Todavía pude contenerme. En el instante mismo en que entró el hermano de Dina en el pabellón me di cuenta de que debía considerarlo como mi enemigo mortal, que no había lugar para ningún acuerdo amistoso y que el combate debía llegar hasta el final. Pero lo que todavía no alcanzaba a comprender era la razón de todo aquello. Sólo sabía que debía permanecer en mi sitio y enfrentarme a mi adversario, sucediera lo que sucediera.
El doctor Gorski intentó hasta el último minuto evitar la tormenta que se avecinaba.
– ¡Félix! -le exhortó con un gesto suplicante y lleno de reproche, al tiempo que señalaba con la mirada la manta a cuadros que cubría el cuerpo sin vida de Eugen Bischoff-. ¡Recuerde dónde estamos! ¿Ha de ser forzosamente aquí y ahora?
– Es mejor así, doctor. ¿Qué sentido tiene alargar más las cosas? -respondió él sin apartar en ningún momento la vista de mí-. En el fon do es una verdadera suerte que el capitán se en cuentre todavía aquí.
Contra su costumbre, nombró por mi cargo en el ejército. Yo sabía perfectamente lo que aquello significaba. El doctor Gorski permaneció todavía un instante indeciso entre nosotros, después se encogió de hombros y se fue hacia la puerta para dejarnos solos.
Pero Félix lo retuvo.
– Doctor, le ruego que se quede -dijo -. Podría darse el caso de que la presencia de un tercero resultara conveniente.
De entrada, el doctor Gorski no pareció comprender muy bien aquella observación. Luego me miró como para hacerme partícipe de la incomodidad que le causaba el tener que ser testigo de aquella conversación. Finalmente se sentó sobre el borde mismo del escritorio, en una actitud que daba a entender su disposición para abandonar la habitación en el instante mismo en que se le pidiera. Para el ingeniero, en cambio, a quien nadie había pedido que se quedara, aquélla fue la señal para tomar asiento en la única silla que había; luego encendió un cigarrillo de un modo harto peculiar -usando sólo dos dedos de su mano izquierda- e hizo como si su permanencia allí no pudiera ser puesta en duda por ninguna de las partes.
Yo veía y observaba todas aquellas maniobras a mi alrededor con un interés, ésta es la verdad, puramente objetivo. Me sentía completamente tranquilo y señor de mí mismo, y esperaba con toda la calma de este mundo ver qué era lo que iba a suceder. Pero durante un minuto no sucedió nada. Félix estaba inclinado sobre el cadáver de Eugen Bischoff; no podía ver su rostro, pero me daba la impresión de estar luchando contra la profunda emoción que lo embargaba, como si ya no tuviera más fuerzas para seguir llevando aquella máscara de tranquilidad forzada. Durante un momento creí que se dejaría llevar por sus sentimientos y se abalanzaría sobre el muerto, y que toda la escena concluiría con aquel estallido de emotividad. Pero no ocurrió nada de eso. Se incorporó de nuevo y giró hacia mí un rostro que denotaba el control más absoluto de sus sentimientos. Todo lo que había hecho había sido volver a cubrir la cabeza del muerto con parte de la manta que había resbalado al suelo.
– Desgraciadamente no tenemos mucho tiempo -comenzó a decir, y en su voz no se percibía ningún temblor ni rastro alguno de excitación-. Dentro de media hora estará aquí la policía, creo que sería conveniente que para entonces hubiéramos resuelto este asunto.
– Crea que comparto su mismo deseo -le respondí, dirigiendo mi mirada al ingeniero-. El número de testigos es suficiente, ya que, se gún veo, ambos han tenido la amabilidad de po nerse a nuestra disposición para la entrevista.
El doctor Gorski se removió sobre el escritorio visiblemente intranquilo, pero el ingeniero no tuvo reparo alguno en asentir a mis palabras con un movimiento de la cabeza.
– Solgrub y el doctor Gorski son amigos míos -indicó Félix-. Tengo un especial interés en que sepan con la mayor exactitud posible qué es lo que ha sucedido. De modo que, por lo que a mi respecta, no voy a omitir ningún detalle. Como por ejemplo el hecho, capitán, de que ha ce cuatro años Dina fuera su amante.
Me quedé de una pieza. La verdad es que no estaba preparado para una cosa así. Pero mi confusión duró sólo unos instantes, pues al momento ya tenía pensada mi respuesta.
– Al aceptar esta entrevista con usted la verdad es que estaba dispuesto a cualquier ataque, pero no a que le falte al respeto a una mujer que tengo en tan alta estima. No pienso permitírselo. Exijo que retire esta expresión…
– Vamos, capitán. ¿Para qué? Le puedo asegurar que se corresponde totalmente con la idea que Dina se ha hecho de su relación con usted.
– ¿Debo entender con ello que su hermana le ha dado su autorización?
