CAPÍTULO DOS – TRES HUEVOS FABULOSOS

Entretanto, al otro lado del mundo, Alexander Cold llegaba a Nueva York acompañado por su abuela, Kate. El muchacho americano había adquirido un color de madera bajo el sol del Amazonas. Tenía un corte de pelo hecho por los indios, con una peladura circular afeitada en medio de la cabeza, donde lucía una cicatriz reciente. Llevaba su mochila inmunda a la espalda y en las manos una botella con un líquido lechoso. Kate Cold, tan tostada como él, iba vestida con sus habituales pantalones cortos de color caqui y zapatones embarrados. Su pelo gris, cortado por ella misma sin mirarse al espejo, le daba un aspecto de indio mohicano recién despertado. Estaba cansada, pero sus ojos brillaban tras los lentes rotos, sujetos con cinta adhesiva. El equipaje comprendía un tubo de casi tres metros de largo y otros bultos de tamaño y forma poco usual.

– ¿Tienen algo que declarar? -preguntó el oficial de inmigración, lanzando una mirada de desaprobación al extraño peinado de Alex y la facha de la abuela.

Eran las cinco de la madrugada y el hombre estaba tan cansado como los pasajeros del avión que acababa de llegar de Brasil.

– Nada. Somos reporteros del International Geographic. Todo lo que traemos es material de trabajo -replicó Kate Cold.

– ¿Fruta, vegetales, alimentos?

– Sólo el agua de la salud para curar a mi madre… -dijo Alex, mostrando la botella que había llevado en la mano durante todo el viaje.

– No le haga caso, oficial, este muchacho tiene mucha imaginación -interrumpió Kate.

– ¿Qué es eso? -preguntó el funcionario señalando el tubo.

– Una cerbatana.

– ¿Qué?

– Es una especie de caña hueca que usan los indios del Amazonas para disparar dardos envenenados con… -empezó a explicar Alexander, pero su abuela lo hizo callar de una patada.

El hombre estaba distraído y no siguió preguntando, de modo que no supo del carcaj con los dardos ni de la calabaza con el mortal curare, que venía en otro de los bultos.

– ¿Algo más?

Alexander Cold buscó en los bolsillos de su parka y extrajo tres bolas de vidrio.

– ¿Qué es eso?

– Creo que son diamantes -dijo el muchacho y al punto recibió otra patada de su abuela.

– ¡Diamantes! ¡Muy divertido! ¿Qué has estado fumando, muchacho? -exclamó el oficial con una carcajada, estampando los pasaportes e indicándoles que siguieran.


Al abrir la puerta del apartamento en Nueva York, una bocanada de aire fétido golpeó a Kate y Alexander en la cara. La escritora se dio una palmada en la frente. No era la primera vez que se iba de viaje y dejaba la basura en la cocina. Entraron a tropezones, cubriéndose la nariz. Mientras Kate organizaba el equipaje, su nieto abrió las ventanas y se hizo cargo de la basura, a la cual ya le había crecido flora y fauna. Cuando por fin lograron meter el tubo con la cerbatana en el minúsculo apartamento, Kate cayó despatarrada en el sofá con un suspiro. Sentía que empezaban a pesarle los años.

Alexander extrajo las bolas de su parka y las colocó sobre la mesa. Ella les dirigió una mirada indiferente. Parecían esos pisapapeles de vidrio que compran los turistas.

– Son diamantes, Kate -le informó el muchacho.

– ¡Claro! Y yo soy Marilyn Monroe… -contestó la vieja escritora.

– ¿Quién?

– ¡Bah! -gruñó ella, espantada ante el abismo generacional que la separaba de su nieto.

– Debe ser alguien de tu época -sugirió Alexander.

– ¡Ésta es mi época! Ésta es más época mía que tuya. Al menos yo no vivo en la luna, como tú -refunfuñó la abuela.

– De verdad son diamantes, Kate -insistió él.

– Está bien, Alexander, son diamantes.

– ¿Podrías llamarme Jaguar? Es mi animal totémico. Los diamantes no nos pertenecen, Kate, son de los indios, de la gente de la neblina. Le prometí a Nadia que los emplearíamos para protegerlos.

– ¡Ya, ya, ya! -masculló ella sin prestarle atención.

– Con esto podemos financiar la fundación que pensabas hacer con el profesor Leblanc.

– Creo que con el golpe que te dieron en el cráneo se te soltaron los tornillos del cerebro, hijo -replicó ella, colocando distraídamente los huevos de cristal en el bolsillo de su chaqueta.

