9

El día siguiente fue tranquilo, en la questura las cosas se mantuvieron dentro de una relativa normalidad. Patta ordenó que se trajera a Venecia a Iacovantuono para interrogarlo acerca de su negativa a testificar, y así se hizo. Brunetti se lo encontró acompañado de dos policías con metralleta que lo conducían al despacho de Patta. El pizzaiolo miró a Brunetti a los ojos, pero no dio señales de reconocerlo sino que mantuvo la cara congelada en esa máscara de ignorancia que los italianos han aprendido a adoptar frente a la autoridad.

Al ver sus ojos tristes, Brunetti se preguntó si saber la verdad de lo ocurrido supondría alguna diferencia. Tanto si a su esposa la había asesinado la Mafia como si eso era sólo lo que creía Iacovantuono, a sus ojos, el Estado y sus órganos eran impotentes para protegerlo de la amenaza de un poder mucho mayor.

Todos estos pensamientos se agolparon en la cabeza de Brunetti al ver subir la escalera al hombrecillo, pero eran muy confusos como para poder expresarlos, ni aun a sí mismo, con palabras, por lo que todo lo que pudo hacer fue saludar con un movimiento de la cabeza al hombre que, entre los corpulentos policías, parecía aún más pequeño.

Mientras seguía subiendo la escalera, Brunetti recordó el mito de Orfeo y Eurídice, el hombre que perdió a su esposa por mirar atrás para asegurarse de que ella lo seguía, quebrantando la prohibición de los dioses, con lo que la condenó a permanecer para siempre en el Hades. Los dioses que gobiernan Italia habían ordenado a Iacovantuono no mirar, él desobedeció y ellos le quitaron a su esposa para siempre.

Afortunadamente, Vianello estaba esperándolo en lo alto de la escalera y su presencia distrajo a Brunetti de sus cavilaciones.

– Comisario -dijo el sargento al verlo llegar-, se ha recibido una llamada de una mujer de Treviso. Dice que vive en la misma casa que los Iacovantuono, el mismo edificio habrá querido decir.

Brunetti pasó por delante del sargento indicándole con un movimiento de la cabeza que lo siguiera y precediéndole por el pasillo hasta su despacho. Mientras colgaba el abrigo en el armadio, el comisario preguntó:

– ¿Qué ha dicho esa mujer?

– Que se peleaban.

Pensando en su propio matrimonio, Brunetti dijo:

– Mucha gente se pelea.

– Él le pegaba.

– ¿Y ella cómo lo sabe? -preguntó Brunetti con inmediata curiosidad.

– Ha dicho que la mujer bajaba a su casa a llorar.

– ¿Y nunca llamó a la policía?

– ¿Quién?

– La signora Iacovantuono.

– No lo sé, yo sólo he hablado con esta mujer -empezó Vianello mirando una notita que tenía en la mano-. Signora Grassi, hace diez minutos. Acababa de colgar cuando ha entrado usted. Ha dicho que él es muy conocido en el vecindario.

– ¿Por qué?

– Por problemas con los vecinos: grita a sus hijos.

– ¿Y eso de los malos tratos a la mujer? -preguntó Brunetti sentándose detrás de su escritorio. Mientras hablaba, atrajo hacia sí un montoncito de papeles y sobres, pero no empezó a mirarlos.

– No lo sé. Aún no. No ha habido tiempo de preguntar.

– No es nuestra jurisdicción -dijo Brunetti.

– Ya lo sé. Pero ha dicho Pucetti que esta mañana iban a traerlo porque el vicequestore quería hablarle del atraco al banco.

– Sí; lo he visto en la escalera. -Brunetti miraba el sobre de encima de todo, tan abstraído en lo que Vianello acababa de decirle que lo único que percibía era un rectángulo verde pálido. Poco a poco, fue perfilándose el dibujo: un soldado galo con su esposa agonizante a los pies y la espada clavada en el propio cuerpo. «Roma, Museo Nazionale Romano», se leía en un borde lateral y en el otro: «Galatea suicida.» En la base, un número: «750».

