CAPÍTULO NUEVE – BOROBÁ

La luna se hundió tras las cumbres nevadas y el fuego en la caverna se convirtió en un montón de brasas y ceniza. La guardiana roncaba sentada, sin soltar el látigo, con la boca abierta y un hilo de saliva chorreando por su barbilla. Los hombres azules se habían tirado en el suelo y dormían también, pero uno de ellos montaba guardia en la entrada de la cueva, con un rifle anticuado en las manos. Una sola antorcha iluminaba vagamente el lugar, proyectando sombras siniestras en los muros de roca.

Habían atado a las cautivas por los tobillos con tiras de cuero y les habían dado cuatro mantas de lana gruesa. Apretadas unas con otras y apenas cubiertas por las mantas, las desafortunadas muchachas procuraban impartirse calor. Agotadas por el llanto, todas dormían, menos Pema y Nadia, quienes aprovechaban el momento para hablar en susurros.

Pema le contó a su amiga lo que se sabía de la temible Secta del Escorpión, de cómo se robaban niñas y cómo las maltrataban. Además de cortarle la lengua a quienes hablaban más de la cuenta, les quemaban las plantas de los pies si intentaban escapar.

– No pienso terminar en manos de esos hombres espantosos. Prefiero matarme -concluyó Pema.

– No hables así, Pema. En todo caso es mejor morir tratando de escapar, que morir sin luchar.

– ¿Crees que se puede escapar de aquí? -replicó Pema señalando a los guerreros dormidos y al guardia de la entrada.

– Encontraremos el momento de hacerlo -le aseguró Nadia sobándose los tobillos, hinchados por las ligaduras.

Al poco rato a ellas también las venció el cansancio y comenzaron a cabecear. Habían transcurrido varias horas y Nadia, quien jamás había tenido un reloj, pero estaba acostumbrada a calcular el tiempo, supuso que debían ser alrededor de las dos de la madrugada. De pronto su instinto le advirtió que algo ocurría. Sintió en la piel que la energía en el aire cambiaba y se irguió, alerta.

Una sombra fugaz pasó casi volando al fondo de la gruta. Los ojos de Nadia no alcanzaron a distinguir de qué se trataba, pero vio con el corazón que era su inseparable Borobá. Con inmenso alivio comprendió que su pequeño amigo había seguido a los secuestradores. Los caballos pronto lo dejaron atrás, pero el monito fue capaz de seguir el rastro de su ama y de alguna manera se las arregló para descubrir la cueva. Nadia deseó con toda su alma que Borobá no emitiera un chillido de alegría al verla y trató de transmitirle un mensaje mental para tranquilizarlo.

Borobá había llegado a los brazos de Nadia recién nacido, cuando ella tenía nueve años. Entonces era diminuto y ella debió alimentarlo con un gotero. Nunca se separaban. El mono creció a su lado, y ambos lograron complementarse de tal modo, que podían adivinar lo que cada uno sentía. Compartían un idioma de gestos e intenciones, además del lenguaje animal, que Nadia aprendió. El mono debió sentir la advertencia de su ama, porque no se acercó a ella. Se quedó encogido en un rincón oscuro, inmóvil por largo tiempo, observando el entorno, calculando los riesgos, esperando.

Cuando la muchacha estuvo segura de que nadie había advertido la presencia de Borobá y los ronquidos de su carcelera no habían variado, emitió un suave silbido. Entonces el animal se fue acercando de a poco, siempre pegado al muro, protegido por las sombras, hasta que llegó donde ella y de un salto se colgó de su cuello. Ya no llevaba la parka de bebé, se la había arrancado a tirones. Sus manitos se aferraban al cabello crespo de Nadia y su cara arrugada se frotaba contra su cuello, emocionado, pero mudo.

Nadia esperó que se calmara y le agradeció su fidelidad. Luego le dio una orden al oído. Borobá obedeció al punto. Deslizándose por donde mismo había llegado, se aproximó a uno de los hombres dormidos y con sus ágiles y delicadas manos le quitó el puñal del cinto con pasmosa precisión y se lo llevó a Nadia. Se sentó frente a ella, observando atentamente, mientras ella cortaba las correas de sus tobillos. El puñal estaba afilado de tal modo, que no fue difícil hacerlo.

