12

Acabó en la puerta de la questura, a la que había puesto sitio una triple fila de reporteros. En primera línea estaban los hombres y mujeres con blocs, después, los que llevaban micrófono y, detrás de ellos, cerca de la puerta, las videocámaras, dos de ellas, montadas en sendos trípodes, con sus correspondientes focos.

Uno de los hombres vio acercarse a Brunetti y volvió hacia él el ojo inerte del objetivo. Brunetti hizo como si no lo viera, ni a él ni a la multitud que lo rodeaba. Lo más curioso era que ninguno le hacía preguntas ni le hablaba; sólo le acercaban los micrófonos y lo miraban en silencio mientras él, al igual que Moisés, cruzaba indemne el mar de su curiosidad que se abría a su paso, y entraba en la questura.

Dentro, Alvise y Riverre lo saludaron. El primero no supo disimular la sorpresa al verlo.

Buon dì, commissario -dijo Riverre, y entonces su compañero lo imitó.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo, pensando que hacer a Alvise alguna pregunta sería perder el tiempo y empezó a subir la escalera en dirección al despacho de Patta. La signorina Elettra estaba hablando por teléfono. Lo saludó con un movimiento de la cabeza, sin sorprenderse de verlo allí y levantó una mano indicándole que esperase.

– Lo necesito para esta tarde -decía, escuchó la respuesta, se despidió y colgó-. Bienvenido, comisario.

– ¿Usted cree?

Ella lo miró interrogativamente.

– Que sea bienvenido.

– Lo es para mí, desde luego. Para el vicequestore no lo sé, pero ha preguntado por usted.

– ¿Y qué le ha contestado?

– Que lo esperaba de un momento a otro.

– ¿Y?

– Me ha parecido que se alegraba.

– Bien. -Brunetti también se alegraba-. ¿Y el teniente Scarpa?

– Está con el vicequestore desde que ha vuelto de la escena del crimen.

– ¿A qué hora?

– La llamada de la signora Mitri se registró a las diez y veintisiete. Corvi llamó a las once y tres. -Miró un papel que tenía encima de la mesa-. El teniente Scarpa llamó a las once y cuarto y fue inmediatamente a casa de los Mitri. No volvió aquí hasta la una.

– ¿Y lleva ahí dentro…? -preguntó Brunetti señalando el despacho de Patta con la barbilla.

– Desde las ocho y treinta de la mañana -respondió la signorina Elettra.

– Pues cuanto antes mejor -dijo Brunetti dirigiéndose a sí mismo tanto como a ella, y fue hacia la puerta. Llamó con los nudillos e inmediatamente sonó la voz de Patta.

Brunetti abrió la puerta y entró. Como de costumbre, Patta posaba detrás de su escritorio. La luz que entraba a raudales por la ventana situada a su espalda incidía en la pulimentada madera y el reflejo daba en los ojos de quien estuviera sentado enfrente.

Junto a su jefe estaba el teniente Scarpa, tan enhiesta la postura y bien planchado el uniforme que el parecido con Maximilian Schell en uno de sus papeles de nazi bueno era francamente inquietante.

Patta saludó a Brunetti con un movimiento de la cabeza y señaló la silla que tenía delante. Brunetti la retiró un poco hacia un lado, para protegerse del reflejo de la luz en la superficie de la mesa amparándose en la sombra que proyectaba Scarpa. El teniente hizo oscilar el cuerpo de un pie al otro dando un pequeño paso hacia la derecha. Brunetti se desplazó entonces hacia su izquierda al tiempo que giraba el cuerpo ligeramente hacia el mismo lado.

– Buenos días, vicequestore -dijo Brunetti y movió la cabeza de arriba abajo en dirección a Scarpa.

– ¿Así que ya se ha enterado? -dijo Patta.

– Sólo sé que lo han matado, nada más.

Patta levantó la cara hacia Scarpa.

– Infórmele, teniente.

Antes de hablar, Scarpa miró a Brunetti y luego a su jefe. Cuando empezó, inclinó un poco la cabeza en dirección a Patta.

– Con el debido respeto, vicequestore, tenía entendido que el comisario estaba en situación de baja administrativa. -Patta no dijo nada, y el teniente prosiguió-: No pensé que se le readmitiera en el servicio para esta investigación. Y, si me lo permite, yo diría que a la prensa puede parecerle extraño que se le asigne a él.

A Brunetti le pareció interesante que, por lo menos en la mente de Scarpa, todo se englobara en una misma investigación. Se preguntó si este planteamiento era señal de que el teniente no descartaba que Paola pudiera estar involucrada en el asesinato.

