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Estos sentimientos, sin embargo, nada significaban a la hora de enfrentarse a la muchedumbre que lo aguardaba en la puerta de la questura a la vuelta del almuerzo. Mientras Brunetti bajaba por el Ponte dei Grechi en dirección a los representantes de la prensa allí reunidos acudían a su mente diversas metáforas avícolas: cuervos, buitres, arpías se arremolinaban frente a la questura; no faltaba más que el cadáver putrefacto a sus pies, para que el cuadro estuviera completo.

Uno de ellos lo vio y, sin advertir a sus colegas -el muy traidor-, se apartó del grupo con disimulo y se acercó a Brunetti blandiendo el micro con el brazo extendido como si fuera una vara para arrear ganado.

– Comisario Brunetti -empezó desde varios metros de distancia-, ¿piensa el dottor Mitri demandar a su esposa?

Brunetti se paró y dijo sonriendo:

– Eso tendría que preguntárselo al dottor Mitri, imagino. -Mientras hablaba, observó que la jauría, al notar la ausencia del compañero, se volvía con una especie de espasmo colectivo hacia las voces que sonaban a su espalda. Al momento, se dispersaron y corrieron hacia él extendiendo los micrófonos, para captar cualquier palabra que pudiera haber quedado flotando alrededor de Brunetti.

Durante la estampida, uno de los cámaras tropezó con un cable y cayó de cara estrellando el aparato contra el suelo. El objetivo saltó y se fue rodando, como una lata de refresco que hubiera recibido un puntapié, hasta el borde del canal. Todos se habían quedado en suspenso, paralizados por la sorpresa o por otros sentimientos, observando su avance hacia los escalones que bajaban al agua. Se acercó al escalón superior, rodó mansamente por el borde, rebotó en el segundo y el tercero y, con un suave chapoteo, se hundió en las aguas verdes del canal.

Brunetti aprovechó el momento de distracción general para reanudar su marcha hacia la puerta principal de la questura, pero los periodistas reaccionaron rápidamente y se adelantaron para cerrarle el paso.

– ¿Piensa presentar la dimisión?

– ¿Es cierto que su esposa ya había sido detenida anteriormente?

– ¿…no llegó a juicio?

Con su sonrisa más sintética, Brunetti avanzaba sin empujar, pero sin dejar que sus cuerpos le impidieran alcanzar el objetivo. Cuando ya llegaba, se abrió la puerta y salieron Vianello y Pucetti, que se situaron uno a cada lado, con los brazos extendidos, para impedir la entrada a los reporteros.

Brunetti entró, seguido de Vianello y Pucetti.

– Vaya salvajes -dijo Vianello con la espalda apoyada en la vidriera. A diferencia de Orfeo, Brunetti no miró atrás y tampoco habló sino que empezó a subir la escalera. Oyó pasos a su espalda y al volverse vio a Vianello que subía los peldaños de dos en dos.

– Quiere verle.

Todavía con el abrigo puesto, Brunetti se dirigió al despacho de Patta. La signorina Elettra tenía Il Gazzettino del día abierto encima de la mesa.

Brunetti miró el diario y vio, en la página uno de la sección local, una foto suya tomada años atrás, y otra de Paola, la misma de la carta d'identitá. La signorina Elettra levantó la cabeza y dijo:

– Si tan famoso se hace, tendré que pedirle un autógrafo.

– ¿Es eso lo que quiere el vicequestore? -sonrió el comisario.

– No; me parece que él quiere su cabeza.

– Me lo figuraba -dijo Brunetti llamando a la puerta con los nudillos.

Sonó la voz de Patta en tono apocalíptico. Cuánto más fácil no sería todo si pudieran prescindir de tanto melodrama y acabar de una vez, pensó Brunetti. Al entrar en el despacho, le vino a la memoria un pasaje de Anna Bolena de Donizetti: «Si quienes me juzgan son los que ya me han condenado, no tengo esperanza.» Santo Dios, mira quién habla de melodrama.

