CAPÍTULO DIECISIETE – EL MONASTERIO FORTIFICADO

Tex Armadillo prefería el plan inicial para la retirada de Tunkhala con el rey y el Dragón de Oro, que consistía en un helicóptero provisto de una ametralladora que en el momento preciso descendería en los jardines del palacio. Nadie habría podido detenerlos. La fuerza aérea de ese país se componía de cuatro anticuados aviones, adquiridos en Alemania hacía más de veinte años, y que sólo volaban para el Año Nuevo, lanzando pájaros de papel sobre la capital, para deleite de los niños. Ponerlos en acción para darles caza habría tomado varias horas y el helicóptero habría tenido tiempo sobrado de llegar a terreno seguro. El Especialista, sin embargo, cambió el plan a última hora, sin dar mayores explicaciones. Se limitó a decir que no convenía llamar la atención, y mucho menos convenía ametrallar a los pacíficos habitantes del Reino Prohibido, porque eso provocaría un escándalo internacional. Su cliente, el Coleccionista, exigía discreción.

De modo que Armadillo tuvo que aceptar el segundo plan, en su opinión mucho menos expedito y seguro que el primero. Apenas le echó el guante al rey en el Recinto Sagrado, le cerró la boca con cinta adhesiva y le colocó una inyección en el brazo que en cinco segundos lo dejó anestesiado. Las instrucciones eran no hacerle daño; el monarca debía llegar al monasterio vivo y sano, porque debían extraerle la información necesaria para descifrar los mensajes de la estatua.

– Cuidado, el rey sabe artes marciales, puede defenderse. Pero les advierto que si lo lastiman, lo pagarán muy caro -había dicho el Especialista.

Tex Armadillo empezaba a perder la paciencia con su jefe, pero no había tiempo de rumiar su descontento.

Los cuatro bandidos estaban asustados e impacientes, pero eso no impidió que robaran algunos candelabros y perfumeros de oro. Estaban listos para arrancar el precioso metal de los muros con sus puñales, cuando el americano les ladró sus órdenes.

Dos de ellos tomaron el cuerpo inerte del rey por los hombros y los tobillos, mientras los demás retiraban la pesada estatua de oro del pedestal de piedra negra, donde había permanecido durante dieciocho siglos. Todavía se sentía en la sala la reverberación del cántico y los extraños sonidos del dragón. Tex Armadillo no podía detenerse a examinarlo, pero supuso que era como un instrumento musical. No creía que pudiera predecir el futuro, ésa era una patraña para ignorantes, pero en realidad no le importaba: el valor intrínseco de ese objeto era incalculable. ¿Cuánto ganaría el Especialista con esa misión? Muchos millones de dólares, seguramente. ¿Y cuánto le tocaba a él? Apenas una propina en comparación, pensaba.

Dos de los hombres azules pasaron unas cinchas de caballo bajo la estatua y así la levantaron con esfuerzo. Entonces Armadillo comprendió por qué el Especialista había exigido que llevara a seis bandidos. Ahora le hacían falta los dos que habían perecido en las trampas del palacio.

El retorno no fue más fácil, a pesar de que ya conocían el camino y pudieron evitar varios de los obstáculos, porque llevaban al rey y la estatua, que entorpecían sus movimientos. Pronto se dio cuenta, sin embargo, de que al hacer el camino inverso las trampas no se activaban. Eso lo tranquilizó, pero no se apuró ni bajó la guardia, porque temía que ese palacio albergara muchas sorpresas desagradables. Sin embargo, llegaron a la última Puerta sin tropiezos. Al cruzar el umbral vieron en el suelo los cuerpos de los guardias reales apuñalados, tal como los habían dejado. Ninguno se dio cuenta de que uno de los jóvenes soldados aún respiraba.

Valiéndose del GPS, los forajidos recorrieron el laberinto de habitaciones con varias puertas y asomaron por fin al jardín en sombras del palacio, donde los aguardaba el resto de la banda. Tenían prisionera a Judit Kinski. De acuerdo con las órdenes, a ella no debían dormirla con una inyección, como al rey, y tampoco podían maltratarla. Los bandidos, que nunca habían visto antes a la mujer, no entendían cuál era el propósito de llevarla con ellos y Tex Armadillo no dio explicaciones.