– Yo decido qué se asigna y a quién se asigna, teniente -dijo Patta con voz llana-. Exponga al comisario lo ocurrido. Ahora es asunto suyo.

– Sí, señor -respondió Scarpa en tono neutro. Irguió el cuerpo un poco más todavía y empezó su exposición-: Corvi me llamó un poco después de las once de la noche e inmediatamente me dirigí a casa de los Mitri. El cadáver en el suelo de la cocina. Por el aspecto del cuello, parecía haber sido estrangulado, aunque no vi el arma. -El teniente hizo una pausa y miró a Brunetti, pero éste no dijo nada, por lo que prosiguió-: Examiné el cadáver y llamé al dottor Rizzardi, que llegó al cabo de una media hora y confirmó mi opinión de la causa de la muerte.

– ¿Manifestó el doctor alguna idea o sugerencia acerca de lo que pudiera haber sido utilizado para el crimen? -interrumpió Brunetti.

– No. -Brunetti observó que Scarpa omitía el tratamiento al hablar con él, pero lo dejó pasar. Suponía cómo habría hablado el teniente al dottor Rizzardi, hombre que, era bien sabido, simpatizaba con el comisario. No era de extrañar que el médico se hubiera mostrado reacio a especular sobre lo que se había utilizado para estrangular a Mitri.

– ¿Y la autopsia? -preguntó Brunetti.

– Hoy, si es posible.

Brunetti llamaría a Rizzardi al salir de esta reunión. Sería posible.

– ¿Puedo continuar, señor? -preguntó Scarpa a Patta.

Patta miró a Brunetti abriendo mucho los ojos, como para indagar si tenía más preguntas obstructoras, pero, como Brunetti no acusara la mirada, se volvió hacia Scarpa diciendo:

– Por supuesto.

– La víctima estaba sola en el apartamento. Su esposa había ido a cenar con unos amigos.

– ¿Por qué no fue Mitri? -preguntó Brunetti.

Scarpa miró a Patta, solicitando su beneplácito para contestar la pregunta del comisario y, cuando Patta movió la cabeza afirmativamente, explicó:

– La esposa dijo que eran unos antiguos amigos de ella, de cuando era soltera, y que Mitri rara vez la acompañaba cuando salía a cenar con ellos.

– ¿Hijos? -preguntó Brunetti.

– Una hija, pero vive en Roma.

– ¿Criados?

– Todo está en el informe -dijo Scarpa con petulancia, mirando a Patta y no a Brunetti.

– ¿Criados? -repitió Brunetti.

Scarpa hizo una pausa y luego contestó:

– No. Por lo menos, fijos. Hay una mujer que va dos veces por semana a limpiar.

– ¿Dónde está la esposa? -preguntó Brunetti a Scarpa poniéndose en pie.

– Estaba en la casa cuando yo me fui.

– Gracias, teniente -dijo Brunetti-. Me gustaría ver una copia de su informe.

Scarpa asintió en silencio.

– Tengo que hablar con la esposa -dijo Brunetti a Patta y, sin dar al vicequestore tiempo para hacer la recomendación, agregó-: Tendré cuidado.

– ¿Y qué me dice de la suya? -preguntó Patta.

Esto podría significar muchas cosas, pero Brunetti optó por dar a la pregunta la interpretación más obvia.

– Estuvo toda la noche en casa conmigo y con nuestros hijos. Ninguno de nosotros salió después de las siete y media, la hora en que mi hijo llegó de casa de un amigo con el que había estado estudiando. -Brunetti miró a Patta, por si tenía más preguntas y, en vista de que no era así, salió del despacho sin decir ni preguntar más.


La signorina Elettra levantó la mirada de unos papeles que tenía encima de la mesa y, sin disimular la curiosidad, preguntó:

– ¿Y bien?

– El caso es mío.

– Pero eso es tremendo -dijo ella sin poder contenerse, y agregó rápidamente-. Quiero decir que cómo va a gozar la prensa.

Brunetti se encogió de hombros. Poco podía hacer él para enfriar los entusiasmos de la prensa. Desentendiéndose del comentario, preguntó:

– ¿Tiene esos datos que le ordené que no pidiera?

Él la observaba mientras ella examinaba las posibles consecuencias de responder a esta pregunta con una afirmación: insubordinación, desobediencia de una orden expresa de un superior, causa de despido, la destrucción de su carrera.

– Naturalmente, comisario.

– ¿Puede darme copia?

– Tardaré unos minutos. Los tengo escondidos ahí dentro -explicó agitando la mano en dirección al monitor.