– ¿Seguro de vida? -preguntó Brunetti finalmente.

– No lo sé, comisario. Acabo de hablar con ella.

Brunetti se levantó.

– Se lo preguntaré a él -dijo y salió del despacho solo, camino de la escalera que lo llevaría al despacho de Patta, en la planta inferior.

El antedespacho estaba vacío, y pequeñas tostadoras evolucionaban lentamente por la pantalla del ordenador de la signorina Elettra. Brunetti llamó a la puerta de Patta y oyó la voz de su jefe autorizándolo a entrar.

Dentro, la escena familiar: Patta, detrás de un escritorio vacío, lo que lo hacía aún más intimidatorio. Iacovantuono estaba sentado en el borde de la silla, asiendo nerviosamente los lados del asiento, con los codos pegados al cuerpo, sustentándolo.

Patta miró a Brunetti con gesto imperturbable.

– ¿Sí? -preguntó-. ¿Qué ocurre?

– Me gustaría hacer una pregunta al signor Iacovantuono -respondió Brunetti.

– Me parece que perderá el tiempo, comisario -dijo Patta y, alzando el tono de voz-: como yo he perdido el mío. El signor Iacovantuono parece haber olvidado lo que ocurrió en el banco. -Se inclinó hacia su visitante, aunque sería más exacto decir «se cernió» y dejó caer el puño en la mesa no con violencia pero sí con la fuerza suficiente como para que se le abriera la mano, apuntando con cuatro dedos a Iacovantuono. -En vista de que el cocinero no reaccionaba, Patta miró a Brunetti-: ¿Qué quiere preguntarle, comisario? ¿Si recuerda haber visto a Stefano Gentile en el banco? ¿Si recuerda la primera descripción que nos hizo? ¿Si recuerda haber identificado a Gentile por la foto? -Patta se recostó en el respaldo manteniendo la mano en el aire, todavía con los dedos extendidos hacia Iacovantuono-. No; no creo que recuerde nada de eso. Le sugiero que no pierda el tiempo.

– No es eso lo que deseo preguntarle -dijo Brunetti con voz suave, en contraste con la histriónica cólera de su jefe.

Iacovantuono miró al comisario.

– Bien, ¿de qué se trata? -apremió Patta.

– Me gustaría saber -empezó Brunetti dirigiéndose a Iacovantuono y desentendiéndose por completo de Patta- si su esposa estaba asegurada.

Iacovantuono abrió mucho los ojos con auténtica extrañeza.

– ¿Asegurada? -preguntó.

Brunetti asintió.

– Si tenía un seguro de vida.

Iacovantuono miró a Patta y, al no encontrar allí ninguna explicación, se volvió otra vez hacia Brunetti.

– No lo sé.

– Gracias. -Brunetti dio media vuelta para marcharse.

– ¿Eso era todo? -preguntó Patta a su espalda con irritación.

– Sí, señor -dijo Brunetti volviéndose hacia Patta pero mirando a Iacovantuono. El hombre seguía sentado en el borde de la silla, pero ahora tenía las manos juntas en el regazo y la cabeza baja, como si estuviera examinándolas.

Brunetti salió del despacho. Las tostadoras proseguían su interminable migración hacia la derecha, lemmings de la técnica, empeñados en la autodestrucción.

Al entrar en su despacho, Brunetti encontró esperándolo a Vianello, que se había acercado a la ventana y contemplaba el jardín del otro lado del canal y la fachada de la iglesia de San Lorenzo. El sargento, al oír abrirse la puerta, se volvió.

– ¿Y bien? -dijo cuando Brunetti hubo entrado.

– Le pregunté lo del seguro.

– ¿Y bien? -repitió Vianello.

– No lo sabe. -Vianello no hizo comentario y Brunetti preguntó-: ¿Nadia tiene una póliza de seguro?

– No. -Y, al cabo de un momento, Vianello agregó-: Por lo menos, que yo sepa. -Los dos meditaron un momento y el sargento preguntó-: ¿Qué va a hacer, comisario?