– Puede estar usted seguro, capitán.
– Entonces le ruego que prosiga.
Sobre sus labios se dibujó una sonrisa de infantil autosuficiencia al ver que el primer asalto concluía con clara ventaja a su favor. Pero aquella sonrisa desapareció al instante de su rostro, y el tono de voz en el que prosiguió volvió a ser absolutamente correcto, casi obsequioso.
– Esta relación, sobre cuyo carácter parece ser que nos hemos conseguido poner de acuerdo de aquí en adelante, no duró más de medio año. Tuvo un final cuando a usted, capitán, le vino en gana emprender un viaje hacia el Japón, Y digo «tuvo un final», a pesar de que tal «final» parece ser que usted lo consideró siempre como algo transitorio.
– Mi viaje no fue al Japón, sino a Tongking y a Camboya -le interrumpí-. Y además no fue por capricho mío, sino por encargo del Ministerio de Agricultura.
Y tras estas aclaraciones sobre algo que me traía completamente sin cuidado, ocultaba mi gran sorpresa por el hecho de que Félix hubiera podido mencionar con tanta ligereza y como sin prestar atención a la relación que su hermana había mantenido conmigo. ¿Adonde querrá ir a parar?, me preguntaba. Si lo que quiere es que le dé algún tipo de satisfacción, entonces aquí me tiene. ¿Por qué no se enfrenta a mí más abiertamente? ¿Qué es lo que se propone? Y de pronto me sentí sobrecogido por un leve sentimiento de miedo, como si presintiera un peligro que me amenazaba y que se acercaba cada vez más, y esta sensación de angustia ya no me abandonaría mientras él estuvo hablando.
– Sea como usted dice -prosiguió Félix. Y con su mano vendada hizo un gesto de disculpa-. En realidad, no tiene la menor importancia el lugar adonde se dirigió usted. Pero cuando al cabo de medio año volvió, le esperaba un cambio en su situación sentimental con respecto a mi hermana para el que sin duda alguna no estaba preparado: encontró a Dina casada con otro hombre. Usted se había convertido en un extraño para ella.
Sí. Eso era exactamente lo que había ocurrido. Y ahora, mientras lo oía de nuevo por boca de Félix, el dolor pasado renacía dentro de mí con todo su antiguo ímpetu, la rabia por el desengaño sufrido volvía a quemarme las entrañas, y con ella se mezclaba un nuevo sentimiento, desconocido para mí hasta aquel momento: el del odio contra aquel muchacho que estaba ante mí y que con sus manos removía todo lo que yo me había esforzado durante tanto tiempo por enterrar en lo más profundo de mi ser. ¿Acaso debía seguir escuchándole sin hacer nada? ¿Debía ver impasible como ponía al descubierto, ante la mirada indiscreta de unos extraños, lo que durante años había sido mi secreto? ¡Basta pues!, grité para mis adentros, y sentí un deseo irreprimible de lanzarme contra él para poner así fin de una vez por todos a aquella escena. Pero ahí estaba de nuevo el miedo, el temor ante algo indefinido cuya amenazadora proximidad podía sentir perfectamente, y ese miedo me atenazaba y me dejaba completamente indefenso, desplomándose sobre mí con todo el peso de una pesadilla.
El hermano de Dina siguió hablando con su voz completamente libre de toda afectación, y no tuve más remedio que escucharlo.
– El hecho de que una mujer que creía encadenada a usted para siempre pasara a pertenecer a otro fue, por lo que parece, superior a sus fuerzas. Había sufrido una derrota y sintió que aquello era como un desafío. Recuperar a Dina se convirtió en la empresa de su vida. Todos y cada uno de sus actos desde aquel momento, incluso los más insignificantes y los más nimios, han sido pensados única y exclusivamente para alcanzar este objetivo.
Hizo una pausa, quizá para darme tiempo a decir algo, para que pudiera responder a sus acusaciones. Pero nada dije, de modo que prosiguió con su ataque.
– Le llevo observando desde hace tiempo. Durante años he mantenido mi mirada clavada en usted, lleno de interés, como si al fin y al cabo no se tratara más que de un reto deportivo o de una excitante partida de ajedrez, como si estuviera en juego una copa y no la felicidad de mi hermana. Le vi acercarse por los caminos más insospechados, le vi evitar obstáculos, enfrentarse a ellos; le vi dar círculos alrededor de esta casa, y sus círculos se volvieron cada vez más y más estrechos. Por fin encontró la manera de que un buen día le invitaran, y entonces se interpuso entre Dina y su marido.