– ¿Dónde?

– En un archivo que nadie encontraría.

– ¿Nadie?

– Oh -dijo ella con altivez-, a no ser que fuera alguien tan bueno como yo.

– ¿Puede existir esa persona?

– Aquí, no.

– Bien. Súbamelos cuando los tenga, por favor.

– Sí, señor.

Él agitó una mano en dirección a la joven y subió a su despacho.


Inmediatamente, llamó a Rizzardi al hospital.

– ¿Ya ha tenido tiempo? -preguntó Brunetti, después de identificarse.

– Todavía no. Empezaré dentro de una hora. Antes tengo un suicidio. Una chica de dieciséis años. El novio la dejó y ella se tomó todas las tabletas de somnífero de su madre.

Brunetti recordó que Rizzardi se había casado ya mayor y tenía hijos adolescentes. Dos niñas, según creía.

– Pobre muchacha -dijo Brunetti.

– Sí. -Rizzardi hizo una pausa antes de decir-: Me parece que no hay duda: el asesino debió de utilizar un cable, probablemente, forrado de plástico.

– ¿Cable eléctrico?

– Casi seguro. Lo sabré cuando pueda examinarlo mejor. Podría ser ese hilo doble que se utiliza para conectar altavoces estéreo. Hay una huella más débil paralela a la más profunda, aunque también podría ser que el asesino aflojara el cable un momento para agarrarlo mejor. El microscopio nos lo dirá.

– ¿Hombre o mujer?

– Cualquiera, diría yo. Si atacas por la espalda con un alambre, la víctima no tiene escapatoria. La fuerza es lo de menos. Pero generalmente los que estrangulan son hombres. Las mujeres piensan que no tienen suficiente fuerza.

– Pues menos mal -dijo Brunetti.

– Y parece que debajo de las uñas de la mano izquierda tiene algo.

– ¿Algo?

– Si hay suerte, piel. O fibras de la ropa del asesino. Luego lo sabremos.

– ¿Bastaría eso para identificar a alguien?

– Si encuentra usted al alguien, sí.

Brunetti consideró un momento esta respuesta y preguntó:

– ¿Hora?

– No lo sabré hasta que eche un vistazo al interior. Pero su esposa lo vio al marcharse, a las siete y media, y lo encontró al volver, poco después de las diez. Así que no cabe duda, y no creo que yo averigüe algo que nos permita afinar más. -Rizzardi se interrumpió, tapó el micro con la mano y habló con alguien que estaba con él-. Ahora tengo que dejarle. Ya la han puesto en la mesa. -Antes de que Brunetti pudiera darle las gracias, Rizzardi dijo-: Se lo enviaré mañana -y colgó.

Aunque estaba impaciente por hablar con la signora Mitri, Brunetti se obligó a permanecer sentado a su mesa hasta que la signorina Elettra le llevara la información que había recogido sobre Mitri y Zambino, que llegó al cabo de cinco minutos.

La joven entró en el despacho después de llamar a la puerta y, sin decir nada, puso dos carpetas encima de la mesa.

– ¿Cuánta de esta información es de dominio público? -preguntó Brunetti mirando las carpetas.

– La mayor parte procede de los periódicos -respondió ella-, pero también de bancos y de documentos de constitución de las distintas sociedades.

– ¿Cómo sabe usted todas estas cosas? -preguntó Brunetti sin poder contenerse.

Ella, advirtiendo en la voz sólo curiosidad y no elogio, no sonrió.

– Tengo amigos que trabajan en oficinas municipales y en bancos, a los que puedo preguntar de vez en cuando.

– ¿Y qué hace usted por ellos en reciprocidad? -preguntó Brunetti, dando finalmente voz a la idea que le había intrigado durante años.

– Mucha de la información que tenemos aquí, pronto pasa a ser de dominio público, comisario.

– Eso no responde a mi pregunta, signorina.

– Yo nunca he dado información policial a nadie que no tuviera derecho a conocerla.

– ¿Derecho legal o moral?

Ella estudió largamente el rostro del comisario antes de contestar:

– Legal.

Brunetti sabía que el único precio de cierta información era más información, e insistió:

– ¿Cómo consigue entonces todo esto?

Ella reflexionó.

– También aconsejo a mis amigos sobre cómo perfeccionar los sistemas para la obtención de datos.

– ¿Y eso, traducido al lenguaje corriente, qué significa?

– Les enseño cómo fisgar y dónde buscar. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, ella prosiguió-: Pero nunca, comisario, nunca, he dado información reservada a nadie, ni a amigos ni a personas con las que, sin ser amigos, intercambie información. Puede creerme.

