10

Lo que ocurrió en la villa de los Bischoff está pronto dicho. Cuando cruzábamos el jardín nos encontramos con la policía, que acababa de llegar. Tres agentes de paisano, uno de ellos provisto de una cartera y una carpeta de piel de color marrón de notable tamaño, avanzaban hacia nosotros mientras el jardinero sordo les iba iluminando el camino con una linterna. Nos apartamos para dejarles paso. Un hombre ya de edad avanzada, con la cara gruesa y una barba gris y afilada, que resultó ser el médico forense del distrito, se detuvo e intercambió unas palabras con el doctor Gorski.

– ¡Buenas noches, colega! -dijo sin quitarse el pañuelo con que se cubría la boca-. Un poco frío para esta época del año, ¿no cree? ¿Le han avisado también a usted?

– No. Me encontraba aquí casualmente.

– ¿Se sabe qué ha ocurrido realmente? Por que a nosotros todavía no se nos ha dicho nada.

– Preferiría no predisponerlo en su juicio -dijo el doctor declinando responder a la pregunta que se le hacía, y lo que siguió después ya no alcancé a oírlo, pues yo había seguido mi camino sin detenerme.

Nadie parecía haber vuelto a pisar el salón de música desde que yo había salido de él la última vez. La butaca caída seguía al lado de la puerta. Encontré mis partituras esparcidas por el suelo y desplegado sobre el respaldo de una silla estaba el chai de Dina.

Por la ventana abierta llegaba el viento de la noche, húmedo y frío; comencé a tiritar y me abroché la chaqueta hasta el botón de arriba. Mientras estaba agachado recogiendo mis partituras, mis ojos fueron a fijarse en la que llevaba el título de la obra: Trío en Si mayor, Opus 8. Me sentía como si acabáramos de tocar la obra en aquel mismo instante, y el acorde final del piano y la tónica largamente sostenida por el cello resonaron una vez más en mi oído. Por un momento me dejé llevar por la agradable ilusión de que todavía estábamos reunidos todos alrededor de la mesita en la que habían servido el té y de que nada había ocurrido: el ingeniero lanzaba al aire bocanadas de humo azul y desde el piano me llegaba la respiración suave y acompasada de Dina. Eugen Bischoff iba lentamente de un lado para otro, y su sombra se deslizaba silenciosa sobre la alfombra.

De pronto oí una puerta que se cerraba y tuve un sobresalto. Llegaron voces de la antesala, y pude distinguir mi nombre entre lo que se decían. Se trataba de Solgrub y del doctor, y hablaban de mí, convencidos sin duda de que ya hacía rato que yo me había ido. El doctor hablaba con decisión:

– Pues permítame que le diga que yo lo creo capaz de todo. De cualquier acto de violencia, de cualquier perfidia, de lo que sea… ¡Caramba! Pero si son ya las diez y media. En fin, pues eso mismo: de cualquier cosa, incluso de un asesinato. Tampoco sería la primera vez. Pero en cambio, dar su palabra de honor en falso, no, ¡eso sí que no!

– ¿Ha dicho que no sería la primera vez? -preguntó el ingeniero-. ¿Qué quiere decir?

– ¡Vamos, vamos! Se trata de un oficial de la Caballería. ¿Acaso debo decirle en medio de esta corriente de aire lo que pienso sobre los duelos? Puede llegar a ser un personaje brutal sin ningún reparo, se lo digo por propia experiencia… ¡Ah! Ahí está su abrigo… Pues sí, le encantan los animales, tiene un caballo, un perro, lo que usted quiera, pero la vida de una persona que se entrecruza en medio de su camino nada vale para él, se lo digo yo, créame.

– Doctor, me parece que lo juzga usted erróneamente. La impresión…

– Mire, le conozco… Espere… Le conozco desde hace quince años.

– Pero, permítame, yo también sé algo de la psicología de las personas, y el barón no me ha causado precisamente la impresión de alguien que no repara en los medios ni de un partidario del rompe y rasga como sistema para obtener lo que desea, ni mucho menos. Más bien al contrario, la de una persona sensible que vive entregada a la música, diría que incluso la de alguien considerablemente tímido.

– Querido ingeniero, ¿quién de nosotros puede ser definido de un modo tan poco ambiguo, tan simple? No se puede resumir ni agotar así el carácter de un hombre, sometiéndolo a un par de tópicos miopes y que no quieren decir nada. El carácter humano es algo más complejo que, pongamos por caso, sus bobinas eléctricas, cargadas unas veces de corriente positiva y las otras de corriente negativa. Sensible, hiperestésico incluso; muy bien, puede ser que tenga usted razón. ¿Tímido en el fondo de su alma? También, también. Pero junto a todo esto queda todavía mucho lugar para otro tipo de sentimientos muy distintos a esos, créame usted.

