8

En respuesta a la mirada que le lanzó la signorina Elettra enarcando las cejas y frunciendo los labios, Brunetti se limitó a menear la cabeza con un gesto ambiguo y a indicar que luego le explicaría. Mientras subía a su despacho, iba pensando en el significado de lo que acababa de ocurrir.

Era indudable que Mitri, que blasonaba de su amistad con Patta, tenía influencia suficiente como para impedir que una historia tan explosiva como ésta llegara a la prensa. Era un clásico que reunía todo lo que pudiera desear un periodista: sexo, violencia e implicación de la policía. Y, si se descubría la forma en que se había tapado el primer ataque de Paola, habría que sumar a todo ello el escándalo de la corrupción policial y abuso de poder.

¿Qué director de periódico desdeñaría semejante posibilidad? ¿Qué periódico podría renunciar al placer de publicar una noticia como ésta? Por otra parte, Paola era la hija del conde Orazio Falier, uno de los hombres más conocidos y acaudalados de la ciudad. Era todo tan noticiable que el periódico capaz de renunciar a semejante primicia, sencillamente, no podía existir.

Por consiguiente, el director o directores de periódico que se abstuvieran de publicarla debían de recibir una buena compensación. O, si ellos no, agregó tras un momento de reflexión, las autoridades que impidieran que la noticia llegara a la prensa. También existía la posibilidad de que la publicación, se hubiera vetado por razones de Estado. No parecía que Mitri dispusiera de tanto poder, pero Brunetti tuvo que recordarse a sí mismo que, muchas veces, ese poder estaba donde menos lo imaginabas. No había más que pensar en el caso de un antiguo político, actualmente procesado por asociación con la Mafia, un hombre cuyo aspecto lo había hecho blanco de los caricaturistas durante décadas. Normalmente, no asocias el poder con un hombre de aspecto tan insignificante y sin embargo Brunetti no dudaba de que un simple guiño de aquellos ojos verde pálido podía provocar la eliminación de todo el que se opusiera a él, aunque fuera en una nimiedad.


Había en la inhibición de Brunetti de decidir por Paola un componente de desafío, sin duda, pero, al pensarlo fríamente, descubrió que, ni aun deseándolo, hubiera podido responder de otro modo.

Mitri se había presentado en el despacho de Patta acompañado de un abogado, al que Brunetti conocía vagamente de oídas. Le parecía recordar que Zambino se ocupaba generalmente de litigios corporativos, la mayoría, entre empresas importantes del continente. Quizá él aún residía en la ciudad, pero eran tan pocas las sociedades que quedaban en Venecia que, por lo menos profesionalmente, se había visto obligado a seguir el éxodo al continente.

– ¿Por qué hacerse acompañar de un abogado de empresa a una reunión con la policía? ¿Por qué hacerle intervenir en un caso que era o podía ser un asunto criminal? Zambino -recordaba Brunetti- tenía fama de hombre duro, por lo que no debían de faltarle los enemigos. Pese a su fama, durante todo el tiempo en que Brunetti estuvo en el despacho de Patta, el abogado no había despegado los labios.

Brunetti llamó a la primera planta y pidió a Vianello que subiera. Al cabo de unos minutos, entró el sargento y el comisario le indicó que se sentara.

– ¿Qué sabe de un tal dottor Paolo Mitri y del avvocato Giuliano Zambino?

Vianello ya debía de estar familiarizado con los nombres, porque su respuesta fue inmediata.

– Zambino vive en Dorsoduro, no muy lejos de la Salute. Un gran apartamento, unos trescientos metros. Está especializado en asesoría de empresas. La mayoría de sus clientes están en el continente: químicas, petroquímicas, farmacéuticas y una fábrica de maquinaria pesada para movimiento de tierras. A una de las químicas para las que trabaja la pillaron hace tres años vertiendo arsénico en la laguna y él consiguió que se librara con una multa de tres millones de liras y la promesa de no volver a hacerlo.

Brunetti esperó hasta que el sargento acabó de hablar, preguntándose si la fuente de datos sería la signorina Elettra.

– ¿Y Mitri? -El comisario advirtió que el sargento trataba de disimular el orgullo por haber conseguido tan pronto toda esta información.

– Al salir de la universidad -prosiguió el sargento animadamente-, empezó a trabajar en un laboratorio de farmacia. Es químico, pero dejó de ejercer cuando adquirió la primera fábrica y luego otras dos. Durante los últimos años ha diversificado sus actividades y además de varias fábricas tiene esa agencia de viajes, dos agencias de la propiedad inmobiliaria y se dice que es el principal accionista de la cadena de restaurantes de comida rápida que abrió el año pasado.

