CAPÍTULO DIEZ – EL ÁGUILA BLANCA

El especialista se comunicó con el Coleccionista a través de un agente, como era su método usual. Esta vez el mensajero resultó ser un japonés, quien solicitó una entrevista para discutir con el segundo hombre más rico del mundo una estrategia de negocios en los mercados del oro en Asia.

Ese día el Coleccionista había comprado a un espía la clave de los archivos ultrasecretos del Pentágono. Los archivos militares del gobierno norteamericano podían servirle para sus intereses en armamento. Era importante para los inversionistas como él que en el mundo hubiera conflicto; la paz no le convenía. Había calculado qué porcentaje exacto de la humanidad debía estar en pie de guerra para estimular el mercado de armas. Si la cifra era inferior, él perdía dinero, y si era superior, la bolsa de valores se ponía muy volátil y entonces el riesgo era demasiado grande. Afortunadamente para él, resultaba fácil provocar guerras, aunque no era tan fácil terminarlas.

Cuando su asistente le informó que un desconocido solicitaba una entrevista urgente, adivinó que debía ser un enviado del Especialista. Dos palabras le dieron la clave: oro y Asia. Llevaba varios días esperándolo con impaciencia y lo recibió de inmediato. El agente se dirigió al cliente en un inglés correcto. La elegancia de su traje y sus impecables modales pasaron totalmente inadvertidos para el Coleccionista, quien no se caracterizaba por refinamientos de ninguna clase.

– El Especialista ha averiguado la identidad de las únicas dos personas que conocen cabalmente el funcionamiento de la estatua que a usted le interesa. El rey y el príncipe heredero, un joven a quien nadie ha visto desde que tenía cinco o seis años -le notificó.

– ¿Por qué?

– Está recibiendo su educación en un lugar secreto. Todos los monarcas del Reino Prohibido pasan por eso en su infancia y juventud. Los padres entregan el niño a un lama, quien lo prepara para gobernar. Entre otras cosas, el príncipe debe aprender el código del Dragón de Oro.

– Entonces ese lama, o como se llame, también conoce el código.

– No. Es sólo un mentor, o guía. Nadie conoce el código completo, fuera del monarca y su heredero. El código está dividido en cuatro partes y cada una se encuentra en un monasterio diferente. El mentor conduce al príncipe en un recorrido por esos monasterios, que dura doce años, durante los cuales aprende el código completo -explicó el agente.

– ¿Qué edad tiene ese príncipe?

– Alrededor de dieciocho años. Su educación está casi terminada, pero no estamos seguros de que sepa descifrar el código todavía.

– ¿Dónde está ese príncipe ahora? -se impacientó el Coleccionista.

– Creemos que en una ermita secreta en las cumbres del Himalaya.

– Bueno, ¿qué espera? Tráigamelo.

– Eso no será fácil. Ya le dije que su ubicación es incierta y no es seguro que tenga toda la información que usted necesita.

– ¡Averígüelo! ¡Para eso le pago, hombre! Y si no lo encuentra, soborne al rey.

– ¿Cómo?

– Los reyezuelos de esos países de pacotilla son todos corruptos. Ofrézcale lo que quiera: dinero, mujeres, automóviles, lo que quiera -dijo el multimillonario.

– Nada de lo que usted tiene puede tentar a ese rey. No le interesan las cosas materiales -replicó el agente japonés, sin disimular el desprecio que sentía por el cliente.

– ¿Y el poder? ¿Bombas nucleares, por ejemplo?

– No, definitivamente.

– ¡Entonces secuéstrelo, tortúrelo, haga lo que sea necesario para arrancarle el secreto!

– En su caso la tortura no funcionaría. Moriría sin decirnos nada. Los chinos han intentado esos métodos con los lamas en Tíbet y rara vez dan resultados. Esa gente está entrenada para separar el cuerpo de la mente -dijo el enviado del Especialista.

– ¿Cómo hacen eso?

