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La habitación donde tocábamos se encontraba en el entresuelo de la villa y sus ventanas daban al jardín. Cuando levantaba la vista de la partitura podía ver los batientes pintados de verde de la puerta del pabellón donde Eugen Bischoff acostumbraba a encerrarse siempre que tenía que preparar un nuevo papel. Allí lo estudiaba y lo memorizaba. Durante varios días permanecía invisible largas horas, y luego, al anochecer, se podía ver su silueta detrás de los cristales iluminados realizando los extraños gestos y contorsiones que le exigía su nuevo personaje.

El sol deslumhraba sobre los caminos de grava del jardín. El viejo jardinero sordo se agachaba entre los parterres de fucsias y dalias y cortaba el césped con un movimiento del brazo derecho siempre idéntico que acabó por fatigarme la vista. En el jardín de los vecinos se oía el griterío de unos niños que jugaban con barcos de vela y hacían volar una cometa, mientras una anciana señora tomaba el sol de la tarde y tiraba migas de pan a los gorriones. A lo lejos se veía a los paseantes y excursionistas camino del bosque mientras cruzaban un extenso prado, con sus sombrillas y los pequeños cochecitos de bebé.

Habíamos empezado a hacer música hacia las cuatro de la tarde y ya habíamos tocado dos sonatas para violín y piano de Beethoven y un trío de Schubert. Después le llegó finalmente el turno al Trío en Si mayor. Adoro esta obra, sobre todo el primer movimiento, con su solemne jovialidad; y quizá por ello me sentí especialmente molesto al oír que llamaban a la puerta cuando apenas habíamos comenzado. Eugen Bischoff lanzó con su voz sonora y fuerte un poderoso «¡adelante!», y acto seguido un joven se deslizó por la puerta entreabierta. Su rostro me resultó familiar de inmediato, aunque no sabría decir dónde ni en qué circunstancias habíamos coincidido antes. Cerró la puerta tras de sí causando un considerable estruendo, a pesar de que aparentaba esforzarse por no molestar. Era un tipo alto, extremadamente rubio, de espaldas anchas, y presentaba una testuz de estructura casi cuadrada. Desde el primer instante me desagradó, pues en cierto modo me recordaba un cachalote.

Dina levantó ligeramente la vista del piano y para mi contento se limitó a enviarle un saludo distraído con la cabeza, sin dejar de tocar. Su marido se levantó del sofá sin hacer ruido y fue a dar la bienvenida al recién llegado. Por encima de mi partitura podía verlos a los dos hablando en voz baja, y ver cómo el cachalote hacía un gesto interrogante y apenas perceptible en dirección a mí, como si quisiera decir «¿quién es ése?», o «¿qué hace ése aquí?». Del modo en que se permitía aquella falta de tacto deduje que se trataba de un buen amigo de la casa.

Cuando hubimos acabado el primer movimiento del trío, Eugen Bischoff me presentó al recién llegado.

– Ingeniero Waldemar Solgrub, un colega de mi cuñado. Barón von Yosch, que ha tenido la gentileza de venir a sustituir a Félix -y al oír el hermano de Dina que hablaban de él agitó su mano izquierda vendada. Se había hecho una quemadura en el laboratorio y ello le impedía tocar el violín, aunque prestaba su ayuda pasando las hojas de las partituras.

Luego le llegó el turno al doctor Gorski, que se dejó ver detrás de su violoncelo, como un gnomo simpático y sonriente. Pero el ingeniero apenas se tomó la molestia de estrecharle la mano y al instante se encontró ante Dina Bischoff. Mientras se inclinaba ante su mano -que por cierto retuvo en la suya mucho más de lo necesario, lo que no dejaba de resultar violento para los demás- y le hablaba clavando sus ojos en los de ella, pude ver que en realidad no era tan joven como en principio me había parecido. Su cabello rubio, cortado casi al rape, se había vuelto ligeramente gris en las patillas. En realidad podía rondar perfectamente los cuarenta, aun cuando su talante fuera el de un joven de veinte años.

Finalmente se decidió a soltar la mano de Dina y vino hacia mí.

– Creo que usted y yo ya nos conocemos, ¿no es verdad, señor virtuoso?

– Mi nombre es Barón von Yosch -le dije con todo el aplomo y corrección que me fueron posibles.

El cachalote se percató de mi admonición y pidió disculpas. Dijo que, como sucede a menudo, no había comprendido mi nombre en el momento de las presentaciones. Tenía una manera muy curiosa de hablar, expulsando las palabras de tal modo tal que yo no podía menos que pensar en sus semejantes marinos cuando expulsan el chorro de agua por el surtidor.

– ¡Pero por lo menos me recordará usted!

– No, y lo lamento.

