– ¿Cómo que ha venido? -preguntó Brunetti. Al ver la confusión que la pregunta provocaba en Della Corte, explicó-: Quiero decir, cómo se le ha ocurrido venir.
– Dice que estaba con la esposa de Bonaventura y que, al enterarse de que había sido arrestado, ha decidido venir.
Los sucesos de la mañana habían distorsionado la noción del tiempo de Brunetti, que ahora, al mirar el reloj, se sorprendió de que fueran casi las dos. Habían transcurrido horas desde que había llevado a los dos hombres al puesto de policía, pero, absorto como estaba en sus pesquisas, ni se había enterado. De pronto, se le despertó un fuerte apetito y sintió cosquilleo en todo el cuerpo, como si le hubieran conectado una leve corriente eléctrica.
Su primer impulso fue el de ir a hablar con la mujer inmediatamente, pero comprendió que sería inútil si antes no comía algo o conseguía calmar de algún modo los calambres que le recorrían el cuerpo. ¿Eran ya los años la causa de esta sensación, o serían los nervios, o acaso debía preocuparlo la posibilidad de que fuera algo peor, el anuncio de algún trastorno físico?
– Tengo que comer algo -dijo a Della Corte, que no pudo disimular la sorpresa al oír sus palabras.
– En la esquina hay un bar donde te harán un sándwich. -Salió con Brunetti a la puerta del edificio, desde donde le señaló el bar y, diciendo que tenía que hacer una llamada a Padua, volvió a entrar. Brunetti recorrió la media manzana hasta el bar, donde tomó un sándwich del que no hubiera podido decir qué sabor tenía y dos vasos de agua mineral que no le quitaron la sed. Por lo menos, aquello puso fin a los temblores y se sintió más dueño de sí, aunque no dejaba de preocuparlo que hubiera sido tan fuerte su reacción física a los hechos de la mañana.
De vuelta en la questura, pidió el número del telefonino de Palmieri. Cuando lo tuvo, llamó a la signorina Elettra y le dijo que dejara lo que estuviera haciendo y le consiguiera una lista de todas las llamadas hechas durante las dos semanas anteriores, a y desde el móvil de Palmieri y los domicilios de Mitri y Bonaventura. Le pidió luego que aguardara un momento y preguntó al agente cuyo teléfono estaba usando adónde habían llevado el cadáver de Palmieri. Cuando el hombre le dijo que estaba en el depósito del hospital local, Brunetti dio instrucciones a la signorina Elettra para que se lo comunicara a Rizzardi y enviara inmediatamente a alguien para tomar muestras de tejido corporal. Quería comprobar si coincidía con el hallado en las uñas de Mitri.
Cuando acabó de hablar, Brunetti pidió que lo llevaran a donde estaba la signora Mitri. Después de hablar con ella aquella primera y única vez, Brunetti intuyó que la mujer nada podía saber acerca de la muerte de su marido, por lo que no había vuelto a interrogarla. El que ahora se hubiera presentado aquí le hacía dudar de lo acertado de su decisión.
Un agente de uniforme lo recogió en la puerta y lo llevó por un pasillo. El hombre se detuvo delante de la habitación contigua a la que ocupaba Bonaventura.
– El abogado está con él -dijo a Brunetti señalando la puerta de al lado-. La mujer está aquí.
– ¿Han venido juntos? -preguntó Brunetti.
– No, señor. Él entró un poco después, y no parecían conocerse.
Brunetti le dio las gracias y se acercó a mirar por el falso espejo. Frente a Bonaventura estaba sentado un hombre del que Brunetti no veía más que la parte posterior de la cabeza y los hombros. Pasó entonces a la otra puerta y observó a la mujer.
Volvió a chocarle su corpulencia. Hoy llevaba un traje de chaqueta de falda recta, sin concesiones a moda ni estilo. Era el traje que habían llevado las mujeres de su tamaño, edad y posición desde hacía décadas y probablemente -ellas u otras como ellas- seguirían llevando en décadas venideras. Apenas iba maquillada y, si aquella mañana se había pintado los labios, ya se había comido la pintura. Tenía las mejillas tan abultadas como si las estuviera hinchando para hacer reír a un niño.
La mujer estaba sentada de cara a la puerta, con las manos entrelazadas en el regazo, las rodillas juntas y los ojos fijos en la ventanilla de la puerta. Parecía mayor que la otra vez, aunque Brunetti no hubiera podido decir por qué. Tuvo la sensación de que ella lo miraba, a pesar de saber que lo único que podía ver era un cristal negro, aparentemente opaco. Ella no pestañeaba, y el primero en desviar la mirada fue Brunetti. Abrió la puerta y entró.
– Buenas tardes, signora. -Se acercó a ella con la mano extendida.
