12

Vinzenz me despertó al traerme el desayuno. La habitación todavía estaba a oscuras, de modo que sólo alcanzaba a ver los contornos de la figura de mi sirviente y una luz suave y mortecina que se reflejaba en el jarro plateado de la leche. Oí que me hablaba, pero la verdad es que no logré entender qué era lo que me decía. Seguía resistiéndome a despertar del todo, por nada del mundo quería abandonar la placidez que el sueño me garantizaba, y una vaga sensación de miedo a levantarme y a comenzar el nuevo día me ataba todavía más bajo el agradable peso de las sábanas.

Hice un acopio de fuerzas y pregunté qué hora era, pero al instante debí de dormirme nuevamente, aunque sólo fuera por unos segundos, porque al abrir otra vez los ojos Vinzenz seguía ante la cama en la misma postura que antes.

– Discúlpeme, señor barón -le oí decir-, pero son ya las nueve pasadas.

– Imposible -le respondí cerrando de nuevo los ojos-. Está demasiado oscuro para estas horas.

Entonces, por toda respuesta, oí el tintineo del juego de café sobre la bandeja y el sonido tenue de unos pies que se arrastraban sobre la alfombra. Luego, las persianas subieron hasta arriba de todo, la luz del día invadió el dormitorio y su dolorosa claridad hirió mis ojos todavía llenos de sueño.

– Si el señor barón desea salir hoy de viaje, ya va siendo hora de que piense en levantarse -me indicó Vinzenz desde la ventana.

– ¿De viaje, dices? ¿Pero adonde quieres que vaya yo de viaje? ¿Para qué? -pregunté todavía medio dormido, e intenté hacer un esfuerzo de concentración. Pero sólo conseguía recordar que por la noche, efectivamente, había hecho mi equipaje. -Todavía hay tiempo -atiné a decir-. Y acuérdate de que tendrás que llevar mis baúles a la estación.

– ¿A la estación del sur?

Pasaron unos momentos antes de que pudiera recordar adonde había decidido ir.

– No, me voy a Chrudim -dije-. Y baja esa persiana, quiero dormir un poco más.

– ¡Pero por todos los santos! ¡Qué es lo que parece el señor barón!

Debo decir que cuando tuvo lugar esta exclamación todavía no había abandonado la esperanza de seguir durmiendo.

– ¿Qué ocurre ahora? -pregunté ya ligeramente molesto, y me incorporé en la cama.

– ¡En la frente, sobre el ojo derecho! ¿Pero dónde se ha hecho esto el señor barón?

Me toqué la frente con la mano.

– Déjame ver -y Vinzenz me acercó un espejo.

Verdaderamente no fue menor mi sorpresa que la suya al ver una notable herida cubierta de sangre coagulada. Yo tampoco sabía dónde me la había hecho.

– Ayer tampoco había luz en la escalera -dije para así al menos no tener que pensar más en ello-. No tiene importancia. Ahora vete y déjame dormir.

– ¿Y qué debo decirle al señor que está ahí fuera esperando? Dice que es algo muy urgente.

– ¡Diablos! ¿Pero de quién me hablas?

– Se lo acabo de decir. Hay un señor esperándole en su despacho, alguien que no había estado nunca antes aquí, alto, rubio. Dice que ha de hablar con usted a toda costa. Y se ha instalado en su despacho como en su propia casa.

– ¿Te ha dado su nombre?

– Discúlpeme, la tarjeta está sobre la azucarera.

La cogí y leí: «Waldemar Solgrub». Tuve que leer todavía un par de veces el nombre antes de que me vinieran a la memoria los acontecimientos de la noche anterior. Una sensación de malestar me sobrecogió. ¿Qué querría de mí el ingeniero a aquellas horas? A buen seguro que su visita no significaba nada bueno. Reflexioné sobre si no valdría la pena excusarme o negarle lisa y llanamente la entrada. Quería estar solo. No ver a nadie, no saber nada.

Esto fue lo primero que pensé, pero luego me contuve.