Apenas estuvo libre, Nadia despertó a Peina.

– Éste es el momento de escapar -le sopló.

– ¿Cómo piensas pasar delante del guardia?

– No sé, ya veremos. Un paso a la vez.

Pero Peina no le permitió que cortara sus ligaduras y con lágrimas en los ojos le susurró que no podía irse.

– Yo no llegaría muy lejos, Nadia. Mira cómo estoy vestida, no puedo correr como tú con estas sandalias. Si voy contigo nos atraparán a las dos. Tú sola tienes mejores posibilidades de lograrlo.

– ¿Estás loca? ¡No puedo irme sin ti! -susurró Nadia.

– Tienes que intentarlo. Consigue ayuda. Yo no puedo dejar a las otras muchachas, me quedaré con ellas hasta que tú vuelvas con refuerzos. Vete ahora, antes que sea tarde -dijo Pema quitándose la chaqueta para devolvérsela a Nadia.

Había tal determinación en ella, que Nadia renunció a la idea de hacerla cambiar de opinión. Su amiga no abandonaría a las otras chicas. Tampoco era posible llevarlas, porque no lograrían salir sin ser vistas; pero ella sola tal vez podría hacerlo. Las dos se abrazaron brevemente y Nadia se puso de pie con infinitas precauciones.

La mujer de la cicatriz se movió en el sueño, balbuceó algunas palabras y por unos instantes pareció que todo estaba perdido, pero luego siguió, roncando al mismo ritmo de antes. Nadia aguardó cinco minutos, hasta convencerse de que los demás también dormían, y enseguida avanzó pegada al muro, por el mismo camino que había tomado Borobá. Respiró hondo e invocó sus poderes de invisibilidad.


Nadia y Alexander habían pasado un tiempo inolvidable junto a la tribu de la gente de la neblina en el Amazonas, los seres humanos más remotos y misteriosos del planeta. Aquellos indios, que vivían igual que en tiempos de la Edad de la Piedra, en algunos aspectos eran muy evolucionados. Despreciaban el progreso material y vivían en contacto con las fuerzas de la naturaleza, en perfecta simbiosis con su medio ambiente. Eran parte de la compleja ecología de la selva, como los árboles, los insectos, el humus. Por siglos habían sobrevivido en el bosque sin contacto con el mundo exterior, defendidos por sus creencias, sus tradiciones, su sentido de comunidad y el arte de parecer invisibles. Cuando los acechaba algún peligro, simplemente desaparecían. Era tan poderosa esta habilidad, que nadie creía realmente en la existencia de la gente de la neblina; se rumoreaba de ellos en el tono de quien cuenta una leyenda, lo cual también les había servido de protección contra la curiosidad y la codicia de los forasteros.

Nadia se dio cuenta de que no se trataba de un truco de ilusionismo, sino de un arte muy antiguo, que requería continua práctica. «Es como aprender a tocar la flauta, se necesita mucho estudio», le dijo a Alexander, pero él no creía realmente que pudiera aprenderse y no se empeñó en practicar. Ella, en cambio, decidió que si los indios lo hacían, ella también podía. Sabía que no se trataba solamente de mimetismo, agilidad, delicadeza, silencio y conocimiento del entorno, sino sobre todo de una actitud mental. Había que reducirse a la nada, visualizar el cuerpo volviéndose transparente hasta convertirse en puro espíritu. Se debía mantener la concentración y la calma interior para crear un formidable campo psíquico en torno a su persona. Bastaba una distracción para que fallara. Sólo aquel estado superior en el cual el espíritu y la mente trabajaban al unísono podía lograr la invisibilidad.

En los meses que transcurrieron entre la aventura en la Ciudad de las Bestias, en pleno Amazonas, y el momento en que se encontró en aquella caverna en el Himalaya, Nadia había practicado incansablemente. Tanto progresó, que a veces su padre la llamaba a gritos cuando ella estaba de pie a su lado. Cuando ella surgía de súbito, César Santos daba un salto. «¡No te he dicho que no te aparezcas así! ¡Me vas a matar de un ataque al corazón!», se quejaba.