Habían robado una camioneta del palacio, que aguardaba en la calle, junto a las cabalgaduras de los bandidos. Tex Armadillo evitó mirar de frente a Judit Kinski, quien se mantenía bastante tranquila, dadas las circunstancias, y señaló a sus hombres que la echaran en el vehículo junto al rey y la estatua, cubiertos por una lona. Se puso al volante, porque nadie más sabía manejar, acompañado por el jefe de los guerreros azules y uno de los bandidos. Mientras la camioneta se dirigía hacia el angosto camino de las montañas, los demás se dispersaron. Se reunirían más tarde en un lugar del Bosque de los Tigres, como había ordenado el Especialista, y desde allí emprenderían la marcha hacia Chenthan Dzong.

Tal como estaba previsto, la camioneta debió detenerse a la salida de Tunkhala, donde el general Myar Kunglung había apostado a una patrulla para controlar el camino. Fue un juego de niños para Tex Armadillo y los bandidos dejar fuera de combate a los tres hombres que montaban guardia y colocarse sus uniformes. La camioneta estaba pintada con los emblemas de la casa real, de modo que pudieron pasar el resto de los controles sin ser molestados y llegar al Bosque de los Tigres.

El inmenso bosque había sido originalmente el coto de caza de los reyes, pero desde hacía varios siglos nadie se dedicaba a ese cruel deporte. El inmenso parque se había convertido en una reserva natural, donde proliferaban las especies de plantas y animales más raras del Reino Prohibido. En primavera iban allí las tigresas a tener sus crías. El clima único de ese país, que según las estaciones oscilaba entre la humedad templada del trópico y el frío invernal de las alturas montañosas, daba origen a una flora y una fauna extraordinarias, un verdadero paraíso para los ecologistas. La belleza del lugar, con sus árboles milenarios, sus arroyos cristalinos, sus orquídeas, rododendros y aves multicolores, no tuvo el menor efecto en Tex Armadillo o en los bandidos: lo único que les importaba era no atraer a los tigres y partir de allí lo antes posible.

El americano desató a Judit Kinski.

– ¡Qué hace! -exclamó el jefe de los bandidos, amenazante.

– No puede escapar, ¿adónde iría? -dijo el otro a modo de explicación.

En silencio, la mujer se frotó las muñecas y los tobillos, donde las ligaduras habían dejado marcas rojas. Sus ojos estudiaban el lugar, seguían cada movimiento de sus raptores y volvían siempre a Tex Armadillo, quien persistía en apartar la vista, como si no resistiera la mirada de ella. Sin pedir permiso, Judit se acercó al rey y con delicadeza, para no romperle los labios, fue quitándole de a poco la cinta adhesiva que le amordazaba. Se inclinó sobre él y puso el oído sobre su pecho.

– Pronto pasará el efecto de la inyección -comentó Armadillo.

– No le pongan más, puede fallarle el corazón -dijo ella en un tono que no parecía súplica, sino una orden, clavando sus pupilas castañas en Tex Armadillo.

– No será necesario. Además tendrá que montar a caballo, así es que más le vale despercudirse -replicó él, dándole la espalda.

Al filtrarse en la espesura los primeros rayos de sol, la luz irrumpió dorada, como espesa miel, despertando a los monos y los pájaros en un coro alborotado. Del suelo se evaporaba el rocío de la noche, envolviendo el paisaje en una bruma amarilla, que esfumaba los contornos de los gigantescos árboles. Una pareja de osos panda se balanceaba de unas ramas sobre sus cabezas. Amanecía cuando finalmente se reunió la banda del Escorpión. Apenas hubo luz suficiente, Armadillo se dedicó a tomar fotografías de la estatua con una máquina Polaroid, luego dio orden de envolverla en la misma lona que habían usado en la camioneta y amarrarla con cuerdas.

Debían abandonar el vehículo y continuar montaña arriba a lomo de caballo por senderos casi intransitables, que nadie usaba desde que el terremoto cambió la topografía del lugar y Chenthan Dzong, así como otros monasterios de la región, fue abandonado. Los guerreros azules, que pasaban la vida sobre sus caballos y estaban acostumbrados a toda clase de terrenos, eran seguramente los únicos capaces de llegar hasta allá. Conocían las montañas bien y sabían que, una vez obtenida su recompensa en dinero y armas, podrían llegar al norte de India en tres o cuatro días. Por su parte Tex Armadillo contaba con el helicóptero, que debía recogerlo en el monasterio con el botín.

