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A la mañana siguiente, Brunetti no siguió el itinerario habitual para ir a la questura sino que, después de cruzar el puente de Rialto, torció a la derecha. Todo el mundo decía que Rosa Salva era uno de los mejores bares de la ciudad. A Brunetti le gustaban sobre todo sus pasteles de ricotta. Entró en el establecimiento, pidió café y una pasta e intercambió frases y saludos con clientes conocidos.

Al salir del bar, tomó por la calle della Mandola hacia campo San Stefano, ruta que lo llevaría a la piazza San Marco. El primer campo que cruzó era Manin, donde cuatro hombres estaban descargando de un barco una gran placa de vidrio. Una carretilla especial aguardaba para transportarla a la agencia de viajes donde debía ser instalada.

Brunetti se unió al grupo de curiosos que se había congregado para ver cómo trasladaban la luna a través del campo. Los hombres habían puesto unas mantas entre el vidrio y el bastidor de madera que lo sostenía en posición vertical. Se situaron dos a cada lado para empujar la carretilla y llevar la luna hasta el hueco que debía cerrar.

Mientras los hombres cruzaban el campo, los espectadores hacían conjeturas.

– Han sido los gitanos.

– No; un antiguo empleado, que ha vuelto con una pistola.

– Dicen que lo ha hecho el dueño, para cobrar el seguro.

– Qué estupidez; ahí ha caído un rayo.

Como suele ocurrir, cada uno estaba convencido de la autenticidad de su versión y no tenía para las ajenas más que desdén.

Cuando el carro llegó frente al escaparate, Brunetti se apartó del pequeño grupo y siguió su camino.

Al llegar a la questura, pasó por la oficina de los policías de uniforme y pidió los informes de las incidencias de la noche. Era poco lo que había ocurrido y nada que le interesara. En su despacho, dedicó la mayor parte de la mañana al proceso, al parecer, interminable, de pasar papeles de un lado al otro de la mesa. Hacía años, en su banco le habían dicho que estaban obligados a guardar copia de todas las transacciones, por insignificantes que fueran, durante diez años.

Sus ojos, siguiendo al pensamiento, se apartaron de la hoja que tenían delante y, sin darse cuenta, Brunetti se encontró contemplando una Italia que estaba cubierta, hasta la altura del tobillo de un hombre, de una capa de informes, fotocopias, copias carbón y vales de caja de bares, tiendas y farmacias. Y, en este mar de papel, una carta aún tardaba dos semanas en llegar a Roma.

De estos pensamientos lo sacó la entrada del sargento Vianello, que venía a decirle que había conseguido concertar una entrevista con uno de los pequeños delincuentes que a veces les pasaban información. El hombre había dicho a Vianello que tenía algo interesante que ofrecer, pero como no quería ser visto en dependencias de la policía, Brunetti tendría que encontrarse con él en un bar de Mestre, lo que significaba que, después del almuerzo, el comisario debería tomar el tren hasta Mestre y luego un autobús. El bar no era la clase de local al que se podía llegar en taxi.


Tal como se figuraba Brunetti, no sacó nada en limpio de la entrevista. El chico había leído en los periódicos que el Gobierno daba dinero a los que denunciaban a la Mafia y testificaban contra ella, y pretendía que Brunetti le adelantara cinco millones de liras. Una idea absurda y una pérdida de tiempo. Por lo menos, el viaje lo había mantenido distraído hasta después de las cuatro, hora en que llegó al despacho, donde encontró a Vianello esperándolo, muy alterado.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Brunetti al ver la cara del sargento.

– Ese hombre de Treviso.

– ¿Iacovantuono?

– Sí.

– ¿Qué hay? ¿Ha decidido no venir?

– Su mujer ha muerto.

– ¿Cómo ha muerto?

– Se ha desnucado al caer por la escalera de su casa.

– ¿Cuántos años tenía?

– Treinta y cinco.

– ¿Algún problema de salud?

– Ninguno.

– ¿Hay testigos?

Vianello movió la cabeza negativamente.

– ¿Quién la ha encontrado?

– Un vecino que iba a casa a almorzar.

– ¿No ha visto nada?

Nuevamente, Vianello denegó con un movimiento de la cabeza.