– Lo único que puedo hacer es comunicarlo a los de Treviso. -Entonces cayó en la cuenta-. ¿Por qué había de llamarnos a nosotros esa mujer? -preguntó a Vianello levantando una mano hacia la boca.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Por qué una vecina había de llamar a la policía de Venecia? La mujer murió en Treviso. -Brunetti notó que se le encendía la cara. Por supuesto, evidentemente. Había que desacreditar a Iacovantuono en Venecia: si decidía testificar, lo haría allí. ¿Tan estrechamente lo vigilaban que hasta sabían cuándo había ido a buscarlo la policía? O, lo que era peor, ¿sabían cuándo iría a buscarlo?- Gesú Bambino -susurró-. ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Grassi.

Brunetti descolgó el teléfono y pidió comunicación con la policía de Treviso. Cuando contestaron, se identificó y pidió hablar con la persona encargada de la investigación del caso Iacovantuono. Al cabo de unos minutos, el hombre que estaba al otro extremo de la línea le dijo que el caso había sido considerado muerte accidental y archivado.

– ¿Tienen el nombre del hombre que encontró el cuerpo?

El teléfono enmudeció y, al cabo de un rato, volvió a oírse la voz del agente:

– Zanetti -dijo-. Walter Zanetti.

– ¿Quién más vive en el edificio? -preguntó Brunetti.

– Sólo las dos familias, comisario, los Iacovantuono arriba y los Zanetti abajo.

– ¿Vive allí alguien llamado Grassi?

– No, señor. Sólo dos familias. ¿Por qué lo pregunta?

– No es nada, nada. Ha habido una confusión en nuestros archivos y no encontrábamos el nombre de Zanetti. Es todo lo que necesitamos. Muchas gracias por su ayuda.

– No hay de qué darlas, comisario. A sus órdenes -dijo el policía y colgó.

Antes de que Brunetti pudiera decir algo, Vianello preguntó:

– ¿La mujer no existe?

– O, si existe, no vive en ese edificio.

Vianello se quedó pensativo un momento y preguntó:

– ¿Qué hacemos, comisario?

– Hay que informar a Treviso.

– ¿Cree que está allí?

– ¿La filtración? -preguntó Brunetti, aunque sabía que Vianello no podía referirse a otra cosa.

El sargento asintió.

– Allí o aquí. No importa dónde. Basta con que exista.

– Pero nada indica necesariamente que supieran que ella iba a venir hoy.

– Entonces, ¿por qué llamarnos? -inquirió Brunetti.

– Para intoxicar. Por si acaso.

Brunetti meneó la cabeza.

– No. Excesivamente oportuno. Por Dios, si el hombre estaba entrando en el edificio cuando han llamado. -Brunetti dudó un momento-. ¿Por quién preguntaba esa mujer?

– Dice el telefonista que por la persona que había ido a Treviso a hablar con él. Creo que primero probó de ponerla con usted y, al no encontrarlo en su despacho, la puso con nosotros. Pucetti me la pasó porque yo había ido con usted a Treviso.

– ¿Cómo sonaba?

Vianello evocó la conversación.

– Preocupada, como si no quisiera causarle dificultades. Así lo ha dicho una o dos veces, y que bastante había sufrido ya el hombre, pero que creía que tenía que informarnos.

– Una actitud muy cívica.

– Sí.

Brunetti se acercó a la ventana y miró el canal y las lanchas de la policía amarradas en el muelle delante de la questura. Recordó la expresión de Iacovantuono cuando le preguntó por el seguro y se sintió enrojecer otra vez. Había reaccionado como un chico con un juguete nuevo, echando a correr impulsivamente, sin pararse a reflexionar ni a comprobar la información. Sabía que ahora, por norma, se sospechaba del cónyuge en cualquier caso de muerte sospechosa, pero él debió confiar en su instinto acerca de Iacovantuono, debió recordar su voz entrecortada en la que palpitaba el miedo por sus hijos. Debió fiarse de esto y no saltar a la primera acusación llegada no se sabía de dónde.

No podía pedir disculpas al pizzaiolo, cualquier explicación no haría sino aumentar su confusión.