En las semanas siguientes la escritora tendría ocasión de revisar ese juicio sobre su nieto.

Kate tuvo los huevos de cristal en su poder durante dos semanas, sin acordarse de ellos para nada, hasta que al mover su chaqueta de una silla cayó uno de ellos, aplastándole los dedos de un pie. Para entonces su nieto Alexander estaba de vuelta en casa de sus padres en California. La escritora anduvo varios días con el pie adolorido y las piedras en el bolsillo, jugueteando con ellas distraídamente en la calle. Una mañana pasó a tomar un café al local de la esquina y al irse dejó uno de los diamantes olvidado sobre la mesa. El dueño, un italiano que la conocía desde hacía veinte años, la alcanzó en la esquina.

– ¡Kate! ¡Se te quedó tu bola de vidrio! -le gritó, lanzándosela por encima de las cabezas de otros transeúntes.

Ella la cogió al vuelo y siguió andando con la idea de que ya era hora de hacer algo respecto a esos huevos. Sin un plan definido, se dirigió a la calle de los joyeros, donde se encontraba el negocio de un antiguo enamorado suyo, Isaac Rosenblat. Cuarenta años antes habían estado a punto de casarse, pero apareció Joseph Cold y sedujo a Kate tocándole un concierto de flauta. Kate estaba segura de que la flauta era mágica. Al poco tiempo Joseph Cold se convirtió en uno de los músicos más célebres del mundo. «Era la misma flauta que el tonto de mi nieto dejó tirada en el Amazonas!», pensó Kate, furiosa. Le había dado un buen tirón de orejas a Alexander por perder el magnífico instrumento musical de su abuelo.


Isaac Rosenblat era un pilar de la comunidad hebrea, rico, respetado y padre de seis hijos. Era una de esas personas ecuánimes, que cumplen con su deber sin aspavientos y que tienen el alma en paz; pero cuando vio entrar a Kate Cold a su tienda sintió que se hundía en una ciénaga de recuerdos. En un instante volvió a ser el joven tímido que había amado a esa mujer con la desesperación del primer amor. En ese tiempo ella era una joven de piel de porcelana e indómita cabellera roja; ahora lucía más arrugas que un pergamino y unos pelos grises cortados a tijeretazos y tiesos como las cerdas de un escobillón.

– ¡Kate! No has cambiado, muchacha, te reconocería en una multitud… -murmuró, emocionado.

– No mientas, viejo sinvergüenza -replicó ella, sonriendo halagada, a pesar suyo, y soltando su mochila, que se estrelló en el piso como un saco de papas.

– Has venido a decirme que te equivocaste y a pedirme perdón por haberme dejado plantado y con el corazón roto, ¿verdad? -se burló el joyero.

– Es cierto, me equivoqué, Isaac. No sirvo para casada. Mi matrimonio con Joseph duró muy poco, pero al menos tuvimos un hijo, John. Ahora tengo tres nietos.

– Supe que Joseph murió, en verdad lo lamento. Siempre le tuve celos y no le perdoné que me quitara la novia, pero igual compraba todos sus discos. Tengo la colección completa de sus conciertos. Era un genio… -dijo el joyero ofreciendo asiento a Kate en un sofá de cuero oscuro y acomodándose a su lado-. Así es que ahora estás viuda -agregó estudiándola con cariño.

– No te hagas ilusiones, no he venido a que me consueles. Tampoco he venido a comprar joyas. No van bien con mi estilo -replicó Kate.

– Ya lo veo -anotó Isaac Rosenblat, mirando de reojo los pantalones arrugados, las botas de combate y la bolsa de excursionista que había en el suelo.

– Quiero mostrarte unos pedazos de vidrio -dijo ella, sacando los huevos de su chaqueta.

Por la ventana entraba la luz de la mañana, que dio de lleno sobre los objetos que la mujer sostenía en las palmas de las manos. Un resplandor imposible cegó por un instante a Isaac Rosenblat, provocándole un sobresalto en el corazón. Provenía de una familia de joyeros. Por las manos de su abuelo habían pasado piedras preciosas de las tumbas de los faraones egipcios; de las manos de su padre habían salido diademas para emperatrices; sus manos habían desmontado los rubíes y las esmeraldas de los zares de Rusia, asesinados durante la revolución bolchevique. Nadie sabía más de joyas que él, y muy pocas piedras lograban emocionarlo, pero tenía ante sus ojos algo tan prodigioso, que se sintió mareado. Sin decir palabra, tomó los huevos, los llevó a su escritorio y los examinó con lupa bajo una lámpara. Cuando comprobó que su primera impresión era cierta, dio un suspiro profundo, sacó un pañuelo blanco de batista y se secó la frente.