El rey había despertado, pero el efecto de la droga persistía; estaba confundido y mareado, sin saber qué había sucedido. Judit Kinski lo ayudó a sentarse y le explicó que habían sido raptados y que los bandidos habían robado el Dragón de Oro. Sacó una pequeña cantimplora de su bolso, que milagrosamente no se había perdido en la aventura, y le dio a beber un sorbo de whisky El licor lo reanimó y pudo incorporarse.

– ¡Qué significa esto! -exclamó el rey en un tono de autoridad que nadie había escuchado jamás en él.

Al ver que estaban acomodando la estatua en una plataforma metálica con ruedas, que sería tirada por los caballos, comprendió la magnitud de la desgracia.

– Esto es un sacrilegio. El Dragón de Oro es el símbolo de nuestro país. Existe una maldición muy antigua contra quien profane la estatua -les advirtió el rey.

El jefe de los bandidos levantó el brazo para golpearlo, pero el americano le apartó un empujón.

– Cállese y obedezca, si no quiere más problemas -ordenó al monarca.

– Suelten a la señorita Kinski, ella es una extranjera, no tiene nada que ver en este asunto -replicó con firmeza el soberano.

– Ya me oyó, cállese o ella pagará las consecuencias, ¿entendido? -le advirtió Armadillo.

Judit Kinski tomó al rey de un brazo y le susurró que por favor se quedara tranquilo; nada podían hacer por el momento, más valía esperar que se presentara la ocasión para actuar.

– Vamos, no perdamos más tiempo -ordenó el jefe de los bandidos.

– El rey no puede montar todavía -dijo Judit Kinski al verlo vacilar como un ebrio.

– Montará con uno de mis hombres hasta que se reponga -decidió el americano.

Armadillo condujo la camioneta hasta una hondonada, donde quedó medio enterrada; luego la taparon con ramas y poco después emprendieron la marcha en fila india hacia la montaña. El día estaba claro, pero las cumbres del Himalaya se perdían entre manchones de nubes. Debían trepar continuamente, pasando por una región de bosque semitropical donde crecían bananos, rododendros, magnolias, hibiscus y muchas otras especies. En la altura el paisaje cambiaba abruptamente, el bosque desaparecía y empezaban los peligrosos desfiladeros de montaña, cortados a menudo por peñascos que rodaban de las cimas o caídas de agua, que convertían el suelo en un resbaloso lodazal. El ascenso era arriesgado, pero el americano confiaba en la pericia de los hombres azules y la fuerza extraordinaria de sus corceles. Una vez en las montañas, no podrían darles alcance, porque nadie sospechaba dónde se encontraban y, en todo caso, llevaban mucha ventaja.


Tex Armadillo no sospechaba que mientras él llevaba a cabo el robo de la estatua en el palacio, la cueva de los bandidos había sido desmantelada y sus ocupantes estaban atados de dos en dos, padeciendo hambre y sed, aterrados de que apareciera un tigre y los despachara para su cena. Los prisioneros tuvieron suerte, porque antes que llegaran las fieras, tan abundantes en esa región, apareció un destacamento de soldados reales. Pema les había indicado la ubicación del campamento de la Secta del Escorpión.

La joven había logrado llegar con sus compañeras hasta un camino rural, donde finalmente las encontró, extenuadas, un campesino que llevaba sus vegetales al mercado en una carreta tirada por caballos. Primero creyó que eran monjas, por las cabezas rapadas, pero le llamó la atención que todas, menos una, iban vestidas de fiesta. El hombre no tenía acceso al periódico ni a la televisión, pero se había enterado por la radio, como todos los demás habitantes del país, de que seis jóvenes habían sido secuestradas. Como no había visto sus fotos, no pudo reconocerlas, pero le bastó una mirada para darse cuenta de que esas niñas estaban en apuros. Perra se plantó de brazos abiertos en la mitad del camino, obligándolo a detenerse, y le contó en pocas palabras su situación.

– El rey está en peligro, debo conseguir ayuda de inmediato -dijo.

