21

– ¡Siga, siga usted! ¡No se detenga! -suplicó el doctor Gorski.

– Eso es todo -dijo Félix-. Aquí se interrumpe el manuscrito.

– ¡Imposible! No puede ser que acabe aquí. Falta la parte más importante. ¡Déjeme ver!

– Convénzase usted mismo, doctor. No hay nada más. Sólo mapas, los mapas de las provincias españolas. Granta et Murcia. Utriusque Castillae nova descriptio. Insulas Balearides et Pytiusae. Nada escrito por el otro lado. Andalusia continens Sevillam et Cordubam. Ni el mínimo rastro de anotaciones a mano. El manuscrito de bió de quedar inacabado.

– ¡Pero y la composición de la droga! ¿De dónde sacó Eugen Bischoff la composición de la droga si no de aquí? Ha de estar entre estas páginas. Se habrá saltado una hoja, Félix, busque usted bien.

Los tres estábamos con los cinco sentidos puestos sobre el grueso volumen. Félix volvió a pasar las hojas hacia atrás.

– ¡Aquí falta una! -exclamó el doctor Gorski-. Aquí, entre la descripción de Asturias y las dos Castillas. Alguien ha cortado la página.

– Tiene razón -constató Félix-. La hoja ha sido cortada con un cuchillo de hoja roma.

El doctor se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.

– ¡Claro, ha sido Solgrub! ¡Quién, si no Solgrub! ¿Lo ven ustedes? ¡Quería evitar que al guien más después de él realizara el experimento! Por eso ha destruido la última página del manus crito, la hoja que contenía la composición de la pócima. ¿Qué haremos ahora, Félix?

– Sí, ¿qué haremos ahora?

Los dos se quedaron mirándose el uno al otro, sin saber qué decir.

– Debo confesarle -fue el doctor Gorski el primero en romper el silencio- que estaba decidido a probar los efectos de esta droga en mi organismo, una vez tomadas, naturalmente, todas las precauciones necesarias.

– Y yo tenía la misma intención -explicó Félix.

– ¡Ah! De ningún modo. Yo jamás hubiera permitido que usted, que es totalmente lego en cuestiones médicas… ¿Pero para qué discutir? Ninguno de nosotros tres sabrá jamás qué fuer zas inconcebibles han sido las que han arrastrado a Solgrub, a Eugen Bischoff y Dios sabe a cuán tos más a una muerte tan misteriosa.

Y dicho esto cerró las pesadas tapas del libro chapadas en bronce.

– Ya no podrá seducir a nadie más. Nuestro pobre Solgrub ha sido su última víctima. Y cuánto más vueltas le doy al asunto… La misma fisiología del cerebro nos da ya un punto de partida. Tengo mi propia teoría sobre el asunto. No, no creo que lo que ha acabado con las vidas de todas las demás víctimas haya sido la visión del Juicio Final. Más bien me inclino a suponer que el efecto de la droga es distinto en cada caso…

De pronto me vino a la cabeza una idea, un pensamiento que corría más que mi propia voluntad y queme impedía dominar la impaciencia que me atenazaba. Lancé una mirada a Félix y al doctor. No se fijaban en mí, de modo que aproveché el momento propicio para abandonar el salón.

Me apresuré a cruzar el jardín antes de que me echaran en falta. No, el secreto aún no se había perdido del todo, estaba allí, esperándome. Y yo, solamente yo, iba a descubrir la verdad.

La puerta del pabellón estaba abierta. Todo seguía igual a como yo lo recordaba de aquella noche: sobre el escritorio el revólver, sobre el sofá la manta a cuadros escoceses que había servido para cubrir el cuerpo de Eugen Bischoff, el tintero volcado, el busto roto de Iffland. Sí, todo seguía en su sitio, y mi pipa todavía estaba sobre la mesa.

La cogí. Sólo tuve que apartar una delgada capa de ceniza y debajo apareció una mezcla pardo oscura: era la droga, la pócima que creíamos perdida para siempre, el secreto del médico de Siena, del mago que le arrancó a Giovansimone Chigi la confesión de su crimen.

Al encender la cerilla no pude impedir que me asaltara un ligero temor ante lo desconocido. ¿Pero podía llamarle así? No, en realidad no era un verdadero temor. Era la misma sensación que tiene un nadador en el momento de abandonar el suelo firme para lanzarse a aguas profundas. El agua se cerrará en torno a su cuerpo, pero él sabe que un segundo después volverá a subir a la superficie.

Esta era en realidad mi única sensación en aquel momento. Estaba seguro de mí mismo, controlaba mis nervios. Con absoluta sangre fría, casi incluso con una simple curiosidad científica, esperaba poder tener al fin la visión del Juicio Final. Armado con todos los recursos intelectuales del hombre moderno, no temía enfrentarme al espectro de una época ya pasada. Todo lo que verás es sólo humo y sombras, me dije, y entonces di la primera chupada.