Nadia sabía que en ese momento lo único que podría salvarla era aquel arte aprendido de la gente de la neblina. Murmuró instrucciones a Borobá para que esperara unos minutos antes de seguirla, puesto que no podría hacerlo cargando al animal, y enseguida se volvió hacia dentro, hacia ese espacio misterioso que todos tenemos cuando cerramos los ojos y expulsamos los pensamientos de la mente. En pocos segundos entró en un estado similar al trance. Sintió que se desprendía del cuerpo y que podía observarse desde arriba, como si su consciencia se hubiera elevado un par de metros por encima de su propia cabeza. Desde esa posición vio cómo sus piernas daban un paso, luego otro y otro más, separándose de Pema y las otras chicas, avanzando en cámara lenta, recorriendo el espacio en penumbra de la guarida de los bandoleros.

Pasó a pocos centímetros de la horrible mujer del látigo, tigo, se deslizó como una sombra imperceptible entre los cuerpos de los guerreros dormidos, siguió casi flotando hacia la boca de la caverna, donde el guardia, extenuado, hacía un esfuerzo por mantenerse despierto, con los ojos perdidos en la noche, sin soltar su rifle. Ella no perdió ni por un segundo su concentración, no permitió que el temor o la vacilación devolvieran su alma a la prisión del cuerpo. Sin detenerse ni modificar el ritmo de sus pasos se aproximó al hombre hasta casi tocar su espalda, tan cerca que percibió claramente su calor y su olor a suciedad y ajo.

El guardia tuvo un leve estremecimiento y apretó el arma, como si a nivel instintivo se hubiera dado cuenta de una presencia a su lado, pero de inmediato su mente bloqueó esa sospecha. Sus manos se relajaron y sus ojos volvieron a entrecerrarse, luchando contra el sueño y la fatiga.

Nadia franqueó la entrada de la caverna como un fantasma y siguió caminando a ciegas en la oscuridad sin volver la vista atrás y sin apurarse. La noche se tragó su delgada silueta.

En cuanto Nadia Santos retornó a su cuerpo y echó una mirada a su alrededor, comprendió que si se veía incapaz de encontrar el camino de regreso a Tunkhala en pleno día, mucho menos podría hacerlo en las tinieblas de la noche. En torno se alzaban las montañas y como había hecho el viaje con la cabeza cubierta por una manta, no tenía un solo punto de referencia que le permitiera orientarse. Su única certeza era que siempre habían ido en ascenso, lo cual significaba que debía proseguir cerro abajo, pero no sabía cómo hacerlo sin toparse con los hombres azules. Sabía que a cierta distancia del desfiladero había quedado un guerrero a cargo de los caballos y no sospechaba cuántos más habría diseminados en los cerros. Por la confianza con que se movían los bandidos, sin temor aparente de ser atacados, debían ser muchos. Era mejor buscar otra vía de escape.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó a Borobá cuando estuvieron nuevamente reunidos, pero éste sólo conocía la ruta que había usado para llegar hasta allí, la misma de los bandidos.

El animal, tan poco acostumbrado al frío como su ama, tiritaba tanto que le sonaban los dientes. La muchacha se lo acomodó en el pecho, debajo de su parka, confortada por la presencia de ese fiel amigo. Se subió el capuchón y lo amarró firmemente en torno a su rostro, lamentando no tener los guantes que Kate le había comprado. Sus manos estaban tan heladas que no sentía los dedos. Se los metió a la boca, soplando para darles calor, y luego en los bolsillos, pero era imposible escalar o equilibrarse en ese terreno abrupto sin aferrarse a dos manos. Calculó que apenas saliera el sol y sus captores se dieran cuenta de que había huido, saldrían rápidamente a buscarla, porque no podían permitir que una de sus prisioneras llegara hasta el valle a dar la voz de alarma. Sin duda estaban acostumbrados a moverse en las montañas; en cambio ella no tenía idea de dónde estaba.

Los hombres azules supondrían que ella escaparía hacia abajo, donde estaban las aldeas y valles del Reino Prohibido. Para engañarlos decidió subir la montaña, aunque era consciente de que al hacerlo se alejaba de su objetivo y de que no había tiempo que perder: la suerte de Pema y las otras muchachas dependía de que ella encontrara socorro pronto. Esperaba llegar arriba al amanecer y desde la cima ubicarse; debía hallar otra forma de alcanzar el valle.

