CAPÍTULO DOCE – LA MEDICINA DE LA MENTE

Lo Primero que percibió Nadia al volver en sí fue el olor rancio de la pesada piel de yak que la envolvía. Entreabrió los ojos y nada pudo ver. Quiso moverse, pero estaba inmovilizada; trató de hablar, pero no le salió la voz. De súbito la asaltó un dolor insoportable en un hombro y en pocos segundos se extendió al resto de su cuerpo. Se sumió de nuevo en la oscuridad, con la sensación de que caía en un vacío infinito, donde se perdía por completo. En ese estado flotaba tranquila, pero apenas tenía un asomo de conciencia sentía el dolor traspasándola como flechas. Incluso desmayada, gemía.

Por fin empezó a despertar, pero su cerebro parecía envuelto en una materia blancuzca y algodonosa, de la cual no podía desenredarse. Al abrir los ojos vio el rostro de Jaguar inclinado sobre ella y supuso que se había muerto, pero luego sintió su voz llamándola. Consiguió enfocar la vista y, al sentir la quemante punzada en el hombro, se dio cuenta de que aún estaba viva.

– Águila, soy yo… -dijo Alexander, tan asustado y conmovido ante su amiga, que apenas podía contener las lágrimas.

– ¿Dónde estamos? -murmuró ella.

Un rostro color de bronce, de ojos almendrados y expresión serena, surgió ante su vista.

– Tampo kachi, niña valiente -la saludó Tensing. Sostenía una escudilla de madera en la mano y le indicaba que debía beber.

Nadia tragó con dificultad un líquido tibio y amargo, que le cayó como una pedrada en el estómago vacío. Sintió náuseas, pero la mano del lama presionó con firmeza su pecho y de inmediato desapareció el malestar. Bebió un poco más y pronto Jaguar y Tensing se borraron, y cayó en un sueño profundo y tranquilo.

Valiéndose de la cuerda y la linterna, Alexander había descendido al barranco en pocos segundos, donde encontró a Nadia hecha un ovillo entre los matorrales, helada e inmóvil, como muerta. El alivio que sintió al comprobar que aún respiraba le arrancó un grito. Cuando intentó moverla vio el brazo colgando y supuso que tendría algún hueso roto, pero no se detuvo a averiguarlo. Lo primordial era sacarla de ese hoyo, pero calculó que no sería fácil subirla desmayada.

Se quitó el arnés y se lo colocó a Nadia; enseguida usó su cinturón para inmovilizarle el brazo contra el pecho.

Dil Bahadur y Tensing izaron a la chica con mucho cuidado, para evitar que se golpeara contra las piedras, y luego lanzaron la cuerda para que Alexander pudiera trepar.

Tensing examinó a Nadia y determinó que antes que nada debían hacerla entrar en calor. Del brazo se ocuparía después. Le dio un poco de licor de arroz, pero estaba inconsciente y no tragaba. Entre los tres la frotaron de arriba abajo durante largos minutos, hasta que consiguieron activar la circulación y, tan pronto le volvieron un poco los colores, la envolvieron en una de las pieles como un paquete, cubriendo incluso la cara.

Con sus largos bastones, la cuerda de Alexander y la otra piel de yak improvisaron una angarilla y así transportaron a la muchacha hasta un pequeño refugio cercano, una de las muchas grietas y cavernas naturales de las montañas. El viaje de vuelta hasta la ermita de Tensing y Dil Bahadur era demasiado complicado y largo cargando a Nadia, por eso el lama decidió que allí estarían a salvo de los bandidos y podrían descansar por el resto de la noche.


Dil Bahadur encontró unas raíces secas, con las cuales improvisó un pequeño fuego que les dio algo de calor y luz. Le quitaron la parka a Nadia con grandes precauciones y Alexander no pudo contener una exclamación de susto cuando vio el brazo de su amiga colgando, hinchado hasta el doble del tamaño normal, con el hueso del hombro fuera de su lugar. Tensing, en cambio, no se inmutó.

