CAPÍTULO DIECINUEVE – EL PRÍNCIPE

Alexander iba adelante siguiendo las instrucciones del video y el GPS, porque el príncipe no entendió cómo funcionaban y no era el momento de darle una lección. Alexander no era un experto en esos aparatos, y además aquél era un modelo ultramoderno que sólo usaba el ejército americano, pero estaba acostumbrado a usar tecnología y no le resultó difícil descubrir cómo manejarlo.

Dil Bahadur había pasado doce años de su vida preparándose para el momento de recorrer el laberinto de puertas del piso inferior del palacio, cruzar la Última Puerta y vencer uno a uno los obstáculos sembrados en el Recinto Sagrado. Había aprendido las instrucciones confiado en que, si le fallaba la memoria, su padre estaría a su lado hasta que pudiera hacerlo solo. Ahora debía enfrentar la prueba con los consejos de su maestro Tensing y la presencia de sus nuevos amigos, Nadia y Alexander, como única ayuda. Al principio miraba con desconfianza la pequeña pantalla que Alexander llevaba en la mano, hasta que se dio cuenta de que los guiaba directo a la puerta adecuada. Ni una vez tuvieron que retroceder y nunca abrieron una puerta equivocada, así se encontraron ante la sala de las lámparas de oro. Esta vez nadie cuidaba la última Puerta. El guardia herido por los hombres azules, así como el cadáver de su compañero, habían sido retirados, sin que otros los reemplazaran, y la sangre del suelo había sido lavada sin dejar rastro.

– ¡Uau! -exclamaron Nadia y Alexander al unísono al ver la magnífica puerta.

– Tenemos que girar los jades precisos; si nos equivocamos, el sistema se atranca y no podremos entrar -advirtió el príncipe.

– Todo es cuestión de fijarnos bien en lo que hizo el rey. Está grabado en el video -explicó Alexander.

Vieron la filmación dos veces, hasta estar completamente seguros, y luego Dil Bahadur movió cuatro jades tallados en forma de flor de loto. Nada ocurrió. Los tres jóvenes aguardaron sin respirar, contando los segundos. De pronto las dos hojas de la puerta comenzaron lentamente a moverse.

Se encontraron en la habitación circular con nueve puertas idénticas y, tal como hiciera Tex Armadillo días antes, Alexander se colocó sobre el ojo pintado en el suelo, abrió los brazos y giró en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Su mano derecha apuntó a la puerta que debían abrir.

Oyeron un coro espeluznante de lamentos y les dio en las narices un olor fétido a tumba y descomposición. Nada se veía, sólo una insondable negrura.

– Yo iré primero, porque se supone que mi animal totémico, el jaguar, puede ver en la oscuridad -se ofreció Alexander, cruzando el umbral, seguido por sus amigos.

– ¿Ves algo? -le preguntó Nadia.

– Nada -confesó Alexander.

– En una ocasión como ésta convendría tener un animal totémico más humilde que el jaguar. Como una cucaracha, por ejemplo -se rió Nadia, nerviosa.

– Posiblemente no sería del todo una mala idea usar tu linterna… -sugirió el príncipe.

Alexander se sintió como un tonto: había olvidado por completo que llevaba la linterna y el cortaplumas en los bolsillos de la parka. Al encender la linterna se hallaron en un corredor, que recorrieron vacilantes, hasta llegar a la puerta que había al final. La abrieron con grandes precauciones. Allí la fetidez era mucho más insoportable, pero había una débil claridad que permitía ver. Estaban rodeados de esqueletos humanos que colgaban del techo, meciéndose en el aire con un macabro tintinear de huesos, mientras a sus pies hervía un asqueroso colchón vivo de serpientes. Alexander dio un alarido y trató de retroceder, pero Dil Bahadur lo sujetó por un brazo.

– Son huesos muy antiguos, fueron puestos aquí hace siglos para desanimar a los intrusos -dijo. -¿Y las culebras?

– Los hombres del Escorpión pasaron por aquí, Jaguar, eso quiere decir que nosotros también podemos hacerlo -lo alentó Nadia.

– Peina dijo que esos tipos son inmunes al veneno de insectos y reptiles -le recordó Alexander.

– Tal vez estas culebras no sean venenosas. Según me enseñó mi honorable maestro Tensing, la forma de la cabeza de las víboras peligrosas es más triangular. Sigamos -ordenó el príncipe.

– Estos reptiles no aparecen en el video -anotó Nadia.

– El rey llevaba la cámara en el medallón, de modo que sólo filmaba lo que tenía al frente, no a los pies -explicó Alexander.

– Eso significa que debemos tener mucho cuidado con lo que hay más abajo y más arriba del pecho del rey-concluyó ella.

A manotazos, el príncipe y sus amigos apartaron los esqueletos y, pisando las víboras, avanzaron hasta la puerta siguiente, que daba acceso a una habitación en penumbra y vacía.

– ¡Espera! -lo detuvo Alexander-. Aquí tu padre movió algo que hay en el umbral.

– Lo recuerdo, es una piña tallada en la madera -dijo Dil Bahadur tanteando la pared.

Encontró la palanca que buscaba y la empujó. La piña se hundió y de inmediato oyeron una terrible sonajera y vieron caer del techo un bosque de lanzas, que levantó una nube de polvo. Aguardaron a que la última lanza se clavara en el suelo.

– Ahora es cuando más falta nos hace Borobá. Él podría probar el camino… En fin, yo pasaré antes, porque soy la más delgada y liviana -decidió Nadia.

– Se me ocurre que posiblemente esta trampa no sea tan simple como parece -les advirtió Dil Bahadur.

