27

Y nunca se había cumplido más fielmente una profecía. El banco de Venecia tenía un registro de la numeración de los billetes de quinientas mil liras distribuidos el día en que Bonaventura retiró del banco quince millones en efectivo, y entre ellos estaban los encontrados en la billetera de Palmieri. Y, por si ello no era prueba suficiente, los billetes tenían las huellas de Bonaventura.

Candiani, hablando en representación de Bonaventura, adujo que esta circunstancia era perfectamente explicable. Su cliente había retirado el dinero para pagar un préstamo personal que le había hecho Paolo Mitri, su cuñado, préstamo que había devuelto en efectivo al día siguiente de retirar el dinero, es decir, el día en que Mitri fue asesinado. Los fragmentos de la piel de Palmieri hallados en las uñas de Mitri eran prueba de lo ocurrido: Palmieri había robado a Mitri y preparado la nota por adelantado, a fin de alejar sospechas. Él había matado a Mitri, accidental o intencionadamente, para robarle.

En cuanto a las llamadas telefónicas, Candiani no tuvo dificultad para invalidarlas. Le bastó señalar que la fábrica Interfar tenía centralita, por lo que las llamadas hechas desde cualquier extensión quedaban registradas como procedentes de la centralita. Por ello, las llamadas al móvil de Palmieri había podido hacerlas cualquiera, desde cualquier lugar de la fábrica, lo mismo que Palmieri podía haber llamado a la fábrica, simplemente, para avisar del retraso de un envío.

Cuando se mencionó a Bonaventura la llamada hecha a su número desde el apartamento de Mitri la noche del asesinato, él recordó que Mitri había llamado para invitarlos a él y a su esposa a cenar la semana siguiente. Y, al hacerle observar que la llamada había durado sólo quince segundos, Bonaventura recordó que Mitri había colgado enseguida diciendo que estaban llamando a la puerta. Y manifestó consternación al darse cuenta de que el que llamaba debía de ser el asesino.

Cada uno de los detenidos había tenido tiempo para hilvanar una justificación de su huida de la fábrica Interfar. Sandi dijo que había interpretado el repentino aviso de Bonaventura de que la policía estaba allí como una orden para huir y que Bonaventura había sido el primero en correr hacia el camión. Bonaventura, por su parte, insistía en que Sandi le apuntaba a él con la pistola para obligarle a subir a la cabina. El tercer hombre decía no haber visto nada.

En la cuestión de los envíos de medicamentos, Candiani no fue tan eficaz para alejar las sospechas de la justicia. Sandi repitió y amplió su testimonio y dio los nombres y direcciones del equipo del turno de noche encargado de envasar y embalar los medicamentos falsos. Como se les pagaba en efectivo, no había constancia de sus salarios, pero Sandi facilitó hojas de horarios con sus nombres y firmas. También dio a la policía una extensa lista de envíos pasados, con fechas, contenidos y destinos.

En este momento, intervino el Ministerio de Sanidad. La fábrica Interfar fue clausurada y las naves, selladas mientras los inspectores examinaban cajas, frascos y tubos. Se comprobó que todos los productos que se encontraban en la parte central de la fábrica eran lo que indicaban los respectivos envases, pero una sección del almacén contenía cajas de embalaje llenas de sustancias sin valor terapéutico. En tres de ellas había botellas de plástico que, según la etiqueta, debían contener jarabe para la tos. Los análisis demostraron que el producto era un compuesto de agua, azúcar y líquido anticongelante, combinación que podía resultar nociva y hasta letal.

Otras cajas contenían cientos de fármacos caducados y paquetes de gasas y de hilo de sutura cuyos envases se deshacían al tacto, por el mucho tiempo que llevaban deambulando por distintos almacenes. Sandi facilitó los conocimientos de embarque y facturas que debían acompañar estas cajas a su destino en países castigados por el hambre y las epidemias, así como la lista de precios que se facturaban a las agencias internacionales, deseosas de distribuirlos entre los pobres.

Brunetti, retirado del caso por orden expresa de Patta que, a su vez, actuaba a instancias del ministro de Sanidad, seguía la investigación por la prensa. Bonaventura admitió haber intervenido en la venta de medicinas falsificadas, pero mantuvo que la idea y la instigación partían de Mitri. Al adquirir Interfar, había contratado a gran parte del personal de la fábrica que Mitri se había visto obligado a vender: ellos habían traído consigo el mal y la corrupción, y Bonaventura nada pudo hacer para oponerse. Cuando protestó a Mitri, su cuñado le amenazó con exigirle la devolución del préstamo personal y retirar el capital de su esposa, lo que suponía la ruina para Bonaventura. Éste, víctima de su propia debilidad e indefenso ante el superior poder financiero de Mitri, no había tenido más opción que la de continuar la producción y venta de medicinas falsas. Protestar hubiera supuesto la quiebra y la deshonra.