El lama abrió su cajita de madera y procedió a colocar las agujas en ciertos puntos de la cabeza de Nadia para suprimirle el dolor. Enseguida extrajo medicinas vegetales de su bolsa y las molió entre dos piedras, mientras Dil Bahadur derretía manteca en su escudilla. El lama mezcló la grasa con los polvos, formando una pasta oscura y fragante. Sus manos expertas colocaron el hueso de Nadia en su sitio y luego cubrieron el área con la pasta, sin que la muchacha hiciera ni el menor movimiento, completamente tranquilizada por las agujas. Tensing explicó telepáticamente y por señas a Alexander que el dolor produce tensión y resistencia, lo cual bloquea la mente y reduce la capacidad natural de curación. Además de anestesiar, la acupuntura activaba el sistema inmunológico del cuerpo. Nadia no sufría, aseguró.

Dil Bahadur desgarró un extremo de su túnica para obtener vendajes, puso a hervir agua con un poco de ceniza de la fogata y en ese líquido remojó las tiras de tela, que el lama utilizó para envolver el hombro herido. Enseguida Tensing inmovilizó el brazo con una bufanda, retiró las agujas de acupuntura y le indicó a Alexander que refrescara la frente de Nadia con escarcha y nieve, que había en las grietas entre las rocas, para bajarle la fiebre.

En las horas siguientes Tensing y Dil Bahadur se concentraron en curar a Nadia con fuerza mental. Era la primera vez que el príncipe realizaba esa proeza con un ser humano. Su maestro lo había entrenado durante años en esa forma de sanar, pero sólo había practicado con animales heridos.

Alexander comprendió que sus nuevos amigos intentaban atraer energía del universo y canalizarla para fortalecer a Nadia. Dil Bahadur le traspasó mentalmente la noción de que su maestro era médico, además de un poderoso tulku, que contaba con la inmensa sabiduría de encarnaciones anteriores. Aunque no estaba seguro de haber comprendido bien los mensajes telepáticos, Alexander tuvo el buen tino de no interrumpirlos ni hacer preguntas. Permaneció junto a Nadia, refrescándola con nieve y dándole a beber agua en los momentos en que despertaba. Mantuvo el fuego encendido hasta que se terminaron las raíces que servían de combustible. Pronto las primeras luces del alba rasgaron el manto de la noche, mientras los monjes, sentados en la posición de loto, con los ojos cerrados y la mano derecha sobre el cuerpo de su amiga, murmuraban mantras.

Tiempo después, cuando Alexander pudo analizar lo que experimentó durante esa extraña noche, la única palabra que se le ocurrió para definir lo que hicieron ese par de misteriosos hombres fue «magia». No tenía otra explicación para la forma en que curaron a Nadia. Supuso que el polvo con el cual habían formado la pasta era un poderoso remedio desconocido en el resto del mundo, pero estaba seguro de que fue sobre todo la fuerza mental de Tensing y Dil Bahadur lo que produjo el milagro.

Durante las horas en que el lama y el príncipe aplicaron sus poderes psíquicos para sanar a Nadia, Alexander pensaba en su madre, allá lejos en California. Imaginaba el cáncer como un terrorista escondido en su organismo, listo para atacarla a placer en cualquier momento. Su familia había celebrado la recuperación de Lisa Cold, pero todos sabían que el peligro no había pasado. La combinación de quimioterapia con el agua de la salud, obtenida en la Ciudad de las Bestias, y las hierbas del brujo Walimai había ganado el primer asalto, pero la pelea no había terminado. Al ver cómo Nadia se reponía a una velocidad pasmosa durante la noche, mientras los monjes oraban en silencio, Alexander se propuso traer a su madre al Reino del Dragón de Oro, o estudiar él mismo ese maravilloso método para curarla.

