7

Permanecí allí mientras la veía alejarse. Durante unos minutos sólo oí dentro de mí el sonido de aquella voz tan querida, y cuando ya hacía rato que se había ido fui consciente del sentido exacto de sus palabras.

En un primer momento me sentí desconcertado y dolido. Después me enfurecí, me rebelé con amargura contra sus palabras y lo que significaban; era una injusticia que se me hacía. ¡¿Irme?! ¡Ah, no! Ahora no podía irme de ninguna manera. La fiebre y el agotamiento habían desaparecido por completo. Me van a tener que oír, balbuceé, van a tener que darme una explicación, tanto Félix como el doctor Gorski, pienso insistir en que me la den. Yo no le he hecho nada a Dina. ¿Qué quieren que le haya hecho?

Sí, no hay duda de ello: ha ocurrido una desgracia, una desgracia terrible, algo que posiblemente se habría podido evitar. Pero Dios sabe que yo no tengo la culpa de ello, de ningún modo. No deberían haberlo dejado a solas, no debería haberse quedado solo ni un minuto. Y además, ¿de dónde ha sacado esa pistola? Y ahora quieren echarme a mí las culpas de todo. Comprendo muy bien que en tales situaciones la gente se vuelva a veces injusta y no medite sus palabras. Pero precisamente por ello he de quedarme, creo que se me debe una explicación y he de…

De pronto se me ocurrió algo completamente evidente que hizo que mi excitación y mi enfado de unos momentos antes se me antojaran perfectamente ridículos. Naturalmente, se trataba de un malentendido. Sin duda. Sólo podía tratarse de un malentendido. Había interpretado mal las palabras de Dina y ella se había referido a otra cosa. Seguro que sólo había querido decir que me fuera a casa porque allí ya no había nada más que hacer; era sólo esto, ahora estaba bien claro. Claro como el día. Nadie tenía la intención de echarme a mí la culpa. Mis nervios sobreexcitados me habían jugado una mala pasada. El doctor Gorski había estado allí, él lo había oído todo. Estaba decidido a esperarle, él me confirmaría que todo aquello no había sido más que un malentendido.

No tardará mucho, me dije. No creo que tenga que esperar mucho rato. Félix y el doctor Gorski tendrán que volver a pasar pronto por aquí, no puede ser que dejen al pobre Eugen de este modo, no pueden dejarlo en el suelo toda la noche.

Me acerqué en silencio a la ventana del pabellón y lancé una mirada al interior, como si fuera un vulgar ladrón. El cadáver seguía en el suelo, pero lo habían cubierto con una manta a cuadros escoceses. Quizá por ello recordé que en una ocasión lo había visto actuar en el papel de Macbeth, y al instante resonaron en mi mente las palabras de lady Macbeth: «Heres's the smell ofthe blood still. All the perfumes of Arabia…».

Volví a sentir escalofríos, y de nuevo aquel agotamiento, el sudor helado que me empapaba el cuerpo, la fiebre… Pero hice un esfuerzo y me sobrepuse a todo ello. ¡Vaya estupidez!, me dije; estos versos verdaderamente no pintan nada aquí. Abrí la puerta con determinación y entré, pero mi coraje cedió al instante dando paso a un angustioso temor: por primera vez estaba a solas con el muerto.

Yacía en el suelo cubierto con la manta y de su cuerpo no se veía más que la mano derecha. Ya no tenía el revólver, alguien se lo había quitado y lo había puesto sobre la mesita que había en el centro de la habitación. Avancé un poco para poder contemplar el arma más de cerca, y en aquel instante me di cuenta de que no estaba solo.

El ingeniero se encontraba detrás del escritorio, junto a la pared, agachado y contemplando algo que yo no alcanzaba a ver. Fuera lo que fuera, lo miraba con tanta atención que se hubiera dicho que había quedado hipnotizado por la contemplación del dibujo de la alfombra. Se giró al oír mis pasos.

– ¡Ah! Es usted, barón. ¡Vaya un aspecto que tiene! -Y sin esperar a que yo dijera nada añadió -: ¡En fin! Al parecer Dina se lo ha tomado con coraje.

Estaba de pie ante mí, con los brazos en jarras, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, un cigarrillo entre los labios. ¡En la habitación de un muerto y fumándose un cigarrillo!, pensé escandalizado. Y la verdad es que daba la impresión de ser la frivolidad y la despreocupación en persona.

– Es la primera vez que está usted ante un muerto, ¿no? ¡Afortunado usted, barón, que es oficial en tiempos de paz! Ahora mismo me estaba fijando en ello: ¡anda usted con tanto cuidado! No tenga miedo de hacer ruido, que ése no se despierta.

