Aterrizaron en Nueva Delhi por la mañana. Kate Cold y los fotógrafos, habituados a viajar, se sentían bastante bien, pero Nadia y Alexander, que no habían dormido ni una pestañada, parecían los sobrevivientes de un terremoto. Ninguno de los dos estaba preparado para el espectáculo de esa ciudad. El calor los golpeó como una bofetada. Apenas salieron a la calle los rodeó una multitud de hombres, que se les fue encima ofreciéndose para acarrear el equipaje, servirles de guía y venderles desde pedacitos de banana cubiertos de moscas hasta estatuas de dioses del panteón hindú. Medio centenar de niños procuraba acercarse con las mantos estiradas, pidiendo unas monedas. Un leproso con media cara comida por la enfermedad y sin dedos se apretaba contra Alexander, mendigando, hasta que un guardia del aeropuerto lo amenazó con su bastón.
Una masa humana de piel oscura, delicadas facciones y enormes ojos negros los envolvió por completo. Alexander, acostumbrado a la distancia mínima aceptable -medio metro- que separa a las personas en su país, se sintió atacado por el gentío. Apenas podía respirar. De pronto se dio cuenta de que Nadia había desaparecido, tragada por la muchedumbre, y lo invadió el pánico. Comenzó a llamarla frenéticamente, tratando de desprenderse de las manos que le tironeaban la ropa, hasta que después de varios angustiosos minutos logró vislumbrar a cierta distancia las plumas de colores que ella llevaba atadas en su cola de caballo. Se abrió camino a codazos, la cogió de la mano y la arrastró tras los pasos decididos de su abuela y los fotógrafos, quienes habían estado varias veces en India y conocían la rutina.
Demoraron media hora en reunir el equipaje, contar los bultos, defenderlos de la gente y coger dos taxis, que los llevaron al hotel, manejando por la izquierda, a la inglesa, por calles abarrotadas. Toda clase de vehículos circulaban en el mayor desorden, sin respeto por los escasos semáforos o las órdenes de los policías: coches, destartalados autobuses pintados con figuras religiosas, motocicletas con cuatro personas encima, carretas tiradas por búfalos, rikshaws de tracción humana, bicicletas, carromatos cargados de escolares y hasta un apacible elefante decorado para una ceremonia.
Debieron detenerse por cuarenta minutos en un tapón del tráfico porque había una vaca muerta, rodeada de perros hambrientos y pajarracos negros picoteando su carne descompuesta. Kate explicó que las vacas se consideraban sagradas y nadie las echaba, por eso circulaban por el medio de las calles. Existía, sin embargo, una policía especial que las correteaba hacia las afueras de la ciudad y recogía los cadáveres.
La sudorosa y paciente muchedumbre contribuía al caos. Un santón con el pelo enmarañado y largo hasta los talones, completamente desnudo y seguido por media docena de mujeres que le tiraban pétalos de flores, cruzó la calle a paso de tortuga, sin que nadie le echara una sola mirada. Evidentemente era un espectáculo normal.
Nadia Santos, criada en una aldea de veinte casas, en el silencio y la soledad del bosque, oscilaba entre el espanto y la fascinación. Comparado con esto Nueva York parecía un villorrio. No imaginaba que hubiera tanta gente en el mundo. Entretanto Alexander se defendía de las manos que se introducían al taxi ofreciendo mercadería o pidiendo limosna, sin poder cerrar las ventanillas, porque se habrían muerto asfixiados.
Por fin llegaron al hotel. Al cruzar las puertas, vigiladas por guardias armados, se encontraron en medio de un jardín paradisíaco, donde reinaba la más absoluta paz. El ruido de la calle había desaparecido como por encanto, sólo se oía el trinar de las aves y el canto de las numerosas fuentes de agua. Por los prados paseaban pavos reales, arrastrando sus colas enjoyadas. Varios mozos vestidos de brocado y terciopelo rebordado de oro, con altos turbantes decorados con plumas de faisán, como ilustraciones de un cuento de hadas, cogieron su equipaje y los acompañaron adentro.
El hotel era un palacio tallado en mármol blanco de manera tan extraordinaria, que parecía un encaje. Los pisos estaban cubiertos por gigantescas alfombras de seda; los muebles eran de finas maderas con incrustaciones de plata, nácar y marfil; sobre las mesas había jarrones de porcelana rebosantes de flores perfumadas. Por todas partes crecían frondosas plantas tropicales en maceteros de cobre repujado y había jaulas de complicada arquitectura, donde cantaban pájaros de plumaje multicolor. El palacio había sido la residencia de un maharajá, quien perdió poder y fortuna después de la independencia de India, y ahora lo alquilaba a una compañía hotelera americana. El maharajá y su familia todavía ocupaban un ala del edificio, separada de los huéspedes del hotel. Por las tardes solían bajar a tomar el té con los turistas.