– Desayunaré más tarde -le dije a mi sirviente-. Y dile a ese señor que sea tan amable de tener unos minutos de paciencia. Enseguida estaré a su disposición.


El ingeniero se encontraba sentado junto a mi escritorio. Parecía cansado, como si no hubiera dormido en toda la noche, o al menos ésta fue mi primera impresión. Ante él, en el cenicero, se podían ver ya unas cinco o seis colillas, y supuse que durante la espera habría estado fumando ininterrumpidamente. Ahora sostenía la cabeza entre sus manos y mantenía sus ojos extremadamente vidriosos perdidos en el vacío. Su labio inferior hacía una mueca casi imperceptible, y al percibirla uno no podía dejar de pensar que aquel hombre estaba luchando contra alguna especie de dolor físico. Cuando se percató de mi presencia, sin embargo, este rasgo desapareció de su rostro. Se levantó y vino hacia mí. En su mirada se leía una tensión expectante.

– Usted me disculpará que haya hecho que le despertaran -comenzó a decir-. Pero la verdad es que el asunto que me ha traído aquí no podía esperar más.

– No, en realidad debo darle las gracias. Había dormido ya demasiado, lo que no es mi costumbre. ¿Puedo ofrecerle una taza de té?

– Muy amable, pero preferiría un poco de coñac, si es posible. Gracias, ya está bien así. Y dígame, ¿sabe usted por qué he venido?

– Me imagino que es Félix quien lo envía. ¿Ha ocurrido algo nuevo desde ayer noche?

– Todavía no. No hasta ahora -murmuró el ingeniero, y al instante volvió a adoptar aquella mirada ausente.

– Entonces la verdad es que no entiendo…

– Me temo que he venido en vano -dijo. Estaba sentado con el cuerpo inclinado hacia adelante y me miraba con sus ojos faltos de expresión-. Me había figurado que quizá podría decirme si había identificado la voz de la señorita con la que habló ayer por teléfono. Supongo que se acuerda usted, ¿no es verdad? ¿Ha pensado en ello?

– Pues sí, he pensado en ello -dije con rapidez, y mientras hablaba tuve una suerte de inspiración que me permitió llegar de pronto a una hipótesis que en aquel momento me pareció de lo más convincente-. Sí, he reflexionado sobre ello y he llegado a un resultado. La señorita con la que hablé sólo puede tratarse de una actriz, y me imagino que es por haberla visto en escena que su voz me resultó familiar, pues Eugen Bischoff y yo apenas teníamos amigos comunes. Pero cuándo y en qué obra la vi, esto ya no puedo decirlo.

– Gracias -dijo el ingeniero casi en un tono brusco, y fijó su mirada ausente en el arambel de seda verde que colgaba de la pared de mi des pacho.

– Supongo que tarde o temprano podré recordarlo. Debe dejarme un poco de tiempo. Además, las posibilidades tampoco son muchas, pues la verdad es que últimamente he ido poco al teatro.

El ingeniero permanecía sentado ante mí, con aire indiferente y con la cabeza, apoyada en la mano. No decía nada, y su silencio me fue resultando cada vez más y más insoportable.

– Si lo desea podemos volver a vernos esta tarde -propuse-, digamos que a eso de las cinco… Déjeme usted un poco más de tiempo, estoy seguro de que para entonces…

Me interrumpió con un gesto de la mano.

– No, no hace falta que le dé más vueltas -dijo. Y atrajo hacia si la botella de coñac para comenzar a beber un vaso tras otro, como un loco o un desesperado. Después del séptimo vaso dijo: -Esta tarde a las cinco ya sabré con quien habló ayer sin necesidad de que usted me lo diga. Sí, tal como están las cosas no hay duda de que será así.

– ¿Habla usted en serio? -le pregunté entre sorprendido e incrédulo-. ¿Tiene ya una pista? Porque, con franqueza, no puedo imaginarme si no de qué modo…

– Créame, ya sé lo que me digo -murmuró el ingeniero, y seguidamente engulló un vaso de coñac, y luego otro, y otro. Parecía acostumbrado a beberlo como si fuera agua.

