24

Empezó una discusión sobre adónde había que llevar a los detenidos para ser interrogados, si a Castelfranco, que tenía jurisdicción sobre el lugar de su captura o a Venecia, la ciudad en la que se había iniciado la investigación. Brunetti escuchó unos momentos y luego cortó el debate con voz áspera.

– He dicho que los suban al coche. Vamos a Castelfranco. -Los otros policías se miraron, pero ninguno puso objeciones, y así se hizo.

En el despacho de Bonino se informó a Bonaventura de que podía llamar a su abogado, y lo mismo se dijo al otro hombre, después de que se identificara con el nombre de Roberto Sandi, encargado de la fábrica. Bonaventura mencionó a un conocido criminalista de Venecia y pidió que se le permitiera llamarlo. Parecía desentenderse de Sandi.

– ¿Y a mí? -preguntó éste mirando a Bonaventura.

Su jefe no contestó.

– ¿Y a mí? -volvió a decir Sandi.

Bonaventura seguía callado.

Sandi, que tenía un marcado acento piamontés, preguntó entonces al agente de uniforme que estaba a su lado:

– ¿Dónde está su jefe? Quiero hablar con su jefe.

Antes de que el agente pudiera responder, Brunetti se adelantó diciendo:

– Yo me encargo del caso. -Aunque no estaba seguro de que fuera así.

– Entonces con usted quiero hablar -dijo Sandi con un brillo de malicia en los ojos.

– Vamos, Roberto -terció Bonaventura de pronto, poniendo la mano en el antebrazo de Sandi-, ya sabes que puedes contar con mi abogado. En cuanto llegue hablamos con él.

Sandi se desasió jurando entre dientes.

– Nada de abogados. Y, menos, tuyos. Quiero hablar con el poli. -Miró a Brunetti-. ¿Qué? ¿Dónde podemos hablar?

– Roberto -dijo Bonaventura con una voz que quería ser amenazadora-. No puedes hablar con él.

– Ya basta de decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer -escupió Sandi. Brunetti abrió la puerta del despacho y se llevó a Sandi al pasillo. Uno de los agentes de uniforme los siguió, abrió la puerta de un pequeño locutorio y se apartó para dejarles paso diciendo:

– Aquí, comisario.

Brunetti vio una mesa pequeña y cuatro sillas. Se sentó y se quedó esperando a Sandi. Cuando el otro se hubo sentado, el comisario lo miró fijamente y dijo:

– ¿Y bien?

– ¿Bien qué? -preguntó Sandi, todavía furioso por la cólera provocada por Bonaventura.

– ¿Qué tiene que decirme de esos envíos?

– ¿Qué es lo que usted sabe? -preguntó Sandi.

Como si no le hubiera oído, Brunetti preguntó:

– ¿Cuántos de ustedes están implicados en eso?

– ¿En qué?

En vez de contestar inmediatamente, Brunetti apoyó los codos en la mesa, juntó las manos y apoyó los labios en los nudillos. Así estuvo durante casi un minuto, mirando fijamente a Sandi, y repitió:

– ¿Cuántos de ustedes están implicados en eso?

– ¿En qué? -volvió a preguntar Sandi, esta vez permitiéndose una sonrisita como la que tiene el niño cuando hace una pregunta que cree que va a poner en un aprieto al maestro.

Brunetti levantó la cabeza, apoyó las manos en la mesa y se puso en pie. Sin decir nada, fue a la puerta y llamó con los nudillos. Al otro lado de la tela metálica de la mirilla apareció una cara. La puerta se abrió y Brunetti salió al pasillo y cerró la puerta. Hizo seña al agente de que se quedara y se alejó por el pasillo. Miró al interior de la habitación en la que estaba Bonaventura y vio que no había nadie con él. Brunetti se quedó diez minutos observando a través del cristal opaco. Bonaventura estaba sentado de perfil a la puerta, tratando de no mirarla ni reaccionar al ruido de pasos cuando pasaba alguien.

Finalmente, Brunetti abrió la puerta y entró. Bonaventura se volvió rápidamente.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Hablar con usted de esos envíos.

– ¿Qué envíos?

– Los de medicamentos. A Sri Lanka. Y a Kenia. Y a Bangladesh.

– ¿Qué hay de ellos? Son perfectamente legales. En el despacho tenemos todos los papeles.

Brunetti estaba seguro de que así era. Se había quedado junto a la puerta, con los hombros y un pie apoyados en ella y los brazos cruzados.

Signor Bonaventura, ¿quiere que hablemos de esto o prefiere que vuelva a hablar con su encargado? -Brunetti imprimió en su voz una nota de cansancio, casi de aburrimiento.

– ¿Qué le ha dicho? -preguntó Bonaventura sin poder contenerse.

Brunetti lo miró fijamente y repitió:

– Hábleme de esos envíos.

Bonaventura tomó una decisión. Cruzó los brazos imitando a Brunetti.

– No diré nada hasta que llegue mi abogado.

Brunetti volvió a la otra habitación. En la puerta seguía el mismo agente que, al ver a Brunetti, se apartó y la abrió.