– Digamos que suben a un plano mental superior. El espíritu se desprende de la materia física, ¿comprende?

– ¿Espíritu? ¿Usted cree en eso? -se burló el Coleccionista.

– No importa lo que yo crea. El hecho es que lo hacen.

– ¿Quiere decir que son como esos faquires de circo que no comen durante meses y se acuestan en camas de clavos?

– Estoy hablando de algo mucho más misterioso que eso. Ciertos lamas pueden permanecer separados del cuerpo por el tiempo que deseen.


– Eso significa que no sienten dolor. Incluso pueden morir a voluntad. Simplemente dejan de respirar. Es inútil torturar a una persona así -explicó el agente.

– ¿Y el suero de la verdad?

– Las drogas son ineficaces, puesto que la mente está en otro plano, desconectada del cerebro.

– ¿Pretende decirme que el rey de ese país es capaz de hacer eso? -rugió el Coleccionista.

– No lo sabemos con certeza, pero si el entrenamiento que recibió en su juventud fue completo y si ha practicado a lo largo de su vida, eso es exactamente lo que pretendo decirle.

– ¡Ese hombre tiene que tener alguna debilidad! -exclamó el Coleccionista, paseándose como una fiera por la habitación.

– Tiene muy pocas, pero las buscaremos -concluyó el agente, colocando sobre la mesa una tarjeta donde había escrita con tinta morada la cifra en millones de dólares que costaría la operación.

Era increíblemente alta, pero el Coleccionista calculó que no se trataba de un secuestro normal y que, en todo caso, podía pagarla. Cuando tuviera el Dragón de Oro en sus manos y controlara el mercado de valores del mundo, recuperaría su inversión multiplicada por mil.

– Está bien, pero no quiero problemas de ninguna clase, hay que actuar con discreción y no provocar un incidente internacional. Es fundamental que nadie me relacione con este asunto, mi reputación estaría arruinada. Ustedes se encargan de hacer hablar al rey, aunque tenga que volar ese país en pedazos, ¿me ha comprendido? No me interesan los detalles.

– Pronto tendrá noticias -dijo el visitante poniéndose de pie y desapareciendo silenciosamente.

Al Coleccionista le pareció que el agente se había esfumado en el aire. Le sacudió un escalofrío: era una lástima tener que hacer tratos con gente tan peligrosa. Sin embargo, no podía quejarse: el Especialista era un profesional de primera clase, sin cuya ayuda él no llegaría a ser el hombre más rico del mundo, el número uno, el más rico de la historia de la humanidad, más que los faraones egipcios o los emperadores romanos.


Brillaba el sol de la mañana en el Himalaya. El maestro Tensing había concluido su meditación y sus oraciones. Se había lavado con la lentitud y la precisión que caracterizaban todos sus gestos, en un delgado hilo de agua que caía de las montañas, y ahora se preparaba para la única comida del día. Su discípulo, el príncipe Dil Bahadur, había hervido el agua con té, sal y manteca de yak. Una parte se dejaba en una calabaza, para ir bebiendo a lo largo del día, y la otra se mezclaba con harina tostada de cebada para hacer tsampa. Cada uno llevaba su porción en un saquito entre los pliegues de la túnica.

Dil Bahadur había hervido también unos pocos vegetales, que cultivaban con mucho esfuerzo en el árido terreno de una terraza natural en la montaña, bastante lejos de la ermita donde vivían. El príncipe debía caminar varias horas para conseguir un manojo de hojas verdes o de hierbas para la comida.

– Veo que cojeas, Dil Bahadur -observó el maestro. -No, no…

El maestro le clavó la vista y el discípulo percibió una chispa divertida en sus pupilas.

– Me caí -confesó, mostrando arañazos y machucones en una pierna.

– ¿Cómo?

– Me distraje. Lo siento, maestro -dijo el joven, inclinándose profundamente.

– El entrenador de elefantes necesita cinco virtudes, Dil Bahadur: buena salud, confianza, paciencia, sinceridad y sabiduría -dijo el lama sonriendo.