Yo permanecía agachado, con las partituras en la mano, sin atreverme a hacer ningún movimiento, puesto que la puerta estaba entreabierta y el menor ruido podía traicionarme. Y aquella larga disquisición sobre mi personalidad, sinceramente, no me interesaba en absoluto, de manera que sólo estaba esperando el momento en que los dos decidieran irse de una vez para no tener que seguir desempeñando el penoso papel de fisgón que me había caído en suerte. No obstante, la charla prosiguió, y me vi obligado a escucharla, tanto si quería como si no.

– Ahora, insisto en que una palabra de honor dada en falso es algo que yo jamás le atribuiría -volvió a decir el doctor-. Verá usted, hay determinadas leyes morales que ni el peor de los cínicos se atrevería jamás a transgredir. El rango, los orígenes, la tradición, todo eso pesa, y es por todo ello que el barón Von Yosch nunca juraría en falso ni pondría su honor en juego. En eso se equivoca Félix.

– Sí, Félix se equivoca -repitió el ingeniero-. Desde un primer momento esto ha estado claro. Encontramos un rastro y, en lugar de seguirlo hasta donde parece remontarse, en lugar de hacer lo más razonable, lo que tiene más sentido común… ¡Pero por todos los diablos! ¿Qué es lo que tiene que ver el barón con el suicidio de aquel estudiante de la Academia? ¡Esto es lo que debería preguntarse Félix!… ¡Eugen Bischoff muerto! Todavía no me he hecho a la idea. Vamos a intentar poner en claro todo este asunto, doctor, éste es nuestro deber. ¿Querrá usted ayudarme?

– ¿Ayudarle? Pero mi querido Solgrub, ¿cree usted que podemos hacer algo más que no sea dejar que las cosas sigan su curso?

– ¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo? -exclamó el ingeniero, visiblemente excitado-. No, doctor, eso es algo que no he hecho jamás en mi vida. Este ha sido siempre el disfraz de la abulia que más he odiado. Dejar que las cosas sigan su curso quiere decir que soy demasiado imbécil o demasiado gandul o demasiado despiadado para intentar hacer nada para remediarlo.

– Gracias, es usted muy amable -dijo el doctor Gorski-. Verdaderamente conoce usted bien a las personas.

– Quizá, doctor, quizá. Verá usted, el barón, a quien usted considera un ambicioso sin escrúpulos, un hombre sin freno ni conciencia, a mí por el contrario me recuerda más bien a uno de esos galgos rusos. ¿Conoce usted esa raza?

Son unos perros de buen porte, muy orgullosos, no excesivamente listos pero muy aristocráticos; dan la impresión de que uno debería guardarse de ellos, y al mismo tiempo se sienten totalmente indefensos a la hora de defender su propia vida. Debemos preocuparnos por él, doctor. ¿Quiere usted verdaderamente dejarlo en la estacada? Si permitimos que las cosas sigan su curso, éstas irán indefectiblemente en su contra, y el final que le espera es una bala en la cabeza, recuérdelo. ¿Acaso no se ha derramado ya suficiente sangre?

El doctor no dijo nada. Durante un largo minuto le oí caminar ruidosamente de un lado para otro, hasta que algo cayó por los suelos con gran estrépito. Después me llegó un murmullo enfurecido que acabó convirtiéndose en una generosa retahila de juramentos y maldiciones.

– ¿Qué es lo que está buscando ahora, si se puede saber? -preguntó Solgrub.

– Mi bastón, maldita sea. ¿Dónde lo habré dejado? Y lo peor es que no es mío, sino de mi casero. Otra vez ese reúma. A Pistyan, sí señor, hace ya tiempo que tendría que haber marchado para Pistyan, a tomar las aguas. Se trata de un bastón de color madera, con un grueso pomo de asta. ¿Lo ha visto usted por algún lado?

Sentí de pronto un sudor helado y luego cómo me ardía todo el rostro, pues apoyado contra la chimenea había un bastón que respondía totalmente a aquella descripción.

Habría preferido que se hubieran ido sin percatarse de mi presencia, pero ahora me daba cuenta de que toda esperanza en ese sentido era vana, pues lo primero que se le ocurriría al doctor sería ir a buscar su dichoso bastón en la habitación en que yo me encontraba. Debía, pues, anticiparme a él.

Me levanté y puse, sin cuidado de no hacer ruido, las partituras sobre la mesa. Después fui hacia el piano y cerré el estuche del violín, haciendo ahora ya todo el ruido posible. Así se darían cuenta de que yo estaba allí y que había oído su imprudente conversación palabra por palabra.