Al amanecer Nadia despertó sin fiebre, con buenos colores en la cara y con un hambre voraz. Borobá, acurrucado a su lado, fue el primero en saludarla. Tensing preparó tsampa y ella lo devoró como si fuera una delicia, aunque en realidad era una mazamorra grisácea con gusto a avena ahumada. También bebió con ansia la poción medicinal que le dio el lama.

Nadia les contó en inglés su aventura con los guerreros azules, el secuestro de Pema y las otras muchachas, y la ubicación de la cueva. Se dio cuenta de que el hombre y el joven que la habían salvado captaban las imágenes que se formaban en su mente. De vez en cuando Tensing la interrumpía para aclarar algún detalle y, si ella «escuchaba con el corazón», podía entenderle. Quien más problemas tenía para la comunicación era Alexander, a pesar de que los monjes también adivinaban sus pensamientos. Estaba extenuado, se le cerraban los ojos de sueño y no comprendía cómo el lama y el discípulo se mantenían tan alertas, después de haber pasado una parte de la noche ocupados en el rescate de Nadia y el resto en oración.

– Hay que salvar a esas pobres muchachas antes de que les suceda una desgracia irreparable -dijo Dil Bahadur, después de escuchar el relato de Nadia.

Pero Tensing no manifestó la misma prisa del príncipe. Interrogó a la joven para saber exactamente qué había oído en la cueva y ella le repitió las pocas palabras que había entendido Perna. Tensing preguntó si estaba segura de que habían mencionado al Dragón de Oro y al rey.

– ¡Mi padre puede estar en peligro! -exclamó el príncipe.

– ¿Tu padre? -preguntó Alexander, extrañado.

– El rey es mi padre -explicó Dil Bahadur.

– He estado pensando en todo esto y estoy seguro de que esos criminales no llegaron hasta el Reino Prohibido sólo para robar unas cuantas chicas. Eso podrían haberlo hecho más fácilmente en India… -sugirió Alexander.

– ¿Quieres decir que vinieron por otra razón? -preguntó Nadia.

– Creo que raptaron a las muchachas como distracción, pero su verdadero propósito tiene que ver con el rey y con el Dragón de Oro.

– ¿Robar la estatua, por ejemplo? -insinuó Nadia.

– Entiendo que es muy valiosa. No me explico por qué mencionaron al rey, pero no puede ser para nada bueno -concluyó Alex.

Tensing y Dil Bahadur, habitualmente impasibles, no pudieron evitar una exclamación. Discutieron en su idioma por unos minutos y enseguida el lama anunció que debían descansar por tres o cuatro horas antes de ponerse en acción.

La ubicación del sol indicaba alrededor de las nueve de la mañana cuando los amigos despertaron. Alexander echó una mirada a su alrededor y sólo vio montañas y más montañas, como si estuvieran en el fin del mundo, pero comprendió que no se encontraban lejos de la civilización, sino muy bien escondidos. El lugar escogido por el lama y su discípulo estaba protegido por grandes rocas y era difícil llegar a él a menos que se conociera su ubicación. Era evidente que ellos lo habían usado antes, porque había restos de velas en un rincón. Tensing explicó que para bajar al valle se debía dar un largo rodeo, a pesar de que no estaban lejos, porque los aislaba un alto acantilado y los guerreros azules bloqueaban el único sendero transitable que conducía a la capital.

La temperatura de Nadia era normal, no sentía dolor y su brazo se había deshinchado. De nuevo estaba muerta de hambre y comió todo lo que le ofrecieron, incluso un bocado de un queso verde con un olor muy poco apetecible que Tensing extrajo de su bolsa. El lama renovó la pasta que cubría el hombro de la muchacha, se lo envolvió con los mismos trapos, puesto que no disponía de otros, y enseguida la ayudó a dar unos pasos.

– ¡Mira, Jaguar, estoy completamente bien! Podré conducirlos a la cueva donde tienen a Peina y las otras chicas -exclamó Nadia, dando unos brincos para probar lo que decía.

