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Camino de casa, entraron en una pasticceria y compraron una gran fuente de brioches, dándose a entender mutuamente que era para los niños, pero sabiendo que era una especie de ofrenda para celebrar la paz, por precaria que fuera su restauración. Lo primero que hizo Brunetti al llegar a casa fue retirar la nota que había dejado en la mesa de la cocina y echarla a la bolsa de la basura que estaba debajo del fregadero. Luego cruzó el pasillo, procurando no hacer ruido para no despertar a los niños, y entró en el baño, donde se dio una larga ducha, como para tratar de eliminar las inquietudes que a tan temprana hora y de forma tan inesperada le habían asaltado.

Cuando se hubo afeitado y vestido, volvió a la cocina, donde encontró a Paola, que se había puesto el pijama y la bata, una prenda de franela a cuadros escoceses tan antigua que ninguno de los dos recordaba dónde la había adquirido. Estaba sentada a la mesa, leyendo una revista y mojando un brioche en un tazón de caffe latte, como si acabara de levantarse de la cama tras largas horas de sueño reparador.

– ¿Tengo que darte un beso y decir: Buon giorno, cara, has dormido bien? -preguntó él al verla, pero no había sarcasmo ni en su voz ni en su intención. Su propósito, por el contrario, era el de distanciarlos a ambos de los sucesos de la noche, aunque bien sabía que tal cosa era imposible, y demorar las inevitables consecuencias de los actos de Paola, aunque éstas fueran a reducirse a un nuevo enfrentamiento verbal desde posiciones irreconciliables.

Ella levantó la cabeza, meditó estas palabras y sonrió, indicando que también ella optaba por esperar.

– ¿Vendrás hoy a almorzar? -preguntó levantándose para ir al fogón, a echar café en un tazón. Agregó leche caliente y lo puso en la mesa en el sitio de él.

Al sentarse, Brunetti pensaba en lo extraño de la situación y en la circunstancia, más extraña todavía, de que ambos la aceptaran con tanta facilidad. Él había leído relatos de la tregua de Navidad que durante la Gran Guerra se había hecho espontáneamente en el Frente Occidental, en la que los soldados alemanes cruzaban las líneas para encender los cigarrillos que acababan de lanzar a los tommies y éstos saludaban sonrientes a los huns. Bombardeos masivos pusieron fin a aquella situación, y Brunetti no creía que tampoco la tregua con su mujer fuera a durar mucho, pero estaba decidido a aprovecharla mientras pudiera, de modo que se echó azúcar al café, tomó un brioche y contestó:

– No; he de ir a Treviso para hablar con uno de los testigos del atraco al banco de campo San Luca de la semana pasada.

Como en Venecia un atraco a un banco era un suceso insólito, éste les sirvió de distracción, y Brunetti explicó a Paola lo poco que se sabía de los hechos, a pesar de que en toda la ciudad no debía de quedar nadie que no lo hubiera leído en el diario. Tres días antes, un joven armado con una pistola había entrado en un banco, exigido dinero, se había marchado con el dinero en una mano y la pistola en la otra y había desaparecido tranquilamente en dirección a Rialto. La cámara disimulada en el techo del banco había proporcionado a la policía una imagen borrosa, pero le había permitido hacer una identificación provisional del hermano de un residente en la ciudad al que se relacionaba con la mafia. El atracador se había tapado la cara con un pañuelo al entrar en el banco, pero se lo había quitado al salir, por lo que un hombre que entraba en aquel momento había podido verle la cara claramente.

El testigo, un pizzaiolo de Treviso que iba al banco a pagar una hipoteca, había mirado atentamente al atracador, y Brunetti confiaba en que podría identificarlo por las fotos de sospechosos que había reunido la policía. Esto sería suficiente para hacer un arresto y, quizá, conseguir una condena. Y ésta era la tarea de Brunetti para aquella mañana.


Del fondo del apartamento llegó el sonido de una puerta que se abría y los pasos inconfundibles de Raffi, cargados de sueño, camino del baño y -era de esperar- del pleno conocimiento.

Brunetti tomó otro brioche, sorprendido de tener tanta hambre a esta hora: normalmente, el desayuno era una comida por la que sentía poca simpatía. Mientras esperaban nuevos sonidos del fondo del apartamento, marido y mujer se dedicaron al café y los brioches.

