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En la puerta de la questura, Brunetti fue hacia la izquierda. Al llegar a la primera esquina, se paró a esperar a Paola. No decían nada. Uno al lado del otro, recorrían las desiertas calles maquinalmente, dejando que los pies los condujeran a casa.

Por fin, cuando salieron a Salizzada San Lio, Brunetti se decidió a hablar, pero no para decir algo importante:

– He dejado una nota a los niños, por si se despertaban.

Paola asintió, pero como él evitaba cuidadosamente mirarla, no lo advirtió.

– No quería que Chiara se preocupara -dijo y, al darse cuenta de que sonaba como un intento de hacer que ella se sintiera culpable, reconoció que no le importaba.

– Lo olvidé -dijo Paola.

Cruzaron por el paso inferior y enseguida salieron a campo San Bartolomeo, donde la alegre sonrisa de la estatua de Goldoni parecía fuera de lugar. Brunetti miró el reloj y, como buen veneciano, recordó sumar una hora: casi las cinco, no lo bastante temprano como para volver a meterse en la cama. No obstante, ¿cómo ocupar el tiempo hasta que fuera hora de ir a trabajar? Miró hacia la izquierda, pero ninguno de los bares estaba abierto. Necesitaba un café, pero más desesperadamente aún necesitaba la distracción que el café le procuraría.

Al otro lado de Rialto, torcieron hacia la izquierda, luego hacia la derecha y entraron en el paso inferior que discurría a lo largo de Ruga degli Orefici. Hacia la mitad del recorrido estaban abriendo un bar y, de tácito acuerdo, entraron. En el mostrador había un enorme montón de brioches recién hechos, envueltos todavía en el papel blanco de la pasticceria. Brunetti pidió dos espressos pero no miró las pastas. Paola ni las vio.

Cuando el camarero les puso delante los cafés, Brunetti echó el azúcar en las dos tazas y acercó una de ellas a Paola. El camarero se fue a un extremo del mostrador y empezó a colocar los brioches en una vitrina, uno a uno.

– ¿Y bien? -preguntó Brunetti.

Paola tomó un sorbo de café, añadió media cucharadita de azúcar y dijo:

– Te previne de que lo haría.

– No me dio esa impresión.

– ¿Qué impresión te dio?

– La de que estabas diciendo que todo el mundo debería hacerlo.

– Todo el mundo debería hacerlo -dijo Paola, pero en su voz no había ahora la rabia que la impregnaba la primera vez que había pronunciado estas palabras.

– No pensé que pudieras referirte a una cosa así. -Brunetti movió una mano como para abarcar, no el bar, sino todo lo que había ocurrido antes de que entraran en él.

Paola dejó la taza en el plato y lo miró fijamente por primera vez.

– Guido, ¿podemos hablar?

Su primer impulso fue el de decir que eso era precisamente lo que estaban haciendo, pero conocía a su mujer y sabía a qué se refería, por lo que se limitó a asentir.

– Hace tres noches, te dije lo que estaba haciendo esa gente. -Antes de que él pudiera interrumpir, ella prosiguió-: Y tú dijiste que no había nada ilegal en ello, y que, en su calidad de agentes de viajes, tenían perfecto derecho.

Brunetti asintió y, cuando el camarero se acercó, le pidió más café con una seña. Cuando el hombre se alejó hacia la cafetera, Paola prosiguió:

– Pero está mal. Tú lo sabes y yo lo sé. Es repugnante organizar sex-tours para que los ricos y los no tan ricos vayan a Tailandia y a las Filipinas a violar a niñas de diez años. -Levantó una mano para atajar su interrupción-. Sí, ya sé que ahora eso es ilegal. Pero, ¿se ha arrestado a alguien? ¿Se ha condenado a alguien? Tú sabes perfectamente que no tienen más que cambiar el vocabulario de los anuncios, pero el negocio continúa. «Recepción tolerante en hotel. Compañía local agradable.» No me digas que no sabes qué significa eso. Es más de lo mismo, Guido. Y me repugna.

Brunetti seguía sin decir nada. El camarero les llevó otras dos tazas de café y retiró las vacías. Se abrió la puerta y entró en el bar una ráfaga de aire húmedo seguida de dos hombres corpulentos. El camarero fue hacia ellos.

– Entonces te dije que eso estaba mal y que había que pararles los pies -prosiguió Paola.

– ¿Y tú crees poder parárselos?

– Sí -respondió ella y, sin darle tiempo a discutir o contradecir su afirmación, prosiguió-: Yo sola no, ni aquí en Venecia, rompiendo, la luna del escaparate de una agencia de viajes de campo Manin. Pero si todas las mujeres de Italia salieran a la calle de noche y rompieran a pedradas los escaparates de todas las agencias de viajes que organizan sex-tours, al cabo de poco tiempo, dejarían de organizase sex-tours en Italia, ¿o no?

– ¿Es una pregunta real o puramente retórica?

– Me parece que es una pregunta real -dijo ella. Esta vez fue Paola quien puso el azúcar en el café.

Brunetti se tomó el suyo antes de decir algo.

