Fue sólo durante un breve instante, y pronto recobré el dominio de mis nervios y mis sentidos. Sacudí la cabeza y no pude dejar de sonreír ante el hecho de haber tomado, en medio de mi delirio, al anciano y bonachón sirviente de los Bischoff por el silencioso mensajero, el oscuro barquero del río eterno. Me alejé lentamente por el jardín hasta llegar a un bosquecillo y allí, en un lugar escondido entre el invernadero y la verja del jardín, encontré una mesa y un banco donde sentarme.
Debía de haber llovido, o quizás era sólo el relente de la noche. Las hojas y las ramas del bosquecillo de saúcos me golpeaban húmedas en el rostro, al tiempo que una gota de agua me resbalaba por la mano. No lejos de donde yo estaba debía de haber pinos o abetos; no podía verlos en la oscuridad, pero su fragancia llegaba hasta mí.
Me hizo bien sentarme en aquel lugar. Respiré a fondo el aire fresco y húmedo del jardín. Dejé que el viento acariciara mi rostro y bebí el hálito de la noche. Tenía una leve sensación de miedo. Temía que me echaran en falta, que me buscaran y acabaran encontrándome aquí. Pero no, ahora quería estar solo, no me sentía con fuerzas para hablar con nadie. Dina y su hermano… Me angustiaba la idea de encontrármelos. ¿Qué habría podido decirles? Sólo palabras vanas para un triste consuelo, cuya insignificancia yo mismo sentía repugnante.
Era perfectamente consciente de que mi desaparición sería interpretada como lo que al fin y al cabo era: como una huida ante la gravedad del momento. Pero me daba lo mismo. Y recordé que de niño había reaccionado así a menudo, como en el santo de mi madre, cuando tenía que felicitarla y recitar los poemas aprendidos con esfuerzo para la ocasión. Entonces me asaltaba un miedo parecido a éste y corría a esconderme para no aparecer hasta que ya hacía rato que había pasado el peligro.
Desde la ventana abierta de la cocina de una casa cercana me llegó el sonido de una armónica. Algunos compases de un vals estúpido y banal que ya había oído mil veces. Valse bleue o Souvenir de Moscou, creo que se llamaba. Sin embargo, por incomprensible que parezca, aquella música tuvo la virtud de tranquilizarme, y todo lo que antes me había oprimido y angustiado con su peso abrumador desapareció de pronto, como por arte de magia. Valse bleue, la mejor música fúnebre que imaginarse pueda. Aquel ser que yacía en aquellos momentos en el pabellón ya no era mi semejante, sino un ente extraño que pertenecía a otro mundo. Pero entonces, ¿dónde estaba el horror ante lo sublime, lo trágico, lo inconcebible e irrevocable de la muerte? ¡Valse bleue! Una música de vals de lo más banal. Este es el ritmo de la vida y de la muerte, así llegamos y así partimos de este mundo. Lo que nos hace estremecer y nos arroja por los suelos se convierte en una sonrisa irónica en el rostro del espíritu universal, para quien el sufrimiento, la aflicción y la muerte de las criaturas de este mundo no es más que lo que se repite eternamente y a cada instante desde el comienzo de los tiempos.
De pronto calló la música. Durante unos minutos reinó el más profundo silencio. Sólo se oía caer las gotas de lluvia de las ramas de los saúcos sobre el techo de vidrio del invernadero. Después la armónica comenzó de nuevo, esta vez con una marcha militar. Y no lejos de allí sonó el reloj de un campanario.
Conté las campanadas: ¡las diez! ¡Qué tarde se ha hecho! Y yo aquí sentado, escuchando la música de una armónica mientras puede ser que Dina y su hermano me necesiten. Seguro que me están buscando. Dina no puede pensar en todo.
Y rápidamente repasé todos los asuntos que habría que solucionar. En esos casos se llama a la policía, al forense, a la funeraria… ¡Y yo aquí sentado tan tranquilo, mientras escucho la música que sale de una ventana! También habrá que pensar en la prensa. Dina no puede tener la cabeza en todo, es imposible. ¿Para qué estamos aquí, si no? Lo mejor será coger un coche y salir volando a recorrer las redacciones de los periódicos, aunque sin decir ni una palabra sobre el suicidio. Un caso de muerte repentina, ha fallecido el admirado actor, en la cumbre de su arte, pérdida irreparable para nuestro teatro… Miles de admiradores… La familia profundamente afectada…
¡Y la dirección del teatro! De pronto me acordé. ¡Dios mío, y que nadie hubiera caído en ello! La programación de las próximas semanas deberá ser alterada, esto es por el momento lo más urgente. Me pregunto si en las oficinas del teatro habrá gente a estas horas, ¡y en domingo! Ya son las diez, hay que llamar ahora mismo… O mejor aún: debo ponerme en contacto con el director. Mira que no haber pensado antes en ello, dada mi condición de amigo de la casa. ¡Pero ahora basta ya de perder el tiempo!
