15

En la calle, los dos hombres regresaron al embarcadero en silencio. Cuando llegaron, venía el número 82 procedente de la estación y lo tomaron sabiendo que, después de dar un amplio rodeo por el Gran Canal, los dejaría en San Zaccaría, a pocos pasos de la questura.

Mediaba la tarde y hacía más frío, por lo que entraron en la vacía cabina y se acomodaron en la parte anterior. En los primeros asientos, dos ancianas, juntando las cabezas, hablaban en veneciano, a voces, del frío repentino.

– ¿Zambino? -preguntó Vianello.

Brunetti asintió.

– Me gustaría saber por qué Mitri se hizo acompañar por un abogado cuando fue a ver a Patta.

– Y un abogado que a veces se encarga de la defensa de casos criminales -agregó Vianello innecesariamente-. Al fin y al cabo, él no había hecho nada.

– Quizá quería que le asesorase acerca de la demanda civil que podía presentar contra mi esposa, si yo conseguía impedir que la policía formulara cargos contra ella la segunda vez.

– No había posibilidad de hacer eso, ¿verdad? -preguntó Vianello con una voz que denotaba su pesar.

– No después de que intervinieran Landi y Scarpa.

Vianello rezongó entre dientes algo que Brunetti ni entendió ni quiso averiguar.

– No sé qué pasará ahora.

– ¿Acerca de qué?

– El caso. Muerto Mitri, no es probable que su heredero presente cargos contra Paola. Aunque el director de la agencia podría presentarlos.

– ¿Y qué hay de…? -Vianello se interrumpió sin saber cómo referirse a la policía. Finalmente, se decidió-: ¿… nuestros colegas?

– Eso depende del magistrado que examine el caso.

– ¿Quién es? ¿Lo sabe?

– Pagano, creo.

Vianello se quedó pensativo, repasando años de trabajo para este magistrado, un hombre mayor, en sus últimos años de ejercicio.

– No creo que solicite el proceso, ¿verdad?

– No; no es probable. Nunca se ha llevado bien con el vicequestore, por lo que no se dejará intimidar ni persuadir.

– Entonces, ¿qué habrá? ¿Una multa? -Al ver que Brunetti se encogía de hombros, Vianello abandonó la cuestión y preguntó-: ¿Y ahora qué hacemos?

– Me gustaría ver si ha llegado algo y luego ir a hablar con Zambino.

Vianello miró el reloj.

– ¿Habrá tiempo?

Como solía sucederle, Brunetti no sabía qué hora era, y le sorprendió ver que eran más de las seis.

– No; es verdad. En realidad, no hace falta que volvamos a la questura.

Vianello sonrió al oírlo, porque el barco aún estaba parado en el embarcadero de Rialto. El sargento se levantó y fue hacia la puerta. Cuando llegaba, notó que las máquinas cambiaban de cadencia y vio que el marinero soltaba la amarra del montante y la recogía.

– ¡Espera! -gritó.

El marinero no respondió, ni siquiera se volvió a mirar, y el motor aceleró.

– ¡Espera! -gritó Vianello en voz aún más alta, pero sin resultado.

El sargento se abrió paso entre la gente de la cubierta y puso la mano en el brazo del marinero.

– Soy yo, Marco -dijo con voz normal. El otro lo miró, vio el uniforme, reconoció la cara y agitó una mano volviéndose hacia el capitán que observaba el incidente a través del cristal de su cabina.

El marinero volvió a agitar la mano y el capitán dio marcha atrás bruscamente. Varios pasajeros se tambalearon. Una mujer perdió el equilibrio y cayó pesadamente sobre Brunetti, que extendió un brazo para sostenerla. Lo que menos deseaba era ser acusado de brutalidad policial u otra cosa por el estilo si la mujer caía al suelo, pero la agarró antes de pensar en esta eventualidad y, al soltarla, se alegró de verla sonreír con gratitud.

Lentamente, el barco retrocedió el medio metro que se había apartado del embarcadero. El marinero abrió la puerta corredera, y Vianello y Brunetti saltaron a tierra. Vianello agitó una mano en señal de agradecimiento, las máquinas volvieron a acelerar y el barco avanzó.

– Pero, ¿usted por qué ha desembarcado? -preguntó Brunetti. Ésta era su parada, y Vianello debía haber seguido hasta Castello.

– Tomaré el próximo. ¿Cuándo quiere hablar con Zambino?

– Mañana por la mañana -respondió Brunetti-. Pero tarde. Antes quiero ver si la signorina Elettra encuentra algo más.

Vianello asintió.

– Esa mujer es un portento -dijo-. Si lo conociera bien, yo diría que el teniente Scarpa le tiene miedo.

– Yo lo conozco bien -respondió Brunetti-. Y se lo tiene. Ella a él no le teme lo más mínimo, lo que la convierte en una de las pocas personas de la questura que no le tienen miedo. -Brunetti podía hablar así porque él y Vianello también se contaban entre las excepciones-. Y el miedo lo hace muy peligroso. He tratado de ponerla en guardia, pero ella no le concede importancia.