Trepar la ladera resultó mucho más lento y trabajoso de lo que imaginaba, porque a las dificultades del terreno se sumaba la oscuridad, apenas atenuada por la luna. Resbalaba y caía mil veces. Estaba dolorida por el galope del día anterior atravesada sobre el caballo, el golpe recibido en la cabeza y los machucones que tenía por todo el cuerpo, pero no se permitió pensar en eso. Le costaba respirar y le zumbaban los oídos; comprendió que a esa altura había menos oxígeno, tal como le había explicado Kate Cold.

Entre las rocas crecían pequeños arbustos que en invierno desaparecían por completo, pero en esa época retoñaban bajo el sol de verano. De ellos se aferraba Nadia para ascender. Cuando le fallaban las fuerzas, recordaba cuando escaló a la cumbre del tepui en la Ciudad de las Bestias, hasta encontrar el nido de águila donde estaban los tres maravillosos diamantes. «Si pude hacer aquello, también puedo hacer esto, que es mucho más fácil», le decía a Borobá, pero el monito, entumecido debajo de su chaqueta, no asomaba ni la nariz.

Surgió el alba cuando aún faltaban unos doscientos metros para llegar al tope de la montaña. Primero fue un resplandor difuso, que en pocos minutos fue adquiriendo un tono anaranjado. Cuando los primeros rayos de sol asomaron en el formidable macizo del Himalaya, el cielo se convirtió en una sinfonía de color, las nubes se tiñeron de púrpura y los manchones de nieve tomaron un resplandor rosado.

Nadia no se detuvo a contemplar la belleza del paisaje, sino que con un esfuerzo descomunal continuó ascendiendo y poco, más tarde estaba de pie en el punto más alto de aquella montaña, jadeando y bañada de sudor. Sentía el corazón a punto de reventarle en el pecho. Había supuesto que desde allí podría ver el valle de Tunkhala, pero ante sus ojos se alzaba el impenetrable Himalaya, una montaña tras otra, extendiéndose hacia el infinito. Estaba perdida. Al mirar hacia abajo, le pareció que se movían figuras en varias direcciones: eran los hombres azules. Se sentó sobre un peñasco, abrumada, luchando contra la desesperación y la fatiga. Debía descansar para recuperar el aliento, pero no era posible quedarse allí: si no encontraba un escondite, pronto sus perseguidores darían con ella.

Borobá se movió bajo la parka. Nadia abrió el cierre y su pequeño amigo asomó la cabeza, con sus ojos inteligentes fijos en ella.

– No sé para dónde ir, Borobá. Todas las montañas parecen iguales y no veo ningún sendero transitable -dijo Nadia.

El animal señaló la dirección por donde habían venido.

– No puedo volver por allí porque me capturarían los hombres azules. Pero tú no llamarías la atención, Borobá, en este país hay monos por todas partes. Tú puedes encontrar el camino de vuelta a Tunkhala. Anda a buscar a Jaguar -le ordenó Nadia.

El mono negó con la cabeza, tapándose los ojos con las manos y chillando, pero ella le explicó que si no se separaban no había ninguna posibilidad de salvar a las otras muchachas o de salvarse ellos. La suerte de Pema, las otras niñas y ella misma dependía de él. Debía encontrar ayuda o todos perecerían.

– Yo me ocultaré por aquí cerca hasta estar bien segura de que no me buscan, luego veré la manera de bajar al valle. Entretanto tú debes correr, Borobá. Ya salió el sol, no hará tanto frío y podrás llegar a la ciudad antes que se ponga el sol de nuevo -insistió Nadia Santos.

Por fin el animal se desprendió de ella y salió disparado como una flecha cerro abajo.


Kate Cold despachó a los fotógrafos Timothy Bruce y Joel González al interior del país a fotografiar la flora y la fauna para la revista International Geographic. Tendrían que hacer el trabajo solos, mientras ella se quedaba en la capital. No recordaba haber estado tan angustiada en toda su vida, salvo cuando Alexander y Nadia se perdieron en la selva del Amazonas. Le había asegurado a César Santos que ese viaje al Reino Prohibido no presentaba ningún peligro. ¿Cómo notificaría al padre que su hija había sido secuestrada? Mucho menos podía decirle que Nadia estaba en manos de asesinos profesionales que robaban niñas para convertirlas en sus esclavas.