Deslizándose como una anguila, Nadia pasó entre las primeras barras metálicas. Había recorrido un par de metros cuando rozó con el codo una de ellas y de súbito se abrió un hueco bajo sus pies. Instintivamente se aferró a las lanzas que tenía más cerca y quedó prácticamente colgando sobre el vacío. Sus manos resbalaban por el metal mientras ella buscaba con los pies algún punto de apoyo. Para entonces Alexander la había alcanzado, sin cuidarse de dónde pisaba en la prisa por ayudarla. La cogió con un brazo por la cintura y la atrajo, sosteniéndola apretadamente contra su cuerpo. La sala entera pareció vacilar, como si hubiera un terremoto, y varias lanzas más cayeron del techo, pero ninguna cerca de ellos. Durante varios minutos los dos amigos permanecieron inmóviles, abrazados, esperando. Luego empezaron a desprenderse con inmensa lentitud.

– No toques nada -susurró Nadia, temiendo que hasta el aire que exhalaba provocara una tragedia.

Llegaron al otro lado y le hicieron señas a Dil Bahadur de que pasara, aunque éste ya había iniciado el trayecto, porque no temía a las lanzas: estaba protegido por su amuleto.

– Podríamos haber muerto clavados como insectos -comentó Alexander, limpiándose los lentes, que estaban empañados.

– Pero eso no ocurrió, ¿verdad? -le recordó Nadia, a pesar de que estaba tan asustada como su amigo.

– Si aspiran profundo tres veces, dejan que el aire llegue hasta el vientre y luego lo sueltan lentamente, tal vez se tranquilicen… -les aconsejó el príncipe.

– No hay tiempo para hacer yoga. Sigamos -lo interrumpió Alexander.

El GPS indicó la puerta que debían abrir y, apenas lo hicieron, las lanzas se levantaron simultáneamente y el cuarto volvió a verse vacío. Después encontraron dos habitaciones, cada una con varias puertas, pero sin trampas. Se relajaron un poco y empezaron a respirar con normalidad, pero no se descuidaron.

De pronto se encontraron en un espacio completamente oscuro.

– En el video no se ve nada, la pantalla está negra -dijo Alexander.

– ¿Qué habrá aquí? -inquirió Nadia.

El príncipe tomó la linterna y alumbró el piso, donde vieron un árbol frondoso y lleno de frutas y pájaros, pintado con tal maestría que parecía plantado en tierra firme, erguido al centro de la habitación. Era tan hermoso y de aspecto tan inofensivo, que invitaba a acercarse y tocarlo.

– ¡No den un solo paso! Es el Árbol de la Vida. He oído historias sobre los peligros de pisarlo -exclamó Dil Bahadur, olvidando por una vez sus buenos modales.

El príncipe tomó la pequeña escudilla en la cual preparaba su comida, que siempre llevaba entre los pliegues de su túnica, y la tiró al suelo. El Árbol de la Vida estaba pintado en una delgada seda tendida sobre un pozo profundo. Un paso al frente los habría precipitado al vacío. No sabían que allí había perecido uno de los secuaces de Tex Armadillo en ese mismo recorrido. El bandido yacía al fondo de un pozo donde en ese mismo momento las ratas terminaban de pelar sus huesos.

– ¿Cómo podemos pasar? -preguntó Nadia.

– Tal vez sería mejor que esperen aquí -indicó el príncipe.

Con grandes precauciones, Dil Bahadur buscó con el pie hasta que encontró una delgada pestaña a lo largo de la pared. No se veía porque estaba pintada de negro y se fundía contra el color del piso. Con la espalda pegada contra el muro fue avanzando. Movía la pierna derecha unos centímetros, buscaba el equilibrio y luego movía la izquierda. Así llegó hasta el otro lado.

Alexander comprendió que para Nadia ésa sería una de las pruebas más difíciles, por su temor a la altura.

– Ahora debes recurrir al espíritu del águila. Dame la mano, cierra los ojos y pon toda tu atención en los pies -le dijo.

– ¿Por qué no espero aquí, mejor? -sugirió ella.

– No. Vamos a pasar juntos -la conminó su amigo.

No sospechaban qué profundidad tenía el hueco y no pensaban averiguarlo. El bandido de Tex Armadillo que cayó al pozo había resbalado sin que nadie pudiera impedirlo. Por un instante pareció flotar en el aire, sostenido por la copa del Árbol de la Vida, abierto de piernas y brazos, envuelto en sus negras vestiduras, como un gran murciélago. La ilusión duró una pestañada. Con un alarido de absoluto terror, el hombre cayó a la negra boca del pozo. Sus compañeros oyeron el golpe del cuerpo al tocar fondo y luego reinó un silencio escalofriante. Por suerte Nadia nada sabía de esto. Se aferró a la mano de Alexander y paso a paso le siguió hasta el otro lado.


Al abrir otra de las puertas, los tres amigos se encontraron rodeados de espejos. No sólo los había en las paredes, sino también en el techo y el suelo, multiplicando sus imágenes hasta el infinito. Además la habitación estaba inclinada, como un cubo sostenido en una de sus esquinas. No podían avanzar de pie, debían hacerlo gateando, sujetándose unos a otros, completamente desorientados. Las puertas no se veían, porque eran también de espejo. En pocos segundos estaban con náuseas, sentían que les estallaba la cabeza y perdían la razón.

– No miren hacia los lados, claven la vista en el que va adelante. Síganme en fila, sin separarse. La dirección está indicada en mi pantalla -ordenó Alexander.

– No sé cómo vamos a encontrar la salida -dijo Nadia, totalmente confundida.

– Si abrimos la puerta equivocada, posiblemente se active un seguro y quedemos atrapados aquí para siempre -les advirtió el príncipe con su habitual calma.

– Para eso contamos con la tecnología más moderna -lo tranquilizó Alexander, aunque él mismo apenas podía controlar sus nervios.

