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Cuando sonó el teléfono, Brunetti estaba tumbado en la playa, con el antebrazo sobre los ojos, para protegerlos de la arena que levantaban los hipopótamos al bailar. Es decir, en el mundo de los sueños, Brunetti estaba en una playa, a la que sin duda había ido huyendo del calor de la discusión que había mantenido con Paola días atrás, y los hipopótamos eran la imagen que le había quedado en el subconsciente, del medio que había utilizado para zafarse de la polémica, uniéndose a Chiara en la sala para ver la segunda parte de Fantasía.

Seis veces sonó el teléfono antes de que Brunetti reconociera la señal y se acercara al borde de la cama para descolgarlo.

– ¿Sí? -dijo, embrutecido por el sueño inquieto que invariablemente le producía un conflicto pendiente de resolver con Paola.

– ¿El comisario Brunetti? -preguntó una voz masculina.

– Un momento. -Brunetti dejó el teléfono y encendió la luz. Volvió a echarse y se subió las mantas sobre el hombro derecho. Entonces miró a Paola, para comprobar que no la había destapado. La otra mitad de la cama estaba vacía. Habría ido al baño o a la cocina a beber un vaso de agua o, si aún estaba nerviosa por la discusión lo mismo que él, un vaso de leche caliente con miel. Le pediría disculpas cuando volviera, disculpas por lo que le había dicho y por esta llamada intempestiva, a pesar de que no la había despertado. Alargó la mano hacia el teléfono.

– Sí, dígame. -Hundió la cabeza en las almohadas, confiando en que la llamada no fuera de la questura para sacarlo de la cama y obligarlo a acudir al escenario de algún crimen.

– Tenemos a su esposa, señor.

Se le quedó la mente en blanco por la incongruencia de la típica frase del secuestrador con el tratamiento de «señor».

– ¿Qué? -preguntó cuando pudo volver a pensar.

– Tenemos a su esposa, señor -repitió la voz.

– ¿Quién habla? -dijo ya con la voz áspera de impaciencia.

– Ruberti, comisario. Llamo desde la questura. -El hombre hizo una pausa larga y añadió-: Tengo el turno de noche, con Bellini.

– ¿Qué dice de mi esposa? -inquirió Brunetti, a quien era indiferente dónde estuvieran ni quién tuviera el turno de noche.

– Estamos aquí, comisario. Es decir, estoy yo. Bellini se ha quedado en campo Manin.

Brunetti cerró los ojos y tendió el oído, para detectar sonidos en el resto de la casa. Nada.

– ¿Qué hace ahí mi esposa, Ruberti?

Tuvo que esperar un largo momento antes de oír decir a Ruberti:

– La hemos arrestado, comisario. -Como Brunetti no decía nada, agregó-: Es decir, la he traído aquí, señor. Todavía no ha sido arrestada.

– Déjeme hablar con ella -ordenó Brunetti.

Después de una larga pausa, oyó la voz de Paola.

Ciao, Guido.

– ¿Estás en la questura?

– Sí.

– ¿Así que lo has hecho?

– Te dije que lo haría.

Brunetti volvió a cerrar los ojos mientras sostenía el teléfono con el brazo extendido. Al cabo de un rato, se lo acercó otra vez al oído.

– Dentro de quince minutos estoy ahí. No digas nada ni firmes nada. -Sin esperar su respuesta, colgó el teléfono y saltó de la cama.

Se vistió rápidamente, entró en la cocina y escribió una nota para los chicos en la que decía que él y Paola habían tenido que salir pero volverían pronto. Salió de casa cerrando la puerta sin ruido y bajó la escalera como un ladrón.

En la calle, torció hacia la derecha. Caminaba deprisa, casi corría, con el cuerpo inflamado por la cólera y el temor. Cruzó rápidamente el mercado desierto y el puente de Rialto, sin ver nada ni a nadie, mirando al suelo, insensible a cualquier señal exterior. Sólo recordaba el furor de Paola, el apasionamiento con que había golpeado la mesa con la palma de la mano haciendo tintinear los platos y tirando una copa de vino tinto. Recordaba que él se había quedado mirando cómo el vino empapaba el mantel preguntándose por qué la enfurecería tanto esta cuestión. Porque, tanto en aquel momento como ahora -seguro como estaba de que lo que ella hubiera hecho estaba provocado por aquel mismo furor-, le causaba extrañeza que pudiera sublevarla tanto una injusticia que se cometía tan lejos. Durante las décadas de su matrimonio, él había tenido ocasión de familiarizarse con sus cóleras y descubierto que las injusticias en el terreno civil, político o social la exasperaban y sulfuraban, pero aún no había aprendido a calcular con exactitud qué era lo que la catapultaba más allá de todo comedimiento.

Mientras cruzaba el campo Santa María Formosa, iba recordando algunas de las cosas que ella había dicho, sorda a su recordatorio de que los niños estaban delante, ciega a su desconcierto ante aquella reacción. «Claro, como tú eres un hombre…», había bufado ella en tono tenso, destemplado. Y después: «Hay que hacer que les cueste más continuar que dejarlo. Si no, no se conseguirá nada.» Y por último: «No me importa que no sea ilegal. Está mal y alguien tiene que pararles los pies.»

Como solía ocurrir, Brunetti no había hecho caso de su indignación ni tampoco de su promesa -¿o era una amenaza?- de hacer algo por cuenta propia. Y ahora aquí estaba él, tres días después, doblando por el muelle de San Lorenzo, en las inmediaciones de la questura donde Paola estaba arrestada por un delito que ya le había advertido que iba a cometer.