– ¿Cuándo ha sido?

– Dice el hombre que quizá ella aún vivía cuando la ha encontrado, poco antes de la una. Pero no está seguro.

– ¿La mujer ha dicho algo?

– Él ha llamado al 113, pero cuando la ambulancia ha llegado ya había muerto.

– ¿Han hablado con los vecinos?

– ¿Quién?

– La policía de Treviso.

– No han hablado con nadie.

– ¿Y se puede saber por qué no?

– Lo consideran un accidente.

– Naturalmente que tenía que parecer un accidente -estalló Brunetti. Como Vianello no decía nada, preguntó-: ¿Ya han hablado con el marido?

– Él estaba trabajando cuando ocurrió.

– Sí, pero, ¿han hablado con él?

– Yo diría que no, comisario, aparte de comunicarle lo ocurrido.

– ¿Podemos disponer de un coche? -preguntó Brunetti.

Vianello levantó el teléfono, marcó un número y habló unos momentos. Después de colgar dijo:

– Habrá un coche esperándonos en piazzale Roma a las cinco y treinta.

– Llamaré a mi esposa.

Paola no estaba en casa, y Brunetti pidió a Chiara que dijera a su madre que él tenía que ir a Treviso y que seguramente llegaría tarde.

Durante sus más de dos décadas de policía, Brunetti había desarrollado una intuición casi infalible para detectar el fracaso mucho antes de que fuera aparente. Ya antes de que él y Vianello salieran de la questura, sabía que el viaje a Treviso sería inútil y que cualquier posibilidad que hubiera podido existir de que Iacovantuono testificara, había muerto con su mujer.


Eran más de las siete cuando llegaron a Treviso, las ocho cuando consiguieron convencer a Iacovantuono para que hablara con ellos y las diez cuando, finalmente, aceptaron su negativa a tener más tratos con la policía. Lo único de toda la actividad de la noche que procuró a Brunetti una brizna, si no de satisfacción, por lo menos, de ecuanimidad, fue su propia renuncia a hacer a Iacovantuono la pregunta retórica de qué les ocurriría a los hijos de todos ellos si él no testificaba. Lo que les ocurriría era evidente, cuando menos evidente según la lectura que Brunetti hacía de los hechos: que los hijos y el padre seguirían vivos. Sintiéndose un perfecto imbécil ante el pizzaiolo que lo miraba con ojos enrojecidos, le dio su tarjeta antes de volver con Vianello al coche.

El conductor, después de tan larga espera, estaba de mal humor, por lo que Brunetti propuso parar a cenar durante el viaje de vuelta, a pesar de que comprendía que ello retrasaría su llegada a casa hasta mucho después de medianoche. Finalmente, el coche los dejaba a él y a Vianello en piazzale Roma poco antes de la una, y Brunetti, fatigado, decidió tomar un vaporetto en lugar de ir a casa andando. Él y Vianello charlaban de cosas triviales en el embarcadero y después, en la cabina, mientras la embarcación remontaba majestuosamente la vía navegable más bella del mundo.

Brunetti desembarcó en San Silvestro, indiferente al magnífico escenario de Venecia a la luz de la luna. No deseaba más que encontrarse en su cama, al lado de su mujer, y olvidarse de los ojos tristes y desengañados de Iacovantuono. Colgó el abrigo en el recibidor y recorrió el pasillo hacia el dormitorio. No había luz en las habitaciones de los chicos, pero aun así se asomó para asegurarse de que dormían.

Abrió la puerta de su dormitorio sigilosamente, con intención de desnudarse con la claridad que llegaba del pasillo, para no despertar a Paola. Precaución inútil: la cama estaba vacía. Aunque no veía luz por la rendija de debajo de la puerta del estudio, la abrió para confirmar su certeza de que ella no estaba. Tampoco estaba encendida ninguna otra lámpara de la casa, pero fue a la sala, con la leve esperanza -aunque seguro de que era una esperanza vana- de encontrar a su mujer dormida en el sofá.

En la habitación no había más luz que la lamparita roja que parpadeaba en el contestador. Tres mensajes tenía. El primero era su propia llamada, hecha desde Treviso sobre las diez, para avisar a Paola de que se retrasaría aún más de lo previsto. La segunda era de alguien que había colgado y la tercera, tal como él se temía, era de la questura, el agente Pucetti que rogaba al comisario que le llamara lo antes posible.