Las puertas eran todas iguales, pero mediante el GPS Alexander se dio cuenta de la dirección que debían tomar. El rey se había detenido en varios lugares antes de abrir la puerta correcta. Echó atrás el video para observar los detalles y se fijó que el espejo reflejaba una imagen deformada del rey.

– Uno de los espejos es cóncavo. Ésa es la puerta -concluyó.

Cuando Dil Bahadur se vio gordo y paticorto en el espejo, empujó; éste cedió y pudieron salir. Se encontraron en un angosto y largo corredor que se enroscaba en sí mismo como una espiral. Se diferenciaba de los demás recintos del palacio en que no había puertas visibles, pero no dudaron que encontrarían una al final, porque así indicaba el video. No había dónde perderse, era simplemente cuestión de avanzar. El aire estaba enrarecido y flotaba un polvillo fino, que parecía dorado en la luz de las pequeñas lámparas colgadas del techo. En el video vieron que el rey había pasado rápido y sin vacilar, pero eso no significaba que fuera seguro, podía haber riesgos que el video no registraba.

Entraron al corredor, observando el entorno, sin saber por dónde vendría la amenaza, pero conscientes de que no podían descuidarse ni un segundo. Habían dado varios pasos cuando comprendieron que pisaban algo blando. Tenían la sensación de caminar sobre una lona estirada, que cedía con el peso de los cuerpos.

Dil Bahadur se tapó la boca y la nariz con la túnica e hizo gestos desesperados a sus amigos de seguir sin detenerse. Acababa de darse cuenta de que en realidad avanzaban sobre un sistema de fuelles. Con cada paso salía de unos agujeros en el suelo el polvo que habían notado al entrar. En pocos segundos el aire estaba tan saturado que no se veía a treinta centímetros de distancia. Las ganas de toser eran insoportables, pero se controlaron como pudieron, porque al hacerlo aspiraban el polvo a bocanadas. La única solución era tratar de llegar a la salida lo antes posible. Echaron a correr, procurando no respirar, lo cual era imposible, dada la longitud del pasillo. Temieron que fuera un veneno mortal, pero pensaron que, si el rey cruzaba ese corredor a menudo, no podía tratarse de eso.

Nadia era buena nadadora, porque se había criado en el Amazonas, donde la vida transcurre sobre el agua, y podía permanecer sumergida más de un minuto. Eso le permitió sujetar la respiración mejor que sus amigos, pero aun así tuvo que inhalar un par de veces. Calculó que Alexander y Dil Bahadur tenían bastante más de ese extraño polvo en el organismo que ella. De cuatro zancadas llegó al final del pasillo, abrió la única puerta que había y tiró a los otros hacia el umbral.

Sin pensar en los riesgos que la habitación próxima podía contener, los tres amigos se precipitaron fuera del corredor, cayendo unos encima de otros, ahogados, respirando a todo pulmón y tratando de sacudirse el polvo adherido a la ropa. En el video nada amenazante aparecía: el rey había pasado por ese cuarto con la misma seguridad con que lo hizo por el corredor. Nadia, quien se hallaba en mejores condiciones que los muchachos, les señaló que no se movieran mientras ella revisaba el lugar.

La sala estaba bien iluminada y el aire parecía normal. Había varias puertas, pero la pantalla indicaba claramente cuál debían usar. Se adelantó un par de pasos y se dio cuenta de que le costaba fijar la vista: millares de puntos, líneas y figuras geométricas en brillantes colores bailaban ante sus ojos. Estiró los brazos, tratando de mantener el equilibrio. Volvió atrás y comprobó que Alexander y Dil Bahadur también se tambaleaban.

– Me siento muy mal -murmuró Alexander, dejándose caer sentado en el piso.

– Jaguar, abre los ojos! -lo sacudió Nadia-. El efecto de ese polvo se parece a la poción que nos dieron los indios en el Amazonas. ¿Te acuerdas que vimos visiones?

– ¿Un alucinógeno? ¿Crees que estamos drogados?

– ¿Qué es un alucinógeno? -preguntó el príncipe, quien sólo se sostenía de pie gracias al control que siempre ejercía sobre su cuerpo.

– Sí, eso creo. Seguramente cada uno de nosotros verá algo diferente. No es real -explicó Nadia, sosteniendo a sus amigos para ayudarlos a seguir, sin imaginar que en pocos segundos ella misma caería en el infierno de aquella droga.

A pesar de la advertencia de Nadia, ninguno de los tres sospechaba el terrible poder de aquel polvo dorado. El primer síntoma fue que se hundían en un laberinto psicodélico de colores y figuras iridiscentes que se movían a velocidad vertiginosa. Mediante un supremo esfuerzo lograron mantener los ojos abiertos y avanzar trastabillando, preguntándose cómo lo hacía el rey para sobreponerse a la droga. Sentían que se desprendían del mundo y de la realidad, como si fueran a morir; no podían contener los gemidos de angustia. Para entonces habían llegado a la sala siguiente, que resultó ser mucho más amplia que las anteriores. Al ver lo que allí había, lanzaron una exclamación de espanto, a pesar de que una parte de sus cerebros repetía que esas imágenes eran fruto únicamente de la imaginación.

Se encontraron en el infierno, rodeados de monstruos y demonios que los amenazaban como una jauría de fieras. Por todos lados vieron cuerpos destrozados, tortura, sangre y muerte. Un horripilante coro de alaridos los ensordecía; voces cavernosas llamaban sus nombres, como hambrientos fantasmas.

Alexander vio claramente a su madre en las garras de una poderosa ave de rapiña, negra y amenazante. Estiró las manos para tratar de rescatarla y en ese instante el pájaro de la muerte devoró la cabeza de Lisa Cold. Un grito se le escapó de lo más profundo del pecho.