Kate y Alexander se encontraban en ese momento en la sala de audiencia del palacio, en presencia del rey, quien esta vez los recibió en compañía de su comandante en jefe, su primer ministro y los dos lamas de más alta jerarquía después de él. También Judit Kinski estaba en el salón.

– Los lamas han consultado a los astros y han dado instrucciones a los monasterios de orar y hacer ofrendas por las muchachas desaparecidas. El general Myar Kunglung está a cargo de la operación militar. Posiblemente ya ha movilizado a la policía, ¿verdad? -preguntó el rey, cuyo rostro sereno no reflejaba su tremenda preocupación.

– Tal vez, Su Majestad… Y también están en estado de alerta los soldados y la guardia del palacio. Las fronteras están vigiladas -dijo el general en su pésimo inglés, para que los extranjeros comprendieran.

– Tal vez el pueblo salga también a buscar a las niñas. Sé que nunca ha ocurrido algo así en nuestro país. Posiblemente tendremos noticias pronto -agregó el general.

– ¿Posiblemente? ¡No me parece suficiente! -exclamó Kate Cold y al punto se mordió los labios, porque comprendió que había cometido una terrible descortesía.

– Tal vez la señora Cold está un poco alterada… -anotó Judit Kinski, quien por lo visto ya había aprendido a hablar con vaguedad, como era lo correcto en el Reino del Dragón de Oro.

– Tal vez -dijo Kate, inclinándose con las manos juntas ante la cara.

– ¿Sería tal vez inadecuado preguntar cómo piensa el honorable general organizar la búsqueda? -inquirió Judit Kinski.

Los próximos quince minutos se fueron en preguntas de los extranjeros que recibían respuestas cada vez más vagas, hasta que fue evidente que no había manera de presionar al rey o al general. La impaciencia hacía transpirar a Kate y a Alexander. Por último el monarca se puso de pie y no hubo más remedio que despedirse y salir retrocediendo.

– Es una mañana hermosa, tal vez haya muchos pájaros en el jardín -sugirió Judit Kinski. -Tal vez -asintió el rey, guiándola hacia fuera.


El rey y Judit Kinski dieron un paseo por el angosto sendero que se deslizaba entre la vegetación del parque, donde todo parecía crecer de forma salvaje, pero un ojo entrenado podía apreciar la calculada armonía del conjunto. Era allí, en aquella gloriosa abundancia de flores y árboles, en el concierto de centenares de aves, donde Judit Kinski había propuesto iniciar el experimento con los tulipanes..

El rey pensaba que él no merecía ser el jefe espiritual de su nación, porque se sentía muy lejos de haber alcanzado el grado de preparación necesaria. Toda una vida había practicado el desprendimiento de los asuntos terrenales y las posesiones materiales. Sabía que nada en el mundo es permanente, todo cambia, se descompone, muere y se renueva en otra forma; por lo tanto aferrarse a las cosas de este mundo es inútil y causa sufrimiento. El camino del budismo consistía en aceptar eso. A veces tenía la ilusión de haberlo logrado, pero la visita de esa mujer extranjera le había devuelto sus dudas. Se sentía atraído hacia ella y eso lo hacía vulnerable. Era un sentimiento que no había experimentado antes, porque el amor que compartió con su esposa había fluido como el agua de un arroyo tranquilo. ¿Cómo podía proteger a su reino si no podía protegerse a sí mismo de la tentación del amor? Nada malo había en desear el amor y la intimidad con otra persona, cavilaba el rey, pero en su posición no podía permitírselo, porque los años que le quedaban de vida debían estar dedicados por entero a su pueblo. Judit Kinski interrumpió sus cavilaciones.

– ¡Qué extraordinario pendiente es ése, Majestad! -comentó, señalando la joya que él llevaba al pecho.

– Lo han usado los reyes de este país desde hace mil ochocientos años -explicó él, quitándose el medallón y pasándoselo, para que lo examinara de cerca.

– Es muy hermoso -dijo ella.