– Olvidé las cinco virtudes. En este momento me falla la salud porque perdí la confianza al pisar. Perdí la confianza porque iba apurado, no tuve paciencia. Al negarle a usted que cojeaba, falté a la sinceridad. En resumen, estoy lejos de la sabiduría, maestro.

Los dos se echaron a reír alegremente. El lama se dirigió a una caja de madera, sacó un pocillo de cerámica que contenía un ungüento verdoso y lo frotó con delicadeza en la pierna del joven.

– Maestro, creo que usted ha alcanzado la Iluminación, pero se ha quedado en esta tierra sólo para enseñarme -suspiró Dil Bahadur y por toda respuesta el lama le dio un golpe amistoso en la cabeza con el pocillo.

Se prepararon para la breve ceremonia de gratitud, que siempre realizaban antes de comer, luego se sentaron en la posición del loto en la cima de la montaña, con sus escudillas de tsampa y té por delante. Entre bocado y bocado, que mascaban lentamente, admiraban el paisaje en silencio, porque no hablaban mientras comían. La vista se perdía en la magnífica cadena de cumbres nevadas que se extendía ante ellos. El cielo había tomado un intenso color azul cobalto.

– Ésta será una noche fría -dijo el príncipe cuando hubo terminado de comer.

– Ésta es una mañana muy hermosa -anotó el maestro.

– Ya lo sé: aquí y ahora. Debemos regocijarnos con la belleza de este momento, en vez de pensar en la tormenta que vendrá… -recitó el alumno con un leve tono irónico.

– Muy bien, Dil Bahadur.

– Tal vez no sea tanto lo que me falta por aprender -sonrió el joven.

– Casi nada, sólo un poco de modestia -replicó el lama.

En ese momento un ave apareció en el cielo, voló en grandes círculos desplegando sus enormes alas y luego desapareció.

– ¿Qué era ese pájaro? -preguntó el lama poniéndose de pie.

– Parecía un águila blanca -dijo el joven. -Nunca la he visto por aquí.

– Hace muchos años que usted observa la naturaleza. Posiblemente conoce todas las aves y animales de la región.

– Sería una imperdonable arrogancia de mi parte pretender que conozco todo lo que vive en estas montañas, pero en verdad nunca he visto un águila blanca -replicó el lama.

– Debo atender mis lecciones, maestro -dijo el príncipe, recogiendo las escudillas y retirándose a la ermita.


Sobre la cima de la montaña, en un círculo despejado, Tensing y Dil Bahadur se ejercitaban en tao-shu, la combinación de diversas artes marciales inventada por los monjes del remoto monasterio fortificado de Chenthan Dzong. Los supervivientes del terremoto que destruyó el monasterio se extendieron por Asia para enseñar su arte. Cada uno entrenaba sólo a una persona, escogida por su capacidad física y su entereza moral. Así se transmitían los conocimientos. El número total de guerreros expertos en tao-shu no sobrepasaba nunca de doce en cada generación. Tensing era uno de ellos y el alumno que había escogido para reemplazarlo era Dil Bahadur.

El terreno rocoso resultaba traicionero en esa época, porque amanecía con escarcha y se ponía resbaloso. En otoño e invierno el ejercicio le parecía más agradable a Dil Bahadur, porque la nieve blanda suavizaba las caídas. Además le gustaba sentir el aire invernal. Soportar el frío era parte del rudo aprendizaje al cual lo sometía su maestro, como andar casi siempre descalzo, comer muy poco y permanecer horas y horas inmóvil en meditación. Ese mediodía había sol y no corría viento para refrescarlo, le dolía la pierna machucada y en cada voltereta mal hecha aterrizaba sobre piedras, pero no pedía tregua. Su maestro jamás lo había oído quejarse.