– ¿Algún problema con la policía?

– No, señor -dijo Vianello-. Ninguno de los dos.

– ¿Podría deberse a negligencia?

– ¿De parte de quién?

– Nuestra.

El sargento reflexionó.

– Podría ser. Hay mucho de eso.

– Podríamos echar un vistazo, ¿no?

– La signorina Elettra ya está hablando con sus bancos.

– ¿Hablando?

Por toda respuesta, Vianello extendió las manos sobre la mesa e hizo como si tecleara.

– ¿Cuánto hace que tiene la agencia de viajes? -preguntó Brunetti.

– Cinco o seis años, creo.

– Me gustaría saber desde cuándo organizan esos viajes -dijo Brunetti.

– Recuerdo haber visto carteles anunciándolos hace años en la agencia que utilizamos en Castello -dijo Vianello-. Me sorprendió que una semana en Tailandia costara tan poco. Pregunté a Nadia y ella me explicó lo que era. Por eso desde entonces observo los escaparates de las agencias de viajes. -Vianello no explicó la razón ni Brunetti la preguntó.

– ¿Qué otros sitios se anuncian?

– ¿Para los viajes?

– Sí.

– Generalmente, Tailandia, pero también van a Filipinas. Y a Cuba. Y, desde hace un par de años, a Birmania y a Cambodia.

– ¿Qué dicen los anuncios? -preguntó Brunetti, que nunca les había prestado atención.

– Antes eran muy claros: «En pleno distrito de la luz roja, amable compañía, sueños hechos realidad…», cosas así. Pero ahora, con la nueva ley, todo está en clave: «Personal del hotel servicial, cerca de zona nocturna de diversión, camareras atentas.» Pero es lo mismo: montones de putas al servicio de clientes muy comodones para salir a la calle a buscarlas.

Brunetti no tenía ni idea de cómo Paola se había enterado de esto ni de lo que sabía acerca de la agencia de Mitri.

– ¿Mitri también pone anuncios de ésos?

Vianello se encogió de hombros.

– Supongo. Todos los que andan metidos en el negocio utilizan el mismo lenguaje. Al cabo de un tiempo, aprendes a leer entre líneas. No obstante, también organizan viajes lícitos: las Maldivas, las Seychelles, dondequiera que haya diversiones baratas y mucho sol.

Durante un momento, Brunetti temió que Vianello, al que hacía años habían extirpado de la espalda un tumor maligno y desde entonces no perdía ocasión de predicar contra los peligros del sol, se enfrascara en su tópico favorito, pero el sargento dijo tan sólo:

– He preguntado por él. Abajo. Para ver si los chicos sabían algo.

– ¿Y?

Vianello denegó con la cabeza.

– Nada. Como si no existiera.

– Bien, lo que hace no es ilegal -dijo Brunetti.

– Ya sé que no es ilegal -dijo Vianello-. Pero tendría que serlo. -Y, sin dar a Brunetti tiempo de replicar, agregó-: Ya sé que hacer las leyes no es tarea nuestra. Probablemente, ni siquiera, cuestionarlas. Pero no habría que permitir que esa gente enviara por ahí a hombres mayores a practicar el sexo con niños.

Vistas así las cosas, no había réplica posible. Pero, ante la ley, lo único que hacía la agencia de viajes era facilitar billetes de avión y reservas de hotel. Lo que el viajero hiciera una vez allí era asunto suyo. Brunetti recordó entonces el curso de Lógica que había seguido en la universidad y de cómo lo entusiasmaba su simplicidad prácticamente matemática. Todos los hombres son mortales. Giovanni es hombre. Por lo tanto, Giovanni es mortal. Recordaba que había reglas para comprobar la validez de un silogismo, algo sobre un término mayor y un término medio: tenían que encontrarse en un lugar determinado y no podía haber muchos que fueran negativos.

Los detalles se habían esfumado, se habían volatilizado junto con todos aquellos otros hechos, estadísticas y principios básicos que se habían fugado de su memoria durante las décadas transcurridas desde que terminó sus exámenes y fue admitido en las filas de los licenciados en derecho. Aun a esta distancia, recordaba la gran seguridad que le había infundido saber que había leyes incuestionables que podían utilizarse para determinar la validez de conclusiones, leyes cuya rectitud podía demostrarse, leyes que se basaban en la verdad.