No sucedió nada. A través de la nube de humo azul vi la máscara mortuoria de Beethoven colgada de la pared, y por la ventana abierta las ramas verdes de un castaño movidas por el viento; sobre ellas un fragmento de cielo gris y nublado. En el suelo observé un gran escarabajo de color azul resplandenciente, cuya especie no supe identificar; pero no había motivo de alarma, pues ya me había llamado la atención antes de tomar nada.

Realicé una segunda y una tercera pipada. Ahora percibí por primera vez el extraño aroma amargo de la mixtura, pero sólo durante unos segundos, pues se evaporó al instante. Tenía la desagradable sensación de que Félix o el doctor podían sorprenderme de un momento a otro, y no dejaba de mirar por la ventana. Pero en el jardín no había nadie. Debían de seguir sentados en el salón, discutiendo, y no se habrían percatado de mi ausencia.

Recuerdo que en total di cinco chupadas. Entonces apareció en medio de la habitación un arbusto de hibisco.

Era completamente consciente de ser víctima de una ilusión de mis sentidos. Se trataba sin duda de la imagen de un recuerdo, pero de una viveza y una plasticidad insólitas, tanto que no pude evitar dar un paso hacia adelante para poder apreciarlo mejor. Conté las florecillas de color violeta, y por lo que pude ver había ocho, además de otra coloreada de un rojo intenso que se abrió mientras la contemplaba.

De pronto desapareció el hibisco y en su lugar pude ver el verde intenso de una palmera, con un chino vestido de seda plateada que descansaba apoyado en su tronco. Enseguida me llamó la atención la extrema fealdad de aquel personaje, con los rasgos comprimidos de un recién nacido. Pero tampoco me asusté, pues ya sabía que mi fantasía se había incrementado al máximo. La droga estaba reproduciendo una imagen que habría quedado grabada en mi memoria a raíz de mis viajes a Oriente. Inexplicablemente, este recuerdo resurgía ahora desfigurado hasta el extremo más horrible. En ese momento todavía me sentía como el observador tranquilo de un fenómeno óptico altamente curioso. Además, seguía viendo la mesa, el sofá y los demás contornos de la habitación, aunque ya empezaban a parecerme borrosos e irreales, como el recuerdo oscuro y confuso de algo que hubiera existido hace mucho tiempo.

Luego esta visión dio paso a la de un muro de ladrillos con un cobertizo abierto al lado. Esta imagen permaneció durante varios minutos sin que sucediera nada ni se moviera nada, lo cual me causó una sensación de desconsuelo indescriptible. El interior del cobertizo estaba iluminado por el fuego de una herrería, y pude ver a dos hombres desnudos de cintura para arriba y con las cabezas rapadas. Su visión despertó en mí un sentimiento de temor que rápidamente pasó a convertirse en una especie de terror delirante.

Inesperadamente, uno de los dos hombres se dio la vuelta, salió del cobertizo y se dirigió hacia mí moviendo sus piernas con un extraño y trabajoso bamboleo. Iba con la cabeza y los hombros echados hacia adelante, y los brazos le colgaban como si los tuviera sin vida.

Ahora estaba ante mí. Con su mano derecha levantó su brazo izquierdo, los dedos de su mano izquierda se estiraban buscándome, me tocaban, sentía como se aferraban a mi muñeca, me aparté, comencé a gritar, me oía gritar a mí mismo, como si fuera otro el que lo hacía, un miedo mortal me sacudió todo el cuerpo, los ojos, los labios, todo el rostro corroído por la lepra, ¡por la lepra! Aullé como un loco: ¡Lepra! ¡Es lepra! Me arrojé al suelo, escondiéndome, frotándome las manos frenéticamente. ¡Es lepra!, gemía. Y durante un segundo intenté aferrarme desesperadamente a la idea de que todo aquello era un sueño, un engaño de los sentidos, de que no era más que una locura pasajera. Pero mi esfuerzo duró sólo un instante; rápidamente volví a caer en manos de aquella horrible visión, mientras un mar de horror y de espanto se apoderaba de mí y me engullía.


Ya no recuerdo lo que sucedió después. Sencillamente perdí el conocimiento y luego volví en mí. Lo primero que vi fue una ventana enrejada a lo alto de la pared, tan arriba que no había forma humana de llegar a ella. Después, en la penumbra que me envolvía, pude reconocer el perfil de una mesa y dos sillas sujetas al suelo por medio de tornillos, y en el lado más estrecho de la habitación vi que había una cama metálica con rejas, de un aspecto tosco y macizo.