El doctor Gorski cesó de refunfuñar al instante. Ahora sólo se oía el tic tac del reloj de pared. Me los imaginaba mirándose el uno al otro con cara de estupefacción. Ya estaba viendo el cuadro, sus rostros perplejos y profundamente consternados por la espantosa plancha que acababan de cometer, y el doctor Gorski, como si fuera un enano con babuchas y havelock, convertido en una bíblica estatua de sal.

Finalmente recobraron el habla. Primero se oyó un murmullo excitado, luego los pasos firmes y enérgicos del ingeniero. Sin perder la calma fui a su encuentro, puesto que seguramente la situación era mucho más violenta para ellos que para mí. Estaba a punto de acabar de abrir la puerta cuando junto a mí sonó el teléfono.

Con un gesto mecánico descolgué el auricular. Sólo después caí en la cuenta de que, evidentemente, aquella llamada no podía ser para mí.

– Sí, dígame.

– ¿Con quién estoy hablando, por favor?

– preguntaron al otro extremo del hilo. Era la voz de una muchacha joven que enseguida me resultó familiar, y cuyo recuerdo, curiosamente, me llegaba asociado a un extraño aroma, como de éter o alcanfor. Durante unos segundos me quedé en silencio, intentando recordar dónde ha bía oído yo antes aquella voz.

La muchacha se impacientó.

– ¿Quién habla? ¿Quién está ahí? -pregun tó, y no supe qué decir, porque en aquel mismo instante acababa de abrirse la puerta y el inge niero se encontraba ante mí con el abrigo puesto y el sombrero en la mano, mirándome con ojos inquisitivos.

– Esta es la residencia de la familia Bischoff -conseguí decir.

– ¡Ah! Ahí está mi bastón -exclamó el doctor con aire satisfecho. Había entrado detrás del ingeniero y ahora estaba de pie en medio del salón, rascándose una pierna.

– ¿Está el señor profesor? -preguntó la muchacha.

– ¿El profesor? -No tenía ni la menor idea de a quién podía referirse. En un primer mo mento pensé que se había equivocado de núme ro, pero luego recordé que en cierta ocasión Dina se había quejado de que la gente confundía su teléfono con el del consultorio de un oftalmólogo.

– Otra vez -gimió el doctor-. Lo mejor sería que me pasara dos semanas tomando baños sulfurosos. Pero créame, este verano ni eso he podido hacer.

– ¿Con quién desea hablar?

– ¡Con el profesor Eugen Bischoff! ¡Eu-gen Bis-choff!

Entonces me acordé de que el marido de Dina también había dado clases de interpretación en la Academia. ¡Cómo no había pensado antes en ello! Seguramente se trata de una de sus discípulas, me dije. ¿Pero por qué extraña razón su voz me recordaba el olor del éter? No conseguía entenderlo.

– El profesor no se puede poner al aparato – dije.

– ¿Viene usted o se queda? -le dijo el doctor Gorski a Solgrub -. ¿O es que pretende de jarme mucho rato más en medio de esta corriente de aire con mi reúma?

– ¡Cállese! -le susurró el ingeniero-. Se le ha caído la percha de los abrigos encima de la espinilla, eso y sólo eso es lo que usted llama su reúma.

– ¡Vaya una bobada! -exclamó el doctor bas tante indignado-. ¡Pero qué está usted dicien do! ¡Como si yo no supiera distinguir un dolor muscular de otro cualquiera!

– ¿Que no se puede poner? ¿Tampoco para mí? -preguntó la muchacha dejando entrever una gran seguridad en sí misma. Al parecer, con sideraba completamente innecesario dar su nombre-. ¿Seguro que para mí tampoco? Está esperando mi llamada.

Me sentía completamente azorado, y la verborrea del doctor Gorski no hacía más que aumentar mi desconcierto. ¿Qué decir?

– Mucho me temo que el profesor no esté para nadie -respondí, y de pronto me vino a la memoria la imagen de la manta a cuadros y aquel rostro lívido y sin vida que se escondía debajo. Sentí un escalofrío en la espalda, las manos comenzaron a temblarme.

– ¿Para nadie? -volvió a decir la muchacha, entre sorprendida e incrédula-. ¡Pero si quedamos en que le llamaría!

– ¡Mire, fíjese! Creo que ya vuelve a llover -dijo el doctor-. Esto para mí es peor que ve neno. Y ya estoy viendo que a estas horas no habrá manera de encontrar ningún taxi.

– ¡Maldita sea, pero cállese de una vez! -le interrumpió con aspereza el ingeniero.

– ¿Qué quiere decir? ¿Ha ocurrido alguna desgracia? -gritó la desconocida.

– En la espalda y en el costado. ¡Bonito regalo! ¡Todo un señor reúma! -murmuró el doctor Gorski intimidado por la reprimenda del ingeniero, y luego guardó silencio.

– ¿Qué es lo que ha sucedido? ¡Dígamelo! -insistió.