Brunetti ya terminaba cuando se abrió otra puerta. Instantes después, Chiara recorrió el pasillo tambaleándose y entró en la cocina, frotándose los ojos con una mano, como para ayudarles en la complicada tarea de abrirse. Sin decir nada, cruzó la cocina descalza y se sentó en las rodillas de Brunetti. Le pasó un brazo alrededor del cuello y le puso la cabeza en el hombro.

Brunetti la abrazó y le dio un beso en el pelo.

– ¿Así vestida piensas ir hoy a la escuela? -le preguntó en tono coloquial, contemplando la muestra del pijama-. Muy bonito, seguro que a tus compañeros les encanta el estilo. Globitos. Un gusto exquisito. Hasta diría que muy chic. Serás la envidia de la clase.

Paola bajó la mirada y volvió a concentrar la atención en su revista.

Chiara se revolvió y luego se incorporó ligeramente para mirarse el pijama. Antes de que pudiera decir algo, entró Raffi, que se inclinó para dar un beso a su madre y fue al fogón a servirse de la cafetera de seis tazas y del cacharro de la leche. Volvió a la mesa, se sentó y dijo:

– Espero que no te moleste que haya usado tu gilette, papá.

– ¿Para qué? -preguntó Chiara-. ¿Para cortarte las uñas? Porque en la cara no te crece nada que necesite una gilette. -Dicho esto, la niña se alejó del alcance de Raffi arrimándose a Brunetti, que la reconvino con un apretón a través de la gruesa franela del pijama.

Raffi se inclinó hacia su hermana por encima de la mesa, pero no tenía muchas ganas de pelea y su mano no pasó de los brioches. Tomó uno, mojó la punta en el café con leche y le dio un enorme mordisco.

– ¿Y eso? ¿Hoy tenemos brioches? -preguntó. En vista de que nadie contestaba, miró a Brunetti-: ¿Has salido?

Brunetti asintió, se desasió de Chiara, apartándola suavemente y se puso en pie.

– ¿También has traído los periódicos? -preguntó Raffi por el lado de otro bocado de brioche.

– No -dijo Brunetti yendo hacia la puerta.

– ¿Y eso?

– Se me olvidó -mintió Brunetti a su primogénito, salió al vestíbulo, se puso el abrigo y abandonó el apartamento.


En la calle, se dirigió hacia Rialto por el itinerario que seguía para ir a la questura desde hacía décadas. La mayoría de las mañanas, encontraba por el camino algún detalle divertido: un titular más absurdo de lo normal en uno de los diarios nacionales, otra falta de ortografía en las camisetas colgadas en los tenderetes del mercado o alguna esperada fruta o verdura de temporada que ya estaba a la venta. Pero esta mañana, mientras cruzaba el mercado, el puente y la primera de las estrechas calles que lo conducirían a su despacho, fue poco lo que vio y nada que le llamara la atención.

Durante casi todo el camino estuvo pensando en Ruberti y Bellini, preguntándose si su lealtad personal hacia un superior que los había tratado con cierta medida de humanidad sería motivo suficiente para que traicionaran su juramento de lealtad al Estado. Supuso que sí, pero al darse cuenta de lo cerca que estaba esta tesitura de la escala de valores que habían inspirado la conducta de Paola, ahuyentó el pensamiento y se puso a considerar la inminente prueba del día: la novena de las «convocations du personnel» que su superior inmediato, el vicequestore Giuseppe Patta, había instituido en la questura después del cursillo que había seguido en las oficinas centrales de la Interpol en Lyon.

Allí, en Lyon, Patta se había sometido a la influencia de los elementos característicos de las diversas naciones que constituían la Europa unida: champaña y trufas de Francia, jamón de Dinamarca, cerveza inglesa y viejo brandy español, al tiempo que probaba los distintos estilos de gestión que ofrecían los burócratas de las naciones allí representadas. Al término del cursillo, había regresado a Italia con las maletas llenas de salmón ahumado y mantequilla irlandesa y la cabeza repleta de ideas nuevas y progresistas sobre la manera de tratar a los que estaban a sus órdenes. La primera de tales ideas -y la única que hasta el momento había sido revelada a los miembros de la questura- fue la semanal «convocation du personnel», una reunión interminable en la que se exponían a todo el personal cuestiones de una trivialidad apabullante, que eran debatidas, analizadas y, finalmente, descartadas por todos los presentes.