Sentía que se acercaba el momento. Mis manos temblaban por aquella espera exasperante, no podía ni respirar, de tanto como me oprimía el silencio que reinaba en la habitación. Tuve una sensación de verdadero alivio cuando por fin Félix comenzó a hablar de nuevo:
– Y ahora ya puedo decirle, capitán, que nunca dudé de quién sería el vencedor en esta lucha. Usted era el más fuerte, porque sólo tenía un objetivo en la cabeza, y todo lo demás en su vida había pasado a un segundo plano. Esto, la verdad sea dicha, le convertía en invencible. Para mí estaba completamente claro que aquel matrimonio se iría tarde o temprano a pique, y sólo porque usted se lo había propuesto, capitán.
Volvió a callar, y mi angustia me resultó ya insoportable. Transcurrió casi medio minuto, miré al doctor Gorski: estaba apoyado sobre el escritorio y se mostraba nervioso y tenso, la expresión de su rostro denotaba una perplejidad absoluta, total; me di cuenta de que no cabía esperar ningún tipo de ayuda de su parte. El ingeniero seguía sentado en el sillón, envuelto en una nube de humo y estudiando con aire aburrido la punta de sus dedos, como si estuviera con sus pensamientos en otra parte. Por fin Félix volvió a interrumpir aquel silencio horrible.
– Ahora ya ha pasado todo. Usted ha perdido la partida, barón. Ha cometido un error decisivo. ¿Me comprende? Dina no soportaría ni por un instante sentir cerca de ella al hombre que lleva en la conciencia la muerte de su marido.
Así que eso era todo. Así que ésta era la amenaza que tanto me había hecho temblar. Y ahora que la acusación había sido formulada me pareció de pronto tan absurda, y tan ridicula. Recobré la seguridad en mí mismo, me liberé del miedo que me atenazaba: estaba ante un adversario que ya había gastado su única bala sin dar en el blanco. Ahora dependía todo de mí. Sentía una superioridad sin límites frente a ese muchacho que se había atrevido a provocarme. Ahora yo era el más fuerte, y ya sabía cómo tenía que actuar.
Me acerqué a él y lo miré fijamente a los ojos.
– Espero -comencé -que no se le habrá ocurrido en serio echarme a mí ni a nadie la culpa por este desgraciado accidente.
Mis palabras surtieron el efecto deseado. No pudo sostener mi mirada, se desconcertó y dio un paso atrás:
– Me deja usted perplejo, capitán -respondió-. Lo hubiera esperado todo de usted antes que ver cómo se negaba a reconocer su comportamiento. Si he de hablarle con franqueza, no le comprendo. ¿No teme que su actitud sea mal interpretada? Nunca había notado en usted falta de valor.
– La cuestión de mi presunta falta de valor dejémosla para más adelante, si a usted le parece -le respondí en un tono que no dejaba lugar a dudas con respecto a mis intenciones -. ¿Tiene la amabilidad de explicarme antes que nada qué papel he desempeñado, según usted, en todo este asunto?
Su desconcierto inicial había sido sincero, pero entretanto Félix había recobrado el control de sí mismo.
– Tenía la esperanza de que me evitaría usted esto. Pero si insiste… Para decirlo brevemente: no sé cómo se había enterado de que mi cuñado había confiado sus ahorros, junto con el pequeño capital de mi hermana, al banco Bergstein, sobre cuya quiebra ya han informado los periódicos de hoy. Usted sabía también, o al menos podía haberlo intuido, que Dina estaba decidida a mantener oculta la catástrofe ante su marido tanto tiempo como le fuera posible. El conocimiento de estos dos detalles se convirtió en manos suyas en una verdadera arma mortal. A lo largo de toda la tarde ha hecho repetidos intentos de sacar el asunto a colación. Una y otra vez apuntó su arma sobre Eugen, y luego, sintiéndose observado por mí o por Dina, la dejó caer de nuevo. La ocasión no era todo lo favorable que usted quería, de modo que se agazapó e inició una paciente espera. ¿Debo continuar? Cuando Eugen abandonó el salón, usted marchó tras él y lo siguió hasta aquí. Por fin podía estar a solas con él, ya no había nadie que pudiera frustrarle sus planes. Sin piedad alguna le comunicó lo que habíamos estado ocultándole entre todos. Entonces lo dejó a solas, y un par de minutos más tarde, tal y como usted había previsto, sonó el disparo. No le resultó difícil, ¿verdad, capitán? Sabiendo que Eugen Bischoff hacía ya tiempo que había perdido la fe en sí mismo y en el futuro…
– Fueron dos disparos -dijo de pronto el ingeniero, pero nadie pareció prestarle demasiada atención.
Me pareció el momento oportuno para poner fin a toda aquella larga explicación.
– ¿Es eso todo? -pregunté.
Félix no dijo nada.
– ¿Ha informado ya a su señora hermana de sus conjeturas?
– Sí, he hablado con mi hermana de ello.