Él asintió, para indicar que la creía, resistiendo la tentación de preguntar si alguna, vez había explicado a alguien cómo captar información de la policía y volvió a golpear las carpetas con el dedo:

– ¿Habrá más?

– Quizá una ampliación de la lista de los clientes de Zambino, pero no creo que de Mitri encuentre algo más.

Pues tenía que haber algo más, se dijo Brunetti: tenía que haber la razón por la que alguien le había rodeado el cuello con un cable y apretado hasta estrangularlo.

– Echaré un vistazo -dijo.

– Creo que está claro, pero si tiene alguna duda, estoy a su disposición.

– ¿Alguien más sabe que me ha dado esto?

– Por supuesto que no, señor -dijo ella saliendo del despacho.


Brunetti empezó por la carpeta más delgada: Zambino. El abogado, natural de Módena, había cursado la carrera en Cà Foscari y empezado a ejercer en Venecia hacía unos veinte años. Se había especializado en la asesoría de empresas y se había forjado buena reputación en la ciudad. La signorina Elettra incluía la lista de algunos de sus clientes más relevantes, entre los que Brunetti reconoció a más de uno. No parecía existir un común denominador y, desde luego, Zambino no trabajaba únicamente para ricos: había en la lista tantos camareros y viajantes como médicos y banqueros. Aunque había aceptado varios casos penales, su principal fuente de ingresos era el derecho aplicado a la empresa, tal como ya le había indicado Vianello. Estaba casado desde hacía veinticinco años con una maestra y tenía cuatro hijos, ninguno de los cuales había tenido problemas con la policía. Por otra parte, según advirtió Brunetti, el abogado no era rico o, en todo caso, no tenía su patrimonio en Italia.

La fatídica agencia de viajes de campo Manin pertenecía a Mitri desde hacía seis años, si bien, irónicamente, él nada tenía que ver directamente con su gestión sino que la llevaba un director que había tomado en arriendo la licencia de explotación. Al parecer, era este director quien había decidido organizar los viajes que habían provocado la acción de Paola y, mientras no se demostrara lo contrario, el asesinato de Mitri.

Brunetti tomó nota del nombre del director y siguió leyendo.

La esposa de Mitri también era veneciana y dos años más joven que él. Aunque sólo había tenido una hija, nunca había trabajado, ni Brunetti asociaba su nombre al de ninguna de las instituciones benéficas de la ciudad. Mitri tenía un hermano, una hermana y un primo. El hermano, también químico, vivía cerca de Padua; la hermana, en Verona; y el primo, en la Argentina.

Seguían los números de tres cuentas en distintos bancos de la ciudad, una lista de bonos del Estado y acciones por un total de más de mil millones de liras. Y esto era todo. Mitri nunca había sido acusado de delito alguno y nunca, en más de medio siglo, había sido objeto de la atención de la policía.

Pero sí había sido objeto de la atención de una persona que pensaba lo mismo que Paola -por más que Brunetti trataba de cerrar los ojos a esta idea no lo conseguía- y, al igual que ella, había decidido utilizar medios violentos para expresar su condena de los viajes organizados por la agencia. Brunetti sabía que la historia estaba plagada de muertes fortuitas que habían sido trascendentales. Federico, el hijo bueno del kaiser Guillermo, había sobrevivido a su padre sólo unos meses, antes de dejar paso a su propio hijo, Guillermo II, y a la primera guerra verdaderamente global. Y la muerte de Germánico había hecho peligrar la sucesión y, en definitiva, la había hecho recaer en Nerón. Pero éstos eran casos en los que había intervenido la fatalidad, o la historia; allí no hubo un personaje que, con un cable en la mano, causara la muerte de la víctima; allí no hubo selección deliberada.

Brunetti llamó a Vianello, que contestó a la segunda señal.

– ¿Ya han analizado la nota los del laboratorio? -preguntó sin preámbulos.

– Seguramente. ¿Quiere que baje a preguntar?

– Sí. Y, si es posible, súbamela.

Mientras esperaba a Vianello, Brunetti volvió a leer la breve lista de los clientes de Zambino procesados por causas criminales, tratando de recordar todo lo posible acerca de los nombres que reconocía. Había un caso de homicidio y, aunque el hombre fue declarado culpable, la sentencia fue de sólo siete años, porque Zambino presentó a varias mujeres, vecinas del mismo edificio, que declararon que, durante años, la víctima se había mostrado ofensiva y grosera con ellas en el ascensor y en la escalera. Zambino convenció a los jueces de que su cliente trataba de defender el honor de su esposa cuando, estando en un bar, se enzarzaron en una disputa. Dos sospechosos de robo fueron absueltos por falta de pruebas: Zambino adujo que habían sido arrestados únicamente porque eran albaneses.