El campesino dio media vuelta y las llevó al trote al caserío de donde procedía. Allí consiguieron un teléfono y mientras Pema procuraba comunicarse con las autoridades, sus compañeras recibían los cuidados de las mujeres de la aldea. Las muchachas, que habían dado muestras de mucho valor durante esos días terribles, se quebraron al verse a salvo y lloraban, pidiendo que las devolvieran a sus familias lo antes posible. Pero Pema no pensaba en eso, sino en Dil Bahadur y el rey.

El general Myar Kunglung se puso al teléfono apenas le avisaron de lo ocurrido y habló directamente con Pema. Ella repitió lo que sabía pero se abstuvo de mencionar el Dragón de Oro, primero porque no estaba segura de que los bandidos lo hubieran robado, y segundo porque comprendió instintivamente que, de ser así, no convenía que el pueblo lo supiera. La estatua encarnaba el alma de la nación. No le correspondía a ella propagar una noticia que podía ser falsa, decidió.

Myar Kunglung dio instrucciones al puesto de guardias más cercano para que fueran a buscar a las niñas a la aldea y las condujeran a la capital. A medio camino él mismo les salió al encuentro, llevando consigo a Wandgi y Kate Cold. Al ver a su padre, Pema saltó del jeep donde viajaba y corrió a abrazarlo. El pobre hombre sollozaba como un crío.

– ¿Qué te hicieron? -preguntaba Wandgi examinando a su hija por todos lados.

– Nada, papá, no me hicieron nada, te prometo; pero eso no importa ahora, tenemos que rescatar al rey, que corre mortal peligro.

– Eso le corresponde al ejército, no a ti. ¡Tú volverás conmigo a casa!

– No puedo, papá. ¡Mi deber es ir a Chenthan Dzong!

– ¿Por qué?

– Porque se lo prometí a Dil Bahadur -replicó ella sonrojándose.

Myar Kunglung traspasó a la joven con su mirada de zorro y algo debió haber interpretado por el color arrebolado de sus mejillas y el temblor de sus labios, porque se inclinó profundamente ante el guía, con las manos en la cara.

– Tal vez el honorable Wandgi permita a su valiente hija acompañar a este humilde general. Creo que será bien cuidada por mis soldados -pidió.

El guía comprendió que, a pesar de la reverencia y del tono, el general no aceptaría un no por respuesta. Debió permitir que Pema partiera, rogando al cielo que retornara sana y salva.

La buena nueva de que las jóvenes habían escapado de las garras de sus raptores sacudió al país. En el Reino Prohibido las noticias circulaban de boca en boca con tal rapidez, que cuando cuatro de las chicas aparecieron en televisión contando sus peripecias, con las cabezas cubiertas por chales de seda, ya todo el mundo lo sabía. La gente salió a la calle a celebrarlo, llevó flores de magnolia a las familias de las niñas y se aglomeró en los templos para hacer ofrendas de agradecimiento. Las ruedas y las banderas de oración elevaban al aire la alegría incontenible de aquella nación.

La única que no tuvo nada que celebrar fue Kate Cold, quien estaba al borde de un colapso nervioso, porque Nadia y Alexander aún andaban perdidos. A esa hora iba cabalgando hacia Chenthan Dzong junto a Pema y Myar Kunglung, a la cabeza de un destacamento de soldados, por un camino que serpenteaba hacia las alturas. Pema les había contado a ambos lo que escuchó de boca de los bandidos sobre el Dragón de Oro. El general confirmó sus sospechas.

– Uno de los guardias que cuidaban la última Puerta sobrevivió a la puñalada y vio cómo se llevaban a nuestro amado rey y al dragón. Esto debe permanecer en secreto, Pema. Hiciste bien en no mencionarlo por teléfono. La estatua vale una fortuna, pero no me explico por qué se llevaron al rey… -dijo.

– El maestro Tensing, su discípulo y dos jóvenes extranjeros fueron?l monasterio. Nos llevan muchas horas de ventaja. Posiblemente llegarán antes que nosotros -le informó Pema.

– Ésa puede ser una grave imprudencia, Pema. Si algo le sucede al príncipe Dil Bahadur, ¿quién ocupará el trono…? -suspiró el general.

– ¿Príncipe? ¿Qué príncipe? -interrumpió Pema.