– Naturalmente no dudo que es de la máxima importancia que lleguemos a saber quién es esa muchacha -dije-. Pienso que tendremos algunas preguntas que hacerle, ¿no lo ve usted así? Sobre todo…

El ingeniero comenzó a sacudir la cabeza.

– No creo que obtengamos ninguna información de ella -me interrumpió, y dicho esto volvió a sumirse en sus cavilaciones.

Estuvimos así unos minutos, sentados el uno frente al otro en absoluto silencio. Al lado, en mi dormitorio, se oía a Vinzenz hablar en voz baja, como acostumbra a hacer mientras trabaja. A ratos interrumpía su monólogo para silbar el estribillo de alguna canción militar. A través de la ventana abierta llegaba el murmullo sordo de la calle, y un camión que pasaba en aquel momento hizo tintinear las tazas, los vasos y el jarro de plata para la leche. Entonces vi que sobre el escritorio había olvidado la lista de los encargos que quería hacer hoy. La cogí y me la guardé en el bolsillo.

De pronto, el ingeniero se levantó. Dio unas vueltas por la habitación con pasos enérgicos y se detuvo ante mis maletas.

– Bien, creo que ya estamos -dijo en un tono de voz completamente distinto-. Lamento haberle despertado. La verdad es que siento haberle importunado inútilmente. Se marcha usted de viaje, según veo.

– Sí, a Bohemia. Tengo una finca cerca de Chrudim. ¿Otro coñac? Mi tren sale hoy a las siete.

– ¿Se puede saber qué es lo que le hace partir de un modo tan inesperado?

– Corzos que piden a gritos que alguien vaya a cazarlos. Nada más que eso.

– ¿Y cree usted que esos corzos se enojarán mucho si los hace esperar unos días más? Bromas aparte, barón. ¿Por qué no aplaza su viaje?

– No veo qué razón podría haber para ello. ¿La sabe usted? Yo no.

– No se excite, se lo ruego -dijo el ingeniero. Levantó la cabeza y me miró a los ojos-. Permítame hablarle con toda sinceridad. Ayer por la noche aún tuve tiempo de ir al club de equitación, y allí pude entablar conversación con algunos buenos conocidos suyos. Por así decirlo, rápidamente se convirtió usted en el objeto de un vivo debate. No, verdaderamente usted no es como yo me había imaginado al principio: ningún esteta, ningún hombre de espíritu sensible y refinado. Su nombre era pronunciado las más de las veces en un tono muy particular, en el que el respeto se mezclaba con el odio diría que a partes iguales. Según parece, en algunos de sus asuntos se ha comportado usted con una cierta llamémosle magnificencia a la hora de escoger los medios con que resolverlos. Incluso hubo alguien que llegó a referirse a usted llamándole «canalla suntuoso»… ¡Por favor, se lo ruego, no se excite y vuelva a sentarse en su sitio! Relata refero. Comprenderá que, por lo que a mí respecta, no tengo la menor intención de ofenderle. Y ahora resulta que usted quiere irse a su finca para cazar corzos. Muy bien, le comprendo muy bien. ¿Pero con qué fin? Usted no es culpable de la muerte de Eugen Bischoff, usted no puede ser el culpable. Diablos, si por lo menos la mitad de lo que ayer me contaron de usted fuera cierto, entonces no entiendo por qué en este caso no quiere usted defender su vida, por qué se limita a obedecer a Félix…

– Y yo, señor ingeniero, no entiendo qué es lo que tiene que ver Félix con mi cacería.

– ¿Acaso me toma por imbécil? -dijo el ingeniero mirándome con ojos graves y atentos-. ¿Para qué? Vamos, no se haga ilusiones. Ninguno de sus conocidos dudaría ni por un segundo de que usted posee una gran intuición para los arreglos elegantes y de estilo, aunque en la noticia que saldría luego en los periódicos no se haría referencia, claro está, a su sentido del honor tan especialmente dotado.