– ¿Dónde robaste esto, muchacha? -preguntó con voz temblorosa.

– Vienen de un lugar remoto llamado la Ciudad de las Bestias.

– ¿Me estás tomando el pelo? -preguntó el joyero.

– Te prometo que no. ¿Valen algo, Isaac?

– Algo valen, sí. Digamos que con ellos puedes comprar un país chico -murmuró el joyero.

– ¿Estás seguro?

– Son los diamantes más grandes y más perfectos que he visto. ¿Dónde estaban? Es imposible que un tesoro como éste haya pasado inadvertido. Conozco todas las piedras importantes que existen, pero nunca oí hablar de éstas, Kate.

– Pide que nos traigan café y un trago de vodka, Isaac. Ahora ponte cómodo, porque voy a contarte una historia interesante -replicó Kate Cold.

Así se enteró el buen hombre de una adolescente brasilera, quien subió a una misteriosa montaña en el Alto Orinoco, guiada por un sueño y por un brujo desnudo, donde encontró las piedras en un nido de águilas. Kate le contó cómo la niña le había dado aquella fortuna a Alexander, su nieto, encargándole la misión de usarla para ayudar a una cierta tribu de indios, la gente de la neblina, que aún vivía en la Edad de la Piedra. Isaac Rosenblat escuchó cortésmente, sin creer ni una palabra de aquel descabellado cuento. Ni un tonto de remate podía tragarse semejantes fantasías, concluyó. Seguramente su antigua novia estaba involucrada en algún negocio muy turbio o había descubierto una mina fabulosa. Sabía que Kate nunca se lo confesaría. Allá ella, estaba en su derecho, suspiró otra vez.

– Veo que no me crees, Isaac -masculló la estrafalaria escritora echándose otro trago de vodka al gaznate para aplacar un acceso de tos.

– Supongo que estás de acuerdo conmigo en que ésta es una historia poco común, Kate…

– Y eso que todavía no te he contado de las Bestias, unos gigantes peludos y hediondos que…

– Está bien, Kate, creo que no necesito más detalles -la interrumpió el joyero, extenuado.

– Debo convertir estos peñascos en capital para una fundación. Le prometí a mi nieto que se usarían para proteger a la gente de la neblina, así se llaman los indios invisibles, y…

– ¿Invisibles?

– No son exactamente invisibles, Isaac, pero lo parecen. Es como un truco de magia. Dice Nadia Santos que…

– ¿Quién es Nadia Santos?

– La chica que encontró los diamantes, ya te lo dije. ¿Me ayudarás, Isaac?

– Te ayudaré, siempre que sea legal, Kate.

Y así fue como el honrado Isaac Rosenblat se convirtió en guardián de las tres piedras maravillosas; cómo se hizo cargo de convertirlas en dinero contante y sonante; cómo invirtió el capital sabiamente; y cómo asesoró a Kate Cold para crear la Fundación Diamante. Le aconsejó nombrar presidente al antropólogo Ludovic Leblanc, pero mantener en sus propias manos el control del dinero. De ese modo también reanudó la amistad con ella, dormida durante cuarenta años.

– ¿Sabes que yo también soy viudo, Kate? -le confesó esa misma noche, cuando salieron a cenar juntos.

– Supongo que no pensarás declararte, Isaac. Hace mucho que no he lavado los calcetines de un marido y no pienso hacerlo ahora -dijo riendo la escritora.

Brindaron por los diamantes.

Unos meses más tarde Kate se encontraba ante su computadora, sin más ropa sobre su enjuto cuerpo que una camiseta llena de agujeros que le llegaba a medio muslo y dejaba a la vista sus rodillas nudosas, sus piernas cruzadas de venas y cicatrices y sus firmes pies de caminante. Sobre su cabeza giraban, con un zumbido de moscardones, las aspas de un ventilador, que no lograban aliviar el calor sofocante de Nueva York en verano. Desde hacía algún tiempo -dieciséis o diecisiete años- la escritora contemplaba la posibilidad de instalar aire acondicionado en su apartamento, pero todavía no había encontrado el momento para hacerlo. El sudor le empapaba el cabello y le chorreaba por la espalda, mientras sus dedos azotaban con furia el teclado. Sabía que bastaba rozar las teclas, pero ella era un animal de costumbres y por eso las machacaba, como antes hacía en su anticuada máquina de escribir.