No respondí. Tiró con gran seguridad su cigarrillo en el cenicero que había sobre el escritorio, a algunos pasos de él. Inmediatamente encendió otro.

– Provengo del Báltico. ¿Lo sabía usted? Nací en Mitau, y me tocó participar en la guerra ruso-japonesa.

– ¿Estuvo en Sushima? -aventuré. No sé por qué me vino a la memoria precisamente el nombre de aquella batalla naval. Pensé que él debía de haber sido ingeniero naval o algo por el estilo.

– No, Munho -me respondió-. ¿Ha oído usted alguna vez ese nombre?

Lo negué con la cabeza.

– Munho. No se trata de ningún lugar, sino de un río. Un río de agua amarillenta que serpentea a lo largo de una tierra formada por colmas. Es mejor no pensar en ello. Una mañana había allí por lo menos quinientos muertos, o quién sabe si más; estaban uno junto al otro, toda una línea de tiradores con las manos quemadas y los rostros amarillos y desfigurados. Algo diabólico. No hay otra palabra para definirlo.

– ¿Minas de contacto?

– No, alambradas electrificadas. Mi trabajo, ¿sabe? Mil doscientos voltios. A veces, cuando me acuerdo de ello, me digo: ¿Qué quieres? Se trata del lejano Oriente, a dos mil millas de aquí, han pasado ya cinco años, y todo lo que viste se ha convertido en ceniza y polvo. No me sirve de nada. Esas cosas permanecen clavadas en la memoria, esas cosas no hay quien las olvide.

Se quedó callado y echó una bocanada de humo formando bellos anillos en el aire. Todo lo que estaba relacionado con el fumar se había convertido para él en un juego de malabaristas.

– Y ahora quieren acabar con las guerras -siguió al cabo de un rato -. ¡Acabar con las guerras! ¿Y acaso va a servir de algo? Eso que tiene usted ahí -y señaló con su índice hacia el revólver-, con eso es con lo que quieren acabar, y con todo lo que se le parece. ¿De qué va a servir? De todos modos no podrán acabar con la bajeza de los hombres, y de todas las armas mortales que conozco ésta es la peor de todas.

¿Por qué me estará contando todas esas cosas a mí?, me pregunté entre sorprendido e inquieto. ¿Por qué me mirará de ese modo tan extraño? ¿Acaso está insinuando también que yo soy el culpable de la muerte de Eugen Bischoff? En voz baja le dije:

– Se ha quitado la vida por decisión propia.

– ¿Ah sí? ¿Por decisión propia, dice usted? -exclamó el ingeniero con una vehemencia re pentina que no pudo menos que asustarme-. ¿Está usted completamente seguro? Quiero de cirle algo, barón. He sido el primero en llegar.

La puerta estaba cerrada por dentro. He tenido que romper el cristal de la ventana, ahí puede ver usted todavía los trozos. He visto su rostro, he sido el primero en ver su rostro. Y se lo digo yo: el terror que desfiguró las caras de aquel medio millar de soldados en el río Munho que, mientras subían por la ladera de una colina en medio de la oscuridad ya sabían que en el próximo instante iban a quedar enganchados en el cable de alta tensión, aquellos rostros, sabe usted, no eran nada comparados con la expresión que tenía el de Eugen Bischoff en el momento de morir. Ha sentido miedo, un miedo atroz por algo que desconocemos. Y acuciado por este miedo ha acudido al revólver, como si fuera un refugio para él. ¿Dice usted que se ha quitado la vida por decisión propia? No, barón, no. Eugen Bischoff ha sido arrastrado a la muerte.

Y dicho esto, levantó levemente la manta que cubría el cadáver para echar un vistazo a aquel rostro rígido e inexpresivo.

– Arrastrado a la muerte con un latigazo. -Y estas palabras las pronunció con un sobrecogimiento en la voz que no se correspondía para nada con su estado de ánimo de hacía un momento.

Desvié la vista. Aquello era superior a mis fuerzas.

– De modo que usted opina -dije al cabo de un rato haciendo un verdadero esfuerzo para hablar, pues tenía un nudo en la garganta-, usted es de la opinión, si no le he comprendido mal, que de algún modo se ha enterado…

– ¿De qué me está usted hablando?

– Seguramente usted sabrá ya que el banco en el que tenía depositado su dinero ha cerrado sus puertas por bancarrota.