Pero Tensing le ordenó que volviera a tenderse sobre su improvisado lecho, porque no estaba del todo sana todavía, necesitaba descanso; su cuerpo era el templo de su espíritu y debía tratarlo con respeto y cuidado, dijo. Le dio como tarea visualizar los huesos en su sitio, el hombro desinflamado y su piel libre de los machucones y arañazos que había sufrido en los últimos días.

– Somos lo que pensamos. Todo lo que somos surge de nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos construyen el mundo -dijo el monje telepáticamente.

Nadia captó a grandes rasgos la idea: con su mente podía curarse. Eso es lo que habían hecho por ella Tensing y Dil Bahadur durante la noche.

– Peina y las otras chicas corren grave peligro. Pueden estar todavía en la cueva de donde yo escapé, pero también puede ser que ya se las hayan llevado… -explicó Nadia a Alexander.

– Dijiste que allí tenían un campamento con armas, arreos y provisiones. No creo que sea fácil movilizar todo eso en pocas horas -anotó él.

– En todo caso, hay que apurarse, Jaguar.

Tensing le indicó que ella se quedaría reposando, mientras él y los dos jóvenes irían al rescate de las cautivas. No estaban lejos y Borobá podría guiarlos. Nadia trató de explicarle que se enfrentarían a los feroces hombres de la Secta del Escorpión, pero le pareció que el lama no entendió bien, porque por toda respuesta obtuvo una plácida sonrisa.


Tensing y Dil Bahadur no disponían de sus armas, excepto el arco y el carcaj con flechas del príncipe y los dos largos bastones de madera que llevaban siempre; lo demás había quedado en su ermita. Como único escudo, el príncipe llevaba colgado al pecho el mágico trozo de excremento petrificado de dragón que habían encontrado en el Valle de los Yetis. Cuando competían en serio, como hacían en ciertas ocasiones en los monasterios donde el príncipe recibía instrucción, usaban una variedad de armas. Eran competencias amistosas y rara vez alguien salía aporreado, porque los monjes guerreros tenían experiencia y eran muy cuidadosos. El gentil Tensing se colocaba una dura coraza de cuero acolchado que le cubría el pecho y la espalda, además de protecciones metálicas en las piernas y en los antebrazos. Su tamaño, de por sí enorme, se duplicaba, convirtiéndolo en un verdadero gigante. Encima de esa mole humana, su cabeza se veía demasiado pequeña y la dulzura de su expresión parecía completamente fuera de lugar. Sus armas preferidas eran discos metálicos con puntas afiladas como navajas, que lanzaba con increíble precisión y velocidad, y su pesada espada, que ningún otro hombre podría levantar con ambos brazos y él blandía en el aire con una sola y sin esfuerzo. Era capaz de desarmar a otro con un solo movimiento de los brazos, partir en dos una coraza con la espada o lanzar los discos rozando las mejillas de sus contrincantes sin herirlos.

Dil Bahadur no poseía la fuerza o la destreza de su maestro, pero era ágil como un gato. No usaba coraza ni otras protecciones, porque entorpecían sus movimientos y la velocidad era su mejor defensa. En una competencia podía eludir cuchillos, flechas y lanzas, escamoteando el cuerpo como una comadreja. Verlo en acción era un espectáculo prodigioso, parecía estar danzando. Su arma predilecta era el arco, porque tenía una puntería impecable: donde ponía el ojo, ponía la flecha. Su maestro le había enseñado que el arco es parte de su cuerpo y la flecha una prolongación de su brazo; debía disparar por instinto, apuntando con el tercer ojo. Tensing había insistido en convertirlo en un arquero perfecto, porque sostenía que limpia el corazón. Según él, sólo un corazón puro puede dominar completamente esa arma. El príncipe, quien jamás fallaba un tiro, lo contradecía bromeando con el argumento de que su brazo nada sabía de las impurezas de su corazón.

