11

Encontró restos de la muchedumbre delante de su casa, tres hombres, los mismos que habían tratado de interrogarlo en la puerta de la questura. Sin responder a las preguntas que le hacían a gritos, levantó la llave hacia la cerradura del enorme portone de la entrada. Alguien le agarró del brazo por detrás, tratando de apartar la mano de la puerta.

Brunetti giró hacia la derecha, blandiendo el gran manojo de llaves como un arma. El reportero, al ver, no ya las llaves sino la expresión de su cara, retrocedió extendiendo una mano en actitud apaciguadora.

– Perdone, comisario -dijo con una sonrisa tan falsa como sus palabras. Algún instinto animal en los otros detectó el puro miedo de su voz y les hizo reaccionar. Nadie habló. Brunetti les miró a la cara. No se dispararon flashes ni se enfocaron videocámaras.

Brunetti se volvió otra vez hacia la puerta y metió la llave en la cerradura. La hizo girar y entró en el zaguán, cerró la puerta y se apoyó en ella. Tenía el pecho, más, toda la parte superior del cuerpo, cubierta del sudor viscoso provocado por el arrebato de cólera, y el corazón le latía con fuerza. Se desabrochó el abrigo, para que el aire del portal lo refrescara. Haciendo palanca con los hombros, se apartó de la puerta y empezó a subir la escalera.

Paola debía de haberle oído porque, al llegar él al último tramo de la escalera, vio que le había abierto la puerta. Cuando entró, ella le tomó el abrigo y lo colgó. Él se inclinó, le dio un beso en la mejilla y aspiró su olor con agrado.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó ella.

– Una cosa llamada «baja administrativa». Inventada para la ocasión, imagino.

– ¿Y significa? -dijo Paola caminando a su lado hacia la sala.

Él se dejó caer en el sofá con las piernas extendidas.

– Significa que tengo que quedarme en casa leyendo hasta que tú y Mitri os pongáis de acuerdo.

– ¿De acuerdo? -preguntó ella sentándose a su lado en el borde del sofá.

– Por lo visto, Patta cree que deberías pagar el vidrio y pedir disculpas a Mitri. -Evocó la imagen del dottore y rectificó-: O sólo pagar el vidrio.

– ¿Uno o dos? -preguntó ella.

– ¿Importa eso?

Ella bajó la mirada y alisó el borde de la alfombra con el pie.

– No; en realidad, no puedo darle ni una lira.

– ¿No puedes o no quieres?

– No puedo.

– Bueno, pues eso va a darme la oportunidad de leer por fin a Gibbon.

– ¿Qué quieres decir?

– Que tengo que quedarme en casa hasta que se tome una decisión, personal o penal.

– Si me ponen una multa, la pagaré -dijo ella en un tono de ciudadana virtuosa que hizo sonreír a Brunetti.

Sin borrar la sonrisa, él comentó:

– Creo que fue Voltaire quien dijo: «No apruebo lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo.»

– Voltaire dijo muchas cosas por el estilo. Suena bien. Solía decir cosas que suenan bien.

– Pareces escéptica.

Ella se encogió de hombros.

– Los sentimientos nobles siempre me hacen desconfiar.

– ¿Sobre todo, si vienen de los hombres?

Ella se inclinó cubriendo con una mano la de él.

– Eso lo has dicho tú, no yo.

– No por eso deja de ser verdad.

Ella volvió a encogerse de hombros.

– ¿De verdad vas a leer a Gibbon?

– Siempre lo he deseado. Pero traducido: su estilo es muy preciosista para mí.

– Pues es lo mejor de todo.

– Bastante retórica de salón hay en los periódicos. Prefiero ahorrármela en los libros de historia.

– Cómo van a disfrutar con esto los periódicos, ¿eh? -dijo ella.

– Hace siglos que nadie intenta arrestar a Andreotti, y de algo tienen que hablar.

– Supongo. -Paola se levantó-. ¿Te traigo algo?