Ella lo observaba con expresión neutra y ojos activos. No se levantó sino que se limitó a darle la mano, que no era blanda ni yerta.
Brunetti se sentó frente a ella.
– ¿Ha venido a ver a su hermano, signora?
Sus ojos eran infantiles y reflejaban una confusión que a Brunetti le pareció auténtica. Abrió la boca y se humedeció los labios con una lengua nerviosa.
– Quería preguntarle… -empezó pero no acabó la frase.
– ¿Preguntarme, signora? -instó Brunetti.
– No sé si debería decir esto a un policía.
– ¿Por qué no? -Brunetti inclinó ligeramente el torso hacia ella.
– Porque… -empezó, y se interrumpió. Luego, como si hubiera explicado algo y él lo hubiera entendido, dijo-: Necesito saberlo.
– ¿Qué es lo que necesita saber, signora? -la apremió él.
Ella apretó los labios y, ante los ojos de Brunetti, se convirtió en una anciana desdentada.
– Necesito saber si lo hizo él -dijo al fin. Entonces, admitiendo otras posibilidades, agregó-: O lo mandó hacer.
– ¿Se refiere a la muerte de su esposo?
Ella asintió.
Brunetti, para los micrófonos escondidos y la cinta que estaba grabando todo lo que se decía en la habitación, recalcó:
– ¿Piensa que él pudiera ser el responsable de su muerte?
– Yo no… -empezó ella, luego, cambiando de idea, susurró-: Sí -tan suavemente que quizá los micrófonos no lo captaron.
– ¿Qué le hace pensar que él pueda estar implicado? -preguntó el comisario.
Ella se revolvió en la silla, con aquel movimiento que Brunetti había observado en las mujeres durante más de cuatro décadas: se levantó a medias alisándose la falda por debajo de las piernas y volvió a sentarse juntando bien tobillos y rodillas.
Durante un momento, dio la impresión de que ella pensaba que aquel gesto ya era suficiente respuesta, por lo que Brunetti insistió:
– ¿Por qué cree que él está implicado?
– Se peleaban -dijo ella, dosificando la respuesta.
– ¿Por qué?
– Cosas de los negocios.
– ¿Podría ser más explícita, signora? ¿Qué negocios?
Ella movió la cabeza negativamente varias veces, insistiendo en manifestar ignorancia. Finalmente, dijo:
– Mi marido no me hablaba de sus negocios. Decía que no necesitaba saber nada.
Nuevamente, Brunetti se preguntó cuántas veces habría oído esta frase y cuántas veces se le habría dado esta respuesta para encubrir culpas. Pero creía que esta mujer gruesa decía la verdad: era verosímil que el marido no considerara oportuno tenerla al corriente de su vida profesional. Evocó al hombre que había conocido en el despacho de Patta: elegante, elocuente, casi engolado. Qué mal armonizaba con esta mujer del traje prieto y el pelo teñido. Le miró los pies y vio unos zapatos de tacón robusto que le comprimían los dedos en afilada y dolorosa punta. En el izquierdo, un grueso juanete tensaba la piel con su protuberancia en forma de medio huevo. ¿Sería el matrimonio el misterio supremo?
– ¿Cuándo se peleaban?
– Continuamente. Sobre todo, durante el último mes. Algo debió de ocurrir que puso furioso a Paolo. Nunca se habían llevado bien, pero tenían que transigir, por la familia y por el negocio.
– ¿Pasó algo de particular durante el último mes? -preguntó él.
– Tuvieron una disputa, me parece -dijo ella en una voz tan baja que Brunetti, pensando en los futuros oyentes de la cinta, se creyó en la necesidad de recalcar:
– ¿Una discusión entre su esposo y su hermano?
– Sí. -Ella asintió repetidamente.
– ¿Por qué lo cree?
– Paolo y él se reunieron en casa. Fue dos noches antes de que ocurriera.
– ¿De que ocurriera qué, signora?
– Antes de que mi marido fuera… antes de que lo mataran.
– Comprendo. ¿Por qué fue la disputa? ¿Los oyó usted?
– Oh, no -dijo ella rápidamente mirándole como si la sorprendiera la sugerencia de que alguien hubiera podido levantar la voz en casa de los Mitri-. Deduje que habían discutido de lo que dijo Paolo cuando subió después de la reunión.
– ¿Qué dijo?
– Sólo que era un incompetente.
– ¿Se refería a su hermano?
– Sí.
– ¿Algo más?
– Que Sandro estaba hundiendo la fábrica, arruinando el negocio.
– ¿Sabe de qué fábrica hablaba?
– Pensé que se refería a la de aquí, de Castelfranco.
– ¿Y por qué había de interesar eso a su marido?
– Había invertido dinero en ella.
– ¿Dinero de él?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No.