– ¿Alguna posibilidad de localizar la llamada?

– El ruido de fondo parecía de la calle. Yo diría que se hizo desde una cabina -dijo Vianello.

Si eran lo bastante listos como para hacer la llamada -o estaban lo bastante bien informados, apostilló una voz fría en su cabeza-, tomarían la precaución de hacerla desde un teléfono público.

– Pues eso es todo, supongo. -Se dejó caer en su sillón, sintiéndose de pronto muy cansado.

Sin una palabra más, Vianello salió del despacho y Brunetti atacó los papeles que tenía en la mesa.

Empezó a leer un fax de un colega de Amsterdam que se interesaba por la posibilidad de que Brunetti agilizara la respuesta a una petición de la policía holandesa de información acerca de un italiano arrestado por matar a una prostituta. Como la dirección que figuraba en el pasaporte del hombre era de Venecia, las autoridades holandesas se habían dirigido a la policía de esta ciudad para averiguar si el detenido tenía antecedentes. La petición había sido cursada hacía un mes y hasta el momento no se había recibido respuesta.

Brunetti alargaba la mano para llamar al despacho de los agentes de uniforme y preguntar si el hombre tenía antecedentes cuando sonó el teléfono… y empezó el acoso.


En el fondo, él ya sabía que llegaría, incluso había intentado prepararse, ideando una estrategia para tratar con la prensa. Pero, a pesar de todo, en aquel momento, se sintió sorprendido.

El periodista, uno al que él conocía, que trabajaba para Il Gazzettino, empezó diciendo que llamaba para confirmar una información según la cual el comisario Brunetti había presentado la dimisión. Cuando Brunetti dijo que esto era para él una completa sorpresa y que nunca había pensado en dimitir, el periodista, Piero Lembo, preguntó cómo pensaba entonces hacer frente al arresto de su esposa y a los conflictos que ello creaba con su propia situación.

Brunetti respondió que, puesto que él no estaba en modo alguno implicado en el caso, no podía haber conflicto.

– Pero usted tendrá amigos en la questura -dijo Lembo que, no obstante, dejó traslucir cierto escepticismo al respecto-, y también amigos en la magistratura. ¿No afectaría eso su visión del caso y sus decisiones?

– No me parece probable -mintió Brunetti-. Además, no hay razones para pensar que vaya a haber juicio.

– ¿Por qué no? -preguntó Lembo.

– Generalmente, un juicio se celebra para determinar culpabilidad o inocencia. Esto no está en cuestión en este caso. Creo que habrá una instrucción judicial y una multa.

– ¿Y después?

– Me parece que no entiendo su pregunta, signor Lembo -dijo Brunetti mirando por las ventanas de su despacho a una paloma que acababa de posarse en un tejado al otro lado del canal.

– ¿Qué pasará cuando se imponga la multa?

– Yo no puedo responder a esa pregunta.

– ¿Por qué no?

– La multa será impuesta a mi esposa, no a mí. -Se preguntaba cuántas veces tendría que dar esta respuesta.

– ¿Y qué opina usted de su delito?

– No tengo opinión. -Por lo menos, opinión que fuera a dar a la prensa.

– Me parece muy extraño -dijo Lembo que añadió, como si el tratamiento pudiera soltar la lengua a Brunetti-, comisario.

– Usted verá. -Y, alzando la voz-: Si no tiene más preguntas, signor Lembo, le deseo muy buenas tardes -y colgó el teléfono. Esperó unos momentos, para asegurarse de que se había cortado la comunicación, volvió a descolgar y marcó centralita-. Hoy no me pase más llamadas -dijo y colgó.

A continuación llamó al empleado del archivo, le dio el nombre del hombre de Amsterdam y le pidió que mirara si tenía ficha y, en tal caso, que inmediatamente la pasara por fax a la policía holandesa. Esperaba oír protestas por la enormidad del trabajo pendiente, pero no fue así, sino que el empleado le dijo que se haría aquella misma tarde, naturalmente, suponiendo que el hombre estuviera fichado.