– Dil Bahadur es el príncipe heredero, ¿no lo sabías, niña?

– Nadie me lo dijo. En todo caso, nada le pasará al príncipe -afirmó ella, pero enseguida se dio cuenta de que había cometido una descortesía y se corrigió-: Es decir, posiblemente el karma del honorable príncipe sea rescatar a nuestro amado soberano y sobrevivir ileso…

– Tal vez… -asintió el general, preocupado.

– ¿No puede enviar aviones al monasterio? -sugirió Kate, impaciente ante esa guerra que se llevaba a cabo a lomo de caballo, como si hubieran retrocedido varios siglos en el tiempo.

– No hay dónde aterrizar. Tal vez un helicóptero pueda hacerlo, pero se requiere un piloto muy experto, porque tendría que descender en un embudo de corrientes de aire -le notificó el general.

– Posiblemente el honorable general esté de acuerdo conmigo en que hay que intentarlo… -rogó Pema, con los ojos brillantes de lágrimas.

– Hay sólo un piloto capaz de hacerlo y vive en Nepal.

Es un héroe, el mismo que subió hace unos años en helicóptero al Everest, para salvar a unos escaladores.

– Recuerdo el caso, el hombre es muy famoso, lo entrevistamos para el International Geographic -comentó Kate.

– Tal vez logremos comunicarnos con él y traerlo en las próximas horas -dijo el general.

Myar Kunglung no sospechaba que ese piloto había sido contratado con mucha anterioridad por el Especialista y ese mismo día volaba desde Nepal hacia las cumbres del Reino Prohibido.


La columna compuesta por Tensing, Dil Bahadur, Alexander, Nadia con Borobá en el hombro y los diez guerreros yetis se aproximó al acantilado donde se alzaban las antiguas ruinas de piedra de Chenthan Dzong. Los yetis, muy excitados, gruñían, repartían empujones y se daban mordiscos amistosos entre ellos, preparándose con gusto para el placer de una batalla. Hacía muchos años que esperaban una ocasión de divertirse en serio como la que ahora se les presentaba. Tensing debía detenerse de vez en cuando para calmarlos.

– Maestro, creo que por fin me acuerdo dónde he escuchado antes el idioma de los yetis: en los cuatro monasterios donde me enseñaron el código del Dragón de Oro -susurró Dil Bahadur a Tensing.

– Tal vez mi discípulo recuerde también que en nuestra visita al Valle de los Yetis le dije que había una razón importante por la cual estábamos allí -replicó el lama en el mismo tono.

– ¿Tiene que ver con la lengua de los yetis?

– Posiblemente… -sonrió Tensing.

El espectáculo era sobrecogedor. Se encontraban rodeados de impresionante belleza: cumbres nevadas, enormes rocas, cascadas de agua, precipicios cortados a pique en los montes, corredores de hielo. Al ver aquel paisaje Alexander Cold comprendió por qué los habitantes del Reino Prohibido creían que la cima más alta de su país, a siete mil metros de altura, era el mundo de los dioses. El joven americano sintió que se llenaba por dentro de luz y de aire limpio, que algo se abría en su mente, que minuto a minuto cambiaba, maduraba, crecía. Pensó que sería muy triste dejar ese país y regresar a la mal llamada civilización.

Tensing interrumpió sus cavilaciones para explicarle que los dzongs, o monasterios fortificados, que sólo existían en Bután y en el Reino del Dragón de Oro, eran una mezcla de convento de monjes y caserna de soldados. Se alzaban en la confluencia de los ríos y en los valles, para proteger a los pueblos de los alrededores. Se construían sin planos ni clavos, siempre de acuerdo con el mismo diseño. El palacio real en Tunkhala fue originalmente uno de estos dzongs, hasta que las necesidades del gobierno obligaron a ampliarlo y modernizarlo, convirtiéndolo en un laberinto de mil habitaciones.