Sandi miró a Brunetti.

– Está bien, ¿qué quiere saber? -dijo sin preámbulos.

– Esos envíos, signor Sandi -dijo Brunetti, mencionando el apellido para que lo captaran los micrófonos escondidos en el techo y sentándose frente al detenido-, ¿adónde van?

– A Sri Lanka, como el de anoche. A Kenia, a Nigeria y otros muchos sitios.

– ¿Siempre eran medicamentos?

– Sí, como los que encontrará en ese camión.

– ¿Qué clase de medicamentos?

– Muchos son para la hipertensión. Jarabe para la tos. Y estimulantes. Están muy solicitados en el Tercer Mundo. Dicen que allí pueden comprarse sin receta. Y antibióticos.

– ¿Cuántos de esos medicamentos están en las debidas condiciones?

Sandi se encogió de hombros, como si no le interesaran los detalles.

– Ni idea. Muchos están caducados o han dejado de fabricarse, son cosas que ya no pueden venderse en Europa, por lo menos, en Occidente.

– ¿Qué hacen? ¿Cambiar las etiquetas?

– No estoy seguro. Eso no me lo explicaban. Lo único que yo hacía era enviarlos -dijo Sandi con la voz firme y serena del embustero avezado.

– Pero alguna idea tendría -le instó Brunetti, suavizando el tono para dar a entender que un hombre tan avispado como Sandi debía de haberlo adivinado. En vista de que Sandi no respondía, prescindió de la suavidad-. Signor Sandi, me parece que ha llegado el momento de que empiece a decir la verdad.

Sandi meditó mientras miraba a un implacable Brunetti.

– Supongo que eso es lo que hacen -dijo finalmente. Señalando con un movimiento de la cabeza en dirección a la habitación en la que estaba Bonaventura, agregó-: Él también tiene una empresa que se dedica a recoger de las farmacias medicamentos caducados. Para su eliminación. Se supone que los queman.

– ¿Y qué hacen en realidad?

– Queman cajas.

– ¿Cajas de qué?

– De papel viejo. O sólo cajas. Basta con que den el peso. A nadie parece interesarle lo que haya dentro, mientras el peso concuerde.

– ¿Y no hay alguien que controle?

Sandi asintió.

– Un funcionario del Ministerio de Sanidad.

– ¿Y?

– Está de acuerdo.

– Así pues, ¿esa mercancía, esos medicamentos que no se queman, son enviados al aeropuerto y expedidos al Tercer Mundo?

Sandi asintió.

– ¿Se expiden? -repitió Brunetti, que necesitaba que la respuesta quedara grabada.

– ¿Y se cobran?

– Naturalmente.

– ¿A pesar de estar caducados?

Sandi pareció ofenderse por la pregunta.

– Muchas de esas cosas duran más de lo que dice el Ministerio de Sanidad. Buena parte de la mercancía está bien. Seguramente, tiene una vida mucho más larga de lo que indica el envase.

– ¿Qué más envían?

Sandi lo miró con ojos astutos, pero no dijo nada.

– Cuanto más hable ahora, mejor para usted más adelante.

– ¿Mejor en qué sentido?

– Los jueces sabrán que ha colaborado y eso pesará en favor suyo.

– ¿Qué garantías tendría?

Brunetti se encogió de hombros.

Ninguno de los dos habló durante mucho rato, y luego Brunetti preguntó:

– ¿Qué más enviaban?

– ¿Les dirá que le he ayudado? -preguntó Sandi, ansioso de hacer un trato.

– Sí.

– ¿Qué garantías? -repitió.

Brunetti volvió a encogerse de hombros.

Sandi inclinó la cabeza un momento, trazó un dibujo con el dedo en la mesa y levantó la mirada.

– Parte de lo que se envía no sirve para nada. No es nada. Harina, azúcar, lo que sea que usan para hacer placebos. Y, en las ampollas, aceite o agua con colorante.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y dónde lo hacen?

– Allí. -Sandi levantó una mano para señalar un punto lejano, donde podría estar la fábrica de Bonaventura, o no-. Hay un turno que trabaja de noche. Lo envasan, etiquetan y embalan. Y lo llevan al aeropuerto.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti y, al ver que Sandi no entendía la pregunta, agregó-: ¿Por qué, placebos? ¿Por qué no las auténticas medicinas?

– Concretamente, la medicina para la hipertensión es muy cara. Por la materia prima, la sustancia química, o lo que sea. Y el remedio para la diabetes, lo mismo, o eso creo, por lo menos. Así que, para reducir costes, usan placebos. Pregúntele a él -dijo, volviendo a señalar en la dirección en la que había dejado a Bonaventura.

– ¿Y en el aeropuerto?

– Allí, todo normal. Las cajas se cargan en los aviones y se entregan en destino. No hay problemas. Todo está controlado.

– ¿Y todo es operación comercial? -A Brunetti le había asaltado una idea-. ¿O destinan parte a beneficencia?

– Muchas cosas van a organizaciones benéficas. La ONU y demás. Les vendemos con descuento y así desgravamos por obras de caridad.