De lo que leía, Brunetti dedujo que, si el caso de Bonaventura llegaba a juicio, lo más que podía caerle era una multa, que tampoco sería muy fuerte, ya que, en realidad, las etiquetas del Ministerio de Sanidad no habían sido sustituidas ni manipuladas. Brunetti no sabía qué ley se infringía con la venta de medicinas caducadas, y menos, si la venta se realizaba a un país extranjero. La ley era más explícita en lo referente a falsificación de medicamentos, pero la circunstancia de que éstos no se vendieran ni distribuyeran en Italia complicaba la cuestión. Aunque todo esto le parecían especulaciones gratuitas. El delito de Bonaventura era asesinato, no manipular envoltorios: el asesinato de Mitri y de las personas que hubieran muerto por tomar las medicinas que él vendía.

En esta tesitura, Brunetti estaba solo. La prensa se mostraba convencida de que a Mitri lo había matado Palmieri, aunque ningún periódico se retractó de la primitiva idea, manifestada con absoluta certidumbre, de que el asesino era un fanático inducido al crimen por el acto de Paola. El magistrado decidió no procesar a Paola y el caso fue archivado.

Varios días después de que Bonaventura fuera enviado a su casa, donde debía permanecer bajo arresto, Brunetti estaba en la sala, enfrascado en la lectura del relato que hacía Arriano de las campañas de Alejandro Magno, cuando sonó el teléfono. Él levantó la cabeza, aguzando el oído para averiguar si Paola contestaba desde el estudio. Cuando, después de la tercera señal, dejó de sonar el aparato, Brunetti volvió al libro y al evidente deseo de Alejandro de que sus amigos se postraran ante él como si fuera un dios. La fuerza del relato lo arrastró inmediatamente hacia aquellos remotos tiempos y lugares.

– Es para ti -dijo Paola a su espalda-. Una mujer.

– ¿Hmm? -hizo Brunetti levantando la mirada del libro, pero sin haber vuelto del todo a la habitación ni al presente.

– Una mujer -repitió Paola desde la puerta.

– ¿Quién? -preguntó Brunetti, intercalando un billete de barco usado entre las páginas y dejando el libro en el sofá, a su lado.

Estaba levantándose cuando Paola dijo:

– No tengo ni idea. Yo no escucho tus llamadas.

Él se quedó en suspenso, encorvado como un viejo con dolor de espalda.

Madre di Dio -exclamó. Enderezó el cuerpo y miró fijamente a Paola, que lo observaba con extrañeza.

– ¿Qué te ocurre, Guido? ¿Te duele la espalda?

– No, no, estoy bien. Pero me parece que ya lo tengo. Me parece que ya lo he pescado. -Fue al armadio y sacó el abrigo.

– ¿Qué haces? -preguntó Paola.

– Tengo que salir -dijo él sin más explicaciones.

– ¿Qué le digo a esa mujer?

– Que no estoy -respondió él y, al cabo de un momento, era la verdad.


La signora Mitri le abrió la puerta. Estaba sin maquillar y en la raya del pelo se veía una fina franja gris. Llevaba un vestido marrón sin forma y parecía haber engordado aún más desde la última vez que la había visto. Cuando él se acercó para estrecharle la mano, notó un olorcillo dulzón, a vermut o Marsala.

– ¿Ha venido a decirme algo definitivo? -preguntó ella cuando se hubieron sentado en la sala a uno y otro lado de una mesita de centro en la que había tres copas sucias y una botella de vermut vacía.

– No, señora. Lo siento, pero aún no puedo decirle nada.

La decepción hizo a la mujer cerrar los ojos y juntar las manos. Al cabo de un momento, lo miró y susurró:

– Yo confiaba…

– ¿Ha leído los periódicos?

Ella, sin preguntarle a qué se refería, movió la cabeza negativamente.

– Necesito saber una cosa. Necesito que me explique una cosa -dijo Brunetti.

– ¿Qué? -preguntó ella con voz neutra, sin demostrar interés.

– La última vez que hablamos, usted dijo que escuchaba las conversaciones de su marido. -Como ella no diera señales de haberle oído, él agregó-: Con otras mujeres.

Como él temía, las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de la mujer, cayendo en la gruesa tela del vestido. Ella asintió.

– ¿Podría decirme cómo?

Ella lo miró entornando los ojos desconcertada.

– ¿Cómo escuchaba las conversaciones?

La mujer movió la cabeza negativamente.

– ¿Cómo las escuchaba? -Ella no contestaba, y él insistió-: Es muy importante. Necesito saberlo.