Interrumpió su lectura un golpe en la puerta, seguido de la entrada de Vianello. El sargento traía en la mano una gran bolsa de plástico transparente que levantó al entrar.

– Ahora mismo han terminado. No hay nada de nada. Lavata con Perlana -concluyó Vianello, utilizando la frase publicitaria de la televisión más famosa de la década. Nada superaba la limpieza de una prenda lavada con Perlana. Excepto, pensó Brunetti, una nota que se deja en la escena de un asesinato para que la encuentre la policía.

Vianello cruzó el despacho y dejó la bolsa en la mesa. Apoyándose en las manos, se inclinó sobre ella, examinándola otra vez al mismo tiempo que Brunetti.

Las letras parecían recortadas de La Nuova, el periódico más sensacionalista y chabacano de la ciudad. Brunetti no podía estar seguro: los técnicos se lo confirmarían. Estaban pegadas sobre media hoja de papel rayado. «Sucios pederastas viciosos del porno infantil. Así acabaréis todos.»

Brunetti levantó la bolsa por un ángulo y le dio la vuelta. Sólo vio las mismas rayas y unas manchitas grisáceas donde la cola había atravesado el papel. Miró de nuevo el anverso de la nota y volvió a leerla.

– Parece que a alguien se le han cruzado los cables, ¿no?

– Eso, por lo menos.

Aunque Paola había dicho a la policía que la arrestó por qué había roto la luna del escaparate, no había hablado con los periodistas más que brevemente y bajo presión, por lo que las explicaciones que daban los diarios acerca de sus motivos tenían que proceder de otra fuente; el teniente Scarpa parecía la más probable. Las informaciones que había leído Brunetti insinuaban vagamente que la fuerza que la impulsaba era el «feminismo», aunque sin definir el término. Se hacía mención de los viajes que organizaba la agencia, pero la acusación de que fueran sex-tours había sido negada categóricamente por el director, quien declaró con insistencia que la mayoría de los hombres que contrataban viajes a Bangkok en su agencia iban con la esposa. Il Gazzettino, recordaba Brunetti, había publicado una larga entrevista, en la que el director de la agencia manifestaba su horror y repugnancia hacia el «sexoturismo», puntualizando con insistencia que ésta era una práctica ilegal en Italia, por lo que era inconcebible que una agencia lícitamente gestionada interviniera en su organización.

Así pues, la opinión tanto de los medios como de las fuentes del sector se manifestaba contraria a Paola, una «feminista» histérica, y favorable al director de la agencia, un profesional respetuoso con la ley, y al asesinado dottor Mitri. Quienquiera que los asociara a los «viciosos del porno infantil» andaba muy descaminado.

– Me parece que ha llegado el momento de hablar con ciertas personas -dijo Brunetti poniéndose en pie-. Empezando por el director de la agencia. Tengo ganas de oír lo que tiene que decir de todas esas esposas que desean ir a Bangkok. -Miró el reloj y vio que eran casi las dos-. ¿Está todavía la signorina Elettra?

– Sí, señor -respondió Vianello-. Por lo menos, estaba cuando he subido.

– Bien. Tengo que hablar con ella. Luego podríamos salir a comer algo.

Vianello asintió, desconcertado, y siguió a su superior al despacho de la signorina Elettra. Desde la puerta, vio cómo Brunetti se inclinaba para hablar con ella y oyó reír a la joven, que asintió y se volvió de cara al ordenador. Luego, Brunetti se reunió con él y bajaron al bar de Ponte dei Grechi, donde pidieron vino y tramezzini, que consumieron hablando de temas diversos. Brunetti no parecía tener prisa por marcharse, por lo que pidieron más bocadillos y otro vaso de vino.

Al cabo de media hora, entró la signorina Elettra, suscitando una sonrisa del camarero y una invitación a café de dos clientes que estaban en la barra. Aunque el bar quedaba a menos de una manzana del despacho, ella se había puesto un abrigo de seda negra guateada que le llegaba hasta los tobillos. Movió la cabeza rehusando cortésmente la invitación de los dos hombres y se acercó a los policías. Sacó del bolsillo unos papeles que levantó en alto.

– Juego de niños -dijo meneando la cabeza con falsa exasperación-. Es hasta demasiado fácil.

– Naturalmente -sonrió Brunetti, y pagó lo que tendría que hacer las veces de almuerzo.

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