Cuando empezaron las reuniones, hacía ya dos meses, Brunetti se había sumado a la opinión general de que no durarían más de una o dos semanas; pero ya llevaban ocho, y nada permitía presagiar un pronto final de las convocatorias. Después de la segunda, Brunetti empezó a llevarse el diario, pero tuvo que dejar de hacerlo porque el teniente Scarpa, el ayudante personal de Patta, había preguntado repetidamente si tan poco interesaba a Brunetti lo que pasaba en la ciudad que se dedicaba a leer el periódico durante la reunión. Después probó de llevar un libro, pero no encontraba ninguno que fuera lo bastante pequeño como para poder esconderlo entre las manos.

La salvación, como en tantas otras ocasiones durante los últimos años, le llegó de la signorina Elettra. La mañana de la quinta reunión, se presentó en el despacho de Brunetti diez minutos antes de la hora fijada y le pidió diez mil liras, sin más explicaciones.

Él le dio las diez mil liras y ella, a cambio, le entregó veinte monedas de quinientas liras con el centro dorado. En respuesta a su mirada de interrogación, ella le dio una tarjeta, poco mayor que un estuche de CD.

Él miró la tarjeta y vio que estaba dividida en veinticinco cuadrados del mismo tamaño, cada uno de los cuales contenía una palabra o una frase impresa en letra muy pequeña. Tuvo que acercarse la tarjeta a los ojos para leer algunas de ellas: «maximizar», «priorizar», «fuente externa», «coordinación», «coyuntural», «temática», y toda la retahíla de palabras sonoras y huecas que infestaban el idioma desde hacía varios años.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Un bingo -fue la escueta respuesta de la signorina Elettra. Y a continuación explicó-: Mi madre jugaba. Lo único que hay que hacer es esperar a que alguien utilice una de las palabras de tu tarjeta, ya que todas son diferentes, y tapar la palabra con una moneda. El primero que consigue cubrir cinco palabras en línea gana.

– ¿Qué gana?

– La puesta de los demás jugadores.

– ¿Qué jugadores?

– Ya lo verá -fue todo lo que ella tuvo tiempo de decir antes de que los llamaran a la reunión.

Desde aquel día, las reuniones habían sido tolerables, por lo menos, para los que disponían de las tarjetas. Aquel primer día sólo eran Brunetti, la signorina Elettra y uno de los otros comisarios, una mujer que acababa de volver de un permiso de maternidad. Posteriormente, las tarjetas habían ido apareciendo en el regazo o dentro del bloc de un creciente número de personas, y cada semana Brunetti estaba más interesado en descubrir quién tenía la tarjeta que en ganar la partida. Y cada semana las palabras cambiaban, generalmente, siguiendo la tónica de las preferencias idiomáticas de Patta: unas veces reflejaban los coqueteos del vicequestore con lo políticamente correcto y el «multiculturalismo» -una nueva aparición- y otras, su reciente afición a utilizar expresiones en lenguas que desconocía, como «voodoo economics», «pyramid scheme» y «wirts-chaftlicher Aufschwung».

Brunetti llegó a la questura treinta minutos antes de la hora fijada para la reunión. Ni Ruberti ni Bellini estaban ya de guardia, y fue otro agente quien le entregó el registro de las incidencias de la noche que él le pidió. Lo hojeó con aparente indiferencia: un robo en Dorsoduro, en el piso de una familia que estaba de vacaciones; una riña en un bar de Santa Marita entre marineros de un carguero ruso y dos tripulantes de un crucero griego. Tres de ellos habían sido llevados al Pronto Soccorso del hospital Giustinian, uno con fractura de brazo; no se habían formulado denuncias, ya que ambos barcos debían zarpar aquella tarde. La luna del escaparate de una agencia de viajes de campo Manin había sido rota de una pedrada; no había testigos ni se había detenido a nadie. Y la máquina expendedora de preservativos instalada delante de una farmacia de Cannaregio había sido forzada, probablemente, con un destornillador y, según cálculo del dueño de la farmacia, se habían llevado diecisiete mil liras. Y dieciséis paquetes de preservativos.

La reunión no deparó sorpresas. Al principio de la segunda hora, el vicequestore Patta anunció que, para asegurarse de que no eran utilizadas para blanquear dinero, habría que pedir a las distintas organizaciones sin ánimo de lucro de la ciudad que permitieran que sus archivos fueran «accessed» por los ordenadores de la policía, momento en el que la signorina Elettra hizo un pequeño movimiento con la mano derecha, miró a Vianello que estaba enfrente, sonrió y dijo, pero muy bajito:

– Bingo.