El joven agente de guardia abrió la puerta y saludó a Brunetti cuando el comisario entró. Éste, sin mirarlo, fue hacia la escalera, subió los peldaños de dos en dos y entró en el despacho de los agentes, donde encontró a Ruberti sentado a su escritorio y a Paola frente a él, en silencio. Ruberti se puso en pie y saludó a su superior.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y miró a Paola, que sostuvo su mirada, pero él no tenía nada que decirle.

El comisario indicó a Ruberti que se sentara y luego dijo:

– Cuénteme qué ha ocurrido.

– Hará cosa de una hora recibimos una llamada, comisario. En campo Manin estaba sonando una alarma antirrobo, y Bellini y yo acudimos para indagar.

– ¿Fueron a pie?

– Sí, señor.

Como Ruberti callaba, Brunetti movió la cabeza de arriba abajo para animarlo a seguir.

– Cuando llegamos vimos que la luna del escaparate estaba rota y la alarma hacía un ruido infernal.

– ¿Dónde sonaba?

– En una oficina interior.

– Sí, sí, pero ¿qué local?

– El de la agencia de viajes, comisario.

Al ver la reacción de Brunetti, el agente Ruberti volvió a enmudecer hasta que Brunetti lo instó a seguir:

– ¿Y qué más?

– Yo entré y corté la corriente. Para parar la alarma -explicó sin necesidad-. Luego, al salir, vimos en el campo a una mujer, como si estuviera esperándonos, y le preguntamos si había visto lo ocurrido. -Ruberti miró la mesa, luego a Brunetti y finalmente a Paola y, en vista de que ninguno decía nada, prosiguió-: Ella dijo que había visto a quien lo había hecho y cuando le pedí que me lo describiera contestó que había sido una mujer.

Nuevamente, se interrumpió y miró a uno y luego al otro, pero ellos tampoco esta vez dijeron nada.

– Luego, cuando le pedimos que describiera a la mujer, se describió a sí misma y, cuando se lo hice notar, dijo que lo había hecho ella. Ella había roto la luna del escaparate, comisario. Y eso es todo. -Reflexionó un momento y agregó-: Bueno, no es que lo dijera, pero cuando le pregunté si había sido ella movió la cabeza afirmativamente.

Brunetti se sentó a la derecha de Paola y apoyó las manos en la mesa de Ruberti con los dedos entrelazados.

– ¿Dónde está Bellini? -preguntó.

– Aún está allí, comisario. Esperando al dueño.

– ¿Cuánto hace que lo dejó allí?

– Más de media hora -dijo Ruberti después de mirar su reloj.

– ¿Lleva teléfono?

– Sí, señor.

– Llámele.

Ruberti alargó la mano y se acercó el teléfono, pero antes de que pudiera marcar oyeron pasos en la escalera y al cabo de un momento Bellini entraba en el despacho. Al ver a Brunetti, saludó, aunque no demostró sorpresa al encontrar allí al comisario a aquella hora.

Buon dì, Bellini -dijo Brunetti.

Buon dì, commissario -dijo el agente, que miró a Ruberti buscando una explicación.

Su compañero se encogió de hombros casi imperceptiblemente.

Brunetti alargó la mano y se acercó el bloc de atestados. Vio la letra pulcra de Ruberti, leyó la hora y la fecha, el nombre del agente y la definición que Ruberti había dado al delito. No se había escrito más, no figuraba nombre alguno en la casilla de «Arrestado», ni siquiera en la de «Interrogado».

– ¿Qué ha dicho mi esposa?

– Como le decía, comisario, en realidad no ha dicho nada. Sólo ha movido la cabeza afirmativamente cuando le he preguntado si había sido ella -respondió Ruberti. Y, para ahogar el sonido que empezaba a salir de labios de su compañero, agregó-: Señor.

– Me parece que quizá haya usted interpretado mal lo que ella quería decir, Ruberti -dijo Brunetti. Paola se inclinó hacia adelante, como si fuera a hablar, pero Brunetti descargó una fuerte palmada sobre el formulario del atestado y lo estrujó.

Ruberti recordó entonces, nuevamente, los tiempos en los que él era un agente novato, atontado por el sueño y, en una ocasión, húmedo de miedo y cómo Brunetti, más de una vez, había cerrado los ojos a los terrores y los errores de la juventud.

– Sí, señor, seguro que lo entendí mal -respondió en tono perfectamente neutro. Entonces miró a Bellini, que movió la cabeza afirmativamente: no entendía nada, pero sabía lo que tenía que hacer.

– Bien -dijo Brunetti, y se puso en pie. La hoja del atestado era ahora una prieta bola que él guardó en el bolsillo del abrigo-. Llevaré a casa a mi esposa.

Ruberti se puso en pie y se situó al lado de Bellini, que dijo:

– Ya ha llegado el dueño, comisario.

– ¿Usted le ha dicho algo?

– No, señor; sólo que Ruberti había vuelto a la questura.

Brunetti asintió. Se inclinó hacia Paola sin tocarla. Ella se levantó apoyándose en los brazos del sillón pero no se puso al lado de su marido.

– Buenos días, señores -dijo el comisario-. Esta mañana hablaremos.

Los dos hombres saludaron y Brunetti agitó una mano en dirección a ellos y dio un paso atrás para dejar que Paola lo precediera hasta la puerta. Ella salió primero. Brunetti cerró y, uno detrás de otro, bajaron la escalera. El agente de guardia estaba preparado para abrir la puerta. Saludó a Paola con un movimiento de la cabeza, a pesar de que no tenía ni la menor idea de quién era. Como es de rigor, saludó a su superior cuando éste pasó por delante de él al cruzar el umbral y salir a la fría madrugada de Venecia.

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