Tuve que reflexionar unos segundos para poder comprender qué me estaba diciendo. Me levanté, sin el menor deseo ya de proseguir aquella conversación. El ingeniero también se levantó. Por el brillo de sus ojos y el color encendido de sus mejillas, por los gestos algo bruscos de sus manos, me di cuenta de que el alcohol comenzaba a surtir su efecto.

– Ya sé que uno no debe entrometerse en los asuntos de los demás -dijo en un tono de voz que denotaba un alto grado de excitación-. Sin embargo, querría pedirle que aplazara su viaje hasta pasados dos días. No dudo que se encuentra en una situación difícil. Pero si yo le prometo que dentro de cuarenta horas Félix y yo le diremos quién asesinó a Eugen Bischoff, ¿me hará caso entonces?

Sus palabras no me impresionaron. No podía tomármelas en serio, estaba convencido de que no eran más que una bravata provocada por el alcohol. Sentí como si con aquel tono de impertinente seguridad en sí mismo me estuviera desafiando, y tuve que contenerme para no rechazar su ruego con alguna inconveniencia. Se me acababa de ocurrir que, al fin y al cabo, podía haberse enterado de algo que yo no sabía, de cualquier detalle que la noche anterior me había pasado por alto. No sé muy bien cómo sucedió mi cambio de actitud con respecto a él, pero ahora estaba casi convencido de que sabía más que yo sobre todo aquel asunto. De pronto me parecía de lo más lógico que hubiera dado con alguna pista en el mismo pabellón y que de ahí hubiera extraído alguna conclusión sobre la identidad de aquel misterioso visitante que él consideraba el asesino de Eugen Bischoff.

– Entonces, eso quiere decir que encontró huellas.

Me miró con cara de no comprender nada y no respondió.

– Le digo que si se han encontrado huellas del asesino en el pabellón.

– No. Nada de huellas. No es de eso de lo que se trata. Mire usted, estoy casi seguro de que el asesino no puso sus pies en casa de los Bischoff. Eugen permaneció solo durante todo el tiempo.

– Pero ayer dijo que…

– Fue un error. Nadie estuvo con él en el momento del suicidio. Al realizar los disparos se encontraba bajo el dictado de otra persona, como sometido a una voluntad extraña. Así es como yo lo veo. El asesino no estuvo con él, ni antes ni en el instante de la muerte, porque sé que desde hace años no sale para nada de su casa.

– ¿Quién? -exclamé sorprendido por sus extrañas palabras.

– El asesino.

– ¿Lo conoce usted?

– No, no lo conozco. Pero tengo mis razones para suponer que se trata de un italiano que apenas habla una palabra de alemán, y que, como le acabo de decir, hace años que no sale de su casa.

– ¿Y cómo sabe usted todas esas cosas?

– Un monstruo -prosiguió el ingeniero haciendo caso omiso de mi pregunta-. Una especie de bestia, un ser de aspecto brutal, sin duda enfermizamente obeso y de resultas de ello condenado a la inmovilidad. Ese es el aspecto que debe de tener el asesino. Y por la razón que sea, este ser criminal y repulsivo ejerce un extraordinario poder de atracción precisamente en los artistas. Esto es lo más curioso. El uno era pintor, el otro actor… ¿No había caído en ello?

– ¿Pero de dónde ha sacado usted que el ase sino tiene esa apariencia monstruosa?

– Sí, un monstruo. Una degeneración de la especie humana -repitió el ingeniero-. ¿Qué de dónde lo he sacado? ¡Usted me tiene por sabe Dios qué genio del pensamiento deductivo! Pero la verdad es que he tenido un poco de suerte en mis pesquisas.

Calló de pronto y se quedó contemplando con extraña atención el relieve que adornaba el respaldo del sillón que había ante mi escritorio.