– ¿Deseaba verme, señor?

Patta estaba sentado detrás de su mesa, con gesto impasible. No le faltaba más que el paño negro que los jueces ingleses se ponen encima de la peluca antes de pronunciar una sentencia de muerte.

– Sí, Brunetti. No, no hace falta que se siente. Lo que tengo que decir es muy breve. He hablado con el questore y hemos decidido darle la baja administrativa hasta que esto se resuelva.

– ¿Qué quiere decir?

– Que no es necesario que venga a la questura hasta que el caso esté resuelto.

– ¿Resuelto?

– Hasta que se emita un fallo y su esposa pague una multa o indemnice al dottor Mitri por los daños que ha causado a su propiedad y a su negocio.

– Eso, suponiendo que sea acusada y condenada -respondió el comisario, sabiendo que ambas cosas eran seguras. Patta no se dignó contestar-. Y podría tardar años -agregó Brunetti, que conocía el funcionamiento de la justicia.

– Lo dudo.

– En mis archivos tengo casos que han estado pendientes de juicio durante años. Insisto, podría tardar años.

– Eso depende únicamente de su esposa, comisario. El dottor Mitri fue tan amable, y yo diría tan civilizado, como para ofrecer una solución práctica. Pero, al parecer, su esposa ha optado por rechazarla. Por lo tanto, las consecuencias deben atribuirse sólo a ella.

– Con el debido respeto, señor -dijo Brunetti-, eso no es del todo cierto. El dottor Mitri me ofreció la solución a mí, no a mi esposa. Como ya le dije, yo no puedo decidir por ella. Si se la hiciera a ella directamente y ella la rechazara, sería cierto lo que usted dice.

– ¿Usted no se lo ha dicho? -preguntó Patta, sin tratar de disimular la sorpresa.

– No.

– ¿Por qué no?

– Creo que eso debe hacerlo el dottor Mitri.

Una vez más, fue evidente la sorpresa de Patta. Lo meditó un momento y dijo:

– Hablaré con él.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo con un gesto que ninguno de los dos sabía si era de gratitud o de simple aceptación.

– ¿Eso es todo?

– Sí, pero usted debe considerarse en situación de baja administrativa, ¿está claro?

– Sí, señor -dijo Brunetti, aunque ignoraba lo que significaba aquello, aparte de que ya no podría trabajar de policía, que ni siquiera tendría empleo. Sin molestarse en decir ni una palabra más a Patta, dio media vuelta y salió del despacho.

La signorina Elettra seguía leyendo, ahora, una revista, después de terminar con Il Gazzettino. Levantó la cabeza al salir él.

– ¿Quién ha informado a la prensa?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No lo sé. Probablemente, el teniente. -Lanzó una mirada a la puerta de Patta.

– Baja administrativa.

– No lo había oído nunca -dijo ella-. Se lo habrán inventado para la ocasión. ¿Qué va usted a hacer, comisario?

– Irme a casa a leer -contestó él, y con la respuesta llegó la idea y con la idea el deseo. No tenía más que cruzar por entre los periodistas que estaban delante del edificio, escapar de sus cámaras y de sus preguntas machaconas, y podría quedarse en casa leyendo hasta que Paola tomara una decisión o hasta que se resolviera todo esto. Podría hacer que los libros lo sacaran de la questura, de Venecia, de este siglo lamentable, lleno tanto de sensiblería barata como de sed de sangre, para llevarlo a mundos en los que su espíritu se sintiera más confortado.

La signorina Elettra, tomando su respuesta por una broma, sonrió y volvió a su revista.

Sin molestarse en subir a su despacho, Brunetti fue directamente a la puerta de la calle, donde descubrió con sorpresa que los periodistas se habían ido. Las únicas señales de su reciente presencia eran unos fragmentos de plástico y un trozo de correa de una cámara.

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