La habitación que compartían Alexander y los fotógrafos era recargada y lujosa. En el baño había una piscina de azulejos y en la pared un fresco representando una cacería de tigres: los cazadores, armados de escopetas, iban montados en elefantes y rodeados por un séquito de sirvientes a pie, provistos de lanzas y flechas. Estaban en el piso más alto, y por el balcón podían apreciar los fabulosos jardines separados de la calle por un alto muro.
– Esas personas que ves acampando allí abajo son familias que nacen, viven y mueren en la calle. Sus únicas posesiones son la ropa que llevan sobre el cuerpo y unos tarros para cocinar. Son los intocables, los más pobres de los pobres -explicó Timothy Bruce, señalando unos toldos de trapos en la acera, al otro lado del muro.
El contraste entre la opulencia del hotel y la absoluta miseria de aquella gente produjo en Alexander una reacción de furia y horror. Más tarde, cuando quiso compartir sus sentimientos con Nadia, ella no entendió a qué se refería. Ella poseía lo mínimo y el esplendor de aquel palacio le resultaba agobiante.
– Creo que estaría más cómoda afuera, con los intocables, que aquí adentro con todas estas cosas, Jaguar. Estoy mareada. No hay un pedacito de pared sin adornos, no hay dónde descansar la vista. Demasiado lujo. Me ahogo. ¿Y por qué nos hacen reverencias estos príncipes? -preguntó, señalando a los hombres vestidos de brocado y con turbantes emplumados.
– No son príncipes, Águila, son empleados del hotel -se rió su amigo.
– Diles que se vayan, no los necesitamos.
– Es su trabajo. Si les digo que se vayan, los ofendería. Ya te acostumbrarás.
Alexander volvió al balcón para observar a los intocables en la calle, que sobrevivían en la mayor de las miserias, apenas cubiertos por trapos. Angustiado ante el espectáculo, separó unos dólares de los pocos que tenía, los cambió en rupias y salió a repartirlos entre ellos. Nadia se quedó en el balcón, siguiéndolo con la vista. Desde su puesto podía ver los jardines, los muros del hotel y al otro lado la masa de gente pobre. Vio a su amigo cruzar las rejas custodiadas por los guardias, aventurarse solo entre la muchedumbre y empezar a repartir sus monedas entre los niños más cercanos. En pocos instantes se encontró rodeado por docenas de personas desesperadas. Había prendido como pólvora la noticia de que un extranjero estaba regalando dinero y de todas partes convergía más y más gente, como una incontenible avalancha humana.
Al comprender que en cuestión de minutos Alexander sería aplastado, Nadia corrió escaleras abajo llamando a voz en cuello. A sus gritos acudieron pasajeros y empleados del hotel, que contribuyeron a la alarma y la confusión general. Todos opinaban, mientras los segundos pasaban con rapidez. No había tiempo que perder, pero nadie parecía capaz de tomar una decisión. De pronto surgió Tex Armadillo y en un abrir y cerrar de ojos se hizo cargo de la situación.
– ¡Rápido! ¡Vengan conmigo! -ordenó a los guardias armados que vigilaban las puertas del jardín.
Los condujo sin vacilar al centro de la revuelta que se había formado en la calle, donde procedió a repartir puñetazos, mientras los guardias intentaban abrirse paso a golpes de culata. Armadillo le arrebató el arma a uno de ellos y disparó dos tiros al aire. De inmediato el movimiento de la gente más cercana se detuvo en seco, pero los de atrás seguían empujando para acercarse.
Tex Armadillo aprovechó el momento de desconcierto para alcanzar a Alexander, quien ya estaba en el suelo y con la ropa hecha jirones. Lo cogió por las axilas y con la ayuda de los guardias logró arrastrarlo a lugar seguro dentro del hotel, después de recuperar los lentes del muchacho, que por un milagro estaban intactos en el suelo. Enseguida cerraron las rejas del palacio, mientras afuera aumentaba el griterío.
– Eres más tonto de lo que pareces, Alexander. No puedes cambiar nada con unos pocos dólares. India es India, hay que aceptarla tal cual es -fue el comentario de Kate Cold cuando lo vio llegar bastante aporreado.
– ¡Con ese criterio todavía estaríamos en la época de las cavernas! -replicó él, secándose la sangre de la nariz.
– Estamos, niño, estamos -dijo ella, disimulando el orgullo que la actitud de su nieto le provocaba.
En la terraza del hotel, sentada bajo un gran quitasol blanco con flecos dorados, una mujer había observado la escena. Aparentaba unos cuarenta años muy bien llevados, delgada, alta, atlética, vestida con pantalones y camisa de algodón color caqui, sandalias y un bolso de cuero muy usado, que había tirado al suelo, entre sus pies. Su melena negra y lisa, con un grueso mechón blanco en la frente, enmarcaba su rostro de facciones clásicas: ojos castaños, cejas arqueadas y gruesas, nariz recta y boca expresiva. A pesar de la sencillez de su atuendo, tenía un aire aristocrático y elegante.