Los años habían debilitado aquella seguridad. Ahora la verdad parecía ser patrimonio de los que podían gritar más o contratar a mejores abogados. Y no había silogismo que pudiera resistir la elocuencia de una pistola, de un puñal, o de cualquiera de las otras formas de argumentación que poblaban su vida profesional.

Ahuyentó estas reflexiones y volvió a concentrar la atención en Vianello, que en aquel momento terminaba una frase:

– ¿… un abogado?

– Perdón, ¿decía? Estaba pensando en otra cosa.

– Preguntaba si había pensado en buscar a un abogado.

Desde el momento en que había salido del despacho de Patta, Brunetti había estado zafándose de esta idea. Del mismo modo en que no había querido responder por su esposa ante aquellos hombres, se había resistido a planear una estrategia para hacer frente a las consecuencias judiciales de la conducta de Paola. Aunque conocía a la mayoría de abogados penalistas de la ciudad y mantenía bastante buenas relaciones con muchos de ellos, su trato era meramente profesional. Sin darse cuenta, empezó a repasar la lista, tratando de recordar el nombre del que había ganado un caso de asesinato hacía dos años. Desechó la idea.

– De eso tendrá que encargarse mi esposa.

Vianello asintió, se puso en pie y, sin decir más, salió del despacho.

Cuando el sargento hubo salido, Brunetti se levantó y empezó a pasearse entre el armario y la ventana. La signorina Elettra estaba repasando las cuentas bancarias de dos hombres que no habían hecho nada más que denunciar un delito y sugerir la solución más favorable para la persona que prácticamente se jactaba de haberlo cometido. Se habían tomado la molestia de venir a la questura y habían ofrecido un compromiso que evitaría a la culpable las consecuencias judiciales de su acción. Y Brunetti se mantendría con los brazos cruzados mientras se investigaban sus finanzas por unos medios que probablemente eran tan ilegales como el delito del que uno de ellos había sido víctima.

No cabía la menor duda de que lo que había hecho Paola era ilegal. Se paró al advertir que ella nunca había negado que fuera ilegal. Sencillamente, no le importaba. Él había dedicado su vida a defender el concepto de la legalidad, y ahora su mujer se permitía escupir sobre ese concepto como si fuera un convencionalismo estúpido que no la vinculaba en absoluto, simplemente, porque no estaba de acuerdo con él. Sintió que se aceleraban los latidos de su corazón mientras despertaba la cólera que estaba latente en su interior desde hacía varios días. Ella actuaba por capricho, a impulsos de una definición autofabricada de la conducta correcta, y él, simplemente, tenía que limitarse a admirar boquiabierto tan noble proceder mientras su carrera se iba al garete.

Brunetti se pilló a sí mismo dejándose arrastrar hacia esta actitud y frenó antes de empezar a lamentarse del efecto que todo esto tendría en su posición respecto de sus colegas en la questura y el coste para su autoestima. De modo que, al llegar a este punto, tuvo que darse a sí mismo la respuesta que había dado a Mitri: él no podía hacerse responsable de la conducta de su esposa.

Ahora bien, esta explicación en poco o nada contribuyó a calmar su cólera. Siguió paseando y, como también este medio resultara inútil, bajó al despacho de la signorina Elettra.

– El vicequestore ha salido a almorzar -le informó ella con una sonrisa al verle entrar, pero no dijo más, manteniéndose a la expectativa, para sondear el humor de Brunetti.

– ¿Se ha ido con ellos?

La joven asintió.

Signorina -empezó el comisario, y se interrumpió, buscando las palabras-. No creo necesario que siga usted haciendo preguntas acerca de esos hombres. -Al ver que ella iba a protestar, agregó, anticipándose a sus objeciones-. No hay indicios de que alguno de ellos haya cometido delitos, y me parece que sería poco ético empezar a investigarlos. Especialmente, dadas las circunstancias. -Dejó que ella imaginara cuáles eran las circunstancias.

– Comprendo, comisario.

– No le pido que comprenda, sólo digo que no debe usted empezar a indagar en sus finanzas.

– No, señor -dijo ella volviéndose hacia el ordenador y encendiendo el monitor.

Signorina -insistió él con voz átona y, cuando ella desvió la mirada de la pantalla, prosiguió-: Hablo en serio, no quiero que se hagan más preguntas acerca de esas personas.

– Pues no se harán, comisario -dijo ella sonriendo con radiante falsedad, y puso los codos encima de la mesa apoyando el mentón en los dedos entrelazados como una soubrette de película francesa barata-. ¿Eso es todo, comisario, o hay algo que yo pueda hacer?