Chenthan Dzong era una excepción. Se levantaba sobre una terraza natural tan escarpada, que era difícil imaginar cómo llevaron los materiales y construyeron el edificio, que resistió tormentas invernales y avalanchas durante siglos, hasta que fue destruido por el terremoto. Existía un angosto sendero escalonado en la roca, pero se usaba muy poco, porque los monjes tenían escaso contacto con el resto del mundo. Ese camino, prácticamente tallado en la montaña, contaba con frágiles puentes de madera y cuerdas, que colgaban sobre los precipicios. La ruta no se usaba desde el terremoto y los puentes estaban en muy mal estado, con las maderas medio podridas y la mitad de las cuerdas cortadas, pero Tensing y su grupo no podían detenerse a considerar el peligro, puesto que no existía alternativa. Además, los yetis los cruzaban con la mayor confianza, porque habían pasado por allí en sus breves excursiones fuera de su valle en busca de alimento. Al ver los restos de un hombre al fondo de una quebrada adivinaron que Tex Armadillo y sus secuaces se les habían adelantado.

– El puente es inseguro, ese hombre se cayó -dijo Alexander, señalándolo.

– Hay huellas de caballo. Aquí debieron desmontar y soltar a los animales. Siguieron a pie, llevando el dragón en andas -observó Dil Bahadur.

– No imagino cómo los caballos llegaron hasta aquí. Deben ser como cabras -dijo Alexander.

– Posiblemente son corceles tibetanos, entrenados para trepar, resistentes y ágiles, y por lo tanto muy valiosos. Sus dueños deben tener muy buenas razones para abandonarlos -aventuró Dil Bahadur.

– Hay que cruzar -los interrumpió Nadia.

– Si los bandidos lo hicieron arrastrando el peso del Dragón de Oro, también podemos hacerlo nosotros -apuntó Dil Bahadur.

– Eso puede haber debilitado el puente aún más. Tal vez no sería mala idea probarlo antes de subirnos encima -determinó Tensing.

El abismo no era muy ancho, pero tampoco era suficientemente angosto como para usar las pértigas o bastones de madera de Tensing y el príncipe. Nadia sugirió amarrar a Borobá con una cuerda y mandarlo a probar el puente, pero el mono era muy liviano, de modo que no había garantía de que si él pasaba, también los demás pudieran hacerlo. Dil Bahadur examinó el terreno y vio que por fortuna al otro lado había una gruesa raíz. Alexander ató un extremo de su cuerda a una flecha y el príncipe la disparó con su precisión habitual, clavándola firmemente en la raíz. Alexander se ató la otra cuerda a la cintura y, sostenido por Tensing, se aventuró lentamente sobre el puente, probando cada trozo de madera con cuidado antes de poner su peso encima.

Si el puente cedía, la primera cuerda podría sostenerlo brevemente. No sabían si la flecha soportaría el peso, pero si no era así, la segunda cuerda podría impedir que cayera al vacío. En ese caso, lo más importante era no estrellarse como un insecto contra las paredes laterales de roca. Esperaba que su experiencia como escalador lo ayudaría.

Paso a paso Alexander atravesó el puente. Iba por la mitad cuando dos tablones se partieron y él resbaló. Un grito de Nadia resonó entre las cumbres, devuelto por el eco. Durante un par de minutos eternos nadie se movió, hasta que cesó el balanceo del puente y el joven pudo recuperar el equilibrio. Con mucha lentitud extrajo la pierna que quedó colgando del hueco entre los tablones rotos, luego se echó hacia atrás, sujeto de la primera cuerda, hasta que logró ponerse nuevamente de pie. Estaba calculando si continuar o retroceder, cuando oyeron un extraño ruido, como si la tierra roncara. La primera sospecha fue que se trataba de un temblor, como tantos que había en esas regiones, pero enseguida vieron que rodaban piedras y nieve desde la cima de la montaña. El grito de Nadia había provocado un alud.

Impotentes, los amigos y los yetis vieron el mortal río de peñascos precipitarse sobre Alexander y el delicado puente. No había nada que hacer, era imposible retroceder o avanzar.

Tensing y Dil Bahadur se concentraron automáticamente en enviar energía al muchacho. En otras circunstancias Tensing habría intentado la máxima prueba de un tulku como él, reencarnación de un gran lama: alterar la voluntad de la naturaleza. En momentos de verdadera necesidad, ciertos tulkus podían detener el viento, desviar tormentas, evitar inundaciones en tiempos de lluvia e impedir heladas, pero Tensing nunca había tenido que hacerlo. No era algo que se pudiera practicar, como los viajes astrales. En esta ocasión era tarde para tratar de cambiar el rumbo del alud y salvar al muchacho americano. Tensing utilizó sus poderes mentales para traspasarle la inmensa fuerza de su propio cuerpo.