– Si no me equivoco, hará unas cinco semanas…

– Creo que se equivoca -le interrumpí-. Hace cinco semanas me encontraba de viaje.

– En Noruega, para ser exactos. Durante el trayecto que va de Christiania a Bergen permanecimos sentados durante cuatro horas frente a frente, ¿no es así?

Y dicho esto se puso a remover la cuchanta en la taza de té que le acababa de servir Dina. Esta había oído sus últimas palabras y se quedó mirándonos a los dos con curiosidad.

– ¡Ah! De modo que los señores ya se conocían…

El cachalote se puso a reír entre dientes y con aire divertido dijo girándose hacia Dina:

– ¡Pues claro! Lo que sucede es que el señor barón durante la travesía del fiordo de Hardanger estaba tan poco hablador como hoy.

– Es muy posible -respondí-. Desgraciadamente es mi manera de ser. Rara vez busco entablar amistades cuando viajo -y dicho esto para mí el asunto quedó zanjado.

Pero al parecer no para el cachalote. Eugen Bischoff hizo un comentario sobre lo muy fisonomista que era el ingeniero, con lo que se demostró una vez más su empeño en atribuir a sus amigos todas las cualidades y virtudes posibles y deseables de este mundo.

– ¡Bueno, bueno! -exclamó el ingeniero a punto de tomar un sorbo de té-. La verdad es que esta vez no ha sido muy difícil. Aunque, dicho sea de paso, el señor barón tiene un rostro de lo más corriente, y usted disculpe. Pero es que me parece algo realmente notable lo mucho que se parece usted a un montón de gente. Su pipa inglesa, pero en cambio, resulta totalmente inconfundible, y es gracias a ella que le he reconocido enseguida.

Me pareció que sus ocurrencias eran manidas y vulgares, aparte de llamarme la atención el hecho de que se ocupara tanto de mi persona. Sinceramente, todavía no sé muy bien a qué se debía tanto honor.

– ¡Pero ahora cuéntanos de una vez lo de Berlín, Eugen, viejo amigo! -aulló el cachalote sin más ceremonias-. He leído que tuviste un gran éxito, todos los periódicos han hablado de ello. ¿Y qué tal va tu Ricardo? ¿Marcha bien?

– ¿Vamos a continuar tocando o no? -pregunté.

El cachalote hizo un gesto de disculpa exagerado, como poniéndose a la defensiva:

– ¡Pero cómo! ¿Aún no habían acabado? Oh, les pido mil disculpas. Verdaderamente pensé…

Y es que de música no entiendo nada.

– Ni que lo jure -dije con el semblante más cortés de este mundo.

Hizo como si no hubiera oído mi observación. Se sentó, alargó las piernas, cogió algunas fotografías de la mesa y se sumió en la contemplación de una de ellas, que mostraba a Eugen Bischoff caracterizado como alguno de los reyes de Shakespeare.

Comencé a afinar mi violín.

– Sólo habíamos hecho una pequeña pausa entre el primer y el segundo movimiento para sa ludarle a usted, señor ingeniero -dijo el doctor Gorski.

Detrás mío oí que Dina me cuchicheaba algo al oído:

– ¿Por qué es tan poco amable con Solgrub?

En aquel instante se me subieron los colores a la cara. Siempre me ocurre lo mismo cuando Dina habla conmigo. Volví la cabeza y vi la extraña fisonomía de su rostro y sus ojos oscuros que me miraban con aire interrogante. Intenté pensar en una respuesta para hacerle comprender las razones de mi antipatía, para explicarle lo mal predispuesto que estoy con las personas que entran inoportunamente en algún lugar y encima arman tanto barullo. Es verdad, ya no les doy una segunda oportunidad, aunque después resulten ser las más excelentes de este mundo. Soy injusto, lo admito. Se trata de un defecto contra el que ellos nada pueden y que les obliga a llegar a los sitios justo en el momento en que más molestan. Lo acepto, bien, pero no puedo reprimir mi antipatía, no hay manera, soy así y basta…

¡Pero vamos! ¿A quién quería engañar? Nada de todo eso era cierto. Se trataba de celos, de los miserables celos y del dolor que me causaba un amor traicionado. Cuando tengo a Dina cerca de mí me convierto en un perro guardián. Todo aquel que se acerca a ella se convierte automáticamente en mi enemigo mortal. Cada mirada de sus ojos, cada palabra de su boca, las quiero para mí solo. Y en el fondo, ¡cómo sufro por no poder liberarme de ella, rebelarme contra esa pasión que me aprisiona y poner fin para siempre a todo este sufrimiento! Es ese dolor el que me consume…

¡Pero silencio! El doctor Gorski va a dar la señal. Suavemente, golpea dos veces con su arco en el atril y comenzamos el segundo movimiento.

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