Así lo hizo Brunetti, al número del despacho de los agentes. Le contestaron a la segunda señal.

– Pucetti, soy el comisario Brunetti. ¿Qué sucede?

– Creo que debería venir, comisario.

– ¿Qué sucede, Pucetti? -insistió Brunetti, pero su voz no era brusca ni imperiosa sino sólo cansada.

– Es su esposa, comisario.

– ¿Qué ha pasado?

– La hemos arrestado.

– Ya. ¿Puede decirme algo más?

– Creo que es preferible que venga, señor.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Desde luego -contestó Pucetti con un alivio audible.

Al cabo de un momento, le llegaba la voz de Paola.

– ¿Sí?

Él sintió ahora una cólera repentina. Se hace arrestar y ahora se da aires de prima donna.

– Voy para allá, Paola. ¿Has vuelto a hacerlo?

– Sí. -Nada más.

Colgó el teléfono y dejó una nota para los chicos y la luz encendida. Fue hacia la questura con más peso en el corazón que en las piernas.

Empezaba a lloviznar, en realidad, aquello más parecía licuación del aire que algo tan concreto como lluvia. Mecánicamente, se subió el cuello del abrigo mientras caminaba.

Al cabo de un cuarto de hora, Brunetti llegaba a la questura. Un agente de gesto preocupado aguardaba en la puerta, que abrió con un saludo muy formal, tal vez fuera de lugar a esta hora. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo mirando al joven -no recordaba su apellido, pero estaba seguro de conocerlo- y subió al primer piso.

Pucetti se puso en pie y saludó cuando entró el comisario. Paola lo miró desde su asiento frente a Pucetti, pero no sonrió.

Brunetti se sentó al lado de Paola y atrajo hacia sí el formulario del arresto que tenía delante el agente. Lo leyó lentamente.

– ¿La han encontrado en campo Manin? -preguntó Brunetti.

– Sí, señor -respondió Pucetti, todavía de pie.

Brunetti, con una seña, indicó al joven que se sentara, lo que éste hizo con evidente timidez.

– ¿Había alguien más con usted?

– Sí, señor. Landi.

«Estamos copados», pensó Brunetti, empujando el formulario otra vez hacia el agente.

– ¿Y qué han hecho entonces?

– Hemos vuelto aquí y hemos pedido a la señora, a su esposa, su carta d'identitá. Cuando nos la ha dado y hemos visto quién era, Landi ha llamado al teniente Scarpa.

Eso era típico en Landi, Brunetti lo sabía.

– ¿Por qué no se ha quedado allí uno de ustedes?

– Un guardia di San Marco ha venido al oír la alarma, y lo hemos dejado allí esperando al dueño.

– Ya -dijo Brunetti-. ¿Ha venido el teniente Scarpa?

– No, señor. Él y Landi han hablado, pero no ha dado órdenes. Nos ha dejado que sigamos el procedimiento normal.

Brunetti estuvo a punto de decir que probablemente no había un procedimiento normal para el arresto de la esposa de un comisario de policía, pero se limitó a levantarse y decir, dirigiéndose a Paola por primera vez:

– Creo que podemos irnos, Paola.

Ella no contestó pero se puso en pie inmediatamente.

La llevo a casa, Pucetti. Vendremos por la mañana. Si el teniente Scarpa pregunta, ¿hará el favor de decírselo?

– Desde luego, comisario -respondió Pucetti. Fue a decir más, pero Brunetti lo atajó con un ademán.

– No hay más que decir, Pucetti. No tenía usted elección. -Lanzó una mirada a Paola-. Además, antes o después tenía que suceder. -Trató de sonreír al agente.

Cuando llegaron al pie de la escalera, encontraron al agente joven en el vestíbulo, ya con la mano en el tirador de la puerta. Brunetti hizo pasar primero a Paola, levantó una mano sin mirar al agente y salió a la noche. El aire saturado de humedad los envolvió, convirtiendo al momento su aliento en pequeñas nubes. Mientras caminaban, la desavenencia que había entre ellos era casi tan perceptible como el aliento que se condensaba en el aire.

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