Nadia se encontró de pie, en precario equilibrio, sobre una angosta viga en el último piso de uno de los rascacielos que había visitado con Kate en Nueva York. A sus pies, centenares de metros más abajo, veía todo cubierto de lava ardiente. El vértigo de la muerte se apoderó de su mente, anulando su capacidad de razonar, mientras la viga se inclinaba más y más. Oyó el llamado del abismo como una fatal tentación.

Por su parte, Dil Bahadur sintió que su espíritu se desprendía, cruzaba el firmamento como un rayo y llegaba a las ruinas del monasterio fortificado en el preciso instante en que su padre moría en los brazos de Tensing. Enseguida vio a un ejército de seres sanguinarios que atacaba al desvalido Reino del Dragón de Oro. Y lo único que había entre ambos era él mismo, desnudo y vulnerable.

Las visiones eran distintas para cada uno y todas eran atroces; representaban lo que más temían, sus peores recuerdos, pesadillas y debilidades. Ése era un viaje personal a las cámaras prohibidas de sus propias conciencias. Sin embargo, para ellos fue un viaje mucho menos arduo que para Tex Armadillo y los guerreros del Escorpión, porque los tres jóvenes eran almas buenas, no cargaban el peso de los crímenes abominables de los otros individuos.

El primero en reaccionar fue el príncipe, quien tenía muchos años de practicar control sobre su mente y su cuerpo. Se desprendió con brutal esfuerzo de las figuras maléficas que lo atacaban y dio unos pasos en la habitación.

– Todo lo que vemos es ilusión -dijo y, tomando a sus amigos de la mano, los condujo a la fuerza hacia la salida.

Alexander no podía enfocar bien la vista para seguir las instrucciones de la pantalla, pero le alcanzó la cordura para darse cuenta de que en el video no se veía nada más que un cuarto vacío, prueba de que Dil Bahadur tenía razón y esas escenas diabólicas eran sólo producto de su imaginación. Allí se sentaron, apoyándose unos en otros, para descansar, por un rato, hasta que se calmaron y lograron manejar las horrendas visiones del alucinógeno, aunque éstas no desaparecieron. Dándose ánimo entre ellos, los tres jóvenes pudieron ponerse de pie. El rey se había dirigido a la puerta precisa, aparentemente sin sufrir nada de lo que ahora los afectaba a ellos; pensó que seguramente había aprendido a no inhalar el polvo, o bien disponía de un antídoto contra la droga. En todo caso, en el video el monarca parecía a salvo del suplicio psicológico que sufrían ellos.


En la última habitación del laberinto que protegía al Dragón de Oro, la más amplia de todas, los demonios y las escenas de horror desaparecieron súbitamente y fueron reemplazados por un paisaje maravilloso. El malestar producido por la droga había dado paso a una inexplicable euforia. Se sentían livianos, poderosos, invencibles. En la luz cálida de centenares de lamparitas de aceite vieron un jardín envuelto en una suave bruma rosada, que se desprendía del suelo y se elevaba hasta las copas de los árboles. Hasta sus oídos llegaba un coro de voces angélicas, y notaron que había una fragancia penetrante de flores silvestres y frutas tropicales. El techo había desaparecido y en su lugar vieron un cielo a la hora de la puesta del sol, cruzado de pájaros de vivos plumajes. Se restregaron los ojos, incrédulos.

– Esto tampoco es real. Seguro que estamos todavía drogados -murmuró Nadia.

– ¿Vemos todos lo mismo? Yo veo un parque -agregó Alexander.

– Yo también -dijo Nadia.

– Y yo. Si los tres vemos lo mismo, no se trata de visiones. Esto es una trampa, tal vez la más peligrosa de todas. Sugiero que no toquemos nada y pasemos rápidamente… -advirtió Dil Bahadur.

– ¿De modo que no estamos soñando? Esto se parece al jardín del Edén -comentó Alexander, todavía un poco ebrio por los polvos dorados de la sala anterior.

– ¿Qué jardín es ése? -preguntó Dil Bahadur.

– El Jardín del Edén aparece en la Biblia; allí colocó el Creador a la primera pareja de seres humanos. Creo que casi todas las religiones tienen un jardín similar. El Paraíso, un lugar de eterna belleza y felicidad -explicó su amigo.

Alexander pensó que lo que presenciaban podían ser imágenes virtuales o proyecciones de cine, pero enseguida comprendió la imposibilidad de que fuera una tecnología tan moderna. El palacio había sido construido hacía muchos siglos.

Entre las brumas, donde volaban delicadas mariposas, surgieron tres figuras humanas, dos muchachas y un joven de radiante hermosura, con los cabellos como hilos de seda que la brisa levantaba, vestidos de livianas sedas bordadas, con grandes alas de plumas áureas. Se movían con extraordinaria gracia, llamándolos con gestos, tendiéndoles los brazos. La tentación de acercarse a aquellos seres translúcidos y abandonarse al placer de volar con ellos llevados por esas alas poderosas era casi irresistible. Alexander dio un paso adelante, hipnotizado por una de las doncellas, y Nadia le sonrió al joven desconocido, pero Dil Bahadur tuvo suficiente presencia de ánimo para sujetar a sus amigos por los brazos.

– No los toquen, son fatales. Éste es el jardín de las tentaciones -les advirtió.

Pero Nadia y Alexander, perdida la razón, se sacudían, tratando de desprenderse de las manos del príncipe.

– No son reales, están pintadas en los muros o son estatuas. Ignórenlas -repetía éste.

– Se mueven y nos llaman… -murmuró Alexander, embobado.

– Es un truco, una ilusión óptica. ¡Miren allí! -exclamó Dil Bahadur obligándolos a dirigir la vista hacia un rincón del jardín.

Tirado boca abajo en el suelo sobre un macizo de flores pintadas, estaba el cuerpo inerte de uno de los hombres azules. Dil Bahadur condujo a la fuerza a sus amigos hasta él. Se inclinó y lo dio vuelta, entonces vieron la forma horrible en que había perecido.