– Pues hace mal -dijo Vianello.

Otro barco apareció por debajo del puente y viró hacia el embarcadero. Cuando hubieron desembarcado los pasajeros, Vianello saltó a cubierta.

A domani, capo -dijo. Brunetti agitó una mano y se volvió antes de que los otros pasajeros empezaran a embarcar.

Se paró en uno de los teléfonos públicos del embarcadero y marcó de memoria el número del despacho de Rizzardi en el hospital. El médico ya no estaba, pero había dejado a su ayudante un mensaje para el comisario Brunetti. Las suposiciones del doctor se habían confirmado. Un solo cable, forrado de plástico, de unos seis milímetros de grueso. Nada más. Brunetti dio las gracias al ayudante y se encaminó hacia casa.


El día se había llevado consigo todo el calor. Brunetti echaba de menos la bufanda, y se subió el cuello del abrigo y hundió la barbilla. Andando deprisa, cruzó el puente y torció a la izquierda por el borde del agua, atraído por las luces que salían de los restaurantes de la riva. Bajó al paso inferior y salió a campo San Silvestro y dobló a la izquierda, para subir hacia su casa. En Biancat lo tentaron unos lirios del escaparate, pero recordó su enfado con Paola y pasó de largo. Tras recorrer un trecho, ya sólo recordó a Paola, y volvió sobre sus pasos, entró en la floristería y compró una docena de lirios violeta.

Ella estaba en la cocina y, al oír la puerta, asomó la cabeza para ver si era él o uno de los chicos. Vio el paquete y se acercó por el pasillo con un paño húmedo entre las manos.

– ¿Qué traes ahí, Guido? -preguntó, intrigada.

– Ábrelo y lo sabrás -dijo él dándole las flores.

Ella se puso el paño en el hombro y tomó el ramo. Él dio media vuelta para colgar el abrigo en el armario. A su espalda oía crepitar el papel hasta que, bruscamente, se hizo el silencio, un silencio total, y se volvió, temiendo haber hecho algo que no debía.

– ¿Qué tienes? -preguntó al ver su gesto de congoja.

Ella rodeó las flores con los dos brazos apretándolas contra el pecho y dijo algo que quedó ahogado por un fuerte crujido del papel.

– ¿Qué? -preguntó él inclinándose un poco, porque ella había bajado la cabeza y hundía la cara entre las flores.

– No puedo soportar la idea de que algo que yo hice causara la muerte de ese hombre. -Su voz se rompió en un sollozo, pero ella prosiguió-: Perdona, Guido, perdona todos los disgustos que te he causado. Yo te hago eso y tú me traes flores. -Sollozaba apretando la cara contra los suaves pétalos de los lirios, con los hombros sacudidos por la fuerza de su sentimiento.

Él le quitó las flores de las manos y buscó dónde dejarlas y, al no encontrar un sitio, las puso en el suelo y la abrazó. Ella sollozaba contra su pecho con un abandono que nunca había mostrado su hija, ni aun de pequeña. Él la sostenía con gesto protector, como si temiera que, por la fuerza de los sollozos, pudiera romperse. Dobló el cuello y le dio un beso en el pelo, aspiró su olor y vio los pequeños bucles de la nuca, donde la melena se dividía en dos bandas. La abrazaba meciéndola suavemente y repitiendo su nombre. Nunca la había amado tanto como en este momento. Tuvo una fugaz sensación de desquite, pero al instante notó que se le encendía la cara, de un bochorno como nunca había sentido. Se obligó a ahogar toda sensación de triunfo y se encontró en un espacio limpio en el que no había nada más que el dolor de que su esposa, la otra mitad de su ser, sufriera aquella angustia. Volvió a besarle el pelo y, al advertir que los sollozos remitían, la apartó ligeramente, aunque sin soltarle los hombros.

– ¿Estás mejor, Paola?

Ella asintió, sin poder hablar, con la cabeza baja, hurtando la cara.

Él sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón. No estaba recién planchado, pero eso no parecía importar en este momento. Le enjugó la cara, una mejilla, la otra y debajo de la nariz, y se lo puso en la mano. Ella acabó de secarse las lágrimas y se sonó ruidosamente. Luego se cubrió los ojos escondiéndose de él.

– Paola -dijo Brunetti con una voz que era casi normal, pero no del todo-. Lo que hiciste es algo perfectamente honorable. No es que me guste, pero actuabas de buena fe.

Durante un momento, pensó que esto desencadenaría otra crisis de llanto, pero no fue así. Ella apartó el pañuelo y lo miró con ojos enrojecidos.

– Si yo hubiera imaginado… -empezó.

Pero él la atajó con un ademán.

– Ahora no, Paola. Quizá luego, cuando los dos podamos hablar de eso. Ahora vamos a la cocina, a ver si encontramos algo de beber.

– Y de comer -agregó ella al momento, y sonrió, agradecida por la moratoria.

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