Brunetti, que había almorzado poco y sin apetito, dijo:

– Un bocadillo y una copa de dolcetto. -Empezó a desabrocharse los cordones de los zapatos y gritó a Paola que ya iba hacia la puerta-: Y el primer tomo de Gibbon.

Al cabo de diez minutos, ella volvió con las tres cosas, y él regodeándose desvergonzadamente, se echó en el sofá, con la copa en la mesita y el plato en equilibrio sobre el pecho, abrió el libro y se puso a leer. El panino contenía tocino y tomate, con finas lonchas de pecorino curado. Poco después, entró Paola y le puso una servilleta debajo de la barbilla, justo a tiempo de recoger un pedacito de tomate que se había salido del pan. Él dejó el bocadillo en el plato, alargó la mano hacia la copa y bebió un buen trago de vino. Volviendo al libro, leyó el magistral primer capítulo con su himno de alabanzas, tan políticamente incorrecto, por cierto, a la gloria del Imperio Romano.

Al cabo de un rato, cuando Gibbon explicaba la tolerancia con que el politeísta contempla todas las religiones, entró Paola y volvió a llenarle la copa. Le quitó el plato vacío del pecho, recogió la servilleta y volvió a la cocina. Sin duda algo tendría que decir Gibbon sobre el carácter sumiso de la buena esposa romana: Brunetti estaba deseando leerlo.


Al día siguiente, Brunetti alternó la lectura de Gibbon con la de la prensa nacional y local que le subieron sus hijos. Il Gazzettino, cuyo reportero le había tirado del brazo cuando él iba a abrir la puerta, despotricaba sobre el abuso de poder practicado por las autoridades, la negativa de Brunetti a satisfacer el legítimo derecho de la prensa a la información, su arrogancia y su propensión a la violencia. Los motivos de Paola, que alguien se habría molestado en averiguar, se banalizaban, aunque, eso sí, el periódico denunciaba este tipo de delito del «vigilante» y la pintaba como una mujer ansiosa de publicidad, claramente no apta para la función de profesora universitaria. En el artículo no se decía que en ningún momento se le había solicitado una entrevista.

Los diarios importantes eran menos feroces, si bien todos presentaban la noticia como ejemplo de una peligrosa tendencia del ciudadano a arrogarse el poder que legítimamente debe corresponder al Estado, en una descaminada búsqueda de una mal entendida «justicia», palabra que todos sin excepción entrecomillaban desdeñosamente.

Leída la prensa, Brunetti seguía con su libro y no salía de casa. Tampoco Paola salía, sino que se quedaba en el estudio, repasando la tesis de un estudiante que preparaba el doctorado bajo su tutoría. Los chicos, aunque prevenidos por sus padres de lo que ocurría, entraban y salían sin ser molestados, hacían la compra, subían los periódicos y, en general, se comportaban muy bien, ante aquella perturbación de su vida familiar.


Al segundo día, Brunetti se obsequió con una larga siesta después del almuerzo, para la que no se contentó con echarse en el sofá, al albur de un sueño accidental sino que se tomó la molestia de meterse en la cama. A media tarde el teléfono sonó varias veces, pero él dejó que contestara Paola. Si eran Mitri o el abogado que deseaban hablar con ella, ya le contaría, o quizá no.

Al tercer día de lo que Brunetti empezaba a considerar su purdah * particular, poco después del desayuno, volvió a sonar el teléfono. Al cabo de unos minutos, Paola entró en la sala y dijo que la llamada era para él.

Incorporándose en el sofá, pero sin molestarse en poner los pies en el suelo, Brunetti descolgó el aparato.

– ¿Sí?

– Vianello, comisario. ¿No le han llamado?

– ¿Quiénes?

– Los hombres que anoche estaban de servicio.

– No. ¿Por qué?

Lo que empezara a decir Vianello se perdió bajo unas fuertes voces de ambiente.

– ¿Dónde está, Vianello?

– En el bar, cerca del puente.

– ¿Qué ha pasado?

– Anoche mataron a Mitri.

Ahora Brunetti giró el cuerpo y puso los pies en el suelo.