Él dio media vuelta sin contestar y se dirigió hacia la escalera, pero antes de llegar a ella cambió de idea y salió de la questura. Subió por el muelle hacia la iglesia griega, cruzó el puente y entró en el bar que quedaba enfrente.

Buon giorno, commissario -saludó el camarero-. Cosa desidera?

Sin saber qué pedir, Brunetti miró el reloj. Había perdido la noción del tiempo y le sorprendió ver que era casi mediodía.

Un'ombra -respondió y, cuando el hombre le sirvió el vasito de vino blanco, lo vació de un trago, sin saborearlo. El vino no arregló nada, y el buen sentido le dijo que un segundo vaso arreglaría menos aún. Dejó mil liras en el mostrador y volvió a la questura. Sin hablar con nadie, subió a su despacho, se puso el abrigo y se fue a casa.

Durante el almuerzo, se hizo evidente que Paola había contado a los chicos lo sucedido. La confusión de Chiara era evidente, mientras que Raffi miraba a su madre con interés, quizá hasta con curiosidad. Nadie habló del tema, y la comida transcurrió en relativa calma. Normalmente, Brunetti hubiera disfrutado con los tagliatelle frescos con porcini, pero hoy apenas los probó. Como tampoco saboreó los spezzatini con melanzane frito que siguieron. Después de comer, Chiara fue a su clase de piano y Raffi a casa de un amigo a estudiar matemáticas.

Una vez a solas, mientras tomaban café, él con grappa y ella solo y muy dulce, con los platos y las fuentes todavía en la mesa, él preguntó:

– ¿Vas a contratar a un abogado?

– Esta mañana he hablado con mi padre.

– ¿Y qué te ha dicho?

– ¿Te refieres a antes o después del bufido?

Brunetti no pudo menos que sonreír. «Bufido» era una palabra que, ni con un alarde de imaginación, se le hubiera ocurrido asociar a su suegro. La incongruencia lo divirtió.

– Después, supongo.

– Me ha dicho que era una idiota.

Brunetti recordó que ésta había sido la respuesta que, hacía veinte años, dio a su hija el conde cuando ella le comunicó su decisión de casarse con él.

– ¿Y después?

– Que contratara a Senno.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo al oír el nombre del mejor penalista de la ciudad.

– Quizá sea excesivo.

– Senno es muy bueno para defender a violadores y asesinos, niños ricos que pegan a sus amiguitas y a las amiguitas que son pilladas vendiendo heroína para pagarse el hábito. No me parece que tú estés en esa categoría.

– No sé si tomarlo como un cumplido.

Brunetti se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía.

En vista de que Paola no decía más, le preguntó:

– ¿Piensas contratarlo?

– Nunca contrataría a un hombre como él.

Brunetti se acercó la botella de grappa y se sirvió un poco más en la taza vacía. La hizo girar y la bebió de un trago. Dejando en el aire la última frase de Paola, preguntó:

– ¿A quién piensas contratar?

Ella se encogió de hombros.

– Esperaré a ver cuál es la acusación antes de decidir.

Él pensó en tomar otra grappa, pero enseguida descubrió que no le apetecía. Sin ofrecerse a ayudar a fregar los cacharros, ni siquiera a llevarlos al fregadero, Brunetti se levantó y arrimó su silla a la mesa. Miró el reloj y esta vez le sorprendió que fuera tan temprano: aún faltaban unos minutos para las dos.

– Me echaré un rato -dijo.

Ella asintió, se levantó y empezó a apilar los platos.

Él se fue por el pasillo hasta el dormitorio, se quitó los zapatos y se sentó en la cama, sintiéndose muy cansado. Se tumbó con las manos en la nuca y cerró los ojos. De la cocina llegaba rumor de agua, entrechocar de platos, el cencerreo de una sartén. Descruzó los dedos y se tapó los ojos con el antebrazo. Pensó en sus días de colegio, cuando se escondía en su cuarto si llevaba a casa malas notas, y se echaba en la cama, temiendo el enfado de su padre y la decepción de su madre.

El recuerdo lo envolvió en sus tentáculos y lo arrastró consigo. Luego sintió que algo se movía a su lado y notó un peso y enseguida calor en el pecho. Primero le llegó el olor y luego la caricia de su pelo en la cara, y aspiró aquella combinación de jabón y salud que los años habían grabado en su memoria. Levantó el brazo que tenía sobre los ojos y, sin molestarse en abrir los párpados, le rodeó los hombros. Sacó el otro brazo de debajo de la cabeza y enlazó las manos en la espalda de ella.

Al poco rato, los dos dormían y, cuando despertaron, nada había cambiado.

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