Quise ponerme en pie de un salto, de pronto sentía la apremiante necesidad de actuar, de hacer lo que hiciera falta y asumir todas las gestiones necesarias. Hay que telefonear, no cesaba de decirme. Dentro de cinco minutos puede que ya sea demasiado tarde, que no haya nadie en las oficinas. Y el martes tiene lugar el estreno de Ricardo III… Sin embargo, a pesar de todo ello, permanecí en mi sitio, sin fuerzas, mortalmente cansado, incapaz de poner en práctica ninguna de mis decisiones.
Estoy enfermo, me dije. Y repetí el intento de ponerme de pie. Naturalmente, debo de tener fiebre. Sin abrigo y sin sombrero, me dije, y sentado en medio del aire helado de la noche, y con esta humedad. ¡Esto puede significar tu muerte! Y cogí el periódico que llevaba en mi bolsillo -Dios sabe por qué razón lo llevaba encima- y puse con cuidado sus hojas sobre el banco, para que me aislaran de la humedad. De pronto oí la voz de mi viejo doctor, como si estuviera a mi lado: «¡Qué es lo que oigo, barón! ¿Está usted enfermo? ¡Qué! Hemos llevado una vida algo disipada en los últimos tiempos, ¿no es verdad? Se siente un poco cansado, ¿no es verdad? Pues nada: dos días de reposo absoluto en la cama, y mejor si son tres. Disponemos de tiempo, no descuidamos los negocios por ello, ¿no es verdad? Bien abrigado y té caliente. Esto no le hará ningún daño. Y reposo, barón, reposo y más reposo. Nada de cartas ni visitas ni periódicos. El reposo es lo que mejor le sentará, ya lo verá usted. De modo que sea buen chico y siga el consejo de su viejo doctor. El sabe de estas cosas. Y ahora mismo a casa. Aquí no hay nada más que hacer. De modo que nos hemos puesto enfermos de verdad, con fiebre y todo, ¿eh? Vamos a ver, déjeme ver este pulso».
Obediente, levanté el brazo y me desperté con un sobresalto de mi sueño. Estaba solo, y seguía sentado sobre el banco húmedo y frío. Verdaderamente estaba enfermo: el aire helado me hizo estremecer, mis dientes castañeaban con fuerza. Pensé en irme a casa sin despedirme, aquí nadie me necesitaba. Dina y Félix ya sabían lo que había que hacer. Y el doctor Gorski también estaba aquí. Si me quedaba, no haría más que interponerme en su trabajo.
¡Buenas noches a ti, jardín! ¡Y también a ti, armónica, compañera en esta noche solitaria! Buenas noches para siempre, querido Eugen, buen amigo. Me voy, te dejo solo, ya no me necesitas.
Me levanté. Estaba exhausto, calado hasta los huesos de humedad, helado. Había decidido irme y busqué a tientas mi sombrero. Pero no podía encontrarlo y no alcanzaba a recordar dónde lo había dejado. Y mientras lo buscaba sobre la mesa del jardín, mi mano chocó con el libro abierto, que debía de estar allí desde hacía días, incluso semanas.
Puede que fuera porque mis dedos tocaron las hojas húmedas de lluvia, o puede que fuera por la brisa helada que me dio en el rostro en el instante mismo en que me disponía a marchar, lo cierto es que de pronto sentí en el aire un olor que me trajo a la memoria un día pasado hacía ya mucho tiempo. La sensación duró apenas un instante, pero durante ese tiempo la pude percibir con toda la viveza y reconocí enseguida su origen. Era una mañana de otoño en las colinas que hay frente a la ciudad, y de los campos llegaba el olor de las hojas ya marchitas de las patatas. Subíamos por el camino del bosque, ante nosotros se levantaba la verde muralla de las colinas y sobre las copas de los árboles corría una lejana y pálida neblina que, como una premonición del frío gélido del invierno que ya se acercaba, había extendido su manto sobre el paisaje. El cielo otoñal era azul y límpido, y a cada lado del camino crecían los rojos arbustos de escaramujo. Mientras caminábamos, Dina apoyaba su cabeza, sobre mi hombro, y el viento jugueteaba con los rizos castaños de su frente. Nos detuvimos, y ella comenzó a recitar poemas en voz baja; eran versos que hablaban del color rojo de las hojas en otoño, de las neblinas plateadas que cubren como un manto las colinas.