El príncipe, de mediana estatura y delgado, contrastaba con el tamaño de Tensing, quien provenía de la región oriental de Tíbet, donde la gente es extraordinariamente alta. El lama medía más de dos metros de altura y había pasado su existencia dedicado por igual a la práctica espiritual y al ejercicio físico. Era un gigante con músculos de levantador de pesas.

– Perdóname si he sido demasiado brusco, Dil Bahadur. Posiblemente en vidas anteriores fui un cruel guerrero -dijo Tensing, en tono de disculpa, la quinta vez que derribó a su alumno.

– Posiblemente en vidas anteriores yo fui una frágil doncella -replicó Dil Bahadur, aplastado en el suelo, jadeando.

– Tal vez sería conveniente que no trataras de dominar tu cuerpo con la mente. Debes ser como el tigre del Himalaya, puro instinto y determinación… -sugirió el lama.

– Tal vez nunca seré tan fuerte como mi honorable maestro -dijo el joven, poniéndose de pie con alguna dificultad.

– La tormenta arranca del suelo al fornido roble, pero no al junco, porque éste se dobla. No calcules mi fuerza, sino mis debilidades.

– Tal vez mi maestro no tiene debilidades -sonrió Dil Bahadur, asumiendo la actitud de defensa.

– Mi fuerza es también mi debilidad, Dil Bahadur. Debes usarla contra mí.

Segundos después ciento cincuenta kilos de músculo y huesos volaban por el aire en dirección al príncipe. Esta vez, sin embargo, Dil Bahadur salió al encuentro de la masa que se le venía encima con la gracia de un bailarín. En el instante en que los dos cuerpos hicieron contacto, dio un leve giro a la izquierda, esquivando el peso de Tensing, quien cayó al suelo, rodando hábilmente sobre un hombro y un costado. De inmediato se puso de pie con un salto formidable y volvió al ataque. Dil Bahadur lo estaba esperando. A pesar de su corpulencia, el lama se elevó como un felino, trazando un arco en el aire, pero no alcanzó a tocar al joven, porque cuando su pierna se disparó en una feroz patada, éste ya no se encontraba allí para recibirla. En una fracción de segundo Dil Bahadur estaba detrás de su oponente y le dio un breve golpe seco en la nuca. Era uno de los pases del tao-shu, que podía paralizar de inmediato y hasta matar, pero la fuerza estaba calculada para tumbarlo sin hacerle daño.

– Posiblemente Dil Bahadur fue una doncella guerrera en vidas pasadas -dijo Tensing, poniéndose de pie, muy complacido, y saludando a su alumno con una inclinación profunda.

– Tal vez mi honorable maestro olvidó las virtudes del junco -sonrió el joven, saludando también.

En ese momento una sombra se proyectó en el suelo y ambos levantaron la vista: sobre sus cabezas volaba en círculos el mismo pájaro blanco que habían visto horas antes.

– ¿Notas algo extraño en esa águila? -preguntó el lama.

– Tal vez me falla la vista, maestro, pero no le veo el aura.

– Yo tampoco…

– ¿Qué significa eso? -inquirió el joven.

– Dime tú lo que significa, Dil Bahadur.

– Si no podemos verla, es porque tal vez no la tiene, maestro.

– Ésa es una conclusión muy sabia -se burló el lama. -¿Cómo puede ser que no tenga aura? -Posiblemente sea una proyección mental -sugirió Tensing.

– Tratemos de comunicarnos con ella -dijo Dil Bahadur.

Los dos cerraron los ojos y abrieron la mente y el corazón para recibir la energía de la poderosa ave que giraba por encima de sus cabezas. Durante varios minutos permanecieron así. Tan fuerte era la presencia del pájaro, que sentían vibraciones en la piel.

– ¿Le dice algo a usted, maestro?

– Sólo siento su angustia y su confusión. No puedo descifrar un mensaje. ¿Y tú?

– Tampoco.

– No sé lo que esto significa, Dil Bahadur, pero hay una razón por la cual el águila nos busca -concluyó Tensing, quien jamás había tenido una experiencia así y parecía perturbado.

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