A un lado de la computadora tenía un jarro de té helado con vodka, una mezcla explosiva de cuya invención se sentía muy orgullosa. Al otro lado descansaba su pipa de marinero apagada. Se había resignado a fumar menos, porque la tos no la dejaba en paz, pero mantenía la pipa cargada por compañía: el olor del tabaco negro reconfortaba su alma. «A los sesenta y cinco años no son muchos los vicios que una bruja como yo puede permitirse», pensaba. No estaba dispuesta a renunciar a ninguno de sus vicios, pero si no dejaba de fumar iban a estallarle los pulmones.

Kate llevaba seis meses dedicada a poner en pie la Fundación Diamante, que había creado con el famoso antropólogo Ludovic Leblanc, a quien, dicho sea de paso, consideraba su enemigo. Detestaba ese tipo de trabajo, pero, si no lo hacía, su nieto Alexander jamás se lo perdonaría. «Soy una persona de acción, una reportera de viajes y aventuras, no una burócrata», suspiraba entre sorbo y sorbo de té con vodka.

Además de lidiar con el asunto de la fundación, había tenido que volar dos veces a Caracas para declarar en el juicio contra Mauro Carías y la doctora Omayra Torres, los responsables de la muerte de centenares de indígenas infectados de viruela. Mauro Carías no asistió al juicio, estaba convertido en vegetal en una clínica privada. Habría sido mejor que el garrotazo que recibió de los indios lo hubiera despachado al otro mundo.

Las cosas se complicaban para Kate Cold, porque la revista International Geographic le había encargado escribir un reportaje sobre el Reino del Dragón de Oro. No le convenía seguir postergando el viaje, porque podían dárselo a otro reportero, pero antes de partir debía curarse la tos. Ese pequeño país estaba incrustado entre los picos del Himalaya, donde el clima era muy traicionero; la temperatura podía variar treinta grados en pocas horas. La idea de consultar a un médico no se le pasaba por la mente, por supuesto. No lo había hecho jamás en su vida y no era cosa de comenzar ahora; tenía la peor opinión de los profesionales que ganan por hora. Ella cobraba por palabra. Le parecía obvio que a ningún médico le conviene que el paciente sane, por eso prefería remedios caseros. Tenía su fe puesta en una corteza de árbol traída del Amazonas, que dejaría sus pulmones como nuevos. Un centenario chamán de nombre Walimai le había asegurado que la corteza servía para curar las enfermedades de la nariz y la boca. Kate la pulverizaba en la licuadora y la diluía en su té con vodka, para disimular el sabor amargo, y lo bebía a lo largo del día con gran determinación. La medicina aún no había dado resultados, le explicaba en ese mismo momento al profesor Ludovic Leblanc a través del correo electrónico.

Nada hacía tan felices a Cold y Leblanc como odiarse mutuamente, y no perdían ocasión de demostrarlo. No les faltaban pretextos, porque estaban inevitablemente unidos por la Fundación Diamante, cuyo presidente era él, mientras ella manejaba el dinero. El trabajo común para la fundación los obligaba a comunicarse casi a diario y lo hacían por correo electrónico para no tener que escuchar sus voces en el teléfono. Procuraban verse lo menos posible.

La Fundación Diamante había sido creada para proteger a las tribus del Amazonas en general y a la gente de la neblina en particular, como había exigido Alexander. El profesor Ludovic Leblanc estaba escribiendo un pesado libraco académico sobre la tribu y su propio papel en esa aventura, aunque en verdad los indios habían sido salvados milagrosamente del genocidio por Alexander Cold y su amiga brasilera Nadia Santos, y no por Leblanc. Al recordar esas semanas en la selva, Kate no podía evitar una sonrisa. Cuando partieron de viaje al Amazonas, su nieto era un chiquillo mimado y cuando volvieron, poco más tarde, estaba convertido en un hombre. Alexander -o jaguar, como se le había puesto en la cabeza que debía llamarlo- se había portado como un valiente, era justo reconocerlo. Estaba orgullosa de él. La fundación existía gracias a Alex y Nadia; sin ellos el proyecto habría quedado en puras palabras: ellos lo habían financiado.


Al comienzo el profesor pretendía que la organización se llamara Fundación Ludovic Leblanc, porque estaba seguro de que su nombre atraería a la prensa y a posibles benefactores; pero Kate no le permitió terminar la frase.