– ¿Cómo? ¿Dónde?

– En su casa. Estrangulado, o eso parece. Alguien que le atacó por la espalda. Lo que utilizara el asesino, se lo llevó. Pero… -nuevamente, una algarabía que parecía salir de una radio ahogó su voz.

– ¿Qué? -preguntó Brunetti cuando disminuyó el sonido.

– Había una nota al lado del cadáver. Yo no la vi, pero dice Pucetti que hablaba de los pedófilos y de los que los ayudan. Y también de justicia.

Gesú Bambino -susurró Brunetti-. ¿Quiénes fueron a la casa?

– Corvi y Alvise.

– ¿Quién llamó?

– La esposa. Lo encontró en el suelo de la cocina al volver de cenar con unos amigos.

– ¿Con quién cenaba?

– No lo sé, comisario. Lo único que sé es lo poco que ha podido decirme Pucetti, y todo lo que él sabía es lo que Corvi le ha dicho esta mañana, antes de terminar la guardia.

– ¿A quién han dado el caso?

– Creo que el teniente Scarpa fue a la casa cuando Corvi llamó.

Brunetti no dijo nada a esto, aunque se preguntó por qué habrían de asignar este caso al asistente personal de Patta.

– ¿Ha llegado el vicequestore?

– No había llegado cuando yo he salido, hace unos minutos. Pero Scarpa le llamó a su casa para informarle.

– Voy para allá -dijo Brunetti, tanteando el suelo con los pies en busca de los zapatos.

Vianello calló un rato y luego dijo:

– Sí, creo que será mejor.

– Veinte minutos. -Brunetti colgó.

Se ató los cordones de los zapatos y fue al fondo del apartamento. La puerta del estudio de Paola estaba abierta, en muda invitación a entrar y contarle qué ocurría.

– Era Vianello -dijo él entrando en el estudio.

Ella levantó la cabeza y, al verle la cara, apartó la hoja que estaba leyendo, tapó el bolígrafo y lo dejó en la mesa.

– ¿Qué dice?

– Anoche asesinaron a Mitri.

Ella se echó hacia atrás, como si alguien la hubiera amenazado con la mano.

– No.

– Dice Pucetti que han encontrado una nota que hablaba de pedófilos y de justicia.

Ella tenía la cara rígida. Se tapó la boca con el dorso de la mano derecha y susurró:

Oh, Madonna Santa. ¿Cómo?

– Estrangulado.

Ella movió la cabeza a derecha e izquierda con los ojos cerrados.

– Ay Dios mío, Dios mío.

Ahora, comprendió Brunetti, era el momento de preguntar:

– Paola, ¿hablaste con alguien de lo que pensabas hacer? ¿Alguien te instó a hacerlo?

– ¿Qué dices?

– ¿Actuabas sola?

Él vio cómo cambiaban sus ojos, cómo el iris se contraía de horror.

– ¿Me preguntas si algún conocido, algún fanático, sabía que yo iba a romper el vidrio del escaparate? ¿Y luego lo ha matado?

– Paola -dijo él procurando mantener la voz serena-. Trato de hacer una pregunta y excluir una posibilidad antes de que otra persona saque la misma deducción y te haga la misma pregunta.

– No hay nada que deducir -respondió ella inmediatamente, pronunciando la última palabra con cierto énfasis de sarcasmo.

– ¿Así que no hay nadie?

– No. No hablé con nadie. Fue una decisión personal. Y no fue fácil.

Él asintió. Si ella había actuado por su cuenta, el asesino debía de ser alguien soliviantado por el tratamiento que la prensa había dado al caso. «Dios -pensó-, ya empezamos a estar como en América, donde los asesinos imitadores son el terror de la policía, y basta la simple descripción de un crimen para que aparezcan émulos.»

– Voy al despacho -dijo-. No sé cuándo volveré.

Ella asintió pero se quedó sentada, en silencio.

Brunetti cruzó el pasillo, se puso el abrigo y salió del apartamento. No había nadie esperándolo en la calle, pero sabía que pronto acabaría la tregua.

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