Los guerreros del Escorpión habían penetrado en ese fantástico jardín como en un sueño, drogados por los polvos dorados, que les hacían creer todo lo que veían. Eran hombres brutales, que pasaban la vida a caballo, dormían sobre el duro suelo, estaban habituados a la crueldad, el sufrimiento y la pobreza. Jamás habían visto nada hermoso o delicado, nada sabían de música, de flores, de fragancias o de mariposas como las de ese jardín. Adoraban serpientes, escorpiones y dioses sanguinarios del panteón hindú. Temían a los demonios y al infierno, pero no habían oído hablar del Paraíso o de seres angélicos como los de aquella última trampa del Recinto Sagrado. Lo más cercano a la intimidad o al amor que conocían era la ruda camaradería entre ellos. Tex Armadillo había tenido que amenazarlos con su pistola para impedir que se detuvieran en aquel jardín embrujado, pero no logró evitar que uno de ellos sucumbiera a la tentación.

El hombre estiró la mano y tocó el brazo extendido de una de las hermosas doncellas aladas. Encontró la frialdad del mármol, pero la textura no era lisa como el mármol, sino áspera como lija o vidrio molido. Retiró la mano sorprendido y vio que su palma estaba arañada. Al instante la piel empezó a resquebrajarse, abrirse, mientras la carne se disolvía como si fuera quemada hasta los huesos. A sus gritos acudieron los demás, pero no había nada que hacer: el mortal veneno ya había penetrado en la corriente sanguínea y rápidamente avanzó por el brazo, como un ácido corrosivo. En menos de un minuto el desdichado estaba muerto.

Ahora Alexander, Nadia y Dil Bahadur se hallaban frente al cadáver, que en esos días se había secado como una momia por efecto del veneno. El cuerpo se había reducido, era un esqueleto con un pellejo negro adherido a los huesos, que desprendía un olor persistente a hongos y musgo.

– Como dije, tal vez sea mejor no tocar nada… -repitió el príncipe, pero su advertencia ya no era necesaria, porque ante ese espectáculo Nadia y Alexander despertaron del trance.


Los tres jóvenes se encontraron por fin en la sala del Dragón de Oro. Aunque nunca la había visto, Dil Bahadur la reconoció al punto por las descripciones que le habían dado los monjes en los cuatro monasterios donde aprendió el código. Allí estaban las paredes cubiertas de láminas de oro, grabadas con escenas en bajorrelieve de la vida de Sidarta Gautama, los candelabros de oro macizo con las velas de cera de abeja, las delicadas lámparas de aceite con sus pantallas de filigrana de oro, los perfumeros de oro donde se quemaban mirra e incienso. Oro, oro por todas partes. Aquel oro que había despertado la codicia de Tex Armadillo y los hombres azules dejaba completamente indiferentes a Dil Bahadur, Alexander y Nadia, para quienes ese metal amarillo resultaba más bien feo.

– Tal vez no fuera mucho pedir que nos dijeras qué estamos haciendo aquí -sugirió Alexander al príncipe, sin poder evitar la ironía en su tono.

– Tal vez ni yo mismo lo sepa -replicó Dil Bahadur.

– ¿Por qué tu padre te pidió que vinieras aquí? -quiso saber Nadia.

– Posiblemente para consultar al Dragón de Oro.

– ¡Pero si se lo robaron! Aquí no hay nada más que esa piedra negra con un trocito de cuarzo, que debe ser la base donde antes estaba la estatua -dijo Alexander.

– Ése es el Dragón de Oro -les informó el príncipe.

– ¿Cuál?

– La base de piedra. Se llevaron una estatua muy bonita, pero en realidad el oráculo sale de la piedra. Ése es el secreto de los reyes, que ni los monjes de los monasterios saben. Ése es el secreto que me entregó mi padre y que ustedes jamás podrán repetir.

– ¿Cómo funciona?

– Primero tengo que salmodiar la pregunta en el idioma de los yetis, entonces el cuarzo en la piedra comienza a vibrar y emite un sonido, que luego debo interpretar.

– ¿Me estás tomando el pelo? -preguntó Alexander. Dil Bahadur no entendió qué quería decir. No tenía la menor intención de coger a nadie por el pelo.

– Veamos cómo se hace. ¿Qué piensas preguntarle?

– dijo Nadia, siempre práctica.

– Tal vez lo más importante es saber cuál es mi karma, para cumplir mi destino sin desviarme -decidió Dil Bahadur.

– ¿Hemos desafiado a la muerte para llegar aquí a consultar sobre tu karma? -se burló Alexander.

– Eso te lo puedo decir yo: eres un buen príncipe y serás un buen rey -agregó Nadia.

Dil Bahadur les pidió a sus amigos que se sentaran en silencio al fondo de la sala y luego se aproximó a la plataforma donde antes se apoyaban las patas de la magnífica estatua. Encendió los perfumeros de incienso y las velas, luego se sentó con las piernas cruzadas por un tiempo que a los otros les pareció muy largo. El príncipe meditó en silencio hasta calmar su ansiedad y limpiar su mente de todo pensamiento, de deseos y temores, también de curiosidad. Se abrió por dentro como la flor del loto, tal como le había enseñado su maestro, para recibir la energía del universo.