– ¿Decía, signorina? -Hacía un rato que el vicequestore Patta había notado que allí ocurría algo que no acababa de captar.

Ella miró a su jefe, sonrió de nuevo y dijo:

– Dingo.

– ¿Dingo? -preguntó él mirándola por encima de las gafitas de media luna que se ponía para las reuniones.

– La protectora de animales. Distribuye huchas por los comercios y destina la recaudación a cuidar a los animales abandonados. Es una organización sin ánimo de lucro. También habría que llamarlos.

– ¿Seguro? -preguntó Patta, dudando de que esto fuera lo que él había oído, o lo que esperaba oír.

– No hay que olvidarlos -insistió ella.

Patta volvió a mirar los papeles que tenía delante y la reunión prosiguió. Brunetti, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, observaba a seis personas que tenían delante pequeñas pilas de monedas. El teniente Scarpa las miraba también atentamente, pero las tarjetas, disimuladas por mangas, blocs y vasitos de café, no estaban a la vista. Sólo se veían las monedas, y la reunión prosiguió cansinamente durante otra media hora.

En el momento en que la insurrección parecía inminente -y la mayoría de los presentes en la sala portaban armas-, Patta se quitó las gafas y, con gesto de fatiga, las puso encima de sus papeles.

– ¿Algo que añadir?

Si alguien deseaba añadir algo, calló, disuadido sin duda por la idea de todas aquellas armas, y se levantó la sesión. Patta se fue, seguido por Scarpa. Montoncitos de monedas viajaron entonces a lo largo de uno y otro lado de la mesa hasta quedar delante de la signorina Elettra. Ella, con airoso ademán de crupier, se las acercó, se las echó en la mano y se puso en pie, dando de este modo por realmente terminada la reunión.

Brunetti subió la escalera con ella, divertido al oír el tintineo de las monedas que sonaba en el bolsillo de la chaqueta de seda gris de la joven.

«Accessed»? -repitió él, pero haciendo que esta palabra inglesa sonara a inglés.

– Jerga informática, comisario.

– ¿Acceder? ¿Se puede usar como verbo transitivo?

– Creo que sí, señor.

– Pues antes no lo era.

– Tengo entendido que los americanos pueden permitirse hacer esas cosas con sus verbos.

– ¿Convertirlos de intransitivos en transitivos? ¿O en sustantivos? ¿Si les apetece?

– Sí, señor.

– Ah -dijo Brunetti.

En el primer rellano, él movió la cabeza de arriba abajo y la joven se alejó hacia la parte delantera del edificio, donde tenía su escritorio, en el antedespacho de Patta.

Brunetti siguió subiendo, camino de su propio despacho, pensando en las libertades que la gente creía poder tomarse con el lenguaje. Como las que Paola pensaba que podía tomarse con la ley.

Brunetti entró en su despacho y cerró la puerta. Todo -descubrió cuando trataba de leer los papeles de encima de su mesa-, todo le traía a la mente a Paola y los sucesos de aquella madrugada. No conseguirían resolverlo y sentirse libres hasta que pudieran hablar de ello, pero el recuerdo de lo que su mujer se había atrevido a hacer aún le producía viva crispación y comprendía que ahora era incapaz de tratar con ella de aquel tema.

Miró por la ventana, sin ver, buscando la verdadera razón de su cólera. Aquel acto, si él no hubiera podido suprimir las pruebas, hubiera puesto en peligro su trabajo y su carrera. De no ser por la discreta complicidad de Ruberti y Bellini, todos los diarios hubieran pregonado el caso a bombo y platillo. Y había muchos periodistas -Brunetti dedicó varios minutos a hacer la lista- que se regodearían haciendo la crónica del vandalismo de la esposa del comisario. Brunetti se repitió mentalmente estas palabras, convertidas en un gran titular.

Pero la había frenado, momentáneamente por lo menos. Recordó haber sentido estremecerse durante el abrazo el cuerpo de ella, de puro miedo. Quizá este acto de violencia real, aunque no fuera más que violencia contra la propiedad, fuera un gesto que bastara para calmar su indignación ante la injusticia. Y quizá se diera cuenta de que su actitud hacía peligrar la carrera de Brunetti. Miró el reloj y vio que tenía el tiempo justo para tomar el tren para Treviso. Al pensar que iba a poder investigar un hecho tan concreto como un atraco a un banco, notó una grata sensación de alivio.

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