– El coral antiguo, como éste, es muy apreciado entre nosotros, porque es escaso. También se encuentra en Tíbet. Su existencia indica que tal vez millones de años atrás las aguas del mar llegaban hasta las cumbres del Himalaya -explicó el rey.

– ¿Qué dice la inscripción? -preguntó ella.

– Son palabras de Buda: «El cambio debe ser voluntario, no impuesto».

– ¿Qué significa eso?

– Todos podemos cambiar, pero nadie puede obligarnos a hacerlo. El cambio suele ocurrir cuando enfrentamos una verdad incuestionable, algo que nos obliga a revisar nuestras creencias -dijo él.

– Me parece extraño que hayan escogido esa frase para el medallón…

– Éste siempre ha sido un país muy tradicional. El deber de los gobernantes es defender al pueblo de los cambios que no están basados en algo verdadero -replicó el rey.

– El mundo está cambiando rápidamente. Entiendo que aquí los estudiantes desean esos cambios -sugirió ella.

– A algunos jóvenes les fascinan el modo de vida y los productos extranjeros, pero no todo lo moderno es bueno. La mayoría de mi pueblo no desea adoptar las costumbres occidentales.

Habían llegado a un estanque y se detuvieron a contemplar la danza de las carpas en el agua cristalina.

– Supongo que, a nivel personal, la inscripción del medallón significa que todo ser humano puede cambiar. ¿Usted cree que una personalidad ya formada puede modificarse, Majestad? Por ejemplo, ¿que un villano pueda transformarse en héroe, o un criminal en santo? -preguntó Judit Kinski devolviéndole la joya.

– Si la persona no cambia en esta vida, tal vez tendrá que volver para hacerlo en otra reencarnación -sonrió el monarca.

– Cada uno tiene su karma. Tal vez el karma de una persona mala no pueda cambiarse -sugirió ella.

– Tal vez el karma de esa persona sea encontrar una verdad que la obligue a cambiar -replicó el rey, notando, intrigado, que los ojos castaños de su huésped estaban húmedos.

Pasaron por una parte separada del jardín, donde la exuberancia de las flores había desaparecido. Era un sencillo patio de arena y rocas, donde un monje muy anciano trazaba un diseño con un rastrillo. El rey explicó a Judit Kinski que había copiado la idea de ciertos jardines de los monasterios zen que había visitado en Japón. Más allá atravesaron un puente de madera tallada. El riachuelo producía un sonido musical al correr sobre las piedras. Llegaron a una pequeña pagoda, en la que se efectuaba la ceremonia del té, donde los esperaba otro monje, que los saludó con una inclinación. Mientras ella se quitaba los zapatos, continuaron conversando.

– No deseo ser impertinente, Majestad, pero adivino que la desaparición de esas muchachas debe ser un golpe muy duro para su nación… -dijo Judit.

– Tal vez… -replicó el soberano, y por primera vez ella vio que cambiaba su expresión y un surco profundo le cruzaba el entrecejo.

– ¿No hay algo que se pueda hacer? Algo más que la acción militar, me refiero…

– ¿Qué quiere decir, señorita Kinski?

– Por favor, Majestad, llámeme Judit.

– Judit es un bello nombre. Desgraciadamente a mí nadie me llama por mi nombre. Me temo que es una exigencia del protocolo.

– En una ocasión tan grave como ésta, posiblemente el Dragón de Oro sería de inmensa utilidad, si es que la leyenda de sus poderes mágicos es cierta -sugirió ella.

– El Dragón de Oro se consulta sólo para los asuntos que conciernen al bienestar y la seguridad de este reino, Judit.

– Disculpe mi atrevimiento, Majestad, pero tal vez éste sea uno de esos asuntos. Si sus ciudadanos desaparecen, quiere decir que no cuentan con bienestar ni seguridad… -insistió ella.

– Posiblemente tenga usted razón -admitió el rey, cabizbajo.

Entraron a la pagoda y se sentaron en el suelo frente al monje. Reinaba una suave penumbra en la habitación circular de madera, apenas iluminada por unas brasas donde hervía agua en un antiguo recipiente de hierro. Permanecieron meditando en silencio, mientras el monje realizaba paso a paso la larga y lenta ceremonia, que consistía simplemente en servir té verde y amargo en dos pocillos de barro.

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