aún no haya llegado.
– ¿Desea realmente esperarle? -le pregunté con una cierta brusquedad, pues quería acabar de una vez con todas aquellas digresiones.
– Si no le molesto…
– Entonces permítame que siga con lo que estaba haciendo.
No esperé su respuesta. Cogí un paquete de cartas que había sobre el escritorio y comencé a revisarlas.
– ¡El arambel de Bosnia! -exclamó Félix, y sus ojos se quedaron mirando fijamente la parte que estaba más a oscuras de la habitación-.
¿Cuánto tiempo hará de mi última visita? Estábamos sentados el uno frente al otro, exacta mente igual que ahora. Yo me había alistado en su regimiento y acudí a usted en busca de con sejo sobre un asunto que me afectaba profunda mente. En aquella ocasión me habló como a un amigo. ¿Lo piensa tirar todo al fuego, barón?
– Todo. Son sólo cosas sin importancia, recuerdos del pasado. Por cierto, son ya las nueve. Dudo mucho que el ingeniero venga hoy.
– Vendrá seguro.
– Entonces, ¿puedo ofrecerle un jerez, una taza de té?
– No, gracias. En cambio, sí que le agradecería un vaso de agua. Este mismo que tiene usted ahí sobre el escritorio, si no le importa…
– No le aconsejo que beba de este vaso -le dije, y al instante llamé a mi sirviente-. Es el somnífero que tenía preparado para esta noche.
– Para esta noche… -repitió Félix en voz baja al tiempo que me lanzaba una larga mirada inquisitiva.
Transcurrieron unos minutos. Vinzenz apareció por la puerta y le di el encargo de que trajera más agua. Se fue en silencio y yo volví a mis viejos papeles.
– He sido injusto con usted esta mañana al no decirle que subiera -dijo Félix inesperadamente-. Cuando al cabo de media hora volví a salir a la ventana, ya se había ido. Quizá tenía el deseo, perfectamente comprensible…
Le interrumpí, no con una palabra o con un gesto, sino con una mirada de absoluta perplejidad.
– Le vi esta mañana delante de nuestra villa, yendo de un lado para otro bajo la lluvia. ¿O acaso me equivoco? -se explicó, algo descon certado.
– ¿A qué hora dice usted haberme visto?
– Bien, a eso de las diez…
– Eso no es posible -dije con toda tranquilidad-. A las diez me encontraba en el despacho de mi abogado. Nuestra entrevista habrá durado aproximadamente desde las nueve hasta las once.
– Entonces me habré confundido… En todo caso con alguien que se parecía asombrosamente a usted.
– Puede ser -le respondí, mientras sentía cómo la furia se encendía dentro de mí. Félix seguía absolutamente convencido de que yo había estado realmente allí para poder atisbar a Dina al menos por un momento, lo leía en su mirada. Sentí que no podría contenerme por mucho tiempo, me asaltó el impulso salvaje de herirle en lo más hondo, de golpear de lleno contra su orgullo, de hacerle daño. Entonces cogí la fotografía, aquella que jamás antes había mostrado a ninguna otra persona. No me costó nada encontrarla. La sostuve unos momentos en mis manos, de tal modo que él pudiera verla. Vi cómo palidecía, cómo le temblaba la mano que sostenía el vaso. Y luego la tiré al fuego con gesto distraído, como si fuera un papel más que había que quemar.
Sentí un profundo escalofrío, una punzada que me atravesaba el pecho. No pude evitar el recuerdo de una noche de invierno, y al instante tuve que dominar el impulso de arrebatar a las llamas con mis manos desnudas la fotografía que ya comenzaba a arder. Esperé hasta que se hubo reducido a cenizas, sin moverme de mi sitio. Todo se oscureció ante mis ojos. Sólo podía ver el fuego de la chimenea y la mano vendada de Félix.
– Ahora ya sé por qué he venido -oí que decía su voz-. Para ser sinceros, no estaba muy seguro de cuáles eran sus propósitos, y esta última noche la he dedicado a poner por escrito el asunto que usted y yo tenemos pendiente, por si acaso. Sin embargo, ahora… Ahora le he comprendido, barón. Usted ha tomado una decisión que es irrevocable. De otro modo, no se habría deshecho jamás de esa fotografía.
Sacó un gran sobre blanco del bolsillo de su americana y lo sostuvo de manera que yo pudiera leer el nombre del destinatario.
– Aquí está la carta -dijo. -No creo que ahora tenga ningún sentido. Permítame usted que aproveche esta ocasión.