Como todos los expertos en tao-shu, usaban su poder físico como una forma de ejercicio para templar el carácter y el alma, jamás para dañar a otro ser viviente. El respeto por toda forma de vida, fundamento del budismo, era el lema de ambos. Creían que cualquier criatura podría haber sido su madre en una vida anterior; por eso debían tratarlas a todas con bondad. De cualquier modo, como decía el lama, no importa lo que uno crea o no crea, sino lo que uno hace. No podían cazar un pájaro para comerlo, y menos podían matar a un hombre. Debían ver al enemigo como un maestro que les daba la oportunidad de controlar sus pasiones y aprender algo sobre sí mismos. La perspectiva de agredir nunca se les había presentado antes.

– ¿Cómo puedo disparar contra otros hombres con el corazón puro, maestro?

– Sólo está permitido si no hay alternativa y cuando se tiene la certeza de que la causa es justa, Dil Bahadur.

– Me parece que en este caso existe esa certeza, maestro.

– Que todos los seres vivientes tengan buena fortuna, que ninguno experimente sufrimiento -recitaron juntos el maestro y el discípulo, deseando con toda su alma no verse en la obligación de usar ninguno de sus mortíferos conocimientos marciales.

Por su parte Alexander era de temperamento conciliador. En sus dieciséis años de existencia nunca se había visto obligado a pelear y en realidad no sabía cómo hacerlo. Además, de nada disponía para defenderse o atacar, excepto un cortaplumas que le había regalado su abuela, para reemplazar otro que él le dio al brujo Walimai en el Amazonas. Era una buena herramienta, pero como arma era ridícula.

Nadia dio un suspiro. No entendía de armas, pero conocía a los miembros de la Secta del Escorpión, famosos por su brutalidad y por la pericia con los puñales. Esos hombres se criaban en la violencia, vivían para el crimen y la guerra, estaban entrenados para matar. ¿Qué podían hacer un par de pacíficos monjes budistas y un joven turista americano contra semejante banda de forajidos? Angustiada, les dijo adiós y los vio alejarse. Su amigo Jaguar iba delante con Borobá sentado a caballo en su nuca, bien sujeto de las orejas del joven; el príncipe lo seguía, y cerraba la marcha el colosal lama.

– Espero volver a verlos vivos -murmuró Nadia cuando se perdieron tras las altas rocas que protegían la pequeña gruta.

Una vez que los tres hombres empezaron a descender hacia la cueva de los guerreros azules, pudieron avanzar más rápido. Iban casi corriendo. A pesar de que brillaba el sol, hacía frío. La atmósfera era tan clara, que la vista alcanzaba hasta los valles y desde esas cimas el paisaje era de una belleza sobrecogedora. Estaban rodeados por los altos picos nevados de las montañas y hacia abajo se extendían montes cubiertos de gloriosa vegetación y verdes plantaciones de arroz en terrazas cortadas en los cerros. Salpicados en la lejanía se divisaban las blancas stupas de los monasterios, las pequeñas aldeas con sus casas de barro, madera, piedra y paja, con sus techos en forma de pagoda y sus calles torcidas, todo integrado a la naturaleza, como una prolongación del terreno. Allí el tiempo se medía por las estaciones y el ritmo de la vida era lento, inmutable.

Con binoculares habrían visto las banderas de oración flameando por todas partes, las grandes imágenes de Buda pintadas en las rocas, las filas de monjes trotando en dirección a los templos, los búfalos arrastrando los arados, las mujeres camino del mercado con sus collares de turquesa y plata, los niños jugando con pelotas de trapo. Era casi imposible imaginar que esa pequeña nación, tan apacible y hermosa, que se había preservado intacta por siglos, ahora estuviera a merced de una banda de asesinos.

Alexander y Dil Bahadur apuraban el paso, pensando en las muchachas a quienes debían salvar antes que las marcaran con un hierro al rojo en la frente o algo peor.