La imagen se esfumó tan rauda como había aparecido. Pero otro recuerdo acudió a mi mente. Estamos en un refugio de montaña; es Nochevieja, desde el interior se ven las cornisas de nieve que cuelgan del tejado, la ventana aparece cubierta por una espesa capa de hielo; me siento feliz contemplando la pequeña estufa que el posadero ha instalado en nuestra habitación, escuchándola chisporrotear; el hierro parece que se haya vuelto blanco de tan caliente. Fuera, nuestro perro rasca en la puerta y lloriquea para que lo dejemos entrar. «Es Zamor», le digo a Dina en voz baja. «Anda, ábrele. No creo que vaya a traicionarme», me responde. Me aparto de sus brazos y de sus labios para ir a abrirle, y durante un instante entra por la puerta una corriente de aire helado, mezclada con ruido de vasos y una lejana música de baile.
Después desapareció también esa imagen. Sólo permaneció la sensación de frío y la música de baile, que seguía llegando desde la casa vecina. Dentro de mí sentí una desesperación furiosa y un dolor que se clavaba hasta lo más hondo de mi ser. ¿Cómo puede ser, Dios mío, que nos hayamos convertido en dos extraños el uno para el otro? ¿Puede ser que lo que una vez unió tan estrechamente a dos personas desaparezca sin más? ¿Cómo es posible que hayamos llegado al punto de estar los dos frente a frente y sin nada ya que decirnos? ¿Cómo es posible que se escurriera de entre mis brazos y que sea otro quien la estrecha contra su pecho, mientras me toca a mí el papel de lloriquear y arañar la puerta para que me dejen entrar?
Fue en aquel mismo instante en que tomé plena conciencia de que aquel «otro» estaba muerto, y al segundo comprendí lo que aquella palabra significaba, lo que era «estar muerto».
Me sentía perplejo, sorprendido ante aquella jugada del azar, ante lo que significaba encontrarme aquí precisamente hoy y en una ocasión como ésta, justamente cuando la suerte comenzaba a sonreírme. Pero no, no había sido ninguna jugada del azar; había sido dispuesto de aquel modo porque la vida se rige por leyes inmutables a las que obedecemos sin ser conscientes de ello.
¡Y yo que quería irme, huir! Ahora que me daba cuenta de ello no podía entender cómo se me podía haber ocurrido una cosa así. Dina estaba arriba, sentada en la habitación a oscuras, esperando.
– ¿Eres tú, Gottfried? Has tardado tanto…
– Sólo me he levantado para abrir la puerta, como me habías pedido. Ahora ya estoy aquí de nuevo.
Aún había luz en el pabellón. Yo estaba escondido detrás del tronco de un castaño y esperaba.
Se abrió la puerta, oí voces. Félix salió, llevaba una linterna en la mano y avanzó lentamente en dirección a la casa.
Detrás suyo iban dos figuras que parecían sombras: eran Dina y el doctor Gorski.
Dina no me vio.
– ¡Dina! -dije en voz baja cuando pasó tan cerca de mí que casi me rozó con el brazo.
Se quedó inmóvil, buscando la mano del doctor Gorski.
– Dina -repetí. Entonces dejó la mano del doctor y dio un paso hacia mí.
Vi a la luz de la linterna cómo subía los escalones de la entrada de la casa y desaparecía por la puerta principal. Durante un instante el resplandor me permitió entrever los rasgos de Dina; durante un instante los árboles proyectaron sobre nosotros sus sombras, y los arbustos, y la hiedra… Después todo volvió a quedar a oscuras.
– ¿Todavía está usted aquí? -oí que me de cía la voz de Dina muy cerca de mí-. ¿Qué es lo que quiere ahora?
Algo acarició mi frente, como una mano tibia y suave. La cogí, pero sólo era la hoja marchita de un castaño que se había desprendido de sus ramas y caía lentamente al suelo.
– Buscaba a Zamor -dije en voz baja. Ella ya sabría lo que yo quería decir con ello.
Hubo un largo silencio.
– Si aún le queda algo de humanidad -dijo con voz débil y desesperada-, entonces vayase, vayase de aquí ahora mismo.