Las primeras notas fueron casi un murmullo, pero rápidamente el cántico del príncipe se convirtió en un rugido poderoso que brotaba de la tierra misma, un sonido gutural que los otros dos jóvenes nunca habían escuchado. Costaba imaginar que fuera un sonido humano, parecía provenir de un gran tambor al centro de una enorme caverna. Las roncas notas rodaban, ascendían, bajaban, adquirían ritmo, volumen y velocidad; luego se calmaban para volver a comenzar, como el oleaje del mar. Cada nota se estrellaba contra las láminas de oro de las paredes y volvía multiplicada. Fascinados, Nadia y Alexander sentían la vibración dentro de sus propios vientres, como si fueran ellos quienes la emitían. Pronto se dieron cuenta de que al canto del príncipe se había sumado una segunda voz, muy diferente: era la respuesta del pequeño trozo de cuarzo amarillento incrustado en la piedra negra. Dil Bahadur se calló para escuchar el mensaje de la piedra, que continuaba en el aire como el eco de grandes campanas de bronce repicando al unísono. Su concentración era total, ni un músculo se movía en su cuerpo, mientras su mente retenía las notas de cuatro en cuatro y simultáneamente las traducía a los ideogramas del lenguaje perdido de los yetis, que durante doce años había memorizado.

El cántico de Dil Bahadur se prolongó por más de una hora, que a Nadia y Alexander les pareció apenas unos pocos minutos, porque esa extraordinaria música los había transportado a un estado superior de la consciencia. Sabían que durante dieciocho siglos esa sala había sido visitada solamente por los reyes del Reino Prohibido y que nadie antes que ellos había presenciado un oráculo. Mudos, con los ojos redondos de asombro, los dos jóvenes seguían el ondulante sonido de la piedra, sin comprender con exactitud lo que hacía Dil Bahadur, pero seguros de que era algo prodigioso y con profundo sentido espiritual.

Por fin reinó el silencio en el Recinto Sagrado. El trozo de cuarzo, que durante el cántico parecía brillar con una luz interna, se tornó opaco, como al principio. El príncipe, agotado, permaneció en la misma posición durante un buen rato, sin que sus amigos se atrevieran a interrumpirlo.

– Mi padre ha muerto -dijo finalmente Dil Bahadur, poniéndose de pie.

– ¿Eso dijo la piedra? -preguntó Alexander.

– Sí. Mi padre esperó a que yo llegara hasta aquí y luego pudo abandonarse a la muerte.

– ¿Cómo supo que habías llegado?

– Se lo comunicó mi maestro Tensing -dijo el joven príncipe, tristemente.

– ¿Qué más dijo la piedra? -preguntó Nadia.

– Mi karma es ser el penúltimo monarca del Reino del Dragón de Oro. Tendré un hijo, que será el último rey. Después de él el mundo y este reino cambiarán y ya nada volverá a ser como antes. Para gobernar con justicia y sabiduría contaré con la ayuda de mi padre, quien me guiará en sueños. También tendré la ayuda de Perra, con quien voy a casarme, de Tensing y del Dragón de Oro.

– Es decir, de esta piedra, porque la estatua se convirtió en ceniza -anotó Alexander.

– Tal vez entendí mal, pero me parece que la recuperaremos -comentó el príncipe, indicándoles con una seña que había llegado el momento de regresar.


Timothy Bruce y Joel González, los fotógrafos del International Geographic, habían cumplido al pie de la letra las órdenes de Kate Cold. Pasaron ese tiempo recorriendo los sitios más inaccesibles del reino, guiados por un sherpa de corta estatura, quien cargaba el pesado equipo y las carpas en la espalda, sin perder su plácida sonrisa ni el ritmo regular de sus pasos. Los extranjeros, en cambio, desfallecían con el esfuerzo de seguirlo y con la altura, que los ahogaba. Los fotógrafos, que no se habían enterado de las peripecias de sus compañeros, llegaron muy entusiasmados a contar sus aventuras con raras orquídeas y ositos panda, pero Kate Cold no demostró el menor interés. La escritora los apabulló con la noticia de que su nieto y Nadia habían contribuido a derrotar a una organización criminal, rescatar a varias niñas cautivas, apresar a una secta de bandidos patibularios y colocar al príncipe Dil Bahadur en el trono, todo esto con la ayuda de una banda de yetis y un misterioso monje con poderes mentales. Timothy Bruce y Joel González cerraron la boca y no dijeron una palabra más hasta la hora de subir al avión para regresar a su país.

– En todo caso, no vuelvo a viajar con Alexander y Nadia, porque atraen el peligro, como la miel a las moscas. Ya estoy muy vieja para pasar tanto susto -comentó la escritora, quien todavía no se había repuesto de los sobresaltos pasados.

Alexander y Nadia intercambiaron una mirada de complicidad, porque ambos habían decidido que de todos modos iban a acompañarla en su próximo reportaje. No podían perder la oportunidad de vivir otra aventura con Kate Cold.

Los chicos no le habían confiado a la abuela los detalles del Recinto Sagrado, ni la forma en que operaba el prodigioso pedazo de cuarzo, porque se habían comprometido a guardar el secreto. Se limitaron a decirle que en aquel lugar Dil Bahadur, como todos los monarcas del Reino Prohibido, contaba con los medios para predecir el futuro.

– En la antigua Grecia existía un templo en Delfos al que acudía la gente a oír las profecías de una pitonisa que caía en trance -les contó Kate-. Sus palabras eran siempre enigmáticas, pero los clientes les encontraban sentido. Ahora se sabe que en ese lugar se desprendía un gas de la tierra, seguramente éter. La sacerdotisa se mareaba con el gas y hablaba en clave, el resto lo imaginaban sus ingenuos clientes.

– La situación no es comparable. Lo que vimos no se explica con un gas -replicó su nieto.

La vieja escritora lanzó una risotada seca.

– Se han invertido los papeles, Kate: antes era yo el escéptico que nada creía sin pruebas y tú la que me repetías que el mundo es un lugar muy misterioso y que no todo tiene una explicación racional -sonrió Alexander.

La mujer no pudo contestar, porque la risa se le había convertido en un ataque de tos y estaba a punto de ahogarse. Su nieto le dio unos golpes en la espalda, con más energía de la necesaria, mientras Nadia iba a buscar un vaso de agua.