Brunetti contuvo su reacción a lo que estaba oyendo. Daba la impresión de que Sandi sabía muchas más cosas de las necesarias para llevar un camión al aeropuerto.

– ¿Alguien de la ONU comprueba el contenido?

Sandi dio un bufido de incredulidad.

– Lo único que les interesa es hacerse la foto cuando entregan las cosas en los campos de refugiados.

– ¿Envían a los campos de refugiados los mismos productos que en los embarques normales?

– No; allí enviamos sobre todo cosas contra la diarrea. Y mucho jarabe para la tos. Cuando la gente está tan flaca, es lo que más les preocupa.

– Comprendo -aventuró Brunetti-. ¿Cuánto tiempo llevaba usted en esto?

– Un año.

– ¿En calidad de qué?

– Encargado. Antes trabajaba para Mitri, en su fábrica. Pero luego vine aquí. -Hizo una mueca, como si el recuerdo le disgustara.

– ¿Mitri hacía lo mismo?

Sandi asintió.

– Sí, hasta que vendió la fábrica.

– ¿Por qué la vendió?

Sandi se encogió de hombros.

– Tengo entendido que le hicieron una oferta que no pudo rechazar. O sea, que hubiera sido peligroso rechazar. Que gente importante quería comprarla.

Brunetti comprendió perfectamente lo que quería decir y le sorprendió que, incluso aquí, Sandi temiera mencionar la organización que representaba aquella «gente importante».

– ¿Así que la vendió?

Sandi asintió.

– Pero a mí me recomendó a su cuñado. -La mención de Bonaventura le hizo volver de los tiempos pasados a la realidad presente-. Y maldigo la hora en que empecé a trabajar para él.

– ¿Lo dice por esto? -preguntó Brunetti señalando con un ademán la lóbrega asepsia de la habitación y todo lo que representaba.

Sandi asintió.

– ¿Y qué me dice de Mitri? -preguntó Brunetti.

Sandi juntó las cejas simulando confusión.

– ¿Estaba involucrado en las actividades de la fábrica?

– ¿Qué fábrica?

Brunetti levantó la mano y descargó un puñetazo en la mesa delante de Sandi, que dio un brinco como si el golpe lo hubiera recibido él.

– No me haga perder el tiempo, signor Sandi -gritó-. No me haga perder el tiempo con preguntas estúpidas. -Como Sandi no respondiera, se inclinó hacia él para preguntar-: ¿Me ha entendido?

Sandi asintió.

– Bien -dijo Brunetti-. ¿Qué puede decirme de la fábrica? ¿Mitri tenía parte en ella?

– Debía de tenerla.

– ¿Por qué?

– Venía de vez en cuando a preparar una fórmula o a decir a su cuñado qué aspecto debía tener un medicamento. Tenían que asegurarse de que cada cosa parecía lo que debía parecer. -Miró a Brunetti y agregó-: No es que esté del todo seguro, pero yo diría que por eso venía.

– ¿Con qué frecuencia?

– Una vez al mes, quizá más.

– ¿Cómo se llevaban? -Y, para evitar que Sandi preguntara quién, agregó-: Bonaventura y Mitri.

Sandi pensó la respuesta.

– No muy bien. Mitri estaba casado con la hermana del otro, y tenían que aguantarse, pero no creo que a ninguno de los dos le gustara.

– ¿Y qué hay del asesinato de Mitri? ¿Qué es lo que sabe?

Sandi agitó la cabeza repetidamente.

– Nada. Nada en absoluto.

Brunetti dejó pasar un largo momento antes de preguntar:

– ¿Y en la fábrica, se hablaba?

– Siempre se habla.

– Del asesinato, signor Sandi. ¿Se hablaba del asesinato?

Sandi callaba, tratando de recordar, o quizá sopesando posibilidades. Finalmente, musitó:

– Se hablaba de que Mitri quería comprar la fábrica.

– ¿Por qué?

– ¿Se refiere a por qué se hablaba o por qué quería comprarla?

Brunetti suspiró profundamente y dijo con calma:

– ¿Por qué quería comprarla?

– Porque la llevaba mucho mejor que Bonaventura. Él no sabía dirigirla. La gente no cobraba puntualmente. El descontrol era total. Yo nunca sabía cuándo estaría lista la carga para el embarque. -Sandi movió la cabeza a derecha e izquierda apretando los labios en gesto de desagrado, la estampa del contable metódico ante el desbarajuste administrativo.

– Dice que es usted el encargado de la fábrica, signor Sandi. -Éste asintió-. Yo diría que sabía usted más sobre su funcionamiento que el mismo dueño.

Sandi volvió a mover la cabeza afirmativamente, como si le halagara que alguien se hubiera dado cuenta de esto.

Sonó un golpe en la puerta, que se abrió una rendija, y Brunetti vio a Della Corte en el pasillo llamándole por señas. Cuando Brunetti salió, el otro le dijo:

– Ha venido la mujer.

– ¿La mujer de Bonaventura? -preguntó Brunetti.

– No; la de Mitri.

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