– Eres un joven valiente -dijo la desconocida a Alexander una hora más tarde, cuando el grupo del International Geographic estaba reunido en la terraza.
El muchacho sintió que se le encendían las orejas.
– Pero debes tener cuidado, no estás en tu país -agregó ella, en perfecto inglés, aunque con un leve acento centroeuropeo, cuya exacta procedencia era difícil de precisar.
En ese instante llegaron dos mozos trayendo grandes bandejas de plata con té chai al estilo de India, preparado con leche, especias y mucha azúcar. Kate Cold invitó a la viajera a compartirlo con ellos. También había invitado a Tex Armadillo, agradecida por su pronta acción, que salvó la vida de su nieto, pero el hombre se mantuvo aparte, después de manifestar que prefería una cerveza y su periódico. A Alexander le extrañó que ese hippie, quien por todo equipaje llevaba una andrajosa bolsa de lona y un saco de dormir, se hospedara en el palacio del maharajá, pero supuso que el costo debía ser muy bajo. India resultaba barato para quien tuviera dólares.
Pronto Kate Cold y su invitada estaban cambiando impresiones, y así descubrieron que todos iban al Reino del Dragón de Oro. La desconocida se presentó como Judit Kinski, arquitecta de jardines, y les contó que viajaba con una invitación oficial del rey, a quien había tenido el honor de conocer recientemente. Dijo que, al saber que el monarca estaba interesado en cultivar tulipanes en su país, le había escrito ofreciéndole sus servicios. Pensaba que, bajo ciertas condiciones, los bulbos de esas flores podrían adaptarse al clima y al terreno del Reino Prohibido. De inmediato éste le había pedido que se entrevistaran y ella había escogido hacerlo en Amsterdam, dada la fama mundial de los tulipanes holandeses.
– Su Majestad sabe tanto de tulipanes como el más experto. En realidad no me necesita para nada, habría podido llevar a cabo el proyecto él solo; pero aparentemente le gustaron algunos diseños de jardines que le mostré y tuvo la amabilidad de contratarme -explicó-. Hablamos mucho de sus planes de crear nuevos parques y jardines para su pueblo, preservando las especies autóctonas e incorporando otras. Es consciente de que esto debe hacerse con mucho cuidado para no romper el equilibrio ecológico. En el Reino Prohibido existen plantas, pájaros y algunos pequeños mamíferos que han desaparecido en el resto del mundo. Ese país es un santuario de la naturaleza.
El grupo del International Geographic pensó que el monarca debió haber quedado tan encantado con Judit Kinski como lo estaban ellos. La mujer producía una impresión memorable: irradiaba una combinación de fuerza de carácter y feminidad. Al observarla de cerca la armonía de su rostro y la elegancia natural de sus gestos resultaban tan extraordinarias, que era difícil quitarle los ojos de encima.
– El rey es un paladín de la ecología. Lástima que no haya más gobernantes como él. Está suscrito al International Geographic. Por eso nos facilitó las visas y aceptó que hiciéramos un reportaje -explicó a su vez Kate.
– Es un país muy interesante -dijo Judit Kinski.
– ¿Usted lo ha visitado antes? -preguntó Timothy Bruce.
– No, pero he leído mucho sobre él. Para este viaje he tratado de prepararme, no sólo en lo referente a mi trabajo, sino también sobre la gente, las costumbres, las ceremonias… No quiero ofenderlos con mis rudos modales occidentales -sonrió ella.
– Supongo que ha oído hablar del fabuloso Dragón de Oro… -sugirió Timothy Bruce.
– Aseguran que nadie lo ha visto, excepto los reyes. Puede ser sólo una leyenda -replicó ella.
El tema no volvió a mencionarse, pero Alexander notó el brillo de entusiasmo en los ojos de su abuela y adivinó que ella haría lo posible por acercarse a aquel tesoro. El desafío de ser la primera en probar su existencia era irresistible para la escritora.
Kate Cold y Judit Kinski se pusieron de acuerdo para intercambiar datos y ayudarse, como correspondía a dos forasteras en una región desconocida. En el otro extremo de la terraza, Tex Armadillo bebía su cerveza con el periódico sobre las rodillas. Unos lentes oscuros con vidrios de espejo cubrían sus ojos, pero Nadia Santos sentía su mirada examinando al grupo.