– Es una lástima que Tensing haya partido al Valle de los Yetis, de otro modo te habría curado la tos con sus agujas mágicas y sus oraciones. Me temo que tendrás que dejar de fumar, abuela -dijo Alexander. -¡No me llames abuela!


La tarde antes de partir de vuelta a Estados Unidos, los miembros de la expedición del International Geographic estaban reunidos en el palacio de mil habitaciones con la familia real y el general Kunglung, después de asistir a los funerales del rey. Éste había sido incinerado, como era la tradición, y sus cenizas se habían repartido en cuatro antiguos recipientes de alabastro, que los mejores soldados llevaron a lomo de caballo hacia los cuatro puntos cardinales del reino, donde fueron lanzadas al viento. Ni su pueblo ni su familia, que tanto lo amaban, lloraron su muerte, porque creían que el llanto obliga al espíritu a quedarse en el mundo para consolar a los vivos. Lo correcto era demostrar alegría, para que el espíritu se fuera contento a cumplir otro ciclo en la rueda de la reencarnación, evolucionando en cada vida hasta alcanzar finalmente la iluminación y el cielo, o Nirvana.

– Tal vez mi padre nos haga el honor de reencarnarse en nuestro primer hijo -dijo el príncipe Dil Bahadur.

A Pema le tembló la taza de té en las manos, delatando su turbación. La joven vestía enteramente de seda y brocado, con botas de piel y adornos de oro en los brazos y las orejas, pero llevaba la cabeza descubierta, porque estaba orgullosa de haber usado su hermosa cabellera en una causa que le parecía justa. Su ejemplo sirvió para que las otras cuatro muchachas rapadas no se acomplejaran. La larga trenza de cincuenta metros que hicieron con sus cabelleras había sido colocada como ofrenda ante el Gran Buda del palacio, donde la gente hacía peregrinaciones para verla. Tanto se había comentado el asunto y tantas veces fueron mostradas en televisión, que se produjo una reacción histérica y centenares de muchachas se afeitaron la cabeza por imitación, hasta que Dil Bahadur en persona tuvo que aparecer en la pantalla para insinuar que el reino no necesitaba esas pruebas de patriotismo tan extremas. Alexander comentó que en Estados Unidos eso de llevar la cabeza rapada estaba de moda, así como hacerse tatuajes y perforarse las narices, las orejas y el ombligo para ponerse adornos metálicos, pero nadie le creyó.

Estaban todos sentados en un círculo sobre cojines en el suelo, bebiendo chai, el aromático té dulce de India, y tratando de tragar una pésima torta de chocolate que las monjas cocineras del palacio habían inventado para halagar a los visitantes extranjeros. Tschewang, el leopardo real, se había echado junto a Nadia con las orejas gachas. Desde la muerte del rey, su amo, el hermoso felino andaba deprimido. Durante varios días no quiso comer, hasta que Nadia logró convencerlo, en el idioma de los gatos, de que ahora tenía la responsabilidad de cuidar a Dil Bahadur.

– Al despedirse de nosotros para ir a cumplir su misión en el Valle de los Yetis, mi honorable maestro Tensing me entregó algo para ti -dijo Dil Bahadur a Alexander.

– ¿Para mí?

– No exactamente para ti, sino para tu honorable madre -replicó el nuevo rey, pasándole una cajita de madera.

– ¿Qué es esto?

– Excremento de dragón.

– ¿Qué? -preguntaron Alexander, Nadia y Kate al unísono.

– Tiene la reputación de ser una medicina muy poderosa. Posiblemente si la disuelves en un poco de licor de arroz y se la das a tomar, tu honorable madre se mejore de su enfermedad -dijo Dil Bahadur.

– ¡Cómo le voy a dar de comer esto a mi mamá! -exclamó el joven, ofendido.

– Tal vez sería mejor no decirle lo que es. Está petrificado. No es lo mismo que excremento fresco, me parece… En todo caso, Alexander, tiene poderes mágicos. Un trocito de eso me salvó de los puñales de los hombres azules -explicó Dil Bahadur, señalando la piedrecilla que colgaba de una tira de cuero sobre su pecho.

Kate no pudo evitar que se le pusieran los ojos en blanco y una mueca burlona bailara brevemente en sus labios, pero Alexander agradeció conmovido el regalo de su amigo y lo guardó en el bolsillo de su camisa.

– El Dragón de Oro se fundió con la explosión del helicóptero; es una pérdida grave, porque nuestro pueblo cree que la estatua defiende las fronteras y mantiene la prosperidad de la nación -dijo el general Kunglung.

– Tal vez no sea la estatua, sino la sabiduría y prudencia de sus gobernantes las que hayan mantenido a salvo al país -replicó Kate, ofreciéndole con disimulo su torta de chocolate al leopardo, que la olisqueó brevemente, arrugó el hocico en un gesto de repugnancia y enseguida volvió a echarse junto a Nadia.

– ¿Cómo podemos hacerle comprender al pueblo que puede confiar en el joven rey Dil Bahadur, aunque no cuente con el dragón sagrado? -preguntó el general.

– Con todo respeto, honorable general, posiblemente el pueblo tenga otra estatua dentro de poco -dijo la escritora, quien por fin había aprendido a hablar de acuerdo a las normas de cortesía en ese país.

– ¿Tendría la honorable abuelita deseos de explicar a qué se refiere? -interrumpió Dil Bahadur.

– Posiblemente un amigo mío pueda resolver el problema -dijo Kate y procedió a explicar su plan.

Al cabo de varias horas de lucha con la primitiva compañía de teléfonos del Reino Prohibido, la escritora había logrado comunicarse directamente con Isaac Rosenblat en Nueva York, para preguntarle si podía fabricar un dragón similar al anterior, basándose en cuatro fotografías Polaroid, unas imágenes algo borrosas filmadas en video y una descripción detallada que habían dado los bandidos del Escorpión, esperando congraciarse con las autoridades del país.