– ¿Ah, sí? Pues mire, eso no lo sabía. Usted es la primera persona que me habla de ello. Pero no, barón, no ha sido eso. El miedo que se había dibujado en su rostro era de otro tipo. ¿Dinero? No. No ha sido una cuestión de dinero. Debería haber visto su rostro, es algo que no puede ser explicado tan fácilmente. Cuando entré en la habitación -prosiguió tras unos instantes de silencio- todavía podía hablar. Fueron sólo algunas palabras y aún alcancé a entenderlas, a pesar de que, más que dichas, fueron exhaladas. Palabras muy extrañas, sí. Aunque, claro, en labios de un moribundo…

Comenzó a ir de un lado a otro de la habitación, sacudiendo la cabeza.

– Extrañas palabras. En realidad, lo conocía tan poco. Uno sabe tan pocas cosas de los de más. Usted lo conocía mejor, o por lo menos desde hacía más tiempo. Dígame: ¿cuál era la postura de Bischoff con respecto a la religión? Quiero decir, ¿lo consideraba usted un hombre creyente?

– ¿Creyente dice usted? Era supersticioso, como la mayoría de los actores. Supersticioso en los detalles, eso sí, pero creyente en el sentido de devoto no, al menos yo nunca se lo había notado.

– Y sin embargo, ¿hubo de ser éste su último pensamiento? ¿Precisamente este cuento de niños? -preguntó el ingeniero mirándome fijamente a los ojos.

No dije nada, no sabía de qué me estaba hablando. Seguramente tampoco esperaba una respuesta.

Never mind -se dijo a sí mismo con un leve gesto de la mano -. También será ésta una de las cosas que nunca acabaremos de entender.

Tomó el revólver de la mesa y lo miró de un modo que dejaba entrever que estaba pensando en otra cosa. Después volvió a dejarlo en su sitio.

– ¿Cómo consiguió este arma? -pregunté-. ¿Era suya?

Mi pregunta lo hizo volver a la realidad.

– ¿Cómo? ¿El revólver? Sí, era suyo. Según Félix lo llevaba siempre encima. Cuando volvía tarde a casa y ya se había hecho de noche tenía que pasar a través de descampados y edificios en obras, lugares idóneos para los canallas poco amantes de la luz. Temía los encuentros nocturnos, y el revólver siempre estaba cargado, a punto para ser utilizado: esto fue precisamente lo que le condenó. Un salto por la ventana en su caso no hubiera supuesto nada grave: un par de magulladuras, un pie torcido, y quizá ni esto.

Abrió la ventana y miró hacia fuera. Durante unos segundos permaneció así sin moverse, mientras el viento sacudía e hinchaba el cortinaje. Afuera, los castaños murmuraban. Los papeles que había sobre el escritorio comenzaron a revolotear y una hoja seca que había entrado en la habitación se deslizó en silencio por el suelo. El ingeniero cerró la ventana y se giró de nuevo hacia mí.

– No era ningún cobarde, no señor, no lo era. La verdad es que no se lo puso nada fácil a su asesino.

– ¿A su asesino?

– Claro. A su asesino. Eugen Bischoff fue arrastrado a la muerte. Ahí estaba él, y allí estaba el otro.

Señaló el lugar de la pared en el que yo le había sorprendido contemplando totalmente absorto.

– Estuvieron el uno frente al otro -dijo lentamente, observándome-. Como en un duelo.

Sentí que se me helaba la sangre al oírle hablar con aquella seguridad; parecía que hubiera estado allí mientras ocurría todo.

– ¿Y quién -pregunté casi ahogándome, sintiendo de nuevo el nudo en la garganta-, quién cree usted que fue el asesino?

El ingeniero me miró en silencio, no dijo nada, encogió lentamente los hombros y los dejó caer de nuevo.

– ¿Pero todavía está usted aquí? -dijo de pronto una voz desde la puerta-. ¿Se puede saber qué es lo que espera a marcharse?

Me di la vuelta aterrorizado. En la puerta estaba el doctor Gorski y su mirada daba a entender claramente que se refería a mí.

– ¡Vayase de una vez, por el amor de Dios!

¡Desaparezca de aquí! ¡Aprisa!

Pero ya era demasiado tarde para irse. Verdaderamente ahora ya era demasiado tarde.

Detrás de él apareció el hermano de Dina. Apartó a un lado al doctor y se puso ante mí.

Lo miré a los ojos. ¡Cómo se parecía en aquel momento a su hermana! El mismo aire exótico en su rostro, el mismo rasgo de obstinación en los labios.

– ¿Todavía está usted aquí? -dijo con una cortesía helada que contrastaba espantosamente con el arrebato del doctor-. No había contado con ello, sinceramente. Pero esto nos facilita las cosas, así podremos aclarar el asunto de inmediato.

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