– ¿De quién era el dinero, signora?
Ella titubeó como si buscara la mejor respuesta.
– El dinero era mío.
– ¿Suyo?
– Sí; yo llevé mucho dinero al matrimonio. Dinero que siguió estando a mi nombre. El testamento de nuestro padre… -explicó haciendo un ademán vago con la mano derecha-. Paolo siempre me había aconsejado lo que tenía que hacer con él. Y cuando Sandro dijo que quería comprar la fábrica, los dos me propusieron que invirtiera en ella. Eso fue hace un año. O quizá dos. -Se interrumpió al ver el gesto de Brunetti ante su vaguedad-. Lo siento, pero yo nunca he prestado mucha atención a estas cosas. Paolo me pidió que firmara unos papeles y el hombre del banco me explicó de qué se trataba. Pero en realidad no entendía para qué querían el dinero. -Calló y se sacudió la falda con la punta de los dedos-. Era para la fábrica de Sandro, pero, como era mío, Paolo siempre consideró que también le pertenecía a él.
– ¿Tiene idea de cuánto invirtió en la fábrica, signora? -Ella miraba a Brunetti como la colegiala que está a punto de echarse a llorar porque no recuerda cuál es la capital del Canadá, por lo que él agregó-: Aproximadamente. No necesitamos saber la cantidad exacta. -Ya lo averiguarían más adelante.
– Creo que eran trescientos o cuatrocientos millones de liras -contestó ella.
– Comprendo. Muchas gracias -dijo Brunetti y entonces preguntó-: ¿Su esposo dijo algo más aquella noche, después de hablar con su hermano?
– Bien. -Ella hizo una pausa y, según le pareció a Brunetti, trató de recordar-. Dijo que la fábrica perdía dinero. Por su manera de hablar, me pareció que también Paolo había invertido dinero particularmente.
– ¿Además del de usted?
– Sí. Pero extraoficialmente, sólo contra un recibo de Paolo. -Ante el silencio de Brunetti, ella prosiguió-: Me parece que Paolo quería tener más control sobre la manera de llevar la empresa.
– ¿Su marido le dijo lo que pensaba hacer?
– Oh, no. -La mujer estaba claramente sorprendida por la pregunta-. Él no me hablaba de esas cosas. -Brunetti se preguntaba de qué cosas le hablaría su marido, pero se reservó la pregunta-. Después, se fue a su cuarto y al día siguiente no volvió a hablar de aquello, por lo que creí, o quizá quería creer, que él y Sandro habían llegado a un acuerdo.
Brunetti reaccionó instantáneamente a la referencia a «su cuarto», que sin duda no era indicio de un matrimonio feliz. Imprimió en su voz un tono más grave al decir:
– Le pido perdón, signora pero, ¿me permite preguntar cómo eran las relaciones entre usted y su esposo?
– ¿Relaciones?
– Ha dicho que él había ido a «su cuarto» -respondió Brunetti suavemente.
– Ah. -Fue un sonido leve que ella dejó escapar involuntariamente.
Brunetti esperaba. Al fin, dijo:
– Él ya no está, signora, creo que puede usted hablar.
La mujer lo miró a la cara y él vio lágrimas en sus ojos.
– Había otras mujeres -susurró-. Durante muchos años, otras mujeres. Una vez lo seguí y me quedé esperando delante de la casa, bajo la lluvia, hasta que salió. -Ahora las lágrimas le resbalaban por la cara, sin que ella pareciera notarlo, y le caían en la blusa, dejando en la tela largas marcas ovaladas-. También contraté a un detective. Y escuchaba sus llamadas telefónicas. Las grababa y le oía decirles a ellas las mismas cosas que me decía a mí. -Las lágrimas la obligaron a callar, pero Brunetti se abstuvo de apremiarla. Finalmente, ella prosiguió-: Yo lo quería con todas mis fuerzas. Desde el primer día en que lo vi. Si Sandro ha hecho esto… -Volvieron a llenársele los ojos de lágrimas, que ella se enjugó con las palmas de las manos-. Si él lo ha hecho, quiero que ustedes lo descubran y que sea castigado. Por eso he venido a hablar con Sandro. -Calló y bajó la mirada-. ¿Me contará lo que él le diga? -preguntó, mirándose las manos que tenía en el regazo.
– No puedo, signora, hasta que haya terminado todo. Pero entonces se lo diré.
– Gracias -dijo ella, levantando la mirada para volver a bajarla enseguida. Entonces se puso en pie bruscamente y fue hacia la puerta. Brunetti llegó antes que ella, la abrió y le cedió el paso-. Me voy a casa -dijo la mujer y, antes de que él pudiera responder, salió y se alejó por el pasillo hacia el vestíbulo del puesto de policía.