– ¿Me estás pidiendo que haga una estatua de oro? -preguntó a gritos desde el otro lado del planeta el buen Isaac Rosenblat.

– Sí, más o menos del tamaño de un perro, Isaac. Además hay que incrustarle varios centenares de piedras preciosas, incluyendo diamantes, zafiros, esmeraldas y, por supuesto, un par de rubíes estrella idénticos para los ojos.

– ¿Quién va a pagar todo esto, muchacha, por Dios?

– Un cierto coleccionista que tiene su oficina muy cerca de la tuya, Isaac -replicó Kate Cold, muerta de risa.

La escritora estaba muy orgullosa de su plan. Se había hecho enviar desde Estados Unidos una grabadora especial, que no se vende en el comercio, pero que obtuvo gracias a sus contactos con un agente de la CIA, del cual se había hecho amiga durante un reportaje en Bosnia. Con ese aparato pudo escuchar las minúsculas cintas que Judit Kinski escondía en su bolso. Contenían la información necesaria para descubrir la identidad del cliente llamado el Coleccionista. Con eso Kate pensaba presionarlo. Lo dejaría en paz sólo a cambio de que repusiera la estatua perdida, era lo menos que podía hacer para reparar el daño cometido. El Coleccionista había tomado precauciones para que las llamadas telefónicas no fueran interceptadas, pero no sospechaba que cada uno de los agentes enviados por el Especialista para cerrar el trato grabó las negociaciones. Para Judit esas cintas grabadas eran un seguro de vida, que podía usar si el asunto se ponía demasiado feo; por eso las llevaba siempre consigo, hasta que en la lucha con Tex Armadillo perdió el bolso. Kate Cold sabía que el segundo hombre más rico del mundo no permitiría que la historia de sus tratos con una organización criminal, que incluía el secuestro del monarca de una nación pacífica, apareciera en la prensa y tendría que ceder a sus exigencias.

El plan expuesto por Kate sorprendió mucho a la corte del Reino Prohibido.

– Posiblemente fuera conveniente que la honorable abuelita consultara este asunto con los lamas. Su idea es muy bien intencionada, pero tal vez la acción que pretende sea algo ilegal… -sugirió amablemente Dil Bahadur.

– Tal vez no sea muy legal que digamos, pero el Coleccionista no merece un trato mejor. Déjelo todo en mis manos, Majestad. En este caso se justifica plenamente ensuciar mi karma con un pequeño chantaje. Y a propósito, si no es una impertinencia, ¿puedo preguntar a Su Majestad qué trato recibirá Judit Kinski? -preguntó Kate.

La mujer había sido encontrada, sin conocimiento y entumecida, por uno de los destacamentos enviados en su búsqueda por el general Kunglung. Había vagado por las montañas durante días, perdida y hambrienta, hasta que se le congelaron los pies y ya no pudo seguir. El frío la adormeció y fue quitándole rápidamente los deseos de vivir. Judit Kinski se abandonó a su suerte con una especie de alivio secreto. Después de tantos riesgos y tanta codicia, la tentación de la muerte resultaba dulce. En sus breves momentos de lucidez no venían a su mente los triunfos de su pasado, sino el rostro sereno de Dorji, el rey. ¿Qué razón había para esa tenaz presencia en su memoria? En verdad nunca lo había amado. Fingió hacerlo porque necesitaba que él le entregara el código del Dragón de Oro, nada más. Admitía, sin embargo, su admiración por él. Aquel hombre bondadoso le produjo una profunda impresión. Pensaba que en otras circunstancias, o si ella fuera una mujer diferente, se habría enamorado inevitablemente de él; pero no era el caso, de eso estaba segura. Por lo mismo le extrañaba que el espíritu del rey la acompañara en ese lugar gélido donde esperaba su muerte. Los ojos apacibles y atentos del soberano fueron lo último que vio antes de sumirse en la oscuridad.

La patrulla de soldados la encontró justo a tiempo para salvarle la vida. En ese momento estaba en un hospital, donde la mantenían sedada, después de haberle amputado algunos dedos de los pies y las manos, que se habían congelado.

– Antes de morir, mi padre me ordenó que no condenara a Judit Kinski a prisión. Deseo ofrecer a esa señora la ocasión de mejorar su karma y evolucionar espiritualmente. La enviaré a pasar el resto de su vida en un monasterio budista en la frontera con Tíbet. El clima es algo rudo y está un poco aislado, pero las monjas son muy santas. Me han dicho que se levantan antes que salga el sol, pasan el día meditando y se alimentan apenas con unos granos de arroz -dijo Dil Bahadur.

– ¿Y usted cree que allí Judit alcanzará la sabiduría?

– preguntó Kate, irónica, dándole una mirada de complicidad al general Myar Kunglung.

– Eso depende sólo de ella, honorable abuelita -respondió el príncipe.

– ¿Puedo rogar a Su Majestad que por favor me llame Kate? Ése es mi nombre -pidió la escritora.

– Será un privilegio llamarla por su nombre. Tal vez la honorable abuelita Kate, sus valientes fotógrafos y mis amigos Nadia y Alexander deseen regresar a este humilde reino, donde Perna y yo siempre los estaremos esperando… -dijo el joven rey.

– ¡Claro que sí! -exclamó Alexander, pero un codazo de Nadia le recordó sus modales y agregó-: Aunque posiblemente no merecemos la generosidad de Su Majestad y su digna novia, tal vez tengamos el atrevimiento de aceptar tan honrosa invitación.

Sin poder evitarlo, todos se echaron a reír, incluso las monjas que servían ceremoniosamente el té y el pequeño Borobá, que daba saltos alegres, lanzando pedazos de pastel de chocolate al aire.

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