– Estilo biedermeier, si no me equivoco. Los muebles hechos en ese estilo resultan algo frágiles, ¿no es cierto? Pero estos otros ya no son bie dermeier. ¿Chippendale? Pues eso. Siguiendo con lo que le contaba, resulta que el señor Löwenfeld tuvo ocasión de escuchar desde las oficinas de la dirección del teatro una conversación telefónica que Bischoff mantuvo con cierta dama, quizá la misma que ayer llamó a su casa. Por cierto, ¿co noce usted al señor Löwenfeld?

– Es el secretario de la dirección del Hoftheater, ¿no?

– Dramaturgo, secretario, director de escena. A decir verdad no sé muy bien cuál es su puesto en la casa. Me lo encontré esta mañana y me contó… ¡Un momento!

El ingeniero sacó del bolsillo de la americana un billete de tranvía en cuyo reverso había anotado algo.

– Löwenfeld podía recordar las palabras exactas de la conversación. Escuche usted qué fue lo que dijo Eugen Bischoff: «¿Que debo traerlo conmigo? ¡Imposible, querida! Su mobiliario estilo biedermeier no está concebido para soportar su peso. Y además, piense que su casa no tiene ascensor. ¿Cómo voy a subirlo por las escaleras?». Eso fue todo. Luego vinieron las frases convencionales con las que la gente se despide por teléfono y nada más.

Volvió a doblar el billete con el mayor cuidado y luego se quedó observándome con mirada inquisitiva.

– ¿Y bien? ¿Qué dice usted a esto?

– Me parece algo atrevido extraer conclusiones demasiado ambiciosas de tan pocas palabras. ¿Cómo sabe usted que estaba realmente hablando del asesino?

– Entonces, ¿de quién, si no de él? No. El hombre que no puede abandonar su domicilio porque no hay ascensor en el edificio es el asesino, de esto estoy completamente seguro. Y sé también cómo imaginármelo: como un ser monstruoso, obeso hasta la enfermedad, quizás inválido… ¿Cree que será difícil dar con él?

Y mientras iba de un lado para otro de la habitación comenzó a exponerme sus planes.

– En primer lugar está la Sociedad Médica, donde se podría ir a preguntar. Esta sería una posibilidad. Un «caso» así no puede haber pasado desapercibido a los médicos. Después no hay que olvidar que este tipo de personas casi siempre sufren dolencias cardíacas. Es posible que acudiendo a un especialista se pueda conseguir información sobre él. Además es italiano, y no habla alemán, lo que hace que los casos a tener en cuenta se reduzcan aún más. Pero espero poder ahorrarme todos estos caminos, porque sospecho que será mucho más fácil que todo esto descubrir dónde se esconde el asesino. Sólo hay una cosa que no entiendo: ¿Cómo llegó Eugen Bischoff a conocerlo? ¿Acaso ahora descubriremos que sentía una predilección por los seres monstruosos, engendros y demás caprichos de la naturaleza?

– ¿Y cómo sabe que el asesino es un italiano?

– Decir que lo sé sería mucho decir. Se trata de una deducción, y es posible que a usted le resulte igual de atrevida. No importa. Le explicaré la razón de mi convencimiento. Luego diga lo que quiera.

Se dejó caer en la butaca, cerró los ojos y hundió el mentón entre los puños.

– Para ello, debo retroceder hasta la prehis toria del caso que nos ocupa -comenzó-. ¿Re cuerda aquel oficial de la Marina que investigó el suicidio de su hermano? Sabemos cómo suce dió todo: un buen día llegó más tarde que de costumbre para el almuerzo, y una hora después se quitaba la vida. Aquel día había descubierto al asesino de su hermano y había hablado con él.

Esto está claro.

– Parece evidente.

– Pues fíjese en lo siguiente: los últimos días Eugen Bischoff también llegó tarde a la hora de comer. Por primera vez el miércoles, la segunda el viernes. Había tenido que coger un taxi las dos veces, y luego en la mesa habló de una serie de contratiempos que tenía que resolver: concretamente una citación policial, pues su chófer había colisionado en la Burggasse contra un tranvía. El sábado volvió a retrasarse al mediodía. Y cuando llegó parecía cansado, distraído, limitándose a responder con monosílabos. Dina supuso que los ensayos le habían tomado más tiempo del previsto, pero se abstuvo de hacerle ninguna pregunta. Hoy he sabido que los ensayos acabaron cada día a la hora prevista. Ya ve usted, pues, que las circunstancias que precedieron a ambas muertes son en ambos casos muy parecidas. Sólo hay una diferencia, y de importancia capital. ¿Sabe a qué me refiero?