– Pues tendrá la bondad de decirle hoy mismo a su señora hermana que soy completamente ajeno a todo este asunto, y que sus suposiciones son completamente erróneas. Ni he hablado con Eugen Bischoff ni he entrado para nada en esta habitación.
– Dina ya no está aquí. Hace media hora que la hemos enviado a casa de sus padres. ¿Y dice usted que no ha entrado para nada en esta habitación?
– Le doy mi palabra.
– ¿Su palabra de oficial?
– Mi palabra de honor.
– Su palabra de honor -repitió Félix lentamente.
Permanecía ante mí, ligeramente inclinado hacia adelante. Movió un par o tres de veces la cabeza. Luego cambió su actitud. Se irguió de nuevo y se puso en posición de firmes, como un hombre que ha acabado una tarea ardua y penosa. En sus labios apretados se dibujó una leve sonrisa, durante apenas un segundo, y luego desapareció de nuevo.
– Su palabra de honor -volvió a repetir-. Naturalmente, esto cambia las cosas, esto lo hace todo mucho más sencillo. Sin embargo, si es tan amable de prestarme unos segundos de atención… Resulta que el visitante desconocido ha olvidado un objeto aquí, en esta habitación. No es nada que tenga un valor especial, es posible incluso que todavía no lo haya echado en falta. Fíjese usted en esto.
En su mano vendada sostenía un objeto brillante, de un color castaño rojizo. Me acerqué para observarlo mejor; a primera vista no lo reconocía, pero al instante me llevé la mano al bolsillo de la americana para buscar la pequeña pipa inglesa que siempre llevaba encima. En el bolsillo no había nada.
– Estaba aquí, sobre la mesa, en el momento en que entramos el doctor y yo… ¡Cuidado, doctor…!
La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor, luego quedó todo a oscuras. Como si hubiera sucedido hacía años, como un recuerdo largo tiempo olvidado, la imagen surgió del fondo de mi ser. Me veía cruzar el jardín por el camino de grava, pasar junto al parterre lleno de fucsias. ¿Qué era lo que iba yo a buscar en el pabellón? La puerta chirrió ligeramente al abrirla. Eugen palideció al oír el susurro de mis palabras, fijó los ojos en el periódico, vi su sobresalto, su abatimiento… Su mirada, presa del terror y la furia, se clavó en mí mientras abandonaba el pabellón y cerraba la puerta con cuidado para no hacer ruido. En la terraza todavía había luz. Era Dina. Subí. Y de pronto un grito, ¡un disparo! Abajo en el jardín rondaba la muerte, y yo había sido quien la había llamado.
– ¡Cuidado, doctor, va a desplomarse! -el grito de alarma resonó en mis oídos.
No. No llegué a caerme. Abrí los ojos y me senté en el sillón. Félix estaba ante mí.
– La pipa es suya, ¿no es cierto?
Asentí con la cabeza. El dejo caer lentamente su mano vendada.
Al cabo de unos instantes me puse en pie.
– ¿Se va usted ya, barón? -preguntó Félix-. Bien, la cuestión ha sido aclarada, no quiero robarle más tiempo. No creo que su palabra de honor, la palabra de honor de un oficial, sea algo sobre lo que difieran nuestras opiniones. Y puesto que dudo mucho que nos volvamos a ver más, querría que supiera que nunca he sentido aversión hacia usted. Tampoco hoy. La verdad es que una parte de mí le comprendía y se sentía extrañamente atraída por usted. Simpatía no sería la palabra apropiada. Era más bien… Verá, al fin y al cabo no puedo dejar de ser el hermano de Dina. Usted tiene todo el derecho a preguntar por qué razón, a pesar de mis sentimientos hacia usted, le he puesto en una situación en la que, tal como están las cosas, mucho me temo que no hay más que una salida. Pues bien: uno puede sentirse fascinado por un gato montes, uno puede admirar perfectamente la belleza de sus movimientos, el atrevimiento de sus saltos, y, a pesar de todo ello, disparar cuando llegue el momento sin ningún tipo de dudas, pues sabe que después de todo no deja de ser una alimaña. Solamente me queda decirle que no debe sentirse obligado a dar cumplimiento a la determinación que sin duda habrá tomado ya en el plazo de las próximas veinticuatro horas. Suponiendo que fuera necesario dar un paso así, tenga a buen seguro que antes de que haya transcurrido esta semana no acudiré al tribunal de honor de su regimiento. Esto es lo que me quedaba por decirle.
Le escuché, pero mi pensamiento estaba perdido en el oscuro cañón del revólver que había sobre la mesa. Sentía cómo me miraba fijamente con sus ojos terribles, acercándose más y más, aumentando cada vez más de tamaño, invadiéndolo todo, hasta que sólo lo veía a él.
– Eres injusto con el barón, Félix -oí que decía de pronto la voz del ingeniero-. El tiene tan poco que ver con esta muerte como tú o como yo.