– Tendrá que pasar sobre mi cadáver antes de poner el capital aportado por mi propio nieto a nombre suyo, Leblanc -lo interrumpió.

El antropólogo debió resignarse, porque ella disponía de los tres fabulosos diamantes del Amazonas. Como el joyero Rosenblat, tampoco Ludovic Leblanc creía ni una palabra de la historia de aquellas extraordinarias piedras. ¿Diamantes en un nido de águilas? ¡Cómo no! Sospechaba que el guía César Santos, padre de Nadia, tenía acceso a una mina secreta en plena jungla, de donde la chica había obtenido las piedras. Acariciaba la fantasía de regresar al Amazonas y convencer al guía de compartir las riquezas con él. Era un sueño disparatado, porque se estaba poniendo viejo, le dolían las articulaciones y ya no tenía energía para viajar a lugares sin aire acondicionado. Además estaba muy ocupado escribiendo su obra maestra.

Le parecía imposible concentrarse en su importante misión con su reducido sueldo de profesor. Su oficina era un hoyo insalubre, en un edificio decrépito, en un cuarto piso sin ascensor, una vergüenza. Si al menos Kate Cold fuera algo más generosa con el presupuesto… «¡Qué mujer tan desagradable!», pensaba el antropólogo. Era imposible tratar con ella. El presidente de la Fundación Diamante debía trabajar con estilo. Necesitaba una secretaria y una oficina decente; pero la avara de Kate no le soltaba ni un centavo más del estrictamente necesario para las tribus. Justamente en ese momento ambos discutían por correo electrónico a propósito de un automóvil, que a él le parecía indispensable. Movilizarse en metro era una pérdida de su precioso tiempo, que estaría mejor empleado al servicio de los indios y los bosques, explicaba. En la pantalla de ella iban formándose las frases de Leblanc: «No pido algo especial, Cold, no se trata de una limusina con chofer, sino apenas un pequeño convertible…».

Sonó el teléfono y la escritora lo ignoró, porque no deseaba perder el hilo de los contundentes argumentos con que planeaba acribillar a Leblanc, pero la campanilla siguió repicando hasta desquiciarla. Furiosa, cogió el auricular de un manotazo, refunfuñando contra el atrevido que la interrumpía en su trabajo intelectual.

– Hola, abuela -saludó alegremente la voz de su nieto mayor desde California.

– ¡Alexander! -exclamó encantada al oírlo, pero enseguida se controló, no fuera su nieto a sospechar que lo echaba de menos-. ¿No te he dicho mil veces que no me llames abuela?

– También quedamos en que tú me llamarías Jaguar -replicó el muchacho, imperturbable.

– De jaguar no tienes ni un bigote, eres un pobre gato despelucado.

– Tú, en cambio, eres la madre de mi padre, así es que legalmente puedo llamarte abuela. -¿Recibiste mi regalo? -lo cortó ella. -¡Es maravilloso, Kate!

En realidad lo era. Alexander acababa de cumplir dieciséis años y el correo le llevó una enorme caja proveniente de Nueva York con el presente de su abuela. Kate Cold se había desprendido de una de sus más preciadas posesiones: la piel de una pitón de varios metros de largo, la misma que se había tragado su máquina fotográfica en Malaisia, varios años atrás. Ahora el trofeo colgaba, como único adorno, en la pieza de Alexander. Meses antes el chico había destrozado el mobiliario en un arrebato de angustia por la enfermedad de su madre. Sólo quedaron un colchón medio destripado para dormir y una linterna para leer en la noche.

– ¿Cómo están tus hermanas?

– Andrea no entra a mi pieza, porque le tiene horror a la piel de la culebra, pero Nicole me sirve como esclava para que la deje tocarla. Me ha ofrecido todo lo que tiene a cambio de la pitón, pero jamás se la daré a nadie.

– Así lo espero. ¿Y cómo sigue tu madre?

– Mucho mejor, con decirte que ha vuelto a sus pinceles y sus pinturas. ¿Sabes? Walimai, el chamán, me dijo que tengo el poder de curar y que debo usarlo bien. He pensado que no voy a ser músico, como había pensado, sino médico. ¿Qué te parece? -preguntó Alex.

– Supongo que creerás que tú has curado a tu madre… -se rió la abuela.

– Yo no la curé, sino el agua de la salud y las plantas medicinales que traje del Amazonas…

– Y la quimioterapia y la radiación también -lo interrumpió ella.