– No puedes hacer eso, Paola. No puedes ir por ahí rompiendo los cristales de las oficinas o de las tiendas que hacen cosas que tú no quieres que hagan o que venden cosas que no te parece bien que vendan. -Antes de que ella pudiera decir algo, preguntó-: ¿Te acuerdas de cuando la Iglesia quiso prohibir la venta de anticonceptivos? ¿Recuerdas tu reacción? Bien, si tú no la recuerdas, yo sí. Y era lo mismo: una cruzada contra algo que tú habías decidido que estaba mal. Pero aquella vez tú estabas en el otro lado, contra la gente que hacía lo que ahora tú dices que tienes derecho a hacer: impedir que alguien haga aquello que a ti te parece mal. No la obligación. -Sentía que estaba cediendo a la cólera que lo había invadido desde que se había levantado de la cama, que había caminado con él por las calles y que ahora estaba a su lado, en este tranquilo bar de madrugada-. Es lo mismo -insistió-. Tú sola decides que algo está mal y te sientes tan importante que te consideras la única que puede impedirlo, la única que conoce la verdad absoluta.

Esperaba que ella dijera algo a esto, pero, en vista de que callaba, continuó imparablemente:

– Es el ejemplo perfecto. ¿Qué buscas, ver tu foto en primera plana de II Gazzettino, la defensora de la infancia? -Tuvo que hacer un esfuerzo para no seguir. Metió la mano en el bolsillo, se acercó al camarero y pagó los cafés. Entonces abrió la puerta del bar y la sostuvo para que saliera ella.

En la calle, Paola torció hacia la izquierda, dio unos pasos y se paró a esperarlo.

– ¿De verdad es así como tú lo ves? ¿Que sólo busco llamar la atención, que quiero que la gente me considere importante?

Él pasó por su lado desentendiéndose de la pregunta.

A su espalda, la oyó forzar el tono por primera vez.

– ¿Es eso, Guido?

Él se paró y se volvió. Por detrás de ella vio venir a un hombre que empujaba una carretilla cargada de paquetes de diarios y revistas. Esperó a que el hombre hubiera pasado y contestó:

– Sí, en parte.

– ¿En qué parte? -espetó ella.

– No sé. Estas cosas no pueden dividirse.

– ¿Piensas que ésa es la razón por la que lo hago?

La exasperación le hizo preguntar a su vez:

– ¿Por qué de todo tienes que hacer una causa, Paola? ¿Por qué todo lo que haces, o lees o dices… y hasta la ropa que te pones y la comida que comes, por qué ha de tener todo un sentido?

Ella lo miró largamente sin decir nada, luego bajó la cabeza y se alejó camino de su casa.

Él la alcanzó.

– ¿Qué has querido decir con eso?

– ¿Qué he querido decir con qué?

– Esa mirada.

Ella volvió a pararse se encaró con él.

– A veces me pregunto qué se ha hecho del hombre con el que me casé.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir que cuando me casé contigo, Guido, tú creías en todas esas cosas de las que ahora haces burla. -Sin darle tiempo a preguntar qué cosas eran, ella respondió-: Cosas tales como lo que es justo y lo que está bien y cómo decidir lo que está bien.

– Y sigo creyendo -protestó él.

– Ahora, Guido, crees en la ley -dijo ella, pero suavemente, como se habla a un niño.

– Eso es lo que te estoy diciendo -dijo él levantando la voz, sordo y ciego a la gente que pasaba por su lado, más numerosa ahora, que pronto abrirían los primeros puestos del mercado-. Oyéndote parece que lo que yo hago sea estúpido o sórdido. Soy policía, por Dios. ¿Qué quieres que haga más que obedecer la ley? ¿Y aplicarla? -Se sentía arder de indignación al ver, o creer ver, que durante todos aquellos años ella había menospreciado y desestimado lo que él hacía.

– Entonces, ¿por qué has mentido a Ruberti? -preguntó Paola.

El furor de Brunetti se evaporó.

– No le he mentido.

– Le has dicho que había habido una confusión, que no había comprendido lo que yo quería decir. Pero él sabe, lo mismo que tú, y que yo, y que el otro policía, qué es exactamente lo que he hecho. -Como él no respondía, ella se acercó-. He quebrantado la ley, Guido. He roto el escaparate y volvería a hacerlo. Y seguiré rompiendo sus escaparates hasta que tu ley, esa preciosa ley de la que tan orgulloso estás, hasta que tu ley haga algo, o a ellos o a mí. Porque no voy a dejar que sigan haciendo lo que están haciendo.

Él, sin poder contenerse, extendió las manos y la agarró por los codos. Pero no la atrajo hacia sí, sino que dio un paso hacia ella y luego la envolvió en un abrazo, oprimiéndole la cara contra su cuello. Le dio un beso en la coronilla y hundió los labios en su pelo. Bruscamente, se echó hacia atrás, con la mano en la boca.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella, asustada por primera vez.

Brunetti se miró la mano y vio que tenía sangre. Se llevó un dedo a los labios y notó algo duro y afilado.

– No, déjame a mí -dijo Paola, poniendo la mano derecha en la mejilla de su marido para hacerle bajar la cara. Se quitó el guante y le rozó el labio con dos dedos.

– ¿Qué es?

– Un trocito de vidrio.

Él sintió una punzada aguda, y luego un beso, muy suave, en el labio inferior.

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