Alexander sintió el rugido de la avalancha de piedras y percibió la nube de nieve que se levantó, cegándolo. Supo que iba a morir y la descarga de adrenalina fue como un tremendo golpe de electricidad, borrando todo pensamiento de su mente y dejándolo a merced sólo del instinto. Una energía sobrenatural lo embargó y en una milésima parte de tiempo, su cuerpo se transformó en el jaguar negro del Amazonas. Con un rugido terrible y un formidable salto llegó al otro lado del precipicio, aterrizando en sus cuatro patas de felino, mientras a sus espaldas caían estrepitosamente las piedras.

Sus amigos no supieron que se había salvado milagrosamente, porque se lo impidió la nieve y tierra pulverizadas por los peñascos. Ninguno vio al muchacho hasta que se asentó el derrumbe, salvo Nadia. En el momento de la muerte, cuando creyó que Alexander estaba perdido, ella tuvo la misma reacción que él, la misma descarga de energía poderosa, la misma fantástica transformación. Borobá quedó tirado en el suelo mientras ella se elevaba, convertida en el águila blanca. Y desde la altura de su elegante vuelo, pudo ver al jaguar negro aferrado con sus garras al terreno firme.


Apenas pasó el peligro inminente, Alexander recuperó su aspecto usual. La única huella de su mágica experiencia fueron sus dedos ensangrentados y la expresión de su rostro, con la boca fruncida y los dientes expuestos en una mueca feroz. También sintió el fuerte olor del jaguar pegado a su piel, un olor de fiera carnívora.

El derrumbe botó un pedazo del estrecho camino y destruyó la mayor parte de las maderas del puente, pero las antiguas cuerdas y las de Alexander quedaron intactas. El joven las fijó firmemente a un lado, mientras Tensing lo hacía al otro y así pudieron atravesar. Los yetis tenían la agilidad de los primates y estaban acostumbrados a esa clase de terreno, de modo que no tuvieron dificultad en pasar colgando de una cuerda. Dil Bahadur pensó que si antes se valía de una pértiga, bien podría usar ahora una cuerda floja, como lo hizo con tanta gracia su maestro. Tensing no necesitó cargar a Nadia, sólo a Borobá, ya que el águila seguía volando sobre sus cabezas. Alexander le preguntó por qué Nadia no pudo convertirse en su animal totémico cuando se partió el hombro y debió enviar una proyección mental para pedir socorro. El lama le explicó que el dolor y el agotamiento la habían retenido en su forma física.

Fue el gran pájaro blanco el que les advirtió que pocos metros más adelante, a la vuelta de un recodo de la montaña, se alzaba Chenthan Dzong. Los caballos atados afuera indicaban la presencia de los forajidos, pero no se veía a nadie custodiando; era evidente que no esperaban visitas.

Tensing recibió el mensaje telepático del águila y reunió a los suyos para determinar la mejor forma de actuar. Los yetis nada entendían de estrategia, su manera de pelear era simplemente lanzarse de frente enarbolando sus garrotes y gritando como demonios, lo cual también podía ser muy efectivo, siempre que no fueran recibidos por una salva de balas. Primero debían averiguar exactamente cuántos hombres había en el monasterio y cómo estaban distribuidos, con qué armas contaban, dónde tenían al rey y al Dragón de Oro.

De pronto apareció Nadia entre ellos con tal naturalidad, que fue como si nunca hubiera estado volando en forma de ave. Ninguno hizo comentarios.

– Si mi honorable maestro lo permite, yo iré adelante -pidió Dil Bahadur.

– Tal vez ése no sea el mejor plan. Tú eres el futuro rey. Si algo le sucede a tu padre, la nación sólo cuenta contigo -replicó el lama.

– Si el honorable maestro lo permite, iré yo -dijo Alexander.

– Si el honorable maestro lo permite, creo que es mejor que vaya yo, porque tengo el poder de la invisibilidad -interrumpió Nadia.

– ¡De ninguna manera! -exclamó Alexander. -¿Por qué? ¿No confías en mí, Jaguar? -Es muy peligroso.

– Es igualmente peligroso para mí que para ti. No hay diferencia.