No sabían qué peligros los aguardaban en la proeza de rescatarlas, pero estaban seguros de que no serían pocos. A Tensing, en cambio, esas dudas no lo atormentaban demasiado. Las cautivas eran sólo la primera parte de su misión; la segunda le preocupaba mucho más: salvar al rey.


Entretanto en Tunkhala se había propagado la noticia de que el rey se había esfumado. Lo esperaban en la televisión, porque iba a dirigirse al país, pero no se presentó. Nadie sabía dónde se encontraba, a pesar de que el general Myar Kunglung trató por todos los medios de mantener su desaparición en secreto. Era la primera vez en la historia de la nación que ocurría algo así. El hijo mayor, el mismo que había ganado los torneos de arco y flecha durante el festival, ocupó temporalmente el lugar de su padre. Si el rey no aparecía dentro de los próximos días, el general y los lamas superiores debían ir a buscar a Dil Bahadur, para que cumpliera el destino para el cual había sido entrenado durante más de doce años. Todos esperaban, sin embargo, que eso no fuera necesario.

Corrían rumores de que el rey estaba en un monasterio en las montañas, donde se había retirado a meditar; que había viajado a Europa con la mujer extranjera, Judit Kinski; que estaba en Nepal con el Dala¡ Lama, y mil suposiciones más. Pero nada de eso correspondía al carácter pragmático y sereno del soberano. Tampoco era posible que viajara de incógnito y, de todos modos, el avión semanal no salía hasta el viernes. El monarca jamás abandonaría sus responsabilidades y mucho menos cuando el país se encontraba en crisis por las chicas secuestradas. La conclusión del general, y del resto de los habitantes del Reino Prohibido, era que algo muy grave debía haberle ocurrido.

Myar Kunglung abandonó la búsqueda de las muchachas y volvió a la capital. Kate Cold no se despegó de él, y así se enteró personalmente de algunos detalles confidenciales. En la puerta del palacio encontró a Wandgi, el guía, acurrucado junto a una columna de la entrada, esperando noticias de su hija Pema. El hombre se abrazó a ella llorando. Parecía otra persona, como si hubiera envejecido veinte años en ese par de días. Kate se desprendió bruscamente, porque no le gustaban las demostraciones sentimentales, y a modo de consuelo le ofreció un trago de té con vodka de su inseparable cantimplora. Wandgi se lo echó a la boca por cortesía y luego debió escupir lejos aquel brebaje asqueroso. Kate lo cogió de un brazo y lo obligó a seguir al general, porque lo necesitaba para que tradujera. El inglés de Myar Kunglung era como el de Tarzán.

Se enteraron que el rey había pasado la tarde y parte de la noche en la sala del Gran Buda, al centro del palacio, acompañado solamente por Tschewang, su leopardo. Sólo una vez interrumpió su meditación para dar unos pasos por el jardín y beber una taza de té de jazmín que le había llevado un monje. Éste informó al general que Su Majestad siempre oraba durante varias horas antes de consultar al Dragón de Oro. A medianoche le llevó otra taza de té. Para entonces la mayoría de las velas se habían apagado y en la penumbra de la sala vio que el rey ya no se hallaba allí.

– ¿No averiguó dónde se encontraba? -preguntó Kate, valiéndose de Wandgi.

– Supuse que había ido a consultar al Dragón de Oro -replicó el monje.

– ¿Y el leopardo?

– Estaba atado con una cadena en un rincón. Su Majestad no puede llevarlo donde el Dragón de Oro. A veces lo deja en la sala del Buda y otras veces se lo entrega a los guardias que cuidan la última Puerta.

– ¿Dónde es eso? -quiso saber Kate, pero por toda respuesta recibió una mirada escandalizada del monje y otra furiosa del general: era evidente que esa información no estaba disponible, pero Kate no se daba por vencida fácilmente.