– Pues no, la verdad.

– Es extraño que no caiga en ello. Bien, no importa. El asesino ejercía una fuerte influencia en sus víctimas. Según todos los indicios, el oficial de la Marina sucumbió a este influjo el primer día; en el caso de Eugen Bischoff el asesino necesitó tres días para doblegar su voluntad. ¿Por qué razón? ¿Puede usted decírmelo? Los actores son gente, por regla general, que se deja influir fácilmente, y en cambio parece que de un oficial cabría esperar mayor resistencia. He estado reflexionando sobre ello y sólo he podido encontrar una explicación que me satisfaga: el asesino habla en un idioma que el oficial conocía ya a la perfección, mientras que Eugen Bischoff sólo lo entendía haciendo grandes esfuerzos. Tiene que ser un italiano, pues esta es la única lengua extranjera que Eugen Bischoff conocía un poco… Quizá tenga usted razón, barón; se trata sólo una hipótesis, y encima muy atrevida. Yo mismo lo reconozco.

– Puede ser que después de todo no ande usted tan desencaminado -dije, pues recordé que Eugen Bischoff tenía realmente una predilección por Italia y por todo lo italiano-. Su razonamiento me parece completamente lógico, tanto que casi me ha convencido.

El ingeniero sonrió. En su rostro apareció una expresión de satisfacción y de modesto rechazo. Era evidente que mi reconocimiento lo complacía.

– Debo confesar que a mí nunca se me habría ocurrido nada parecido -proseguí-. Le felicito por su olfato. Y no dudo que usted llegará a descubrir antes que yo quién es la mujer con la que ayer hablé por teléfono.

Frunció el ceño y la sonrisa desapareció de su semblante.

– Me temo que para ello no hará falta ser demasiado agudo -dijo arrastrando las palabras. Levantó las manos y las dejó caer de nuevo, y en su gesto se percibía una resignación cuya causa yo no llegaba a comprender.

Volvió a sumirse en el silencio. Perdido en el océano de sus pensamientos cogió un cigarrillo de su pitillera de plata, lo mantuvo entre sus dedos y olvidó encenderlo.

– Verá usted, barón -dijo después de aquella pausa-. Mientras le esperaba aquí sentado… La verdad es que me va a ser difícil hacerle comprender esta asociación de ideas. Bien, pues mientras estaba esperándole y pensaba naturalmente en la mujer del teléfono y en sus extrañas palabras sobre el día del Juicio Final, de pronto, ni yo mismo sé cómo ni por qué, aparecieron ante mis ojos todos aquellos muertos del río Munho.

Completamente ausente, fijó la mirada en el cigarrillo que tenía entre sus dedos.

– Es decir, no es que los viera, sólo intenté imaginármelos. Fue como si algo me hubiera forzado a pensar en cómo sería si los tuviera ante mí de nuevo, uno junto al otro, más de quinientos rostros amarillentos, desfigurados por el terror y la certeza de una muerte cercana, con su mirada acusadora.

Intentó encender una cerilla, pero se le rompió entre los dedos.