– Nunca sabremos qué la curó, Kate. Otros pacientes que recibieron el mismo tratamiento en el mismo hospital ya se han muerto, en cambio mi mamá está en plena remisión. Esta enfermedad es muy traicionera y puede volver en cualquier momento, pero creo que las plantas que me dio el chamán Walimai y el agua maravillosa podrán mantenerla sana.

– Bastante trabajo te costó conseguirlas -comentó Kate.

– Casi dejé la vida…

– Eso no sería nada, dejaste la flauta de tu abuelo -lo cortó ella.

– Tu consideración por mi bienestar es conmovedora, Kate -se burló Alexander.

– ¡En fin! El asunto ya no tiene remedio. Supongo que debo preguntar por tu familia…

– También es tuya y me parece que no tienes otra. Por si te interesa, poco a poco estamos volviendo a la normalidad en la familia. A mi mamá le está saliendo pelo crespo y canoso. Se veía más bonita pelada -la informó su nieto.

– Me alegro de que Lisa esté sanando. Me cae bien, es buena pintora -admitió Kate Cold. -Y buena madre…

Hubo una pausa de varios segundos en la línea hasta que Alexander reunió el valor para plantear el motivo de su llamada. Explicó que tenía dinero ahorrado, porque había trabajado durante el semestre haciendo clases de música y sirviendo en una pizzería. Su propósito había sido reponer lo que destrozó en su habitación, pero después cambió de idea.

– No tengo tiempo para oír tus planes financieros. Anda al grano, ¿qué es lo que quieres? -lo conminó la abuela.

– Desde mañana estaré de vacaciones… -¿Y?

– Pensé que, si yo pago mi pasaje, tal vez pudieras llevarme contigo en tu próximo viaje. ¿No me dijiste que irías al Himalaya?

Otro silencio glacial acogió la pregunta. Kate Cold estaba haciendo un esfuerzo tremendo por controlar la satisfacción que la embargaba: todo estaba saliendo de acuerdo a sus planes. Si lo hubiera invitado, su nieto habría puesto una serie de inconvenientes, tal como hizo cuando se trató de viajar al Amazonas, pero de esa manera la iniciativa partía de él. Tan segura estaba de que Alexander iría con ella, que le tenía preparada una sorpresa.

– ¿Estás ahí, Kate? -preguntó Alexander tímidamente.

– Claro. ¿Dónde quieres que esté?

– ¿Puedes pensarlo, al menos?

– ¡Vaya! Yo creía que la juventud estaba dedicada a fumar pasto y conseguir pareja a través de Internet… -comentó ella entre dientes.

– Eso es un poco más tarde, Kate, tengo dieciséis años y no me alcanza el presupuesto ni siquiera para una cita virtual -se rió Alexander y agregó-: Creo haberte probado que soy buen compañero de viaje. No te molestaré en nada y puedo ayudarte. Ya no tienes edad para andar sola…

– Pero ¡qué dices, mocoso!

– Me refiero… bueno, puedo cargar tu equipaje, por ejemplo. También puedo tomar fotos.

– ¿Crees que el International Geographic publicaría tus fotos? Vendrán Timothy Bruce y Joel González, los mismos fotógrafos que fueron con nosotros al Amazonas.

– ¿Se curó González?

– Sanaron las costillas rotas, pero todavía anda asustado. Timothy Bruce lo cuida como una madre.

– Yo también te cuidaré a ti como una madre, Kate. En el Himalaya te puede pisotear una manada de yaks. Además hay poco oxígeno, te puede dar un ataque al corazón -suplicó el nieto.

– No pienso darle a Leblanc el gusto de morirme antes que él -masculló ella entre dientes, y agregó-: Pero veo que algo sabes sobre esa región.

– No te imaginas cuánto he leído al respecto. ¿Puedo ir contigo? ¡Por favor!

– Está bien, pero no voy a esperarte ni un solo minuto. Nos encontramos en el aeropuerto John F Kennedy el próximo jueves, para embarcarnos a las nueve de la noche rumbo a Londres y de allí a Nueva Delhi. ¿Has comprendido?

– ¡Allí estaré, te lo prometo!

– Trae ropa abrigada. Cuanto más alto subamos, más frío hará. Seguro que tendrás ocasión de hacer montañismo, así es que puedes traer también tu equipo de escalar.

– ¡Gracias, gracias, abuela! -exclamó el muchacho, emocionado.

– ¡Si vuelves a llamarme abuela, no te llevo a ninguna parte! -replicó Kate, colgando el teléfono y echándose a reír con su risa de hiena.

Загрузка...