El general explicó que muy pocos sabían la ubicación de la última Puerta. Los guardias que la cuidaban eran conducidos hasta ella, con los ojos vendados, por una de las viejas monjas que servían en el palacio y que conocían el secreto. Esa puerta era el límite que conducía a la parte sagrada del palacio, que nadie, salvo el monarca, podía cruzar. Pasado el umbral comenzaban los obstáculos y trampas mortales que protegían el Recinto Sagrado. Cualquiera que no supiera dónde debía poner los pies, moría de una manera horrible.

– ¿Podríamos hablar con Judit Kinski, la europea que está en el palacio como huésped? -insistió la escritora.

Fueron a buscarla y se dieron cuenta de que la mujer también había desaparecido. Su cama estaba deshecha, su ropa y efectos personales se encontraban en la habitación, menos la bolsa de cuero que siempre llevaba al hombro. Por la mente de Kate pasó fugazmente la idea de que el rey y la experta en tulipanes se habían escapado a una cita amorosa, pero al punto la descartó por absurda. Decidió que algo así no calzaba con el carácter de ninguno de los dos y, además, ¿qué necesidad tenían de esconderse?

– Debemos buscar al rey -dijo Kate.

– Posiblemente esa idea ya se nos había ocurrido, abuelita -replicó el general Kunglung entre dientes.

El general dio orden de llamar a una monja para que los guiara al piso inferior del palacio y tuvo que aguantar que Kate y Wandgi lo acompañaran, porque la escritora se le prendió del brazo como una sabandija y no lo soltó. Definitivamente, esa mujer era de una descortesía jamás vista, pensó el militar.

Siguieron a la monja dos pisos bajo tierra, pasando por un centenar de habitaciones comunicadas entre sí, y por fin llegaron a la sala donde se encontraba la grandiosa última Puerta. No se dieron tiempo de admirarla, porque vieron con horror a dos guardias, con el uniforme de la casa real, tirados boca abajo en el suelo en sendos charcos de sangre. Uno estaba muerto, pero el otro aún vivía y pudo advertirles con sus últimas fuerzas que unos hombres azules, dirigidos por un blanco, habían penetrado en el Recinto Sagrado y no sólo habían sobrevivido y vuelto a salir, sino que además habían raptado al rey y habían robado el Dragón de Oro.

Myar Kunglung había pasado cuarenta años en las fuerzas armadas, pero jamás había enfrentado una situación tan grave como aquélla. Sus soldados se entretenían jugando a la guerra y desfilando, pero hasta ese momento la violencia era desconocida en su país. No se había visto en la necesidad de usar sus armas y ninguno de sus soldados conocía el verdadero peligro. La idea de que el soberano había sido secuestrado en su propio palacio le resultaba inconcebible. El sentimiento más fuerte del general en ese momento, más que el espanto o la ira, fue la vergüenza: había fallado en su deber, no había sido capaz de proteger a su amado rey.

Kate ya nada tenía que hacer en el palacio. Se despidió del desconcertado general y partió a tranco largo en dirección al hotel, llevando a Wandgi a la rastra. Debía hacer planes con su nieto.

– Posiblemente el muchacho americano alquiló un caballo, y tal vez se fue. Me parece que no ha vuelto -la informó el dueño del hotel con grandes sonrisas y reverencias.

– ¿Cuándo fue eso? ¿Partió solo? -preguntó ella, inquieta.

– Posiblemente se fue ayer y tal vez llevaba un mono -dijo el hombre, procurando ser lo más amable posible con esa extraña abuela.

– ¡Borobá! -exclamó Kate, adivinando al punto que Alexander había ido en busca de Nadia.

– ¡Jamás debí traer a esos niños a este país! -agregó en medio de un ataque de tos, cayendo sobre una silla, abrumada.

Sin decir palabra, el dueño del hotel le sirvió un vaso de vodka y se lo puso en las manos.

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