Sólo disponían de tres días para hacer turismo. Tenían la ventaja de que mucha gente hablaba inglés, porque India fue colonia del Imperio británico durante varios siglos. Sin embargo, en tan poco tiempo no alcanzarían ni a rascar la superficie de Nueva Delhi, como dijo Kate, y mucho menos entender esa compleja sociedad. Los contrastes eran para volver loco a cualquiera: increíble miseria por un lado, belleza y opulencia por otro. Había millones de analfabetos, pero las universidades producían los mejores técnicos y científicos. Las aldeas no contaban con agua potable, mientras el país fabricaba bombas nucleares. India tenía la mayor industria de cine del mundo, y también el mayor número de santones cubiertos de ceniza que jamás se cortaban el cabello o las uñas. Sólo los millares de dioses del hinduismo o el sistema de castas, requerían años de estudio.
Alexander, acostumbrado a que en América cada uno hace con su vida más o menos lo que quiere, se horrorizó con la idea de que las personas estuvieran determinadas por la casta en que nacían. Nadia, en cambio, escuchaba las explicaciones de Kate sin emitir juicios.
– Si hubieras nacido aquí, Águila, no podrías elegir a tu marido. Te habrían casado a los diez años con un viejo de cincuenta. Tu padre arreglaría tu matrimonio y tú no podrías ni siquiera opinar -le dijo Alexander.
– Seguro que mi papá escogería mejor que yo… -sonrió ella.
– ¿Estás demente? ¡Yo jamás permitiría una cosa así! -exclamó el muchacho.
– Si hubiéramos nacido en el Amazonas en la tribu de la gente de la neblina, tendríamos que cazar nuestra comida con dardos envenenados. Si hubiéramos nacido aquí, no nos parecería raro que los padres arreglaran el matrimonio -argumentó Nadia.
– ¿Cómo puedes defender este sistema de vida? ¡Mira la pobreza! ¿Te gustaría vivir así?
– No, Jaguar, pero tampoco me gustaría tener más de lo que necesito -replicó ella.
Kate Cold los llevó a visitar palacios y templos; también los paseó por los mercados, donde Alexander compró pulseras para su madre y sus hermanas, mientras a Nadia le pintaban las manos con henna, como a las novias. El dibujo era un verdadero encaje y permanecería en la piel dos o tres semanas. Borobá iba, como siempre, en el hombro o la cadera de su ama, pero allí no llamaba la atención, como ocurría en Nueva York, porque los monos eran más comunes que los perros.
En una plaza había dos encantadores de serpientes, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, tocando sus flautas. Las cobras asomaban de sus canastos y permanecían erguidas, ondulando, hipnotizadas por el sonido de las flautas. Al ver aquello Borobá empezó a chillar, soltó a su ama y se trepó deprisa a una palmera. Nadia se aproximó a los encantadores y empezó a murmurar algo en el idioma de la selva. De pronto los reptiles se volvieron hacia ella, silbando, mientras sus afiladas lenguas cortaban el aire. Cuatro pupilas alargadas se fijaron como puñales en la muchacha.
Antes que nadie pudiera preverlo, las cobras se deslizaron fuera de sus canastos y se arrastraron zigzagueando hacia Nadia. Una gritería estalló en la plaza y se produjo una estampida de pánico entre la gente que presenciaba el incidente. En pocos instantes no quedó nadie cerca, sólo Alexander y su abuela, paralizados de sorpresa y terror. Los encantadores procuraban inútilmente dominar a las serpientes con el sonido de las flautas, pero no osaban acercarse. Nadia permaneció impasible, una expresión más bien divertida en su rostro dorado. No se movió ni un milímetro, mientras las cobras se le enrollaban en las piernas, subían por su cuerpo delgado, alcanzaban su cuello y su cara, siempre silbando.
Bañada de sudor helado, Kate creyó que se iba a desmayar por primera vez en su vida. Cayó sentada al suelo y allí se quedó, blanca y con los ojos desorbitados, sin poder articular ni un sonido. Pasado el primer momento de estupor, Alexander comprendió que no debía moverse. Conocía de sobra los extraños poderes de su amiga; en el Amazonas la vio coger con la mano a una surucucú, una de las serpientes más venenosas del mundo, y lanzarla lejos. Supuso que si nadie daba un mal paso que pudiera alterar a las cobras, Águila estaba a salvo.
La escena duró varios minutos, hasta que la muchacha dio una orden en su lengua del bosque y los reptiles descendieron de su cuerpo y regresaron a sus canastos. Los encantadores colocaron las tapas rápidamente, cogieron los canastos y salieron corriendo, convencidos de que esa extranjera con plumas en el peinado era un demonio.
Nadia llamó a Borobá y, una vez que lo tuvo de nuevo montado en el hombro, continuó paseando por la plaza con la mayor calma. Alexander la siguió sonriendo, sin un solo comentario, muy divertido al ver que su abuela había perdido por completo su tradicional compostura ante el peligro.