– Naturalmente, algo completamente infantil, tiene usted razón -dijo al cabo de un momento-. Toda la sombra que puede proyectar una palabra, ¿acaso significa algo para un hombre de nuestros días? El Juicio Final: un sonido hueco que viene de otras épocas… El Tribunal de Dios… ¿No se siente impresionado? Sin embargo, sepa que sus antepasados caían de rodillas aterrorizados y comenzaban a gimotear letanías con sólo oír que en el púlpito se entonaba el dies irae. Los Yosch -y de pronto adoptó un tono de charla, como si lo que iba adecir no tuviera la menor importancia-. Los Yosch proceden de una zona en extremo católica, de Neuburg, ¿me equivoco? Usted se sorprende de que esté tan bien informado sobre el lugar de origen de su familia, se lo leo en la cara. No crea que me intereso por los árboles genealógicos de nuestras baronías. Pero me gusta saber siempre con quién trato, de modo que esta noche en el club he consultado lo que venía en el diccionario genealógico sobre su nombre. ¿Qué le estaba diciendo? Ah, ya recuerdo. Pues bien, no es que tuviera miedo ni mucho menos. ¡Qué bobada! Pero en cualquier caso era una sensación muy curiosa. El coñac es un invento excelente para librarse de las pesadillas, verdaderamente.

Se echó hacia atrás con el cigarrillo encendido y comenzó a lanzar bocanadas del humo azulado del tabaco. Yo seguía sus lentas evoluciones, sus transformaciones en el aire, imaginándome todo tipo de cosas. Así, de pronto, me había encontrado con que tenía en mis manos la clave para comprender la extraña personalidad de aquel hombre. Ese gigantón rubio y de anchas'ésjpaldas, ese robusto y voluntarioso hombre de acción, tenía también su talón de Aquiles. Por segunda vez en veinticuatro horas me había hablado de aquel extraño episodio bélico. No era, eso saltaba a la vista, ningún bebedor. Para él el alcohol era sólo un refugio para los momentos de lucha desesperada contra aquel recuerdo que lo torturaba. Un intenso sentimiento de culpaSlo perseguía a lo largo del tiempo sin darle ni un instante de reposo, como una herida maldita que no quisiera cicatrizar, o como el viento de un recuerdo que lo golpeaba y lo lanzaba una y otra vez por los suelos.

El reloj de la chimenea dio las once. Solgrub se puso en pie para despedirse.

– Tengo su palabra, ¿no es cierto? Quedamos en que aplaza el viaje por un par de días -dijo extendiéndome la mano.

– ¡Pero qué dice! -mi voz denotaba sorpre sa y contrariedad, porque yo no había hecho ninguna promesa-. Sepa que no he cambiado para nada de intención: me marcho hoy mismo.

De pronto un ataque de furia le hizo perder todo control de sí mismo.

– ¡Ah! ¡Esto está muy bien! -aulló-. Su intención… ¡Maldita sea! ¿Me está diciendo que he perdido el tiempo en vano? Llevo dos horas intentando hacerle entrar en razón, y ahora…

Levanté los ojos y lo miré a la cara. Rápidamente se dio cuenta de que su tono de voz era exagerado.

– Discúlpeme -dijo-. Verdaderamente soy un bobo. En realidad, todo este asunto me importa un comino.

Le acompañé a la puerta. Una vez en el rellano, se dio la vuelta y se golpeó la frente con la palma de la mano.

– ¡Claro! Casi me había olvidado de lo más importante. Esta mañana he estado en casa de Dina. Puede ser que me equivoque, pero me ha dado la impresión de que era muy importante para ella hablar con usted.

Sus palabras tuvieron para mí el mismo efecto que un mazazo. Durante un instante permanecí aturdido, incapaz de pensar en nada. Después, en los segundos siguientes, tuve que luchar ferozmente para controlarme, pues por gusto me habría lanzado sobre él, lo habría agarrado de los brazos: ¡había estado en casa de Dina, la había visto, había hablado con ella! De golpe sentí la necesidad imperiosa de saberlo todo, lo bueno y lo malo, tenía que saber si había pronunciado mi nombre, la expresión de su rostro al hacerlo. Pero pude contener mi primer impulso, permanecí tranquilo, sin dejar correr mis sentimientos.

– Le haré llegar mi dirección por carta -dije, y sentí que la voz me temblaba.

– ¡Hágalo, hágalo! -dijo el ingeniero, y me dio unas palmadas amistosas en la espalda-. ¡Que tenga un buen viaje, y no pierda el tren!

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