Brunetti pasó el resto de la mañana contestando el correo y escribiendo informes de dos casos que estaba llevando, en ninguno de los cuales había conseguido hasta el momento resultados satisfactorios.

Era poco más de la una cuando se levantó de la mesa y se dispuso a salir del despacho. Bajó la escalera y cruzó el vestíbulo. No había guardia en la entrada, pero esto no tenía nada de extraño a la hora del almuerzo, en que las oficinas estaban cerradas y no se permitía la entrada en el edificio. Brunetti oprimió el pulsador de apertura y empujó la pesada vidriera. El frío había penetrado en el vestíbulo, por lo que se subió el cuello y hundió la barbilla buscando la protección de la gruesa tela del abrigo. Con la cabeza inclinada, salió a la calle y se encontró en plena tormenta.

La primera señal fue un súbito fogonazo, seguido de otro y luego otro. Bajó la mirada y vio acercarse pies, cinco o seis pares, que le cortaban el paso obligándole a pararse y levantar la cabeza para ver qué se le venía encima.

Estaba rodeado por un cerco compacto de cinco hombres que sostenían micrófonos. Detrás de ellos, en un círculo más amplio, evolucionaban tres videocámaras con la luz roja encendida, apuntando hacia él.

– Comisario, ¿es verdad que tuvo que arrestar a su esposa?

– ¿Habrá juicio? ¿Su esposa ha contratado a un abogado?

– ¿Qué hay del divorcio? ¿Es verdad?

Los micrófonos se agitaban ante él, y Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el impulso de apartarlos de un manotazo. Al advertir su evidente sorpresa, los hombres arreciaron con sus preguntas que se atropellaban impetuosamente unas a otras, de modo que él sólo podía oír palabras sueltas: «su suegro», «Mitri», «libre empresa», «obstrucción de la justicia»…

Brunetti hundió las manos en los bolsillos del abrigo, volvió a bajar la cabeza y empezó a andar. Su pecho chocó con un cuerpo, pero él siguió andando, y por dos veces notó que pisaba a alguien. «No puede marcharse así», «obligación», «derecho a la información»…

Otro cuerpo se le puso delante, pero él siguió andando, mirando al suelo, para evitar los pisotones. Dobló por la primera esquina en dirección a Santa Maria Formosa, caminando sin precipitación, para no dar la impresión de que huía. Una mano lo asió de un hombro y él se la sacudió, dominando el deseo de agarrarla y estampar a su dueño contra la pared.

Lo siguieron durante varios minutos, pero él ni aminoraba el paso ni se daba por enterado de su presencia. Bruscamente, se metió por una estrecha calle, y los periodistas, la mayoría forasteros, debieron de sentirse alarmados ante aquel vericueto angosto y lóbrego, porque ninguno lo siguió. Al otro extremo, él torció hacia la izquierda siguiendo el canal, libre ya del asedio.

Llamó a su casa desde un teléfono de campo Santa Marina y se enteró por Paola de que había un equipo de televisión estacionado delante del portal y que tres reporteros habían tratado de impedirle entrar en su casa, en su afán por entrevistarla.

– Entonces almorzaré por ahí.

– Lo siento, Guido -dijo ella-. No pensé… -Ella se interrumpió, y él no tenía nada que decir a su silencio.

No; seguramente, ella no pensó en las consecuencias de sus actos. Qué extraño, en una mujer tan inteligente como Paola.

– ¿Qué harás? -preguntó ella.

– Volver al despacho. ¿Y tú?

– No tengo clase hasta pasado mañana.

– No puedes quedarte en casa hasta entonces, Paola.

– Ay, Dios, es como estar en la cárcel, ¿verdad?

– La cárcel es peor.

– ¿Vendrás a casa? ¿Después del trabajo?

– Naturalmente.

– ¿Vendrás?

Iba a decirle que no tenía otro sitio a donde ir, pero pensó que ella podía interpretarlo mal, y respondió:

– No deseo ir a ningún otro sitio.

– Oh, Guido -suspiró ella, y luego-: Ciao, amore -y colgó.

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