Y dicho eso, tiró al fuego la carta que iba dirigida a los mandos de mi regimiento.
En ese preciso instante comprendí que había llegado mi hora, que mi suerte estaba echada. Y de la misma manera que tomaba conciencia de ello, se me aparecía ahora, súbitamente transformado, el sentido del día que tocaba a su fin: me sentía como si desde la mañana a la noche sólo hubiera tenido esta idea en la cabeza, que había de morir por haber dado mi palabra de honor en falso. Y todos los asuntos que me habían ocupado a lo largo del día se me revelaban ahora con todo su verdadero sentido, porque no habían sido un simple antojo estas ansias de ponerlo todo en orden, este repentino anhelo de prescindir de lo pasado y superfluo; todo respondía a una secreta intención de muerte, y tras mi partida nada había de quedar que pudiera caer en manos de curiosos y fisgones. Por esa razón había dejado sin abrir la carta largo tiempo esperada de Jolanthe. Fuera cual fuera su contenido, ahora ya no tenía ningún sentido leerla. Y ahí seguía el vaso, con sus promesas de sueño eterno.
– Han llamado a la puerta -dijo Félix-. Debe de ser Solgrub, Que venga y que nos cuente lo que quiera. Pero usted ya ha tomado una determinación.
Oí pasos. Sí, sólo podía ser Solgrub, y comencé a esperar con angustia el instante en que asomaría la cabeza por la puerta de la habitación. Lo que había de decirnos nos parecería forzosamente estúpido, ridículo, absurdo. Incluso podía ver ya un leve deje burlón en los labios de Félix.
– ¡Solgrub! ¡Adelante, adelante! -dijo-. Haznos saber qué noticias nos traes.
No, no era el ingeniero. En la puerta apareció la figura menuda del doctor Gorski.
– ¡Ah! ¡Es usted, doctor! ¿Busca también a Solgrub?
– No. Le buscaba a usted, Félix -dijo el doctor arrastrando lentamente las palabras-. He estado en su casa y allí me han dicho que le encontraría aquí.
– ¡Vaya! ¿Quién se lo ha dicho?
– Dina. Ño he querido que ella lo supiera, he preferido callar ante ella. Solgrub…
– ¿Qué le ha ocurrido a Solgrub?
El doctor Gorski dio un paso hacia adelante. Se detuvo y se quedó mirándome.
– Solgrub… Eran las siete de la tarde, todavía estaba trabajando en mi consulta cuando de pronto suena el teléfono. Pregunto quién es, y desde el otro extremo del hilo me llega una voz que no consigo reconocer: «¡Doctor! ¡Por el amor de Dios, doctor!» «¿Pero quién es?», grité. «¡Doctor, aprisa, por lo que más quiera, dígale a Félix…!» Deduje que era él: «¡Solgrub! ¿Es usted, Solgrub, ¿Qué ocurre?» «¡Atrás!» aulló una voz que ya nada tenía de humana, «¡atrás!» Y ya no oí nada más, solamente un ruido como si se hubiera volcado un sillón. Volví a llamar, pero fue en vano, el teléfono había quedado descolgado. Bajé a toda prisa, cogí un taxi y acudí a su casa tan rápido como pude. Llamé a su puerta, pero nadie respondía. Bajé de nuevo, como un loco, para ir en busca de un cerrajero. Finalmente di con uno y conseguimos forzar la puerta. Solgrub yacía tendido en el suelo con el auricular en la mano…
– ¿Suicidio? -preguntó Félix sin apartar de él su mirada.
– No. Ataque al corazón. Ese era el experimento que quería hacer, y no hay duda de que sucumbió víctima de él.
– ¿Y qué era lo que quería decirme en el último momento?
– Quería decirle quién era su asesino, quién había matado a Eugen Bischoff.
– ¿Dice usted su asesino? ¿No acaba de decir que murió de un ataque al corazón?
– El asesino dispone de muchos recursos, incluido éste. Sé dónde encontrarlo. Debemos evitar a toda costa que siga cometiendo más crímenes. Solgrub ha muerto, y ahora sólo quedamos nosotros para resolver el enigma. ¿Me oye, Félix? ¿Y usted, barón?
– Le ruego que prescinda de mí -dije-. Tengo importantes asuntos que resolver para mañana.
Félix se giró hacia mí. Nuestras miradas se encontraron.
– No -dijo-. Ahora no.
Luego cogió el vaso que estaba sobre el escritorio.
– Usted sabrá disculparme -y dicho esto volcó su contenido en el suelo.