– Nada. No ha pasado nada-. Y como un rayo me pasó por la cabeza la idea de que ya lo sabía, de que tenía motivos para sospechar algo. ¿Pero cómo podía haberse enterado? No, por mi boca no sabría nada. Sólo Félix tenía el poder de decidir cuándo y a quién decirlo -. No se preocupe, no ha sucedido nada -volví a repetir, esforzándome por dar a mi voz un aire que no dejara entrever la verdad, a pesar de que aquellos ojos vidriosos y aquel rostro lívido y desfigurado no dejaban de perseguirme con su recuerdo-. El profesor se ha retirado para trabajar -dije-. Eso es todo.

– ¡Para trabajar! ¡Oh, claro! El nuevo papel, naturalmente. Y yo que había pensado… ¡Vaya ocurrencia más tonta! Por un momento temí…

– Oí que se echaba a reír para sí. Luego prosiguió en el mismo tono de seguridad que antes -: -No hace falta que lo moleste. ¿Puedo pedirle…? ¿Con quién hablo, por cierto?

– Barón von Yosch.

– No tengo el placer -me respondió con voz decisa, y de nuevo volví a tener la sensación de haber oído antes en alguna parte aquella voz, aunque me resultaba imposible saber dónde ni cuándo-. ¿Tendría usted la bondad de decirle al señor profesor…? Verá, es que esta tarde tenía que venir a mi casa y luego se desdijo. Dígale por favor que le espero mañana a las once en mi casa. Dígale que todo está ya preparado y que no quiero aplazarlo por más tiempo en el caso de que mañana tampoco pudiera venir.

– ¿Y de parte de quién debo dar el encargo?

– Dígale -y su voz ahora dejó traslucir contrariedad, como la de una criatura malcriada a la que alguien se ha atrevido a negar un capricho -, dígale que por nada del mundo voy a esperar por más tiempo el Juicio Final, esto bastará.

– ¿El Juicio Final? -pregunté sorprendido y con una ligera sensación de malestar cuya causa no sabía explicarme.

– Sí, el Juicio Final -repitió con firmeza-. ¿Será tan amable de darle este recado? Gracias.

Oí como colgaba y yo también dejé caer el auricular. Una mano se puso sobre mi espalda. Giré la cabeza: era Solgrub, que estaba junto a mí, mirándome a los ojos.

– ¿Qué, qué dice usted? -balbuceó-. ¿Qué es lo que ha dicho?

– ¿Yo? Era una muchacha. Ha dicho que no quería esperar por más tiempo el Juicio Final.

Me soltó con un movimiento brusco y cogió el auricular. Le cayó el sombrero al suelo y yo se lo recogí.

– Demasiado tarde, ha colgado.

Dejó el auricular con un gesto de enfado.

– ¿Pero con quién ha hablado usted?

– No lo sé, no me ha querido decir su nombre. Pero su voz me resultaba conocida. Esto es todo lo que puedo decir.

– ¡Piense un poco, por todos los santos! -dijo exaltándose por momentos -. Tengo que saber con quién ha hablado. Ha de recordar de quién era esa voz, ¿me oye? Ha de lograr recordarlo.

Me encogí de hombros.

– Si quiere podemos llamar a la central de te léfonos. Puede ser que allí me digan quién era la señorita que ha llamado.

– Esto no servirá de nada. Es mejor que piense un poco. Ha preguntado por Eugen Bischoff. ¿Qué quería de él?

Le repetí palabra por palabra todo el contenido de la conversación.

– También usted lo encuentra extraño, ¿no es así? ¡El Juicio Final! ¿Qué habrá querido decir?

– Lo que significa no lo sé -dijo fijando la vista en el suelo. -Yo sólo sé que éstas fueron las últimas palabras que pronunció Eugen Bischoff antes de morir.


Permanecimos en silencio el uno frente al otro. Nada se movía en el salón de música, sólo se oía el tic tac del reloj, ningún ruido, hasta que el doctor Gorski, que se había asomado al jardín, cerró la ventana.

– Gracias a Dios que ya no llueve -dijo acercándose hacia nosotros.

– ¡Y qué me importa a mí el que llueva o no llueva! -gritó Solgrub en un repentino ataque de cólera-. ¿Pero es que no se da cuenta? ¡La vida de una persona está en peligro!

– Creo que se preocupa demasiado por mí -le dije-. No estoy tan desvalido como usted cree, y por otra parte…

Me miró completamente ausente, luego se dio cuenta de que yo seguía sosteniendo su sombrero en la mano y me lo cogió.

– No se trata de su vida, barón -murmuró-. Créame que no se trata de la suya.

Y se marchó. Sin decir nada, como un sonámbulo, salió de la habitación y fue bajando por las escaleras, con su sombrero arrugado en la mano, sin decir nada a nadie, sin prestarnos atención ni a mí ni al doctor.

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