– Tal vez la niña-águila tenga razón. Cada uno ofrece lo que tiene. En este caso es muy conveniente ser invisible. Tú, Alexander, corazón de gato negro, deberás pelear junto a Dil Bahadur. Los yetis irán conmigo. Me temo que soy el único aquí que puede comunicarse con ellos y controlarlos. Apenas se den cuenta de que están cerca de los enemigos, se volverán como locos -replicó Tensing.

– Ahora es cuando necesitamos tecnología moderna. Un walkie-talkie no nos vendría nada mal. ¿Cómo nos advertirá Águila que podemos avanzar? -preguntó Alexander.

– Posiblemente del mismo modo en que estamos comunicándonos ahora… -sugirió Tensing y Alex se echó a reír, porque acababa de darse cuenta de que llevaban un buen rato intercambiando ideas sin palabras.

– Procura no asustarte, Nadia, porque eso confunde las ideas. No dudes del método, porque eso también impide la recepción. Concéntrate en una sola imagen a la vez -le aconsejó el príncipe.

– No te preocupes, la telepatía es como hablar con el corazón -lo tranquilizó ella.

– Tal vez nuestra única ventaja sea la sorpresa -advirtió el lama.

– Si el honorable maestro me permite una sugerencia, creo que sería más conveniente que cuando se dirija a los yetis sea más directo -dijo irónicamente Alexander, imitando la forma educada de hablar en el Reino Prohibido.

– Tal vez el joven extranjero debería tener un poco más de confianza en mi maestro -interrumpió Dil Bahadur mientras probaba la tensión de su arco y contaba sus flechas.

– Buena suerte -se despidió Nadia, plantando un beso breve en la mejilla de Alexander.

Se desprendió de Borobá, que corrió a montarse en la nuca de Alexander, bien aferrado a sus orejas, como hacía en ausencia de su ama.

En ese momento un ruido parecido al del alud anterior lo paralizó en su sitio. Sólo los yetis comprendieron de inmediato que se trataba de algo diferente, algo aterrador que nunca habían escuchado antes. Se tiraron al suelo, escondiendo la cabeza entre los brazos, temblando, los garrotes olvidados y toda su fiereza reemplazada por un gimoteo de cachorros asustados.

– Parece que es un helicóptero -dijo Alexander, haciendo señas de que se parapetaran entre las grietas y sombras de la montaña, para no ser vistos desde el aire.

– ,Qué es eso? -preguntó el príncipe.

– Algo parecido a un avión. Y un avión es como un volantín con motor -contestó el americano, sin poder creer que en pleno siglo XXI hubiera gente viviendo como en el Medioevo.

– Sé lo que es un avión, los veo pasar todas las semanas rumbo a Tunkhala -dijo Dil Bahadur, sin molestarse por el tono de su nuevo amigo.

Al otro lado del edificio asomaba en el cielo un aparato metálico. Tensing procuró tranquilizar a los yetis, pero en los cerebros de esos seres no cabía la idea de una máquina voladora.

– Es un ave que obedece órdenes. No debemos temerla, nosotros somos más feroces -les informó por último el lama, calculando que eso lo podrían comprender.

– Esto significa que hay un lugar donde el aparato puede aterrizar. Ahora me explico por qué se dieron el trabajo de llegar hasta aquí y cómo pretenden escapar con la estatua fuera del país -concluyó Alexander.

– Ataquemos antes que huyan, si le parece bien a mi honorable maestro -propuso el príncipe.

Tensing hizo una señal de que debían esperar. Pasó casi una hora, mientras aterrizaba el aparato. No podían ver la maniobra desde donde se encontraban, pero imaginaron que debía ser muy complicada, porque lo intentó varias veces, volviendo a elevarse, dando vueltas y bajando de nuevo, hasta que por fin se apagó el ruido del motor. En el silencio prístino de aquellas cumbres oyeron voces humanas cercanas y supusieron que debían ser los bandidos. Cuando también las voces callaron, Tensing decidió que había llegado el momento de acercarse.

Nadia se concentró en volverse transparente como el aire y se encaminó hacia el monasterio. Alexander quedó temblando por ella; tan fuertes eran los golpes de tambor en su corazón, que temía que trescientos metros más adelante sus enemigos pudieran oírlos.

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