Estaba sentado en cuclillas sobre el suelo. Tenía la impresión de llevar mucho tiempo allí, de haber vivido cosas espantosas, pero no podía recordar de qué se trataba. Ante mis ojos, como si flotara en medio de la oscuridad, había una cara grande y brutal, con las mejillas intensamente enrojecidas y un mentón que sobresalía, redondo como un higo. Tenía la frente perlada por el sudor y su presencia me causaba una violenta aversión.

Sentí sed. Sin necesidad de verlo supe que junto a la cama había un cazo metálico sujeto a la pared con una cadena. Me arrastré por el suelo y bebí hasta saciarme. Entonces me asaltó un deseo incontenible de romper el cazo metálico, pero se resistió a todos mis esfuerzos.

De pronto se abrió la puerta y la habitación se inundó de luz. Entraron dos hombres. Uno de ellos era un tipo bastante alto, de hombros anchos, iba muy bien afeitado y llevaba gafas de concha; su rostro me resultaba familiar, era como si lo hubiera visto a menudo en alguna parte. El otro era mucho más menudo y delgado, llevaba una barba en punta muy bien recortada y ya bastante canosa, y tenía unos ojos vivísimos. Andaba con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo. Me fijé en su rostro, pero no lograba asociarlo a ningún recuerdo.

– Demencia de tipo alternante, con aparición regular de ataques -dijo el más corpulento en un idioma extranjero que sin embargo pude comprender palabra por palabra-. Hace ya cuatro años que está en tratamiento. Antiguo oficial del Estado Mayor, capitán de Caballería, vivía de rentas gracias a la doble herencia por parte de padre y madre.

Yo seguía echado al suelo, mirándole fijamente a los ojos.

– Rigidez refleja de las pupilas, tensión muscular elevada, presión del líquido cefalorraquídeo también alta… No, es mejor que deje usted la puerta abierta, el guardián… ¡Cuidado!

Casi no tuvo ni tiempo de darse cuenta de que yo ya me había lanzado sobre él y lo tenía cogido en el suelo, sentado sobre su pecho mientras lo estrangulaba con todas mis fuerzas. Luego salí al pasillo como una exhalación, alguien se abalanzó sobre mí, me solté y estampé dos puñetazos en un rostro de mejillas encarnadas y mentón en forma de higo. Seguí corriendo, oí gritos detrás de mí, la señal de un silbato, y de pronto sentí que había recobrado mi libertad.

Arboles, maleza, un prado infinito. Estaba completamente solo. A mi alrededor reinaba un silencio que no sabría describir. El paisaje aparecía como petrificado, nada se movía, ni una brizna de hierba, ni una rama de los árboles, sólo unas nubes pequeñas y blancas que se deslizaban lentas a través del cielo intensamente azul.

De pronto me di cuenta de que en aquella habitación en la que había vivido me habían tratado como a un animal, un año tras otro entre la mesa y la cama de rejas, arrastrándome por el suelo, aullando como una bestia, lanzándome una y otra vez contra la puerta, y ahora habían venido a buscarme, estaban ahí, podía sentirlos, verlos, me habían rodeado, y sólo de pensar en el hombre de la cara redonda y roja un miedo indescriptible se apoderaba de mí.

– Ahí está -oí su voz, y se detuvo ante mí, mirándome fijamente a los ojos. Su gran bocaza se había desfigurado en una horrible mueca y el sudor perlaba su frente. Tenía las manos escondidas detrás de la espalda, y yo ya sabía lo que me ocultaba. Empecé a gritar, quería huir de allí, pero venían de todas partes, no había escapatoria posible.

Entonces sentí el revolver en mi mano. No sabía de dónde había salido pero ahí estaba, en mi poder, y podía notar el frío mortal del cañón.

En el instante preciso en que apuntaba el arma contra mi cabeza el cielo se convirtió en un mar inmenso que ardía y echaba llamas de un color que yo jamás había visto. Y sin embargo podía adivinar su nombre: era el rojo de las trompetas. Mis ojos estaban cegados por aquel huracán, por aquel color que iluminaba el fin de todas las cosas.

– ¡De prisa! ¡Cójale la mano! -gritó una voz junto a mí, y sentí que mi brazo se volvía pesado como si fuera de plomo, pero me solté, obsesionado con poner fin a mi vida.

– ¡Así no haremos nada, déjeme a mí! -volvió a gritar la voz, y luego oí un estampido y un canto, y la espantosa luz del cielo se apagó y se volvió todo oscuro. Durante un segundo pude ver, como en sueños, cosas largo tiempo olvidadas: una mesa, un sofá, unas paredes tapizadas con papel azul, blancas cortinas movidas por el viento, y después nada más.

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