Brunetti vio cómo se le encendía la cara. A demasiada gente había dicho ya que él era como un sacerdote y que sus secretos estarían bien guardados, y no quiso volver a utilizar este falso argumento. Sólo se quedó esperando.

Al fin ella dijo:

– El detective puso un aparato en el teléfono de mi habitación.

– ¿Una grabadora? -preguntó Brunetti.

Ella asintió, más colorada todavía.

– ¿Aún está instalada?

Ella volvió a mover la cabeza afirmativamente.

– ¿Podría traérmela? -Ella no parecía haber oído, y él repitió-. ¿Podría traérmela? ¿O decirme dónde está?

Ella se tapó los ojos, pero por debajo de la mano seguían resbalando las lágrimas.

Brunetti esperaba. Finalmente, con la otra mano, ella señaló por encima del hombro izquierdo, hacia el interior del apartamento. Moviéndose con rapidez, para no darle tiempo a arrepentirse, Brunetti se levantó y salió al vestíbulo. Recorrió todo el pasillo, pasando por delante de una cocina a un lado y un comedor al otro y, al fondo, se asomó a una habitación en la que vio trajes de hombre colgados de un perchero. Abrió la puerta de enfrente y se encontró en el dormitorio con el que sueña toda adolescente, con volantes de organza blanca en la cama y el tocador y una pared cubierta de espejos.

Al lado de la cama vio un artístico teléfono dorado, cuyo auricular descansaba en una esbelta horquilla sobre una gran caja cuadrada, provista de un disco evocador de tiempos pasados. Brunetti se acercó a la cama, se arrodilló y apartó la nube de organza. De la base del teléfono salían dos hilos, uno que iba al conector y el otro a una grabadora no mayor que un walkman. Él conocía el aparato, lo había usado para hablar con sospechosos, se activaba por la voz y la claridad de sonido era sorprendente para su tamaño.

Brunetti desconectó la grabadora y volvió a la sala. La mujer seguía con la mano sobre los ojos, pero levantó la cabeza al oírle entrar.

Él puso el aparato encima de la mesa, delante de ella.

– ¿Es ésta la grabadora, signora?

Ella asintió.

– ¿Puedo escuchar lo grabado?

Hacía tiempo, Brunetti había visto un programa de televisión en el que se mostraba la manera en que las serpientes hipnotizan a la presa. Al ver cómo ella movía la cabeza de atrás adelante, cuando él se inclinaba hacia la grabadora, se acordó de la serpiente y se sintió incómodo.

La mujer asintió sin dejar de seguir sus movimientos con la cabeza mientras él oprimía, primero, «Re-wind» y, cuando sonó el chasquido que indicaba que la cinta se había rebobinado, «Play».

Ellos escuchaban mientras en la habitación sonaban otras voces, una de ellas, la de un muerto. Mitri se citaba para cenar con un compañero de estudios; la signora Mitri encargaba unas cortinas; el signor Mitri decía a una mujer que estaba ansioso de volver a verla. Al oír esto, la signora Mitri volvió la cara, turbada y las lágrimas volvieron a manar.

Siguieron varios minutos de llamadas diversas que sólo tenían en común la banalidad. Y nada parecía más intrascendente que la expresión verbal de la sensualidad de Mitri ahora que estaba muerto. Entonces sonó la voz de Bonaventura que preguntaba a Mitri si tendría tiempo de mirar unos papeles la noche siguiente. Cuando Mitri respondió afirmativamente, Bonaventura dijo que pasaría a eso de las nueve o, quizá, enviaría a uno de los chóferes con los documentos. Y fue entonces cuando Brunetti oyó la llamada que él confiaba que estuviera grabada. El teléfono sonó dos veces, Bonaventura contestó con un nervioso «¿Sí?» y en la habitación se oyó la voz de otro muerto.

«Soy yo. Ya está hecho.»

«¿Seguro?»

«Sí. Aún estoy aquí.»

La pausa que seguía denotaba la consternación de Bonaventura ante semejante temeridad.

«Márchate de ahí. Ahora mismo.»

«¿Cuándo nos vemos?»

«Mañana. En mi despacho. Entonces te daré el resto.»

Y los que escuchaban oyeron colgar el teléfono.

A continuación, sonó la voz nerviosa de un hombre que hablaba con la policía. Brunetti alargó la mano y oprimió «Stop». Cuando miró a la mujer vio que de su cara había sido barrida toda emoción, como por efecto de un trauma, y que las lágrimas estaban olvidadas.

– ¿Su hermano?

Ella, lo mismo que la víctima de un bombardeo, no pudo sino mover la cabeza de arriba abajo, con los ojos muy abiertos.

Brunetti se levantó y se inclinó para recoger la grabadora y la guardó en el bolsillo.

– No tengo palabras para expresar cuánto lo siento, signora.

Загрузка...